Notas sobre el best-seller literario
Marcelo G. Burello

a P. P.

Ahora que El código Da Vinci (2003) y su furor casi religioso –con perdón del mal chiste– han pasado meteóricamente a la historia, vale la pena ser inoportuno. Porque eso es, ante todo, lo propio de un best-seller: irrumpir en escena con bombos y platillos para pronto hundirse en el olvido y ya no volver a asomar nunca más la cabeza. Envejecimiento prematuro, que le dicen. Lo que distingue al Código Da Vinci, en todo caso, es que alcanzó una repercusión pocas veces vista en la cultura mundial: por malo o bueno que sea, fue el único libro de ficción que logró figurar entre los temas del día de los habitantes de todas las grandes ciudades en las últimas décadas, y su merchandising superó con creces a la predecible versión cinematográfica, ramificándose en cuantiosos metatextos explicativos y secuelas.

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 Best-seller, “mejor vendedor”: en principio, se trata de una mercadería que tiene que venderse rápido, a diferencia de los clásicos, que “son esos libros de los cuales se suele oír decir ‘estoy releyendo’ y nunca ‘estoy leyendo’”(1), y que guardan un compromiso a la vez permanente e indirecto con la actualidad. Con cualquier actualidad (puesto que “es clásico lo que tiende a relegar la actualidad a la categoría de ruido de fondo”)(2). O sea: el best-seller es un libro sobre temas de actualidad según estos vienen dados por lo que se conoce como “agenda pública”, mientras que el clásico sería un libro siempre actual, o mejor, siempre vigente, por mérito propio (es decir, porque ha tocado un nervio del alma humana, y no sólo la epidermis). Entre los clásicos, a su vez, están los steady-seller, es decir, aquellos que sin batir records se siguen vendiendo siempre más o menos bien, ya sea porque perduran per se, ya sea porque los programas de estudio los incluyen sistemáticamente.
      ¿Pero podemos confiar en que los presuntos valores intrínsecos de un texto se impondrán en el tiempo? ¿No sabemos, acaso, que el propio Shakespeare fue tenazmente ignorado por largo tiempo?(3) ¿Habrá que pensar que es la propia obra la que se coloca, o que alguien la coloca en el canon transhistórico?(4)

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A fines del siglo XVIII se proclamaron los lineamientos de la estética idealista, que se dejan sintetizar en esta tríada: creador genial, obra de arte orgánica, receptor desinteresado. Según Peter Bürger (Teoría de la vanguardia), las vanguardias históricas amenazaron esas categorías sin disolverlas del todo; según Andreas Huyssen (La gran división), dichas categorías –propias y exclusivas del arte “alto” o “elevado”– se vuelven automáticamente obsoletas en tiempos postmodernos. El best-seller literario o de ficción (para diferenciarlo de cualquier otro libro que también se vende muy bien, como puede ser un manual de software o un texto de auto-ayuda) es justamente el género que más parece socavarlas. En este caso, el escritor es un profesional, un mero técnico; la obra no aspira a trascendencia alguna; el lector sabe muy bien qué necesidad vital ha de satisfacer con esa lectura: el esparcimiento (aunque cabe notar que últimamente hay una marcada tendencia a barnizar las tramas con datos y explicaciones, en un claro gesto de “plus didáctico”).

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“Lo que es un best-seller, todos lo saben. En cambio, apenas si se lo puede definir. Digamos: un best-seller es un libro que supera por mucho las tiradas normales (que van de quinientos a cinco mil ejemplares), llegando a diez o a cien veces más que eso, y en poco tiempo, normalmente en una temporada, rara vez en más de un año.”(5)

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Por definición, un best-seller sólo podría ser designado como tal recién algunos meses después de su publicación, cuando los cómputos de venta lo catapulten a esa categoría. El concepto, después de todo, implica una comprobación a posteriori. Sin embargo, tanto en la práctica como en la teoría circula una cierta tipificación a priori del género. Si la obra es de non fiction, como ahora se gusta decir (¿dónde habría que poner la Biblia según esta lúcida etiqueta?), los parámetros se dejan llevar por el sentido común y la actualidad en su lato sentido periodístico (6). Más estimulante, más desconcertante, resulta pensar cuáles son los rasgos que tienen en mente los autores, los editores y los lectores de un libro denominado best-seller y que aún no ha sido escrito. Por fuera, uno lo imagina con un título breve y atrapante (hay ciertos sustantivos favoritos, como “complot”, “trama”, “código”, y ciertos adjetivos favoritos, como “siniestro”, “secreto”, “mortal”), un tomo voluminoso, multicolor, con una de esas presentaciones que alguna vez le hicieron exclamar a Adorno: “Me di cuenta de que los libros ya no parecían libros. La adaptación a lo que con o sin razón se tiene por las necesidades de los consumidores ha alterado su apariencia”(7). Por dentro, de inmediato pueden pensarse algunas premisas en atención al “lector promedio”(8): intenso punto de ataque inicial, oraciones no demasiado extensas, vocabulario no demasiado preciosista, trama con peripecias diversas, identidades y misterios revelados al final, tema actual, verosimilitud mínimamente aceptable en las representaciones, predominio de las acciones externas –incluyendo el diálogo– por sobre la introspección psicológica, uso dosificado de las técnicas del suspense y el in crescendo, montaje de subtramas paralelas, etc., etc.
       Cualquier semejanza entre lo que se espera de un best-seller literario y lo que se espera de un éxito de Hollywood es pura coincidencia.

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De la escuela de sabiduría de la lectura: el best-seller que no me mata, me fortalece.

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En su aspecto externo, por lo general estos libros muestran poseer un volumen muy considerable; las categorías best-seller y pocket book –o “libro de bolsillo”– ciertamente no condicen. Y es que como objeto mercantil que son (al igual que lo terminan siendo prácticamente todos los libros), deben cumplir con la consigna de make your money worth, “haga valer su dinero”, y lo primero –y lo más fácil- que se puede pensar es el mero tamaño. Pero la magnitud también contiene una promesa de emoción sostenida y duradera (por ejemplo, para una típica quincena vacacional o una convalecencia hospitalaria, experiencias que guardan en común la postración obligada). En la tapa ya desbordan los encomios y halagos más diversos y desmesurados, en general, dicen los malpensados de siempre, provenientes de diarios y revistas en los que casualmente la editorial del caso invierte en publicidad. Curiosamente, se declara que el libro es un best-seller ya en la primera edición y se anuncian otros éxitos del mismo autor, por lo que surge la pregunta traumática: ¿cómo se hace en la primera edición de un best-seller para saber de antemano que lo es? ¿cómo es que un “mejor vendedor” puede ser a la vez un fracaso de ventas? Nada más patético, por cierto, que un libro con la faja que unilateral y anticipadamente lo declara best-seller y que enseguida agoniza en los estantes de saldo de una librería de los suburbios. Nada fracasa tanto como el éxito.

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La mayor cantidad de recetas y fórmulas de escritura se ocupa ante todo de dos géneros: los trabajos académicos (monografías, tesis, etc.) y los best-seller. Da que pensar (mal) de ambas formas: sólo puede codificarse la producción de aquello cuyas expectativas son plenamente calculables.

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 Dato sólo en apariencia anecdótico: el best-seller es un tipo de libro que uno compra más para regalárselo a otra persona que para quedárselo uno mismo. La vistosidad de la cubierta y la “garantía” del autor –toda una marca comercial– fundan la decisión de compra.
       Agreguemos, además, que el feliz poseedor de uno de estos libros no suele conservarlo: a su vez propende a regalarlo, a prestarlo, a venderlo... o a tirarlo. La cultura es un sistema complejo en el que algunos libros parecen estar predestinados a la biblioteca y otros, al tacho de basura, incluso antes de que se los lea, y más aún, incluso antes de que se los escriba.

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Dan Brown recae en el conocido chiste autolegitimador de que la Biblia es el mayor best-seller de la historia. No hay nada más falso. Además de que se lo ha regalado más de lo que se lo ha vendido (si podemos contar entre tales “regalos” a las donaciones y demás operativos por los cuales el cristianismo imponía su lectura), la suma sideral de ejemplares sólo se dio a lo largo de siglos y a costa de mucho sudor y sangre (posiblemente más de lo segundo que de lo primero). Pero el autor y el lector del best-seller, gente muy autoconsciente (e incluso una pizca cínicos), en el fondo quieren creer que sólo reproducen un sistema de legitimación racional basada en la premisa “cantidad = calidad”. La compra-venta del best-seller se caracteriza por una honestidad brutal de ambas partes. Los intercambios manifiestamente comerciales son una actividad que se presume limpia, neutra. Quien compra 100 grs. de jamón cocido no cree estar contribuyendo al calentamiento global ni piensa, mientras tantea la billetera, en los niñitos desnutridos que mueren en África. Ni en el empleado de la fiambrería. Ni en el colesterol. Ni –last but not least– en el chancho.

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En rigor, un “mejor vendedor” es cualquier tipo de libro. Una novela histórica o un ensayo de autoayuda pueden (y suelen) serlo. Pero hay un cierto tipo de best-seller que define al subgénero por antonomasia: el mamotreto de ficción, por lo general de tema o estructura policial (9). Esta noble forma literaria, crecida a la sombra de Edgar Allan Poe, puede incluir tanto las obras de espionaje –en la línea de Tom Clancy, Sidney Sheldon, Harold Robbins, Robert Ludlum, John Le Carré, etc.– como ciertas variantes que se acercan al terror y el horror –pensemos en Peter Benchley, Stephen King, Thomas Harris-. Sea porque cumple funciones culturales muy antiguas, como la de reactivar las habilidades del primitivo humano cazador (tesis de Arnold Gehlen), sea porque elabora angustias muy modernas, como cierta paranoia que deviene en la vida de las grandes ciudades (toda la teoría social, desde los relatos de Hoffmann y Poe en adelante), o bien por algo tan simple como que satisface las siempre apremiantes necesidades de justicia (y de castigo), el policial es el subgénero popular por antonomasia, más aún que el romántico-amoroso, de consumo casi excluyente entre el público femenino. Aquella broma con la que Goethe explicara ciertas preferencias populares de la comedia por sobre la tragedia: “todos quieren casarse, nadie quiere morir”, ahora podría reformularse así: “nadie quiere casarse, todos quieren que se encuentre a los culpables”. Porque a fin de cuentas, los culpables son siempre los demás, ¿no es así?
       Lo cierto es que en la sociedad de masas siempre hay motivos para temer una conspiración: las avanzadas totalitarias, los marcianos, los comunistas, las mafias, el terrorismo étnico y religioso... La paranoia sólo puede tranquilizarse construyendo redes positivistas de contención. Si en el siglo XIX se reaccionó a las grandes migraciones y a la descolonización con el diseño de una tecnología para “vigilar y castigar”, ahora sobrevienen los relatos forenses: pistas, pruebas, evidencia... todo suma a la hora de reconstruir un crimen en aras de entenderlo, y –quién sabe– de prevenirlo.

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       Propuesta provocativa –y elitista, sí, para qué negarlo- de C. S. Lewis (10): “Tradicionalmente, la crítica literaria se utiliza para juzgar libros. Todo juicio sobre la forma en que las personas leen los libros es un corolario del juicio sobre estos últimos. El mal gusto es, digamos, por definición, el gusto por los malos libros. Quisiera ver qué sucede si invertimos el procedimiento. Partamos de una distinción entre los lectores, o entre los tipos de lectura, y sobre esa base distingamos, luego, entre los libros. [...] Creo que vale la pena intentarlo porque, en mi opinión, el procedimiento normal entraña casi siempre una consecuencia incorrecta. Si decimos que a A le gustan las revistas femeninas y a B le gusta Dante, pareciera que gustar significase lo mismo en ambos casos –que se tratara de una misma actividad aplicada a objetos diferentes. Ahora bien: por lo que he podido observar, al menos en general, esta conclusión es falsa.”(11). Lewis pasa revista, entonces, a los vicios de ese conspicuo personaje que no vacila en llamar “mal lector”: 1) sólo lee narrativa, 2) no percibe el factor musical de la escritura, 3) es insensible –e incluso hostil– al estilo, 4) preferiría ver las cosas a tener que leerlas, y 5) quiere acciones, no descripciones. En este “experimento” no se asoma el concepto de best-seller, que aún no era tan de uso corriente, pero todo parece señalarlo; sólo que aquí, admitámoslo, la culpa es del lector (12). Como sea, vuelve a plantearse una remanida cuestión de la estética y la historia del arte, que remite a los viejos debates sobre mal gusto y cursilería (Kitsch): lo “bajo”, lo “popular”, ¿tiene marcas internas, rasgos inmanentes que lo delatan, o bien se define por el status (cultural y económico) de quienes lo consumen, o más aún, por el uso que le dan quienes lo consumen?

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Pensar en el best-seller es volver a plantear la vieja cuestión de la sinceridad y la honestidad intelectual del artista. ¿Todos los autores de best-seller aceptarían sin ambages que escriben “malos” libros? ¿Quiénes son conscientes de ello y en qué sentido estiman esa presuntamente baja calidad? He aquí dos observaciones de los más rancios Cultural Studies:
       1) “Cuando consideramos la extraordinaria habilidad de la moderna literatura de entretenimiento [...] a menudo damos por sentado que la actitud de esos escritores hacia su obra es totalmente cínica y comercial. [...] Estos autores son competentes, y sin duda en gran parte de su táctica al escribir apuntan conscientemente a darle al público lo que éste quiere. Pero pensar que combinan en las proporciones exactas todos los diversos ingredientes que contribuyen a su éxito es, aparte de muchas otras cosas, sobreestimar intelectualmente a la mayoría de ellos.”(13)

       2) “A mucho de lo que juzgamos malo lo tienen por malo sus productores.”(14)

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La cultura letrada pierde inevitablemente su íntima y tradicional conexión con el poder, tanto el simbólico como el real. En el futuro, las clases dominantes tendrán una formación mucho más audiovisual (en general, con soportes digitales), y la lectura –atenta, silenciosa, comprometida- gradualmente se irá reduciendo a fenómeno de minorías (más aún que en la actualidad). Excepto en ámbitos específicos, es cada vez más difícil toparse con una persona entre cada diez que haya leído una obra “literaria” el pasado año. Y a menudo esa persona es alguien de edad avanzada, que dispone del tiempo necesario y fue formado aún en el valor letrado. O alguien que estuvo convaleciente, y sin un televisor a mano.
        Esto se relaciona con el problema de los usos de la lectura y los modos idiosincrásicos de recepción. Desde el siglo XVIII, la lectura ha estado sometida a un doble movimiento básico: instrumento de emancipación personal, por un lado, y herramienta de homogeneización pedagógica, por el otro. Para las capas burguesas en ascenso, leer fue al principio una plataforma de formación cultural e integración social; pero con la implementación de la lectura como arma escolar obligatoria y forzosa, el momento de lo espontáneo que caracterizaba ante todo la relación con los textos de ficción fue quedando relegado también en manos de la recepción instrumental. Es necesario situar al lector de best-seller en esta serie histórica si se desea comprender sus inquietudes y sus intereses. El best-seller no enseña nada ni prestigia al que lo lee; su lector no pretende “elevarse”, ni “ampliar su horizonte”, ni “autorreflexionar”: parece querer, para decirlo de una manera sencilla, sentir que pertenece a su tiempo matando el tiempo con libros del momento. Por eso, del infinito amasijo de la literatura “baja” o “popular” sólo lee las novedades de ficción y que han sido validadas por el público –una entidad en cuya transparencia no cree ingenuamente, sin embargo- como una mercadería main stream. Hay algo en la psique del lector de best-seller que lo emparenta con la persona que escucha música pop y con la que mira cine de acción hollywoodense. Indiferentes a las validaciones aristocráticas, todos ellos suscriben al éxito democrático, sin perder el sueño por las pesadillas de la Kulturindustrie.

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Sartre señala la propensión con que los escritores burgueses “establecen rara vez una relación entre sus obras y el pago en numerario que por éstas recibe”(15). No leyó (hubiera sido un anacronismo) los prólogos de Stephen King, en los que este verdadero hijo bobo de Poe y Lovecraft se jacta de haber ganado millones y nos rinde cuenta de la relación entre lo que escribe y lo que le pagan. El autor de best-sellers no esconde el negocio: lo muestra y quiere que se lo envidie, o al menos que se lo admire. Es un business man, no un poeta inspirado, un “vate”.

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Borges gustaba citar aquella frase del Quijote en la que a su vez se citaba a Plinio el joven: “No hay libro tan malo que no tenga algo bueno”.

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Everyone loves a conspiracy, dice en algún momento el protagonista del Código Da Vinci (16). El autor de best-sellers sabe muy bien cuáles son los temas del día. Quizá lo sabe demasiado bien, y termina dando clases sobre ello. Pero Flaubert es apenas el caso más conocido de grandes escritores clásicos que se pusieron a investigar sobre un tema antes de abordarlo y que luego filtraron ese saber por vía literaria. Ante todo por la imposición de las instituciones escolares y educativas en occidente, desde el siglo XVIII, es evidente que la preceptiva horaciana de prodesse et delectare para el buen poeta ha cambiado de valor. Instruir y deleitar acaso sigan siendo, en cierto modo, las consignas del best-seller (aunque mucho más la segunda que la primera); en ese sentido, el best-seller es un subgénero muy antiguo, por no decir anacrónico: el simultáneo devenir autónomo y mercantil de la literatura no habría roto, acaso, todas las continuidades con la vieja producción literaria.
        Sin embargo, la “literatura” trabaja de otra forma con el saber. Los momentos instructivos del best-seller suelen ser demasiado evidentes: son insertos informativos, y casi ni esconden que han sido tomados ad hoc de enciclopedias y tratados. La mala literatura suele delatarse porque se pone a dar clase sobre lo que acaba de aprender; la pésima literatura también, pero en vez de asumir la actitud de un maestrito de escuela, directamente huele a copy-paste de Wikipedia o algo por el estilo. El gesto literario institucionalmente más legítimo es en este sentido un desvío: “La literatura no dice que sepa algo, sino que sabe de algo”, Barthes dixit (17).

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Hipótesis A: “El best-seller es material de lectura para gente que, si no existiera ese material, no leería nada. De lo que se deduce lo injustificado de las alarmas. Creer que alguien pueda dejar de leer a Henry James para leer a Harold Robbins es una ingenuidad; si no existiera Harold Robbins, sus lectores vacantes no leerían a Henry James; no leerían nada, simplemente” (18).
       Hipótesis B: hay una esencial sustituibilidad entre los productos culturales. La gente lee “porquerías” y entonces –entiéndase el “entonces” como causal– no leen “buena literatura”. Lee best-sellers, e incluso diarios y revistas, y no Kafka o Dostoievski, por falta de un pequeño estímulo, o de una pequeña oportunidad, o de una pequeña... neurona. En última instancia, este argumento vale para pensar en la intercambiabilidad de los soportes: los chicos leerían más si no miraran tanto la tele.
       Ambas hipótesis tienen pros y contras. Pero cuesta pensar a favor de la segunda alternativa, sobre todo después de los trabajos de Bourdieu. Además, ¿alguien cree que la gente se mataría menos a tiros si se promoviera la caza mayor?

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El best-seller es el “arte industrial” por antonomasia. No en el sentido del LEF soviético (con el que, sin embargo, comparte algunos postulados, como la “desfetichización” del “arte de caballete”) (19), sino en el sentido de Bourdieu y sus tres corrientes del arte decimonónico (“social”, “industrial”, y “artístico”): es una expresión que se ajusta en todo a las reglas del mercado y se inserta acríticamente en los vigentes mecanismos de producción.

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 Que “la crítica literaria no lo impide” y que “tampoco la publicidad por sí sola crea el best-seller” suena verosímil. Pero que “para el éxito de un libro sea más importante la editorial que lo sustenta y su envase que su contenido y la intensidad de su campaña publicitaria” es dudoso. Como sea, Zimmer acierta al cifrar el éxito de este tipo de productos en el denominado “efecto bola de nieve” (20). El best-seller es la expresión consumada del sistema de cadena de recomendaciones.

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“No one can give you a formula for writing a good crime novel –and it wouldn’t be a good novel if one could”, dice una exitosa editora de crime fiction (21). Buen juego de palabras, pero poco creíble. La insistencia del mercado editorial acerca de su tenaz búsqueda de originalidad y singularidad no sólo no condice con la realidad: tampoco se ajusta a lo que buscan los lectores. Que levante la mano el que pueda encontrar las diez diferencias entre Ángeles y demonios y El código Da Vinci de Dan Brown.

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Hablando de fórmulas... En El código Da Vinci, la explicación fundamental se encuentra prácticamente en el centro exacto del libro. Se trata del momento en que Robert Langdon (todo en el texto delata que el autor ya pensaba en Harrison Ford para la versión cinematográfica: el destino quiso que el papel fuera de Tom Hanks), junto a su amigo Teabing, deben desentrañar el misterio del Grial ante Sophie. Brown prepara la escena con verdadero mal gusto, llenándola de implicancias sexuales, y es plenamente consciente de ello:

La sonrisa que se dibujó en el rostro de sir Leigh era casi obscena.
─Robert, ¿me has traído a una virgen?
Langdon le guiñó un ojo a Sophie.
─Virgen’ es como los apasionados del Grial llaman a quien no ha oído nunca su verdadera historia.
Teabing miró a Sophie impaciente.
─¿Qué es lo que sabe exactamente?
[...]
─¿Y eso es todo?- Teabing le dedicó a Langdon una mirada escandalizada-. Robert, yo creía que eras un caballero. ¡Le has escatimado el clímax!
─Lo sé, me ha parecido que a lo mejor, juntos, tú y yo, podríamos...- Por lo visto, le pareció que aquel símil ya había llegado demasiado lejos y se detuvo.
Teabing ya había vuelto a clavar en Sophie su penetrante mirada.
─Es usted una virgen del Grial, querida, y créame, no olvidará su primera vez (22).

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Oído al pasar por un bar a punto de ser demolido: “Yo sólo escribo para ser leído”. Oído al pasar por un bar de moda:  “Yo sólo escribo para ser vendido”. 

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Del joven T. W. Adorno: la idealización y el encantamiento de la obra de arte van de la mano con el ocultamiento y la negación del trabajo físico (23). El best-seller es justamente un subgénero que establece un pacto de lectura basado en la ruptura inicial de ese hechizo. El sufrimiento, sospechamos, a veces queda para el desprevenido lector...

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Muchos críticos, teóricos e “intelectuales” fruncen el ceño ante el best-seller, negándole toda calidad literaria; pero así como una golondrina no hace verano, un ceño fruncido no hace teoría: se precisan justificaciones, y como las especulaciones sociológicas no bastan, habría que condescender a la inmanencia del texto, lo cual sería una pérdida de tiempo, ya que no un escándalo. El sólo hecho de que el best-seller sea la única expresión literaria que la gente lee masivamente no los arredra: al contrario, los induce a convencerse más aún. En el siglo XVIII habrían fruncido el ceño, quizás, ante piezas tan insignificantes e irrelevantes como La nueva Heloísa de Rousseau o el Werther de Goethe, dos de las obras más vendidas y leídas del siglo, y en su momento seriamente cuestionadas por sus dones “miméticos” entre una juventud desorientada (equivalente a los jóvenes que hoy día se vuelven asesinos como fácil producto de los videojuegos y las series televisivas) (24).

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La impericia no impide el éxito. En El código Da Vinci vemos el uso de la misma impresentable técnica de la que se valió Robert Bloch en su Psycho (que Hitchtcock alteró por completo al llevar la novela a la pantalla): no describir ante el lector algo que los personajes están viendo y que lo aclara todo. Aquí, Teabing es “el Maestro”, lo cual se nos revela recién al final, cuando en muchas situaciones apareció con esa identidad incluso ante su mayordomo, que sabía perfectamente quién era. El narrador no tenía por qué ocultarnos ese dato ante semejante interlocutor. El lector tiene derecho a sentirse traicionado y ofendido en su inteligencia. Son sólo pequeños detalles, claro, al cabo de más de quinientas páginas.

Se ha dicho que el best-seller del siglo XIX explotaba tres “fugas” de la realidad del lector: fuga hacia el pasado, hacia lo extraño, y hacia lo misterioso (25). Al parecer, en el best-seller contemporáneo han perdido eficacia las dos primeras. Lo histórico y lo exótico ya no concitarían el interés popular con tanta facilidad; la educación y la información han depredado, acaso, esos otrora fértiles terrenos de la fantasía.
Por lo demás, el tilde de “escapismo” que suele atribuírsele al denominado “arte popular” es fácilmente reversible en un rótulo mejorativo, uno que exalte, por ejemplo, sus posibilidades cognitivas. Sólo escapa de la vida el suicida. Quienes leen sobre travesías intergalácticas o conspiraciones islámicas no necesariamente huyen de su mundo por cobardía, frustración, impotencia, aburrimiento: desean, acaso sin conciencia de ello, atravesar los lindes del espacio exterior o comprender los numinosos razonamientos de un terrorista musulmán. Ir hacia lo extraño, por más prefabricado y predecible que sea lo extraño, siempre implica un cierto desplazamiento mental, una pequeña apuesta, una dosis de peligro. La típica visión negativa de la “fuga de la realidad” puede condensarse en esta definición que Carl Schmitt (nada menos) hiciera de la fuga propia del romanticismo: “el romántico no se fuga a la nada, sino que busca una realidad concreta, pero una que no lo perturbe ni lo contradiga” (26).

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Ejercicio de matemática y geometría cultural no-cartesiana: tómese una regla y mídase la cantidad de centímetros cuadrados que respectivamente ocupan en un suplemento cultural la sección “más vendidos” y la sección de reseñas de autores y libros presuntamente prestigiosos (y por lo tanto dignos de una nota); compárese la relación porcentual con el espacio que cada uno de los títulos ocupa en: a) los estantes de una librería céntrica, b) los anaqueles de una biblioteca de suburbios, c) las erogaciones de una billetera de provincia.
Una vez hecho este cálculo, de inmediato comuníquense los resultados a la academia de letras y la editorial multinacional más cercanas. A ninguna les interesarán en lo más mínimo, por supuesto, pero será bueno haber ubicado tan magnas instituciones del mercado libresco. 


Notas:

(1) Italo Calvino, “Por qué leer los clásicos”, en: idem, Barcelona, Tusquets, 1997, p. 13.
(2) Ibid., p. 18.
(3) Dato difícil de procesar para los “neo-humanistas”, que insisten en que el bardo inglés es la quintaesencia del genio letrado, y a fortiori, de la humanidad.
(4) La actual bibliografía sobre el problema del canon literario llenaría un libro por sí sola. Recordemos, siquiera, que el tema se hizo candente en la década de 1970 e inicialmente en los Estados Unidos, tras las reivindicaciones de las minorías étnicas y culturales (mujeres, negros, latinos, aborígenes, homosexuales).
(5) Dieter Zimmer, “Der Bestseller”, en: I. D. Arnold-Dielewicz y H. L. Arnold (eds.), Literarisches Leben in der Bundesrepublik. Stuttgart: Reclam, 1974, p. 98. Zimmer ha sido un auténtico pionero en investigar este producto editorial, y sus investigaciones de campo sobre el leading case de Eric Malpass –un autor famosísimo de best-sellers, que por supuesto todo el mundo ya ha olvidado- siguen siendo un obligado punto de partida teórico-crítico.
(6) Es decir, lo actual en tanto merece la atención de los medios de comunicación. Por lo demás, Jerry Seinfeld ya ha observado en uno de sus chistes lo sorprendente que resulta que todas las noticias de todo el mundo y de todos los días se ajusten exactamente siempre al mismo tamaño de un mismo periódico.
(7) Th. W. Adorno, “Chifladuras bibliográficas”, en: idem, Notas sobre literatura, Madrid, Akal, 2003, p. 332-343. La base de este artículo es una reseña del autor sobre la Feria del Libro de Francfort de 1959, aparecida en el FAZ; en 1963, Adorno amplió el texto para republicarlo.
(8) “Lector promedio”: una construcción hecha sobre estadísticas y encuestas en el mejor de los casos, o sobre charlas de café y de ascensor en el peor de los casos.
(9) “Literatura policial” traduce el término original detective story, ante todo más preciso por acentuar la presencia del detective y no la del policía común: en la literatura policial, nada es menos importante que la policía. (10) Crítica literaria: un experimento (1961), Barcelona, Antoni Bosch, 1982.
(11) Op. cit., p. 1. La versión castellana reúne like y taste en el único verbo “gustar”. Cfr. C. S. Lewis, An Experiment in Criticism, Cambridge, Cambridge University Press, 1961
(12) Cfr. M. G. Burello, “Malos lectores, malos libros. A propósito del método crítico de C. S. Lewis”, en revista Proa, 2006.
(13) Richard Hoggart, The Uses of Literacy (1957), Londres, Penguin, 1992, p. 206-208. Aunque cueste creerlo, este libro sigue siendo inaccesible en castellano; agradezco a A. Kaufman el habérmelo revelado hace muchos años.
(14) Raymond Williams, Culture and Society (1958), Londres, The Hogarth Press, 1993, p. 305.
(15) “Presentación de ‘Los tiempos modernos’”, en ¿Qué es la literatura?, Bs. As., Losada, 1950, p. 7. De aquí la constante referencia sartreana a Zola y su clásico artículo “El dinero en la literatura”.
(16) Dan Brown: The Da Vinci Code, Londres, Corgi Books, 2004, p. 232.
(17) R. Barthes, “Lección inaugural”, en: El placer del texto y Lección inaugural, Bs. As., Siglo XXI, 2003, p. 125 (18) César Aira, “Best sellers y literatura, vigencia de un debate”, en: La Nación, 28/12/2003.
(19) Cfr. B. Arvatov, Arte y producción (1926), Madrid, Alberto Corazón, 1973.
(20) D. Zimmer, “‘Die Herzen grosser Publikumszahlen...’ Über die Karriere eines bestsellers, am Beispiel Eric Malpass”, en H. L. Arnold (ed.), Literaturbetrieb in Deutschland, Munich, Text + Kritik, 1971, p. 112s.
(21) Ruth Cavin, “Editing Crime Fiction”, en: G. Gross (ed.), Editors on Editing, New York, Grove Press, 1993, p. 195.
(22) El Código Da Vinci, trad. de J. estrella, Chile, Umbriel, 2004, p. 285. El traductor vierte “aquel símil” en lugar de “the unseemly metaphor”, expresión que delata mayor conciencia culposa por parte del narrador en el original, pero luego se desbarranca con la figura de “clavar la penetrante mirada”, en lo que –lapsus mediante- avanza mucho más allá de lo que el propio autor osaría.
(23) Cfr. Versuch über Wagner, en: Gesammelte Schriften, Darsmtadt, WBG, 1998, T.13, p. 80s.
(24) Valga para pensar, siquiera, al respecto, aquella frase de Jules Renard: “Cuanto más se lee, menos se imita”, emitida, curiosamente, en épocas de apogeo del esteticismo.
(25) Rudolf Schenda, Volk ohne Buch, Frankfurt a. M., V. Klostermann, 1988, p. 479. (26)Romanticismo político, Bs. As., Univ. Nac. De Quilmes, 2001, p. 133.