Algunas reflexiones sobre arte, crítica y política*
Lucas Fragasso

I
Cuando Clement Greenberg caracterizaba su actividad de crítico de arte como uno de los trabajos culturales más “desafiantes”, afirmaba, sin mucha modestia, que ello obedecía a que muy pocos, antes de que él, lo habían realizado lo suficientemente bien. Pero, inesperadamente, la autosuficiencia se ensombrecía añadiendo escépticamente, “no estoy seguro de que el desafío valga la pena”, para terminar afirmando: es “la más ingrata forma de escritura elevada que yo conozco” (Notas autobiográficas, 1953).

         A muchas cosas, relacionadas con sus experiencias en el desarrollo del arte americano de ese entonces, aludía Greenberg con la palabra ingratitud, pero es indudable que ella mucho tiene que ver con el hecho de que, a pesar de ser quien más hizo para convertir la crítica de arte en una “forma de escritura elevada” y en una disciplina seria, nunca dejó de percibir que las sospechas que siempre acompañaron a la crítica no pudieron ser conjuradas. Lo cierto es que, mientras tanto, la mala fama de la crítica de arte ha dejado de alojarse en la mera sospecha para pasar a la acusación frontal. Se ha podido afirmar, no hace mucho tiempo, que ella representa, en el contexto general del arte contemporáneo, una situación “caricaturesca” que ha devenido en un “galimatías absurdo” donde la carencia de todo criterio coherente es la regla (Jean-Marie Schaeffer, L’Art de l’áge Moderne: l’es-tétique et la philosophie de l’art du XVIIIe siècle à nous jours, Paris, 1992). Pero la situación de la crítica no deja de ser paradójica. Desde el momento en que logra acceder a la academia para convertirse en disciplina universitaria, se le reprocha que como tal no es verdaderamente crítica y despierta la nostalgia de lo que alguna vez fue: crítica militante. Pero ésta supone una enfática toma de posición que necesariamente deberá ser parcial y unilateral. Si, por el contrario, reivindica la reflexión teórica, lo que supone categorías de universalidad y necesidad, se la acusa de permanecer ajena a la experiencia estética concreta y a la realidad inmediata de las obras. A la inversa, en tanto militante, se la acusa de mero periodismo, donde la arbitrariedad y falta de rigor constituyen la regla.

II
Indudablemente la obra de Theodor Adorno es uno de los lugares centrales de la filosofía contemporánea donde se presentan problemas que, históricamente, pertenecen a la crítica de arte y que, además, constituyen una reflexión sobre sus mismas condiciones de posibilidad. En su ensayo sobre las Whalverwandtschaften, Walter Benjamin sintetizó la tarea de la crítica, afirmando que es la historia de las obras la que prepara su crítica. Esta afirmación consuma de alguna manera una verdadera inversión, anunciada en el primer romanticismo y en los albores del idealismo alemán. Allí, en medio de las relaciones entre la crítica con su objeto, se establece, sin vacilación, una idea de obra de arte como verdadero sujeto de la experiencia estética. Solo si la obra es sujeto la crítica puede ser, como quería Benjamin, el escenario que monta la obra para su propio despliegue en el tiempo. Por este complejo camino se adentró Adorno en sus recorridos por los laberintos del arte moderno. La crítica se presentará siempre, en sus reflexiones, como una exigencia de la obra misma. ¿Cómo es posible satisfacer esta exigencia, cómo puede cumplir la crítica de arte con lo que demandan las obras? Preguntas indudablemente problemáticas desde el momento en que la actividad crítica aparece, desde sus mismos inicios, sumergida en una inmensa sombra de sospecha que el mismo Adorno no dejó de alimentar cuando la califica de “pedantería y conformismo”. Interrogar esa ingrata forma que todavía subsiste bajo el nombre crítica de arte en su orígenes históricos mediante la guía de las reflexiones de Adorno, quizás pueda ser un modo de aproximarse a los problemas centrales del arte contemporáneo.

III
En su conocido ensayo de 1949 La crítica de la cultura y la sociedad constata Adorno que la crítica es un producto histórico surgido del proceso de emancipación de la sociedad burguesa. Como es sabido, el siglo ilustrado ha sido llamado también “el siglo de la crítica”.Crítica e ilustración se presuponen mutuamente. Comprender la Ilustración como proceso posibilita comprender la génesis del concepto crítica y, en su seno, delimitar el lugar propio de la crítica de arte.
        
Crítica que en sus orígenes significa juzgar, separar, decidir, sufre una serie de transformaciones semánticas a lo largo del siglo que, desde el ámbito de la interpretación histórico filológica ya independizada de la fe, se expande hasta llegar al cuestionamiento de las autoridades eclesiásticas y estatales, para terminar constituyéndose en el inapelable tribunal de la razón pura. El punto de partida para comprender la Ilustración como proceso crítico radica, según Koselleck, en la oposición entre interioridad y espacio privado por un lado, y con el espacio público dominado por la legalidad del estado absolutista por el otro (Reinhart Koselleck, Crítica y crisis del mundo burgués, trad. R. de la Vega, Madrid, 1965).
        Se trata, dicho brevemente, del proceso de emancipación de la burguesía de la autoridad y la religión en el seno mismo del estado absolutista. La ilustración, como proceso progresivo de difusión de las luces, ambiciona la iluminación de lo público, es decir, la realización de sus más íntimas pretensiones políticas que, necesariamente, deben permanecer ocultas “en la sombra de lo secreto”. El centro de irradiación luminosa surge de los ámbitos privados y de la específica moralidad que rige la privacidad burguesa en su proceso de consolidación. El hombre privado se considera a sí mismo libre, en tanto sólo reconoce un único tribunal, el tribunal de la razón y la moralidad, pero lo es exclusivamente en su interior más recóndito, puesto que, como también es súbdito, se halla sometido a la soberanía política, es decir al estado absolutista. Solo es verdaderamente hombre en su interior y en la esfera privada en la cual todos los espacios que dispone para el ejercicio de su libertad, para poder subsistir como tal, han de aparecer ante la mirada del Estado como políticamente neutros. La misma existencia de esos espacios depende de que resulten indiferentes a los ojos del Estado, el cual, sin embargo, no puede dejar de vislumbrar en ellos y, más aun, en la idea de “hombre” que los sostiene, un permanente “foco de inquietudes”. La esfera privada, en su proceso de expansión, ha debido encontrar en ella misma los principios que la sustentan, principios basados en la racionalidad de la capacidad de juicio radicalmente opuestos a la legalidad soberana del estado. En otras palabras, ha debido darse su propia ley, construir su autonomía.
         Esos principios no son otra cosa que el poder espiritual del juicio moral. Ellos juzgan el valor moral de las acciones prácticas de los ciudadanos y rigen de modotácito y secreto en la society, en los cafés, en los salones, en el mundo de los doctos y los negociantes; impera en lugares “apolíticos”, bolsas de comercio, clubs, bibliotecas y sociedades literarias, en todo lo que no está subordinado a la autoridad eclesiástico-estatal, permaneciendo ajenos e indiferentes al carácter oficial de cortes, púlpitos y cancillerías.
        La ley moral que rige el comportamiento privado encuentra su arma y herramienta en el ejercicio permanente de una razón crítica que pudo determinar el ámbito de lo político –de la política como fenómeno cortesano sostenida por la decisión regia en tanto principio del absolutismo– como espacio dominado por la decadencia e irracionalidad. La conciencia ilustrada se entiende a sí misma como depreciación de lo político, pues como conciencia privada sólo existe en oposición a lo público. Esta oposición es la condición de la misma idea de Ilustración. Para ella lo político se convierte en ámbito de corrupción e inmoralidad, y la decisión soberana, en pura arbitrariedad. Por eso, según Koselleck, la oposición entre moral y política es el presupuesto histórico de la formación del Estado moderno.
        La razón crítica que somete toda objetividad a las peripecias un raciocinio sin fin es lo que, según el análisis hegeliano del cual deriva en última instancia todo el trabajo el Koselleck, define la Ilustración como “empresa negativa” (Fenomenología del Espíritu). La conciencia, afirma Hegel en su impresionante articulación entre actividad del Geist y experiencia histórica, encuentra su subsistencia en el poder del estado (ella depende de la pax del estado absolutista). Lo mismo enuncia Koselleck cuando muestra que es el Estado absolutista, en tanto pone fin a la guerra civil, el que se yergue en garante absoluto de la “tranquilidad interior” y, por lo tanto, en condición de posibilidad y garante de la ley de la conciencia moral. Por eso, sostiene Hegel, la conciencia encuentra allí, en el Estado, su propia subsistencia, pero no puede encontrarse con su “individualidad”: Encuentra su “ser-en sí, pero no su ser-para-sí”. Y esto de debe a que el “obrar singular”, la específica actividad que configura su identidad, está sometido a obediencia. Aquí, el en-sí hege-liano debe entenderse no sólo como lo que algo es en sí mismo sino como lo poten-cialmente determinado; es posibilidad todavía no desplegada, interioridad no exteriorizada, fuerza no manifestada, “obrar” que no alcanzó aún su universalidad objetiva. Este en-sí es el núcleo en que confluyen todos los recorridos futuros de la conciencia ilustrada, todos los sedimentos de su pasado y todas las limitaciones de su presente.
        La escisión entre moral y política es la escisión entre lo que Hegel llama Genuss des Reichtums y Staatsmacht. Hegel, crítico de la Ilustración, percibió críticamente los contenidos de aquella universalidad a la que aspira la conciencia ilustrada. La capacidad de juicio (la ley de la conciencia moral) que procura a todos y cada uno la conciencia de sí mismo y que aspira al “bienestar universal en sí” descansa en la riqueza (das Reichtum). La riqueza es la verdadera universalidad de la “nueva sociedad” y el hecho de que no satisfaga a todos es pura contingencia, es un “en-sí” que se mantiene y consolida sólo en su aspiración a llegar a “comunicarse a todas las singularidades” y acceder al “goce universal”. La riqueza es la instancia decisiva que ilumina la oposición entre la sustancia y la esencia. La sustancia es la soberanía del estado, la esencia es el “obrar” (das Tun) que “anima y mantiene al sí mismo y anima y mantiene a todos”, es decir, la actividad específica que tiene como finalidad el goce potencial de la riqueza. La Ilustración aparecerá con el despliegue de ese específico “obrar” que no puede satisfacerse inmediatamente, que debe postergar sus necesidades en pro de una universalidad todavía no acontecida pero realizable. Este objetivo siempre diferido encuentra un sustituto en la formación cultural (Bildung) La cultura es su verdadera realidad en tanto es lo que le permite permanecer en su ser en-sí, ajena a la universalidad que debería ser el “resultado en constante devenir del trabajo y de la acción de todos del mismo modo que se disuelve de nuevo en el goce de todos”. Es precisamente la búsqueda de riqueza a través del lenguaje de la cultura que, enfrentada al poder del Estado (identificado por Hegel con el “déspota y el sacerdocio”), se transforma en Ilustración. Ella es “pura intelección” (reinen Einsicht), raciocinio que somete todo bajo su poder y exige comunicabilidad universal, gritando a todos y cada uno lleguen a ser racionales. Lo que omite es la confrontación directa con la autoridad mediante “una expansión tranquila o difusión” de las luces. Como una especie de infección las luces se difunden paulatinamente y penetran hasta el tuétano del “ídolo carente de conciencia” (el Estado absolutista) con la idea y el propósito de arribar al punto, en algún momento venidero, en que, parafraseando a Diderot, “Una bella mañana, da un empujón el camarada y, ¡zas!, el ídolo se cae al piso”.
         En síntesis, el límite de la Ilustración consiste, según Hegel, en que sabe enjuiciar lo sustancial pero ha perdido la capacidad de captarlo. Y este es el punto que interesa retener especialmente. La pura intelección, el raciocinio, enjuicia todo, lo somete al discurrir de sus razonamientos, pero no tiene la fuerza para aprehenderlo. La razón crítica ilustrada, nos dice Hegel, permanece fuera de su objeto. Ella, como afirma Koselleck, desarrolla “estrategias indirectas de la toma de poder” en tanto razón estrictamente política. Pero estas estrategias y mediaciones son remitidas a los efectos acumulativos de la difusión de las luces que encierran una promesa de universalidad entendida como iluminación total. A la razón crítica le corresponde, como razón política desplegada, configurar el nuevo ámbito de lo universal, instaurar un nuevo poder vinculante que responda exclusivamente al tribunal de la razón. Contiene la promesa de producir su ser-para sí venidero mediante lo que ya es en-sí. Pero el arte no puede esperar, testimonio de la promesa, anticipa en su propia materialidad sensible lo que la política ha confiado a la difusión de las luces. Como dice la carta novena de Schiller, “habrá que abrir fuentes de cultura que se mantengan frescos y puros en medio de toda la corrupción política”. Es precisamente en este punto, en el centro mismo del la racionalidad política ilustrada, donde surgen problemas decisivos para el arte contemporáneo.
         En primer lugar éste es el ámbito donde históricamente surge la crítica de arte como tal. La crítica artística (que incluye artes plásticas, teatro y literatura) constituye un instrumento fundamental en el desarrollo de la Ilustración. Ella es una derivación de la razón ilustrada en el proceso a través del cual las instituciones privadas emprenden la progresiva ocupación de la esfera pública. Cuando a mediados del siglo XVIII el público burgués comienza a desbordar los límites de los espacios privados, apolíticos e indiferentes a la mirada estatal (los salones, los cafés, las bibliotecas, etc.), la crítica artística y cultural de los periódicos tiene una función decisiva en el camino de emancipación. El arte y la literatura, que dejan de ser monopolio de la autoridad estatal o eclesiástica y comienzan a formar parte de un mercado, encuentran allí la posibilidad de convertirse en objeto de reflexiones basadas en aquellos presupuestos racionales donde el nuevo público encuentra formas, imágenes y representaciones de sus propios sentimientos e inquietudes. A la crítica de arte se le encomienda la tarea de juzgar, guiar y exponer la capacidad reflexiva contenida en los objetos de arte. La capacidad de juicio, gracias a la crítica, ha de poder configurarse en gusto. Y el gusto, como lo muestra claramente Diderot, “padre de la crítica de arte”, depende de la virtud. “Las dos (pintura y poesía) deben ser bene moratae –de buenas costumbres–, es preciso que tengan sentido de la moralidad”. Algo de lo que carece el desestimado Boucher y sabe muy bien el honesto Greuze. Ante las Pastorales de Boucher, donde están “maravillosamente” representadas parejas de campesinos con una riqueza de ropajes y en poses sensuales propias de una verdadera fète galant, exclama: “¡Qué colores! ¡Qué variedad! ¿Qué riqueza de objetos! Ese hombre lo tiene todo, menos la verdad!”. Elegancia, delicadeza, galantería, sensualidad, coquetería, todo eso, por más seductor que resulte es ajeno a “las ideas justas, al verdadero gusto, a la severidad del arte”.
    La crítica de arte es un modo de organizar el juicio profano del público mayor de edad, de configurar el verdadero gusto en el cual todos pueden reclamar competencia. Cuando el arte pasa a ser ajeno e independiente a la autoridad eclesiástica y estatal y se convierte en objeto sobre el cual todos los integrantes del nuevo público pueden ejercer el derecho a juzgar, el crítico de arte encuentra aquí su lugar propio. La crítica de arte aparece como el ejercicio que depende de los mismos principios y presupuestos que dieron forma al ámbito en lo cual surge. Esto significa que el crítico de arte –como dice Habermas– es al mismo tiempo pedagogo y orientador del público y, al mismo tiempo, su mandatario (Jürgen Habermas, Historia y crítica de la opinión pública, trad. A. Domènech, Barcelo-na,1981).Una nueva y extraña profesión ha nacido, extraña porque no goza de la libertad esencial a toda profesión, no es una profesión en sentido estricto, es parte constitutiva del discurso ilustrado mediante el cual la subjetividad de los individuos privados empieza a expandirse y a tomar carácter público para esa misma subjetividad.
       La crítica de arte se comporta de modo que sus objetos adquieren sentido en tanto ponen en movimiento el ejercicio del juicio de gusto y el reconocimiento de las virtudes comunes al nuevo público. Ahora bien, cuando la actividad artística emancipada de los imperativos del Ancien Régime comienza a formar parte de un incipiente mercado de arte la crítica se comporta como si ella estuviese también emancipada de los imperativos de la producción y el consumo, como si todavía gozara de la libertad potencial que enmascaraba la privacidad burguesa, como si se tratara una esfera desprendida de la reproducción de la vida social. La crítica de arte, podría afirmarse parafraseando a Hegel, como hija legítima y dilecta de la Ilustración, sabe indudablemente enjuiciar su objeto, pero carece de la capacidad de captarlo. Ella se coloca junto y al lado de su objeto, como la razón crítica ante el Estado, pero permanece abismada en las aporías de la subjetividad, en la pura intelección, en el räsionerende Denken.

IV
Adorno detecta en el origen mismo de la crítica un “elemento usurpatorio”, del cual Balzac, afirma, todavía era consciente, pero que luego ha sido disimulado y reprimido hasta caer en el olvido. El crítico era en su génesis un mero “informador” que orientaba al público en el mercado de los productos culturales, un simple “agente del tráfico espiritual”, hasta que llegó paulatinamente a adquirir el carácter de experto en cosas de arte y luego el de juez (La crítica de la cultura y la sociedad). Desde entonces la crítica se arroga el derecho de actuar –decía Bayle en los comienzos de la Ilustración– como “un abogado acusador o un abogado defensor”.
        Como juez en cosas de arte, el crítico termina por erigirse en un verdadero representante de la razón. Guiado por ella, cumple la función de iniciar y guiar al público acerca del valor y significado de las obras de arte. Al desempeñar la función de juez, el destino de lo juzgado comienza a depender cada vez más estrechamente de su aprobación o su censura y se vuelve necesario, para la legitimación de su trabajo, algo más que una mera orientación pedagógica sustentada en la autorrepresentación, es necesario un criterio de autoridad, que exigen lo que Adorno llama “apariencia de justificación técnica” del juicio estético.
         El crítico, en la caracterización que surge del bosquejo de Adorno, se erige en censor o propagandista; pero como sus juicios sólo son un producto secundario del éxito en el mercado, pueden ellos ser reemplazados sin impedimentos por la “pedantería y el conformismo”. Pero estas breves y definitivas descalificaciones no agotan el problema de la crítica, en ella Adorno detecta algo no suficientemente pensado. No se trata de defender la inocencia del crítico ni descalificarlo definitivamente, sino de percibir detrás de su impunidad una cifra de la historia. La crítica devino lo que es no por falta de responsabilidad intelectual, o no solo por ella, sino porque la crítica responde, sostiene Adorno, a la misma dialéctica de la emancipación de la sociedad burguesa y no puede sustraerse a ella sin riesgo de desaparecer. En la medida en que la función de la crítica se legitima mediante su eficacia inmediata: “se mide por su éxito en el mercado”, lo que significa que no puede acceder a la complejidad de los objetos culturales que, por definición, no se agotan nunca en su pura inmediatez. Que ella es, desde un primer momento, un producto del mercado, no significa que responde ciegamente a espurios intereses económicos, significa que permanece prisionera del “estigma de la falsa emancipación”.
           Actualmente, afirma Adorno, la crítica puede existir en tanto perteneciente a “ese mercado de la confusión que es el arte”.
          Es posible mostrar cómo el “elemento usurpatorio” que está en los orígenes de la crítica de arte se agudiza aún mucho más con el surgimiento de la pintura moderna. A partir de ese momento, según Arnold Gehlen (situado en las antípodas filosóficas y políticas de Adorno, con quien mantuvo una conocida polémica), “el significado que ya no era claramente legible a partir de la pintura misma, se instala junto a ella a título de comentario (...) incluso como charlatanería sobre arte” (Arnold Gehlen, Imágenes de época. Sociología y Estética de la pintura moderna, trad. J. F. Yvars y V. Jarque, Barcelona, 1994).
          Para la crítica, cuyo cometido era explicar significados que ya no están ligados a la obra, cualquier sistema de referencias extraestético resulta válido, porque –dice Gehlen– en definitiva la obra permanecerá inalcanzable. La crítica aparece, de un modo no del todo diferente de las ideas de Adorno, encapsulada en los saturnales de una subjetividad perdida en sus propios laberintos. Por eso se ha podido escribir sin violencia que la crítica de arte deviene “disparate”. Sin embargo este disparate, reconoce Gehlen, forma parte de la esencia de la cosa misma, “es componente sustancial del arte”.
          Para Adorno, la usurpación que la crítica perpetró en sus orígenes no puede dejar de manifestarse como “conformismo y estupidez”, ni dejar de lanzarse a la búsqueda permanente de la apariencia de justificación técnica de sus propios juicios, despertando la sombra de sospecha que desde entonces la acompaña.
          La crítica finge una independencia que no tiene y se vuelve cómplice de la cultura de la cual es resultado. Sin embargo Adorno sugiere, como Gehlen, que su tarea no es prescindible. Intentar suprimir la falsa independencia de la crítica sería como “querer expulsar al diablo con la ayuda de Belcebú”, sería barbarie. Ella ocupa, paradójicamente, un lugar ejemplar. Es, como decía Greenberg, la forma de escritura elevada más ingrata porque allí los estigmas de la falsa emancipación se manifiestan más claramente que en cualquier otra forma; porque pone ante la vista, en su fracaso ejemplar, el lugar “en que el espíritu roe su propia cadena”. En síntesis: La crítica ha usurpado funciones que no puede cumplir pero que tampoco puede abandonar.
          Para ambos, Gehlen y Adorno, la crítica de arte permanece afuera de aquello a lo que debería otorgar la palabra: la obra de arte.
          ¿Cómo es posible entonces una crítica de arte que pueda romper con esta condena? Esta pregunta se transforma en otra; en términos de Adorno; ¿Cómo es posible una crítica que deje de instalarse junto y al lado de su objeto arrogándose el derecho de insuflarle luz y reservándose para ella la luz de la que previamente ha despojado a su objeto? O, dicho de otra manera, ¿Cómo es posible una crítica que sea conocimiento?

V
De las muchas objeciones críticas suscitadas por los argumentos de Peter Bürger en su Teoría de la Vanguardia (Frankfurt, 1974) –cuyos ecos todavía circulan en lateoría y la crítica del arte contemporáneo– pareciera que por lo menos un punto fundamental no ha sido desmentido. El mismo autor constata, en el contexto de la Documenta de Kassel de 1997, la vigencia del concepto de vanguardia sustentado, tal como afirmaba en su obra, por el cuestionamiento de la autonomía del arte en la sociedad burguesa y la necesidad de eliminar la distancia entre el arte y el “mundo de la vida” (Lebenswelt). Este enunciado –convertido desde hace tiempo en un eslogan repetido incesantemente– implica la decisión de otorgarle al arte el poder de transformar la vida subvirtiendo las experiencias cosificadas para poder acceder, gracias a la experiencia estética vanguardista, a “otra” dimensión de la existencia. Más allá del hecho de que el libro de Bürger entienda las neovanguardias posteriores a la Segunda Guerra como una repetición de gestos vanguardistas que carecen del efecto de los originales. Más allá de que sea, como observara Buchloh tal vez de un modo excesivo, totalmente ignorante de las prácticas artísticas neovanguar-distas, lo cierto es que ha establecido las condiciones de posibilidad para la construcción de un concepto de vanguardia que no se reduzca a una mera acumulación de datos o a la tediosa constatación de influencias recíprocas. Pero no es esto lo que aquí más interesa; lo relevante es que, pese a su pobre estimación de la neovanguar-dia, permite vislumbrar una nueva articulación conceptual entre vanguardia y neo-vanguardia. Así como se ha podido construir una lógica de la vanguardia, también las experiencias neovanguardistas que se inauguran en los años sesenta del siglo XX pueden comprenderse como movimientos dotados de una lógica propia. Si esto es posible, entonces no pueden ya ser considerados como una continuación despotenciada de las vanguardias o una ruptura definitiva con ellas. La neovanguardia se entiende de este modo en una relación distinta con la lógica de la vanguardia; como una derivación de aquella, pero –y esto es lo decisivo– con signo simétricamente inverso. Neovanguardia como inversión simétrica de vanguardia sería entonces el movimiento que, en el espacio histórico de la posguerra, toma conciencia, después del fracaso vanguardista, de una nueva situación en la que el arte no puede romper sus límites institucionales para diluirse en la “vida” y transformarla. Es entonces cuando acontece la inversión; ella nos es otra cosa que la expansión de esos límites para permitir la incorporación de los objetos, imágenes y formas de la “vida” en el ámbito del arte. De este modo es posible determinar la neovanguardia como aquellos movimientos estéticos que configuran una lógica de incorporación irrestricta de la vida en el arte. O, dicho de otra manera, tal como Adorno lo percibió claramente, el arte se vuelve consciente de la imposibilidad de romper con la idea de autonomía. Las neovanguardias restituyen la autonomía estética como dimensión constitutiva del arte para, desde allí, ampliar sus límites hasta lo insospechado.
         En el seno de esta lógica se delimita una idea de arte entendida más como absorción del mundo, como “integración del mundo en la obra”, que como aquello que Jacques Rancière llama la “restauración del lazo social”. Lo cierto es que, a pesar de cierta vaguedad terminológica, Rancière reconoce que el arte contemporáneo, iniciado con las neovanguardias posteriores a la Segunda Guerra, obedece a “la introducción sistemática de objetos e imágenes del mundo profano en el templo del arte” (El viraje ético de la estética y la política, Santiago de Chile, 2005). Esa ampliación de la autonomía estética es la que actualmente sigue avanzando sobre espacios inéditos y aparece incorporando todo lo que aparece a su paso. El hecho de que el arte pareciera tener el derecho a decirlo todo y que todo puede llegar a ser arte, incluso lo abyecto, lo inhumano o los post-humano, hizo que el cuerpo deje de ser el último refugio de la consistencia del sujeto, como lo muestra la irrupción de la genética en el arte y la existencia de un arte transgénico. En su proceso de incorporación irrestricto de elementos del mundo de la vida surgen imágenes de lo prohibido, de lo que no puede integrarse al sistema sociosimbólico, lo tenebroso y lo oblicuo. Se ha observado que esta irrupción responde a la necesidad desesperada que tiene el capital culturalde colonizar e incluir en su circuito incluso los estratos patológicos más extremos de la subjetividad humana (Slavoj Zizék, El espinoso sujeto, trad. J. Pati-gorky, Buenos Aires, 2001).
      Como observaba Adorno, después de las experiencias vanguardistas “la autonomía del arte ha quedado como una realidad irrevocable”. Pero se trataba de una curiosa autonomía, una autonomía que se revolvía contra sí misma, consciente de su impotencia, una rebelión sin futuro contra los mismos presupuestos que definían su existencia. Cuando llega a ser evidente, escribe Adorno en 1966 (Impromptus) que el arte como parte integrante de la realidad social es totalmente incapaz de ejercer algún efecto sobre esa realidad, nos encontramos ante aquello que probablemente caracteriza lo que se llama la “neovanguardia”. Pero hay algo más decisivo: en la Teoría Estética (1969) constataba que esa autonomía “comienza a mostrar síntomas de ceguera”.
        Y hoy día la ceguera no es sólo un síntoma. En el arte contemporáneo, en tanto introducción de todo lo disponible en el ámbito del templo estético soberano, es posible reconocer, a modo de construcciones hipotéticas, dos figuras, ambas igualmente ciegas ante sus propios presupuestos y consecuencias políticas.
        Por un lado la lógica de la incorporación irrestricta, montada en una red de instituciones, coleccionistas, medios de comunicación, etc., se despliega indiferente a la evaluación crítica y al análisis teórico sencillamente porque ya no son necesarios para la eficacia de su funcionamiento. Este campo expandido del arte se vuelve indiferente a la reflexión y puede conducir a una “inconmensurabilidad estan-cadora” como afirmaba recientemente Hal Foster, a la indiferencia o, en todo caso, a una especie de nuevo alejandrinismo. La idea de que todo puede llegar a ser arte, que ya todo es posible, divulgada fundamentalmente por los trabajos de Arthur Danto, supone la inauguración de una época “artística” de celebración de pluralismo, democracia y libertad donde no hay ninguna instancia normativa que decida lo que debe ser arte (Después del fin del arte, trad. E. Neerman, Barcelona, 1999). En todo caso, lo que queda para la crítica sería resolver difusos problemas filosóficos, que el autor considera decisivos, del siguiente tipo: ¿cómo diferenciar dos obras visualmente indiscernibles? ¿Cómo diferenciar, por ejemplo, El jinete polaco de Rembrandt de una obra absolutamente idéntica producida por una imaginaria y perfecta máquina de pintar? (La transfiguration du banal, trad. C. H. Schaeffer, Paris, 1989). Surge entonces la popular tesis de que con las Brillo Boxes, casi indiscernibles de sus referentes, todas las posibilidades del arte han sido realizadas y que, “de cierta manera”, la historia del arte llegó a su fin. Únicamente la idea de un campo expandido del arte potencialmente tan extenso como la totalidad de los entes de este mundo podría llevar a una afirmación, a fines de los años 90, como la que transcribo textualmente: “¡Qué maravilloso sería creer que el mundo plural del arte del presente histórico sea un precursor de los hechos políticos que vendrán!”. Los hechos políticos que no tardaron en venir han devuelto a esta figura del arte todo aquello que creía anticipar, pero exactamente como cruel inversión de lo previsto por Danto. Sólo quien no se ha vendado los ojos sino que se los ha vaciado, podría actualmente creer en que lo que otrora fue la promesa política del arte se realizará, y además, democráticamente.
         Por otro lado aparece otra figura, deducida por Rancière de la utilización de lo sublime por Lyotard y de ciertas ideas en la tradición de Adorno y de Agamben. Esta figura, que se sustenta en el fracaso de la promesa política del arte, configura un paisaje conocido por la crítica, el pensamiento y la producción artística contemporánea. El arte es concebido como “testimonio de la catástrofe infinita”, inmemorial e interminable. Todas las promesas de emancipación se han convertido en su opuesto absoluto: en mentira, crimen infinito y exterminio organizado. Y estos últimos sólo pueden ser estéticamente presentados como lo irrepresentable, lo prohibido y lo imposible; como un estado de excepción permanente que apela a la salvación mesiánica proveniente desde afuera o desde el fondo mismo de la catástrofe. Se inaugura de ese modo lo que Rancière llama una “dramaturgia inédita del mal”. El arte sólo puede existir como dramaturgia del abismo originario, como presentación de lo traumático sin fin en lo cual solo cabe el trabajo del duelo interminable (La división de lo sensible, trad. A. Fernández Lera, Salamanca, 2002).
         Esta figura del arte presenta el mal como trauma irreparable y tiene como resultado la disolución del arte en lo absoluto de la catástrofe. Pero, objeta Ran-cière, catástrofe es precisamente signo de indistinción, la ceguera del arte nada distingue en la noche del mal y termina por presuponer una comunidad homogénea indiferenciada, es decir, no política. El arte, que creía haber encarnado en sí mismo una radicalidad política sin concesiones, ignora las derivaciones políticamente más catastróficas del mal por él asumido, puesto que el trauma irreparable no es otra cosa que ese “término de indistinción” llamado terror, y ante el terror generalizado, afirma Rancière, se yergue la indistinción de la “justicia infinita”.
         La autonomía del arte, el espacio donde alguna vez la conciencia burguesa instaló la “promesa de felicidad”, y que aun conservaba en el arte moderno, como mostró Adorno, la difusa conciencia de una “promesa quebrada”, se ha convertido en un campo expandido de difusión estética donde pareciera que cabe sólo celebrar la proliferación indiferente, o en un campo para la presentación del mal absoluto a la espera de redención.

IV
“Ninguna auténtica obra de arte (...) se ha agotado nunca –ha agotado nunca su ser en-sí-en sí misma”, escribió Adorno en Crítica cultural y sociedad. Y agrega, las obras siempre se han negado a quedarse en “la culposa conexión con la vida que se reproduce ciega y duramente”. Ellas han insistido siempre en la “autonomía y en la independencia”, que no es otra cosa que “el divorcio con el reino de los fines”.
         Ante estas afirmaciones cabe hoy formularse algunas preguntas: ¿puede el arte mantener su ser en-sí en medio de una cultura que, como mostró incansablemente el mismo Adorno, ha agotado sus posibilidades desde el momento en que en nombre de la emancipación de todo dominio se transformó en instrumento de la más despiadada dominación? ¿Puede el arte negarse a la “culposa conexión” con la ciega reproducción de la vida, cuando premeditadamente la ha incluido como material de su propia configuración? O, dicho de otro modo, ¿puede la crítica de arte, bajo estas condiciones, otorgarles la palabra a objetos cuya misma existencia “artística” ha sido puesta en cuestión? Probablemente estos interrogantes no obtengan una respuesta; no obstante, ellos confluyen en una última pregunta en la que comparece la misma posibilidad de existencia del arte. Y se trata de una pregunta, que a pesar de todo, permanece en pie, de una pregunta absoluta.
         En 1920 un “personaje prodigioso” por su saber, “padre fundador” de la moderna Historia del arte como cuenta Didi-Huberman (Devant l’image), Erwin Panofsky escribe el ensayo El concepto de Kunstwollen. El trabajo del joven erudito de Hamburgo está todavía atravesado por una radicalidad filosófica que no dudaba en invocar la violencia de la interpretación heideggeriana como patrimonio de su disciplina, en un tiempo anterior a las transformaciones impuestas por el exilio y un discurso universitario adaptado a las necesidades pedagógicas de un profesor Princeton. El ensayo comienza así: “Para la ciencia del arte es al mismo tiempo una bendición y una maldición que sus objetos reclamen necesariamente la pretensión de ser aprehendidos por nosotros de otra manera que solo históricamente”. Un trabajo solamente histórico, ya sea que se interese por la forma o por el contenido, no explica jamás el fenómeno “obra de arte” sino que opera a partir de tal o cual tal fenómeno, pero jamás accede a una “fuente de conocimiento de orden superior”. Dada una “representación plástica”, explica Panofsky, se puede establecer una línea iconográfica, estudiarla a partir de la historia de la tipología, desde el contexto epocal o desde el punto de vista de la personalidad artística. Pero todo esto no explica jamás el fenómeno obra de arte. Lo que se obtiene es solamente, un “gran complejo general de realidades a estudiar” en el cual toda determinación se refiere a otra determinación y se constata que cada cosa remite a otra cosa. Se trata entonces de acceder, fuera de la circularidad en la que todo fenómeno se explica infinitamente por otro fenómeno a “un punto de Arquímedes”, de “fijar la situación y la significación absoluta de esas manifestaciones”.
         O sea que eso que se puede llamar arte es lo que no agota su en-sí en el “gran complejo” de realidades históricas, psicológicas, iconográficas, biográficas, etc., lo que debe obtener una significación absoluta porque se suelta de todo aquello que indudablemente estuvo presente en el momento de su nacimiento, pero lo transfigura absolviéndolo. La absolución, lo absoluto, no alude a ninguna trascendencia esotérica, sino al hecho de ser aquello que es, pero donde todo está de una manera diferente de lo que se deja determinar “sólo históricamente”. Y eso es una bendición porque indica que no se trata de cualquier objeto histórico. Se trata de una específica historicidad que exige un conocimiento fuera de la relatividad del círculo vicioso de la causalidad. En términos de Panofsky, el arte cae necesariamente en el ámbito de “la teoría del conocimiento”. Pero es también una maldición porque introduce en la investigación un “sentimiento de incertidumbre y de dispersión difícilmente soportable” provocado por el hecho de que la reflexión teórica lleva a resultados que, o no son compatibles con la “seriedad de la actitud científica” –es decir con los criterios historiográficos de la disciplina Historia del arte–, o que atacan el “valor que da a la obra de arte individual el hecho de ser única”, es decir, el riesgo a subsumir la particularidad estética en la universalidad del concepto. Cómo lograr un espíritu filosófico crítico que sin soslayar la ardua tarea que exige la documentación pueda, en la terminología de Panofsky, “aprehender los fenómenos artísticos trascendiendo el estado de lo fenomenal”, acceder a la significación absoluta.
         La pregunta con la que un objeto de arte interpela a quien lo ha recorrido es: ¿qué es esto? ¿qué quiere decir? Pregunta que, volviendo sobre sí misma, se transforma en: ¿es esto verdad? Esta última es, dice Adorno en la Teoría estética, la pregunta por lo absoluto, por lo incondicionado.
         Esto que se ofrece como arte, ¿sigue siendo aún arte? La pregunta quiere retener aquello que en su llegar a ser ha absuelto las condiciones de posibilidad que alumbraron su existencia, que se ha soltado del fundamento que lo sostuvo alguna vez como cosa producida y experimentable de tal o cual modo, es decir, de todo aquello que se reproduce ciega y duramente. La pregunta presupone la existencia de algo que es, indudablemente, resultado mediado por todas esas condiciones, pero se suelta de ellas, se derrumba en una pura inmediatez e inaugura, aún en medio del sin sentido generalizado, una sugerencia de sentido en todo diferente, un ámbito donde todo es de otra manera. La pregunta absoluta es el lugar propio de la autonomía del arte en el momento histórico en que, como reconoce Hal Foster, ya no hay ninguna tradición autónoma que subvertir (Diseño y delito, trad. A. Brotons Muñoz, Madrid 2004).
         Si solo en el corazón de la pregunta absoluta fermenta la posibilidad misma del arte, las palabras de Panofsky, leídas en el contexto del arte contemporáneo, cobran una nueva y dramática resonancia e iluminan la aporía que atraviesa a la crítica de arte.
       “Para la (crítica de arte) es al mismo tiempo una bendición y una maldición que sus objetos reclamen necesariamente la pretensión de ser aprehendidos por nosotros de otra manera que solo históricamente.”

Estas reflexiones retoman y continúan algunos problemas presentados en 1997 en el ensayo ¿Es posible la crítica de arte?

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Pensamiento de los confines, n. 18,
Julio de 2006 / Págs. 43-52.