La teoría de la vanguardia como corset
Algunas aristas de la idea de “vanguardia” en el arte argentino de los 60/70

Ana Longoni

En los últimos años hay signos evidentes de la reapertura (no sólo local) de la pregunta sobre las relaciones entre vanguardias, arte, política y activismo. Cabría mencionar una nutrida serie de publicaciones, exposiciones, tesis, coloquios. La nota de Adrián Gorelik “Preguntas sobre la eficacia”,1 escrita a propósito de la enorme repercusión pública de la retrospectiva de León Ferrari abierta en diciembre de 2004, puede tomarse como un indicio más de la actualidad de esos debates. El lugar en donde él coloca a las vanguardias argentinas de los años 60 (“escena primordial”, “ese núcleo mítico... con el cual cualquier reflexión sobre el arte y la política debe medirse”) pone de manifiesto la particular atención que ha concentrado ese momento del arte argentino, aunque elude considerar que las lecturas que circulan acerca de las vanguardias sesentistas no son unánimes sino que pugnan por definir el sentido de aquellas radicales prácticas.2
        En la trama de relatos que revisan aquellas experiencias, es que aspiro a intervenir con mi investigación acerca de las interrelaciones entre vanguardia artística y política radicalizada de los 60/70 en Argentina, a partir de la pregunta principal acerca de cómo se resolvieron en diferentes programas artístico-políticos muchas veces antagónicos los conceptos de “vanguardia” y “revolución”.3 Indago los modos en que esos términos funcionaron como ideas-fuerza en el arte, valores en disputa y en redefinición continua, a veces vectores o dispositivos aglutinantes; otras, herramientas de impugnación al oponente. Recurro para ello a un vasto repertorio de intervenciones artísticas, un conjunto de obras, ideas, vidas, que tendían hasta no hace mucho a ser obliteradas, leídas con un sesgo parcial e inamovible, o pasadas por alto en la historiografía canónica del arte, que preservaba la “autonomía” de su objeto de estudio a costa de cercenar aquellas tensiones hacia la heteronomía inscriptas en esas experiencias. Tampoco encontraban su dimensión específica en la historia política de ese período, cuyo tratamiento de los productos artísticos suele reducirlos a ilustración, mero ejemplo decorativo, si es que los trata.
        Debo decir que en los últimos años este panorama está cambiando en la medida en que se dieron a conocer algunas investigaciones históricas de largo aliento que sugieren que estamos ante una articulación polifónica de esfuerzos diversos por reescribir otra historia del arte argentino.
        En la nota de Gorelik ya citada encuentro marcas de un efecto que pretendo examinar aquí, partiendo de la hipótesis de que la Teoría de la vanguardia de Peter Bürger funciona como un sobreentendido y restrictivo corset que constriñe las aproximaciones a la historia concreta o a la idea misma de vanguardias argentinas.
        Como reconoce el propio Bürger en el epílogo a la segunda edición, su libro está imbuido por “el punto de vista posterior a los acontecimientos de mayo de 1968 y al fracaso de los movimientos estudiantiles de los primeros años 70”.4 El clima de desaliento ante el desmantelamiento de la protesta social y contracultural de los años previos está inscripto en su desalentada mirada sobre las potencialidades críticas del arte en términos de una paralizante clausura. Esas son las coordenadas desde las que impugna a las llamadas neovanguardias como condenadas a la inevitable fagocitación dentro del renovado circuito institucional de posguerra, en la medida en que los movimientos históricos de vanguardia de entreguerras ya fracasaron, y cualquier intento de emularlos está condenado a ser réplica fallida, gesto inútil o apenas una farsa.
         Son varias las voces que desde la aparición del crucial libro del alemán (1974) le plantearon objeciones, entre ellas la crítica incisiva que realiza Hal Foster: “la misma premisa de la que parte –que una teoría puede comprender a la vanguardia, que todas sus actividades pueden subsumirse en el proyecto de destruir la falsa autonomía del arte burgués– es problemática”.5 Son tres las condiciones definito-rias de la restringida definición de vanguardia que propone Bürger. Primera, la antiinstitucionalidad, entendida como la rebelión contra la Institución Arte (esto es: no sólo las instituciones sino también las ideas que sobre el arte dominan una época dada). Segunda, la ruptura absoluta con la tradición. Tercera, la vanguardia verifica una autocrítica del estatuto de autonomía del arte, al plantearse reinscribirlo en la praxis vital y poner fin a su condición escindida del resto de la experiencia. Así, se propone superar la carencia de función social a la que está sometido el arte burgués desde el esteticismo.
         Asumir esa definición llevaría a la conclusión de que en Argentina –y en América Latina– no existieron nunca auténticas vanguardias, en la medida en que muchos de nuestros primeros vanguardistas emergieron en condiciones históricas muy distintas de las europeas y no sólo no se enfrentaron a las instituciones, sino incluso fueron activos partícipes de su creación. Esta observación puede por cierto extenderse a gran parte de las vanguardias soviéticas que, en los primeros años de la revolución, desempeñaron un activo papel (incluso directivo) en organismos culturales del nuevo Estado y pugnaron por hegemonizar las instituciones de educación artística. Por otra parte, tanto la vanguardia soviética como las latinoamericanas no rompen con el pasado (como sí el dadaísmo o el futurismo italiano) sino que se reapropian productivamente de zonas de la tradición (culta y popular).
        Tampoco sería lícito pensar desde la teoría de Bürger en la existencia de nuevas vanguardias en el mundo luego del fracaso de los movimientos históricos. Contra esto, algunos autores6 han señalado que en el arte de posguerra hubo manifestaciones artísticas que se plantearon la crítica radical al orden existente, la invención de una energía transformadora del presente y la reintegración del arte en la vida, y que en esas experiencias puede entenderse no la réplica inútil sino el retorno o la reactivación del sustrato utópico de las coordenadas más radicales las primeras vanguardias. Y que estos vectores de radicalización no sólo corresponden a experiencias antiinstitucionales (que también las hubo, como el situacionismo o el mismo caso de Tucumán Arde) sino a prácticas nada marginales dentro del circuito de exhibición, instaladas dentro de la institución artística, desde donde ejercieron –en términos de crítica institucional– un sistemático y sutil trabajo de develamiento de las condiciones de producción, circulación y recepción del arte moderno.7
        
La compleja relación que efectivamente tiene lugar entre los artistas, sus prácticas y el circuito institucional, sus vaivenes o ambigüedades, obligan a repensar la oposición histórica entre vanguardia y museo, o la condición antiinstitucional de la vanguardia.
         Ya no creo, como podía desprenderse del libro Del Di Tella a Tucumán Arde,8que a un primer período “cínico” en el cual la relación entre la vanguardia de los 60 y el circuito modernizador fue pacífica, aceitada y mutuamente colabo-rativa, siguió un segundo período “heroico”, iniciado por el itinerario del 68, y signado por la abrupta y definitiva ruptura de la vanguardia con la Institución Arte, durante el cual los vínculos entre vanguardia e institución se tornan de oposición e impugnación.
        El que une a vanguardia e instituciones artísticas a lo largo de toda la época es, en todo caso, un lazo cambiante e incluso contradictorio, signado por convivencias pasajeras o pertenencias más persistentes, rupturas estruendosas y “copamientos” coyunturales, asincronías y también consonancias que permitieron el impulso de iniciativas comunes.
        En cada una de las fases en esta vanguardia coexisten gestos de ruptura y de integración ante la institución. Hay artistas (los más rupturistas, inquietantes, inclasificables) que pugnan por entrar en la institución (simplemente en busca de un espacio visible, recursos, un público), mientras que el circuito modernizador tiende en cambio a asimilar exclusivamente las zonas más moderadas de los experimentalismos. El término destiempos puede describir esos cruces marcados por el desencuentro: unos (artistas) llegan muy temprano, u otros (gestores institucionales) demasiado tarde.

Señales
¿Qué señales de eso que llamo “encorsetamiento de la teoría de la vanguardia” encuentro en el artículo de Gorelik? En primer lugar, apela al parámetro antiinstitucional para medir la radicalidad de las prácticas artísticas, cuando distingue entre la vanguardia del 68 (cuya “tarea política principal fue la subversión del marco institucional”) y la exposición de León Ferrari, ante la que manifiesta ahora “enormes dudas”: “aquellos procedimientos nacidos de la voluntad de subvertir la Institución del Arte ya no están acompañados de una crítica a la absorción o a la manipulación”. O cuando critica al GAC (Grupo de Arte Callejero) por su participación en el Parque de la Memoria. Esta supuesta institucionalización del arte político o –más precisamente– su carencia de voluntad antiinstitucional traería aparejado, concluye, que el sentido político de algunos gestos quede restringido a la esfera artística: “El arte ha internalizado la política como una variable más de su lógica institucional y de sus procedimientos”. Lo insólito de este razonamiento es que justamente se refiera a dos “casos” que exponen en forma extrema los tensos límites entre la esfera del arte y la de la política en la Argentina contemporánea. La obra de León Ferrari, circule dentro de los canales de exhibición convencionales del arte o fuera de ellos (en fascículos de un diario, por ejemplo), nunca resulta indiferente ni termina destinada a la mera contemplación estética. Al GAC, uno de los colectivos más significativos surgidos hace casi una década, cooperando en los escraches de HIJOS desde 1997, y realizando otros dispositivos gráficos que subvierten los códigos institucionales en la calle, no se le escapa que sus intervenciones en convocatorias institucionales como la Bienal de Venecia son siempre problemáticas. Moverse entre el adentro y el afuera de la institución artística, más que incoherencia, oportunismo o irreflexión, puede denotar capacidad política para apostar a instalar un dispositivo crítico (en este caso la denuncia de la persistencia actual de violaciones a los derechos humanos) en donde éste pueda interpelar a nuevos espectadores.
       Al mismo tiempo que define como insuficientemente antiinstitucionales a Ferrari y al GAC, Gorelik se muestra burlonamente hostil ante cruces insólitos entre –por ejemplo– poetas y cartoneros (en una velada referencia a la experiencia editorial de Eloísa Cartonera). Aquí aparece la segunda señal de encorsetamiento –esta vez en clave de la Teoría Estética de Adorno–: la defensa a ultranza de la autonomía del arte, entendido como un territorio con límites bien precisos y delimitados, cuyas reglas de juego, de inclusión y de exclusión, están arbitradas por intelectuales debidamente habilitados.
        A pesar de que Gorelik elige referirse a producciones que justamente obligan a revisar la condición autónoma del arte (no porque se sometan a las imposiciones del poder o del mercado, sino porque pretenden actuar en la transformación de las condiciones de existencia), y menciona a sujetos que renuncian explícitamente a defender el estatuto artístico de sus intervenciones, genera una suerte de escalafón de grados de artisticidad, que fija parámetros acerca de qué es legítimamente artístico y quién, artista. A la vez, maneja un concepto cerrado sobre qué se entiende por política, y cuál debería ser la politicidad en el arte. Este escalafón, aplicado a la obra de Ferrari, establece una diferencia entre una obra como La civilización occidental y cristiana (1965), porque encuentra su resolución formal más ambigua y abierta, en contraste con la serie Infiernos e idolatrías (1999), cuyos “temas” le resultan maniqueos o esquemáticos, y en cuyas formas “es más difícil ver más allá del mensaje”. Esta lectura de “La Civilización Occidental y Cristiana”9 termina siendo extemporánea cuando obvia un dato histórico ineludible: en 1965 la obra no pudo ser mostrada en el Di Tella ¡justamente porque ni para Romero Brest ni para Ernesto Ramallo –el crítico del diario La Prensa que la descalificó por su indiscutible carga política– resultaba para nada ambigua! Por otro lado, recurrir a “significados” inequívocos (para usar otro término caro a Ferrari) es leído como un disvalor artístico, lo que puede resonar a una persistencia de viejas y demostradamente estériles polémicas que enfrentaron hace siete décadas abstracción y realismo. Esta jerarquía parece recurrir a una operación bien conocida, aquella que entiende el (verdadero) arte como sublimación.
        Ante las tensiones que provoca la articulación del arte y la política, la lectura de Gorelik parece más bien dirigida a delimitar e incluso oponer ambos conceptos: el arte apuesta a formas ambiguas, a sugerencias, mientras la política no ve –ni va– más allá de los significados explícitos; el arte perdura en el tiempo, la política es coyuntural y finita; el arte es provocación y la política es eficacia. Con esta divisoria prefiere obviar como un caprichoso rasgo de la poética de Ferrari su insistencia –sostenida desde su respuesta a Ramallo en 1965– acerca de que no importa si lo que él hace es considerado arte o panfleto. El artista se erige como sujeto político, y la pregunta por la eficacia política es inescindible del posicionamiento estructural del propio pensamiento, como señalaron muchos periodistas en los días turbulentos de la clausura y reapertura de la muestra.

Usos de la vanguardia
Intento en lo que sigue poner en foco distintos usos de la categoría “vanguardia” en relación al arte argentino de los 60/70, para lo que puede resultar útil la distinción entre –por un lado– la puesta en discusión y redefinición de una categoría teórica (que implica una toma de posición dentro del debate ya consignado en la teoría de la vanguardia) y las consiguientes posibilidades o límites a la hora de pensar en esos términos estas manifestaciones concretas, y –por otro lado– los empleos “de época” que del término vanguardia hacen los sujetos involucrados en el proceso, cómo recurren a esa noción para caracterizar su posición o construir su identidad. Esto último, en la medida en que “vanguardia” es una autodefinición recurrente desde muy distintas posiciones en el campo artístico en ese período, aunque se trata de una insistencia que puede resultar llamativa en un contexto internacional en que definir lo experimental o novedoso en esos términos resulta fuera de época o aparentemente anacrónico.10 Aceptar la condición vanguardista de todas las producciones experimentales de la época sin sopesar las implicancias del concepto es un riesgo, aun cuando los artistas, los gestores, los críticos o los medios masivos insistieran en nombrar el fenómeno como tal.

Para evitar la superposición e indiscriminada confusión entre ambos empleos del concepto (llamémosles el teórico y el de época) es que me detendré en diferenciarlos. En cuanto al primero, puede resultarnos productiva la distinción entre experimentalismo y vanguardia que propuso en 1984 Umberto Eco.11 Mientras el experimentalismo actúa de forma innovadora dentro de los límites del arte, la vanguardia se caracteriza por su decisión provocadora de ofender radicalmente las instituciones y las convenciones, esto es: apunta contra la idea misma de arte y su museificabilidad, con actitudes y productos inaceptables. La diferencia radica entre una provocación interna a la historia del arte y una provocación externa: la negación de la categoría de obra de arte.
        En cuanto a los significados de época del término vanguardia, son múltiples y no del todo coincidentes con el que acabo de delimitar teóricamente.
         Una serie de pugnas (teóricas o empíricas), en la que no sólo intervienen los propios grupos de artistas experimentales sino también otras posiciones del campo artístico, los gestores institucionales, los críticos especializados y masivos, el público, e incluso los intelectuales y cuadros políticos de las distintas vertientes de la izquierda, contribuyen a definir el sentido de “vanguardia” como complejo artefacto verbal ambiguo y en continua disputa, que nombra no sólo la novedad sino también una posición de valor.
        Una primera posición es la que entiende vanguardia como puesta al día. A comienzos de la época, en dos eventos significativos del campo artístico inmediatamente posterior al derrocamiento de Perón, la Primera Reunión de Arte Contemporáneo (Santa Fe, 1957) y la importante exposición “150 años de arte argentino” (en el Museo Nacional de Bellas Artes, 1960), aparece la apuesta a la vanguardia como eje vertebral del relanzamiento del arte argentino al mundo. En la primera, el poeta Raúl Aguirre piensa la vanguardia como defensa del arte autónomo frente a la amenaza de la cultura de masas y la política, que puede leerse como un efecto residual de la oposición entre arte comprometido y vanguardia que había tenido su mayor despliegue en décadas anteriores, y de la insistencia adorniana en la autonomía del arte frente a la amenaza de la estetización de la política en clave totalitaria.
        Otra posición sostiene como programa la invención de una vanguardia nacional. En el primer libro de Luis Felipe Noé, Antiestética (1965), se articula la voluntad de crearla, en términos de una fundación antes que de una ruptura con lo existente. Concibe dicha vanguardia en el cruce entre identidad nacional e información internacional.
       Otro conjunto de posiciones acerca de la vanguardia artística puede rastrearse en las publicaciones de las viejas y nuevas izquierdas. Si es cierto que muchos sectores de la izquierda orgánica atacan a la vanguardia entendiéndola como moda extranjerizante o ejercicio meramente lúdico y superficial, lo que aparece en el análisis de los debates en Cuadernos de Cultura, órgano cultural del Partido Comunista Argentino, a lo largo de la época, es un trayecto que va de la impugnación (ubicarse contra la vanguardia) a la reivindicación (en una pugna por definir cuál es la verdadera vanguardia, en tanto posición de valor y legitimidad). En lugar de reeditarse la antigua oposición entre realismo y abstracción, según la cual la vanguardia es leída como la expresión decadente de la burguesía en descomposición, se acude en los 60 al término “vanguardia” como si fuera un paraguas similar al que en décadas previas había constituido el término “realismo”, es decir, un concepto tan flexible como para abarcar todo aquello que se quiere reivindicar.
        Mientras algunos sectores de la izquierda persistieron en la impugnación hacia la vanguardia, otros justificaron la superposición entre vanguardia y realismo, y algunos otros asumieron la defensa de la vanguardia como programa artísticopolítico.
       Es evidente que los artistas que participan en los debates organizados por la revista comunista se perciben excluidos y amenazados por el lugar central que ocupa en el campo lo que llaman “la vanguardia” (aquellos artistas favorecidos por su pertenencia a la trama institucional modernizadora, en especial al Instituto Di Tella). Un efecto menor del cese de la oposición entre vanguardia y realismo se constata en la moderada “vanguardización” de algunos pintores comunistas, que incorporan determinados procedimientos como el collage, más cercano a los movimientos históricos de vanguardia que a las rupturas artísticas de la posguerra. De alguna manera, Antonio Berni en los 60 puede pensarse como el más avanzado de los pintores comunistas y a la vez el más realista de los vanguardistas de la época.
       Detenerse en las políticas de intervención de los partidos de la Nueva Izquierda hacia la vanguardia permite invertir el punto de vista más recurrente a la hora de pensar los vínculos entre arte y política, para pasar a preguntarnos de qué recursos de las vanguardias artísticas se apropia la vanguardia política. Y también qué resistencias, malentendidos o desencuentros se generan ante ciertas modalidades militantes en su operatoria sobre el ámbito artístico.


Aportes de la vanguardia a su autocomprensión
La marcada condición autorreflexiva de la vanguardia argentina de mediados de los 60 nos provee de una batería de conceptos para nombrar lo que hacían. Mencionaré algunos de estos aportes de la vanguardia para la comprensión de sí misma. Oscar Masotta postula de modo excluyente: “En arte sólo se puede ser hoy de vanguardia”. Su sistema de conceptos para abordar el arte contemporáneo incluye la noción de ruptura (no existe una relación de pasaje o continuidad entre el arte previo y la vanguardia, sino una “conexión de ruptura”), desmaterialización (para designar el desplazamiento del interés del objeto artístico en sí al concepto o idea que subyace en él, por lo que el objeto deviene en medio del arte), ambientación y discontinuidad. Sintéticamente, para él la obra de vanguardia es discontinua (no sólo en el tiempo y en el espacio, sino también en la percepción), se vuelve tema de sí misma (en tanto sus medios no son soporte de otro mensaje sino de su propia condición de medios), tiende a la ambientación (no sólo porque excede los formatos artísticos tradicionales y se expande en el espacio, sino también porque los propios medios artísticos ambientan). También busca incidir sobre la conducta del espectador, la modificación o alteración de su conciencia o sus parámetros de percepción.
         Por su parte, Ricardo Carreira propone la noción de deshabituación para designar el efecto del arte, emparentada con la idea de extrañamiento del formalismo ruso. Deshabituar alude para él a incomodar de tal modo que para la buena conciencia adormecida resulte intolerable. En un sentido semejante, Edgardo Vigo empleó el término revulsión. E insistió –como también de alguna manera lo hizo Alberto Greco– en que el arte (o su arte) no había representación sino presentación. Presentar y no representar es mucho más que un juego de palabras: es la ruptura con la condición idealista del arte como reflejo o ventana al mundo, es decir, como fenómeno ajeno, externo a la realidad. Presentar es señalar la condición material y construida del objeto artístico, su capacidad de invención.

Coda
¿Puede definirse, entonces, en términos de “vanguardia” el proceso emergente que tiene lugar en el campo artístico argentino de los 60/70? Seré enfática en afirmar que sí, que hubo vanguardias, pero también en que no todo lo que produjo el arte experimental de la época fue vanguardia. Pueden señalarse zonas de vanguardia en cada una de las fases o momentos del arte experimental de la época. Insisto en que no corresponde hacer extensivo ese concepto a la totalidad de las formas artísticas nuevas producidas en determinado momento, lo que diluiría su especificidad histórica, ni considerar que toda la trayectoria de un artista debe sostenerse en esa posición extrema para considerarlo un vanguardista. Ser vanguardia es una condición necesariamente efímera.
       Por otro lado, considero que estas vanguardias sostienen ciertos énfasis, que – sin ser exclusivos de ellas– hacen a su intensidad. Primero, el hecho de pensar el arte en su relación con la sociedad, la política o la vida cotidiana de los hombres, ya no en términos de exterioridad, sino desde sus puntos de fuga de la autonomía o de reconexión con la praxis vital, aquellos intentos que atentan contra la carencia de función o el carácter político restringido del arte en la Modernidad (esto es: la restricción de la crítica en el arte a una cuestión de experimentación de lenguaje). Son experiencias que reivindican la unión de la crítica con los binomios éticaestética, políticapoética, arteutopía.
       Segundo, la tensión hacia la (acción) política que implica la correlación entre vanguardia artística y vanguardia política muchas veces se traduce en la apropiación de procedimientos, materiales, soportes, propios de la acción política radicalizada en las producciones o acciones artísticas. Aludo a este proceso como “foquismo artístico” (para pensar el itinerario de las vanguardias porteña y rosarina a lo largo del año 1968) y como “estética de la violencia” (en el arte de los primeros años 70).
       Por último, la ampliación de los límites del arte conduce hacia su estallido, lo que en sus variantes extremas lleva a sostener la abolición del arte, la muerte de la pintura. Si Tucumán Arde puede confundirse con un acto político es porque fue un acto político. Es recurrente la metáfora del suicidio para describir el fin de las vanguardias, como gesto extremo de protesta, reclusión en la autonegación y en el silencio autoimpuesto.12
        
Cuando Greil Marcus construye su historia secreta del siglo XX a partir de hipotéticas y a veces descabelladas relaciones entre el movimiento Dadá, la Internacional Situacionista y los Sex Pistols, el trasfondo común que justifica esa inesperada genealogía es –dice– que los tres movimientos comparten una “voluntad irreductible de transformar el mundo”. Esa voluntad irreductible es también la que define los mayores ímpetus de vanguardia en el arte argentino de los 60/70. Al mismo tiempo, semejante voluntad resulta tan fuera de lugar, tan desmesurada respecto de cierto estado regulado de las cosas, que muchas veces es leída como una farsa. Alberto Greco, Oscar Masotta, Ricardo Carreira fueron descalificados por muchos de sus contemporáneos como farsantes. En el impreciso límite entre la voluntad irreductible de transformar el mundo y la farsa, allí, se instala la vanguardia. Antes de desaparecer.


Notas

1    En revista: Punto de Vista n.º, 82, Buenos Aires, agosto de 2005.
2    Varias de las ideas y posiciones que expongo aquí provienen del estimulante intercambio intelectual que sostengo hace tiempo con Marcelo Expósito y los integrantes del grupo de discusión “Los miserables”. A ellos, mi reconocimiento, que no los hace en nada responsables de lo dicho en estas páginas.
3    Sintetizo en este texto algunas cuestiones que atraviesan la investigación que desembocó en mi tesis doctoral titulada Vanguardia y revolución. Ideas y prácticas artístico-polí-ticas en el arte argentino de los 60/70, defendida en la Facultad de Filosofía y Letras (UBA) el 24 de agosto de 2005, ante un jurado integrado por Nicolás Casullo, Nicolás Rosa y Oscar Traversa.
4    Cito la segunda edición en español: Peter Bürger, Teoría de la vanguardia, Barcelona, Península, 1987, p. 169.
5    Hal Foster, El retorno de lo real, Madrid, Akal, 2001, p. 10.
6    Respecto de las críticas que mereció este libro capital, puedo señalar el ya citado libro de Hal Foster; Andreas Huyssen, Después de la gran división, Buenos Aires, AdrianaHidalgo, 2002, y algunas de las intervenciones recopiladas en: AA.VV., Vanguardias argentinas, op. cit.
7    Este conjunto de prácticas encuadradas dentro del conceptualismo son agudamente analizadas por Benjamín Buchloh en Formalismo e historicidad, Madrid, Akal, 2004.
8    Ana Longoni y Mariano Mestman, Del Di Tella a Tucumán Arde, Buenos Aires, El cielo por asalto, 2000.
9    Afirma Gorelik al respecto: “Quizá esa sea la paradoja del arte de vanguardia: pese a su voluntad de romper con el arte y adherir a un mensaje político explícito, cuando perdura lo hace como arte. No porque el tiempo la desprenda de su mensaje político, sino porque fue capaz de expresarlo y, a la vez, trascenderlo”.
10  Lo señala Rodrigo Alonso en su intervención en: AA.VV, Vanguardias argentinas, Buenos Aires, Libros del Rojas, 2003.
11   “El grupo 63, el experimentalismo y la vanguardia”, en: Sobre los espejos y otros ensayos, Buenos Aires, Lumen, 1992.
12  Debo esta y otras estimulantes sugerencias a la lectura de la tesis doctoral de Fernando Fraenza, Arte y comunicación en el mundo administrado, Universidad de Castilla-La Mancha, 2001.
13  Greil Marcus, Rastros de carmín, Barcelona, Anagrama, 1993.


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Pensamiento de los confines, n. 18,
Julio de 2006 / Págs. 61-68