La venganza fue terrible
"Yo Presidente", manual de uso del político argentino
Gustavo Jalife

Como los prejuicios de la razón, ciertas formas narrativas son trascendentales en el sentido de ineludibles condiciones subjetivas de toda posible interpretación lingüística de la realidad, pero no son de ninguna manera trascendentales en el sentido de validez apriorística, es decir incondicionada. Están adheridas a las formas contingentes de nuestro lenguaje, y las reglas gramaticales del lenguaje son, como todo lo simbólico, una creación de la poiesis, de la actividad creadora de sentido.
        El Modo Institucionalizado de Informar (MIdI), es la narrativa universal predominante en el ámbito político audio-visual. Su funcionalidad y buenos resultados le garantizan vigencia y futuro. Sin embargo, el MidI no es inocente, ni neutro, ni independiente de las relaciones que los medios periodísticos entretejen a diario con el poder, cualquiera sea su naturaleza. A consecuencia de este entramado, la necesaria objetividad periodística (referencia inequívoca al objeto de la información y no a otra motivación) se ve influenciada y dañada por elementos ajenos a su esencia. El MidI no admite a la investigación, piedra angular del periodismo. Es el grado cero de la noticia.
        Los Programas Políticos de Televisión (PPT) son el medio que el MidI utiliza para consumar sus fines. Kermeses de la modernidad, en ellos el periodismo no tiene lugar y la palabra se devalúa hasta su mínima expresión: un mero acoplamiento mecánico de sonidos. El lugar común recitado: “televisión es entretenimiento”, rebaja el entretenimiento a un estado de catatonia en el cual el cerebro pasa a ser el órgano menos importante de la persona.
        El slogan, encadenamiento de palabras e imágenes estandarizadas que precipitan un sentido pre-fabricado, le gana al concepto y al ejercicio de la reflexión. Los PPT usan un medio superior para obtener fines inferiores. Malcrían al entrevistado y lo recrean como simpático muñeco animado. La benevolencia de editores y conductores delata la complicidad con el político y subvierte el periodismo en propaganda.
        Un nuevo largometraje argentino se presenta como un intento serio de superar el obstáculo que impone la narratividad hegemónica.

La película
“Yo Presidente” es el título del documental dirigido por Mariano Cohn y Gastón Duprat (“Enciclopedia”, “Televisión Abierta”) estrenado el 19 de octubre.
       La necesidad es la madre de la invención, se repite. Si la máxima atina, los directores debieron verse urgidos para confirmar que hay formas alternativas que permiten desacatar al mandato dominante. Duprat y Cohn (la inversión evita que a Mariano se lo confunda con una sugerente Coni) desnaturalizan la narrativa oficial creando una transición riesgosa. A pesar del desafío “Yo Presidente” soporta con integridad sus casi noventa minutos de duración.
       A excepción de Adolfo Rodríguez Saá, quien puso como condición el pago de un millón de dólares en caso de no estar satisfecho con su participación en la película, los directores construyen una narración basada en una cadena de entrevistas -conseguidas por el productor general, Luis Majul- a todos los presidentes democráticos con mandato terminado, de 1983 en adelante. El quid y la cuestión del documento son los que fueron, los intocables que alguna vez decidieron la suerte de millones desde una cámara hiperbárica, ajenos a la atmósfera exterior. Duprat y Cohn los someten a la impiedad de otra cámara, menos protectora.
        El film da la sensación de haber sido hecho con descartes de películas encontrados en un tacho, junto a la puerta de un canal de televisión. Quien alguna vez trabajó con editores de TV sabe que la relación entre lo filmado y lo que efectivamente sale al aire puede ser de hasta seis a uno, aproximadamente, y que lo arrojado a la basura es todo aquello que no se adecua a la cabeza parlante que no yerra, ni duda, ni tose, ni se distrae, ni repite ni arrepiente. El arte del editor MIdI es producir una creatura en estado de rigor mortis incompleto, que sólo arriesga la fatiga labial para decir, casi sin respirar, un recitado de sujetos, verbos y predicados que la costumbre del oír y el decir ahorran a receptor y emisor la necesidad de pensar. Y, al tiempo que construye una cabeza-máquina, le confiere un conjunto de virtudes: infalibilidad, precisión y autoridad que le permiten presumir de un prodigioso control de la palabra y la situación. Es precisamente el proceso editorial, en donde el cut and paste predomina, la instancia en la cual un Golem metafísico adquiere vida.
       “Yo Presidente” es una sucesión de talking heads; cabezas parlantes humanas, demasiado humanas y, por lo tanto, falibles, dubitativas, temerosas, molestas, susceptibles. Su “estilo” rompe con un juicio de valor y competencia de lectura que, a fuerza de reproducirse, se asume como “natural”. La cámara narra sin necesidad de soporte verbal y los directores estimulan a los entrevistados proponiéndoles poses e intercambios que contrastan flagrantemente con la coreografía del MidI. Ambos se encargan de demostrar cuán vulnerable al paso del tiempo es la palabra del político argentino. No hay “cámara oculta”, aunque en ocasiones se adivina alguna encendida de contrabando.
       La vocación de cartoneros de película redime a los dos jóvenes cineastas. Los salva sacándolos del “medio” para ubicarlos al margen pero no en los márgenes, pues en ellos sólo viven los que pierden de vista un objetivo. Sin que se deba tomar al pie de la letra que el film es una sucesión de suturas de sobrantes reales de una sala de edición, es su condición de producto del cirujeo lo que ubica a la obra en un lugar distinguido y, en tanto tal, en el podio de las controversias.

Los protagonistas
“Hola, los saludo con todo gusto. Este viejo bigotudo, chicos, es Raúl Alfonsín, ex presidente de la nación cuando muchos de ustedes no habían nacido”. Así, en plan “abuelo bueno”, se presenta el abogado de Chascomús a las nuevas generaciones.
       Un pelo rebelde ondea en primerísimo primer plano, encuadramiento que hace altamente vulnerable al objeto enfocado y elemento clave en la gramática de la película.
       “¿Quién fue el responsable”, le preguntan en relación a los quince muertos en los centenares de saqueos y episodios de violencia que tuvieron lugar en 1989. “Y, no sé”, responde Alfonsín con su mejor cara de yo no fui. En Argentina nadie es responsable, la culpa es siempre del que estuvo antes o de alguien que conspira desde más allá de las fronteras.
       “Es muy buena la siesta, se las recomiendo a todos. Siempre llevo mi catre a cualquier oficina que tengo”, aconseja orondo. El dato libera la pregunta: ¿Cómo hace una persona que trabaja para dormir la siesta? Respuesta: no trabaja.
       En un plano de cuerpo entero que dura treinta segundos interminables, se le pide que haga, que repita, y que mantenga, en absoluto silencio, el clásico saludo de campaña moviendo las manos unidas de costado, por arriba del hombro. El ridículo cobra rango físico.
       Sobre el final de la entrevista Alfonsín recita una cadena de sucesos que marcaron su administración: Obediencia Debida, Punto Final, Semana Santa, Villa Martelli, Monte Caseros, La Tablada, Pacto de Olivos, la entrega del poder antes del fin del mandato. En ningún caso admite responsabilidad. Cuando se le pregunta por su peor error sólo señala haber dedicado demasiado tiempo a planificar el traslado de la capital a Viedma. Todo presidente tiene su Viedma.
       De los cortes de luz con fixture, la llama de gas agonizante y los teléfonos que no existían Alfonsín no se expide.
       “He vivido una larga vida al servicio del país. Tengo paz en el alma.”, (la casa está en orden.), concluye.
       ¿Acaso el Estado argentino no provee a sus ex presidentes guardia profesional pagada por el contribuyente?
       La pregunta brota a cuento del grupo de civiles -portadores de previsibles mostachos, anteojos negros, pistola al cinto y armas largas- que custodian “La Rosadita”, finca menemista por excelencia enclavada entre los cordones de la sierra de Velasco, en Anillaco, localidad en la cual alguna vez se pensó emplazar, para la exportación de aceitunas, una pista para aviones de gran porte con balizamiento nocturno y sistema ILS de aterrizaje teleguiado.
       Una mosca zumbona e insistente se le posa a Menem en cabeza, mejillas y nariz. El recuerdo de la avispa de juvencia es inevitable. Un colaborador la observa con mirada homicida (insecticida). Cuando la entrevista hace un paréntesis la persigue con una especie de picana eléctrica portátil y la extermina con frialdad profesional.
       Un gran retrato de sí mismo domina la sala central de la casona. Se le pregunta por el autor. Menem se acerca curioso a diez centímetros de la tela y responde: “No sé. Parece que olvidó poner su nombre”. Cuando lo interrogan por una pintura con un pequeño venado en el centro contesta displicente: “Es un Bambi.”
       Otra mosca releva a la difunta. Los brazos agitados del riojano más famoso no alcanzan para disuadirla. El señor de la picana ingresa en cuadro por derecha portando un tubo de raid en aerosol. En vano. El bicho es imbatible. Carlos Saúl decide tomar a la mosca por las alas. Se hace cargo del veneno y lo rocía sobre su cuerpo. La mosca no deja de rodearlo. Político al fin, dice: “Mejor paro por que me voy a matar yo.”
       “¿Por qué debería sentirme responsable por lo de la AMIA?”, pregunta ofuscado y se compara con George Bush hijo.

Perros y laderos
Perros de la calle que se aparean, ventean y evacuan; que se muerden la cola, que se echan y que ladran, son utilizados como separadores entre cada entrevista. Pueden verse como la representación zoomórfica de la indolencia, la promiscuidad, el desgano; la somatización del país del no-Estado, la improvisación, la falta de organización, del “vamos viendo”, el “estoy en eso” y el “después vemos”; tristes cruceros del canil más grande del mundo: la ciudad gris, de veredas rotas, marquesinas invasivas, luz amarilla, baches marcianos, mugre distribuida con equidad socialista y cables que la rayan a mansalva. También, descollan como una manera no muy sutil de sugerir similitudes con los protagonistas de la historia.
       En todas las entrevistas participan laderos que acompañan; que espían detrás de un vidrio, una columna, una puerta. Son los siempre descartados por la edición del MidI y por el periodismo que hace relaciones públicas. En “Yo Presidente” Cohn y Duprat los lanzan al estrellato. La inclusión es clave porque en la traza de los segundos se ve la estatura de los primeros. Los laderos son más celosos que sus amos. Se ofuscan cuando la pregunta no está en el manual de procedimientos de lo “políticamente correcto”. Sugieren el silencio cuando el interrogante compromete, hacen señas cuando se trata de un consejo que no admite la voz alta. Son los ausentes del Midi por que la naturaleza de su trabajo -y a veces de su aspecto- develaría la verdad sobre la fábrica que funciona detrás de la escuelita.
       Chiche come yogur, fuma y cuida a Negro, reducido al tamaño de un enano de jardín con una oportuna apertura de cuadro; recurso que se reitera no como gimmick, sino puesto al servicio de la narración con una misión específica. Los directores ponen en las manos de Duhalde un trofeo de ajedrez que Eduardo dice haber ganado en buena ley. El tamaño desaforado del trasto revela la dimensión física del ex intendente de Lomas de Zamora. Numerosos gorilas protegen a Carlos; un taciturno secretario, que parece darse cuenta de qué va la cosa, a Don Raúl; Inés a Frenando. “Me parece que salgo hablando muy lento para mi gusto” es una gema que de la Rúa regala a la audiencia. Otra: Le preguntan por la pastilla de Viagra que alguna vez se vio sobre el escritorio presidencial. Responde: “No sé. Yo no la uso”, sin aclarar a qué se refiere. Un señor de buen traje y rígido sobrecejo vela por Eduardo Camaño, ex jefe de estado por un día. “Yo no quería ser presidente, me llevaron ahí, no tenía alternativa”, confiesa sin presumir de patriota mientras, por iniciativa de los realizadores, juega a los muñecos con útiles de oficina.
       “A Rodrigez Saá lo elegí yo, ¿eh?, descarga con curioso orgullo Federico Ramón Puerta, agitando el puño con el índice erecto. La vanidad del misionero transforma una impresentable bola debajo de un ojo en elegante lunar; defecto que, según él, lo acerca físicamente al ubicuo Juan Perón, con quien se compara haciendo traer un cuadro del general en donde destaca la similitud entusiasmado, como si fuera el signo de un destino.
       “Yo Presidente”. La memoria convoca previsiblemente a “Yo, Claudio”, que en Argentina puede, con pertinencia, precipitar una relación sinonímica. Sin embargo, como dijera un pensador de cuyo nombre no quiero acordarme, los grandes hechos y personajes de la historia universal aparecen, como si dijéramos, dos veces; la primera como tragedia y la segunda como farsa. Farsa es el nombre del juego cuyas reglas Duprat y Cohn develan con singular maestría.