Ficciones desarmadas:
después de diez años de Punctum
Claudia Rosa

En 1998 el Diario de Poesía premia a Punctum de Martín Gambarotta con el primer premio hispanoamericano de poesía. Ese gesto estaba marcando el agostamiento de los modos poéticos circulantes en nuestro país y una respuesta fuerte al debate de la década anterior. La polémica que había marcado los 90 había sido entre neobarrocos y objetivistas y estaba llegando a su fin; entre otras cosas, porque ya toda una generación había hecho la tarea que le tocaba: la de repensar el lenguaje heredado después de las censuras de la dictadura.
         Y en Punto de Vista (1)Martín Prieto y Daniel García Helder publican un artículo que levantaría la polémica. Para muchos este artículo -junto con el premio- venía a legitimar textos que no merecían llamarse poéticos; para los autores, en cambio, había que hacerse cargo de que esto estaba sucediendo en la poesía argentina. “Hacen un nuevo concierto desconcertante para jugar bobamente con las palabras. Pero es así. Hay que escuchar ese concierto como esa cantata de los adolescentes de Stockhausen” dice Arturo Carrera (2), tal vez el poeta más admirado por los nuevos.
         Los finales de los 90 desembocan en una producción cultural que se hace cargo de la fragmentación y aventan para siempre los resabios esencialitas, destituyen ídolos literarios y de los otros (dice Daniel Freidemberg en una artículo  publicado en la revista Plebeya Nº 5 que Martín Gambarotta dijo en un recital de poesía “Yo leo a los clásicos, leo a los poetas jóvenes”). Y se construyen en un proceso que emula los rituales tribalizantes de la cultura juvenil. Forman grupos pequeños, son solidarios entre sí; cuando uno lee van todos, se compran, se editan y se leen entre todos; promocionan tanto la poesía leída como la poesía escuchada en numerosas y variadas lecturas. Construyen un otro radicalmente negativo (los poetas mayores, de la tradición, los solemnes, los mascarones de humanistas que no leen lo nuevo –marcando honrosas excepciones claro- mientras que ellos, sin futuro y con un pasado para repudiar, son el puro presente de la estética: es lo que hay.
         Y en el interior del mismo sector que llamamos poetas jóvenes de la era postmenemista, los  grupos operan diferentes oposiciones: chabones, nenas malas, popstars (con un sutil tono de diferencias de clases que se mantiene siempre bajo control). Otras veces las diferenciaciones son socio estéticas: los que parodian los neobarrocos,  los objetivistas o los vitalistas (aunque en cada grupo y aún en algunos de los poetas haya diferentes tonos y adscripciones de diferentes estéticas, aunque sea para repudiarlas). De lo que se trata es de diferenciarse. En su estilo de vida literaria no reproducen las  dicotomías de las tribus urbanas interbarriales, ni las más propias de la literatura entre porteños y provincianos. En los últimos cinco años este fenómeno que comenzó siendo urbano y porteño -salvo el fuerte y protagonista grupo Vox de Bahía Blanca- se ha ido reproduciendo al interior de las ciudades de provincia en donde se ven más a menudo ediciones artesanales de autor, lecturas de poemas en lugares no tradicionales, una fuerte proliferación de la divulgación en la web y el chat, en foros y publicaciones electrónicas con una nueva voluntad de borramientos de identidades de las zonas de origen que estos jóvenes repudian.
          La posición de los poetas jóvenes respecto de la fuerte herencia que la literatura de la zona había producido entre la década del 80 y del 90 es quizás una marca de la articulación de estos textos con el sistema de textos que solemos llamar literarios. Durante estas décadas, la manera que había encontrado el sistema literario de hacer frente a la centralidad porteña de la década del 60 había sido reescribir lo que Martín Prieto llama la “zona”, o María Teresa Gramuglio llama el “lugar”. Así, la poesía, la narrativa de estas dos últimas décadas había vuelto sobre un contexto cercano y había conseguido para las lenguas vecinales un nuevo estatuto. Esta herencia no es desechada por ninguno de los poetas jóvenes; tal vez podría pensarse en dos movimientos: o la llevan al extremo,  o diluyen la estrategia en una política de la lengua que entendió, que sabe que las lenguas comarcanas sufren la misma suerte en esta heteroglosia de nuestros días que la lengua que antes podía llamarse hegemónica. 
         Pongo por ejemplo la poesía del notable Julián Bejaramo de 22 años, de Paraná, cuyos poemas permanecen inéditos, que relee los textos de viaje de tres entrerrianos: Juan L. Ortiz, Arnaldo Calveyra y Ricardo Zelarrayán, de los que toma los tópicos (los maestros le habían enseñado qué mirar) imprimiéndoles un tono irreverente:

“Viaje de vuelta al Paraná”

De atrás para adelante es un camino luminoso
a la noche en el campo se pelean la luz mala con la buena
yo les digo: tranquilas chicas si son luces.

Una vaca busca sombra, muy despacito, camina hacia ella
el sol parece que la deja más cansada pero por ahí levanta
la vista y se alimenta de un lenguaje natural, comienza a definirse,
a comprenderse bastante dentro de la vastedad del mundo
y se desploma al fin a descansar, mientras otras especies se posan
sobre su lomo, ella supo tomar distancia de la sombra, y finalmente ahora
es ésta quien la resguarda.

Otro árbol solo en el campo
pensativo.

Lagunas al costado de la ruta, el viaje pesaba demasiado
a la altura en que estaba la luz de la siesta, la mujer que
se sentó al lado no paraba de hablar, mientras los teros
vecinos a la laguna estaban. La simpleza de un paisaje
que de a ratos cambia, las palmeras enormes y su pasado
de aguas.

Un montoncito de flores
cada diez metros de distancia.

Todo ese viaje mirando hacia adentro
caía profundo sobre la ventana abierta.

La mujer que se sentó al lado sacaba
toda la ropa al sol.
Que ahora disfrutaría de la vida
que ya no se iba a casar nuevamente
que su última pareja, trabajaba tanto que se
habría desmayado delante de la computadora
que uno de sus dos hijos nunca se animó a agarrar
a una gallina con las manos
Y que el otro era rara la vez en que se
hacía compañero de las tareas del hogar.

Abro la ventana para chusmear a donde se
habrá ido la tarde y su viaje a cuestas
en qué agua se aclara, en qué cuaderno
se duerme.
La palabra sin horizonte a la vista.

         Los poetas jóvenes entendieron antes que los mayores que la globalización desviaba el peso tradicional de los discursos hacia otros escenarios y otras narrativas de lo poético. Realizan una operatoria de reemplazo de una serie de lo literario por otra de lo no literario. Ya no se trata de originalidad ni de innovación. Ellos saben que el mercado ha transfundido su modalidad a todo lo menor, lo artesanal, aun lo pequeño cultural, y ofrecen una respuesta eficaz: asumen la representación de los escritores que están por fuera de los negociados de las grandes editoriales, por fuera del consumo, de la venta y de los sistemas de legitimación habituales.
         La ansiedad por entender qué esta pasando con una proliferación de textualidades, de definir qué es poesía y qué no lo es,  por estabilizar de algún modo el sistema literario, de mantenerlo en sus cauces, de reasegurarnos las mejores tradiciones -y con ellos la distribución de los bienes y las sombras- campean en ánimos de todos lo que de alguna manera intentamos pensar si a un conjunto determinado de textos le atribuimos o no el carácter de poesía joven, poesía de la última década, poesía actual hecha por jóvenes.
         Mucha de esa ansiedad también acecha a algunos de los nuevos, los recién llegados a la escritura que buscan  como su destino la  publicación. Para ciertos analistas, esto no dejaría de ser uno de los motores a tanta editorial de poesía efímeras; para otros, la proliferación de editoriales independientes de distinto peso y valía siempre fue un modus operandi de la industria cultural argentina , y que los avatares tecnológicos permiten  –en estos tiempos de crisis en donde editar a la manera clásica sería una gran gasto- reeditar los emprendimientos personales o de pequeños grupos que fueron también durante el siglo XX los modos de emergencias de los nuevos poetas. En tanto no se haya estudiado detenidamente -insisten algunos-  qué cantidad de títulos y la masa de libros editadas, no podemos hablar de que haya efectivamente una mayor proliferación en otras décadas de poesía argentina, rememorando este argumento las décadas del 30 y el 40, por ejemplo.
         La publicación como un gesto efímero, intrascendente, así como la generación de otras prácticas culturales condicionantes para su devenir poeta, aglutinan proyectos artísticos literarios que, más allá de sus diferencias, giran alrededor de un denominador común expresado en los conceptos que nadie puede atribuirle el carácter de literario. Lo alto y lo bajo se borran, el libro objeto convive con la revista on line, los post neobarrocos  o post objetivistas da lo mismo, agilizar o trabar la lengua son equivalencias, lo íntimo siempre es una escenario público, lo público siempre es una condición del yo poético; no atribuirse el carácter de generación y, aunque el modus operandi sea el andar agrupados, sólo se reivindican las diferencias -no siempre tan evidentes como los mismos integrantes de una “tribu” pareciera querer-. Tienen diferentes proveniencias sociales pero comparten un gesto urbano: rechazo de toda crítica que pretenda identificarlos bajo algún tipo de predicado, aunque ninguno rechaza ser llamado poeta. Pareciera que en el año 2000, cuando la literatura pierde su potencia revulsiva, cuando ya no hay posibilidad de cargar la poesía de balas, a la manera de Gelman; ni de algún gas venenoso que ataque las hipocresías y las falsías a la manera que imaginó Witold Gombrowicz que debería hacerse con los intelectuales argentinos de la década del 50; ni de una sutil nube de imaginación que no dando otro tono a la alegoría bordee la filosofía bajo la ilusión juaneliana de hacer hablar el silencio; pareciera que estos textos sí tendrían la capacidad en el circuito que los produce, que los distribuye y que los consume, de otorgarle el nombre de poeta a quien los escribe. Cuando la literatura pareciera asistir a la pérdida de autonomía, se impone un nuevo uso del término poeta, en donde utilizado hasta el hartazgo, encuentra en los circuitos en donde circula diferentes usos
         Estos nuevos jóvenes reviven con una fuerza inusitada el viejo prestigio de la palabra poeta que había sido reemplazada por las humildes “creador”, “escritor” dejándola relegada a los que se consideraban construían una obra de originalidad. Hace mucho tiempo que sabemos que lo que se escribe y el modo de lectura resultan de la concurrencia de un conjunto de factores que habilitan la producción y por otro lado la historia del espacio social con su determinación de los gustos y con un particular modo de instalar la forma de lectura; y también sabemos que el campo de producción cultural es el terreno en donde se dan las luchas para la redefinición del “puesto” de poeta. Cuando pareciera que las prácticas de escritura y de lectura de textos que se denominan poéticos alcanzan el mayor grado de libertad institucional hasta el momento, y cuando el término poeta se presenta nuevamente con la fuerza de anti-burgués (o como se llame hoy aquello que nombraba este concepto) no sólo por sus tópicos, por sus estilos, sino además por estar en contra del mercado con sus publicaciones independientes, sabemos que es la culminación de una labor colectiva, que siempre se vuelve a edificar. La pregunta que habría que hacerse es si este proceso de producción de la figura del poeta se monta en los sacrificios y las rupturas de los escritores anteriores, de los escritores de la vieja vanguardia, hoy tradición que ellos rechazan. Y hay que preguntarse además si estos jóvenes que rompen los géneros, que reclaman una ruptura del objeto literario, están dispuestos a dejar de asegurarse los beneficios simbólicos que resultan del culto de la palabra poeta. La pregunta sigue siendo la del artista maldito y la leyenda heroica, la pregunta por las instituciones anti-institucionales, y si tanto gesto anti-originalidad, tanto texto bregando por lo massmediático y la trasculturación y la trascodificación, están dispuestos a dejar la institución.
         Así como en 1880 -en la otra era liberal, en el último proyecto de modernización de la Argentina del siglo XIX- el discurso autobiográfico y el discurso utópico funcionaron complementariamente, en el último proceso de modernización del siglo XX retorna el gesto yoico ahora ya despojado de una utopía social y colectiva, como hilachas de aquel otro gesto. Más cínicos, más descarnados, menos utópicos, los yoes brotan más que como señal de reafirmación y construcción de una “novela personal”, como último réquiem.
         Todo el mundo cabe en mi pequeño mundo, y mi mundo siempre es pequeño y es el único que conozco: aunque hable de un día de mi vida en Nueva York, del patio de mi casa, de mis muñecas barbies, o de mi masturbación, de las noticias del diario, de teoría literaria, o de la Iglesia de Jesucristo de los últimos días y de los prostíbulos menemistas.
         No se trata aquí de autobiografías poéticas, sino de una elección de un tono cuasi autobiográfico que, como todo tono, termina configurando un modelo de artista. Ya a través de tonos ingenuos, nostálgicos, irónicos, rebeldes, atontados, escandalizantes, las estrategias textuales  elegidas  acarrean  o construyen -lo mismo da-  recuerdos, operan una selección de hechos poetizables, que recortados en el límite textual del poema se presentan como circunstanciales o decisivos para el autor. Este yo de prosapia autobiográfica vertebra lo colectivo y, sobre ese escenario recortado, sobre ese pequeño barrio del mundo en que les tocó vivir, apunta a destacar la singularidad del ese yo. Esta superabundancia del yo en estos textos, reclama para sí su muerte.
         En un artículo publicado en la revista Confines, Josefina Ludmer frente al desafío de pensar las formas de la imaginación pública en este momento, propone que cambió la configuración del capitalismo y la historia de los imperios; también según ella cambiaron los moldes, géneros y especies en que se los dividía y diferenciaba. Y que por lo tanto necesitamos un aparato crítico diferente. Cuando en literatura caen las divisiones tradicionales entre formas nacionales y cosmopolitas se ve nítidamente cómo aparecen otros territorios y sujetos, otras temporalidades y configuraciones poéticas -agrega la autora. Aparece una literatura urbana cargada de droga y de sexo, de miseria y de capitalismo y violencia. Las ciudades de la literatura  latinoamericanas son territorios de extrañeza, miedo y vértigo con cartografías y trayectos que marcan zonas y límites, entre fragmentos y ruinas, dice Ludmer. Dentro de esta descripción construye el concepto de “isla urbana” como comunidades, como territorios dentro y fuera de las ciudades según un régimen territorial de significaciones: pone cuerpos en relación con territorios. Para Ludmer en lo formal, la isla urbana es una construcción precisa: un afuera, un más allá que tiene como característica la de ligar, entre otras, las formas de narrar (los ángulos, las velocidades, las temporalidades) de la TV. Así es que en la isla urbana ya no se enfrentan clases sociales ni partidos nacionales. Los sujetos son entidades internas-externas en relación con esas divisiones y esas esferas. Releva la imaginación pública del presente como anónima y colectiva.
         Diez años después de aquel primer gesto que posicionaba a Punctum estremeciendo el mundo de la poesía argentina pareciera que estos nuevos paisajes que están mostrando los jóvenes instalan al poema de Gambarotta como un clásico, con el mismo gesto que el poeta lee a sus pares.     

       

(1) Martín Prieto y Daniel García Helder, “Poesía”, en Punto de Vista, Nº 60, Buenos Aires, Abril 1998.
(2) Entrevista a Arturo Carrera, 15 de mayo del 2003 en El ciudadano de Rosario.