El oído como adorno
Matías Bruera


¿Qué ha usurpado la audición a su propia esencia, sobre todo en lo tocante a la música? ¿Cómo podemos pensar de nuevo lo auditivo –no “saber”, sino pensar lo auditivo– más allá de una tradición que ha comportado esta usurpación?
Massimo Cacciari conversando con Luigi Nono. En torno a Prometeo.  
La música tiene algo de insular, estéril, ni objetiva ni subjetivamente conduce un camino desde ella hacia el mundo y la vida; se está completamente en ella o completamente fuera de ella. No actúa en la vida, pero la vida ha actuado en ella. El mundo ya no le da cabida, porque ella ya ha dado cabida al mundo.
                                                  Georg Simmel. El individuo y la libertad.

1. Las orejas son testimonio de la propensión del cuerpo hacia la simetría bilateral. Este dueto orgánico permite detectar las diferencias de la dirección del sonido, y en un sentido general, por ser más de una y ampliar la capacidad y espectro auditivo, no necesariamente constituyen una garantía perceptiva en un mundo bullicioso de actividad.
         “Pensar con el oído”, como dice Adorno, respecto de expresiones como “crítico de la cultura”, nos previene de una crítica a la que no necesariamente le sienta la cultura y que se ubica “por encima de la cual se imagina egregiamente levantado”. Las críticas a la crítica instituida como profesión, agentes del tráfico espiritual, son un lugar común –no por eso menos cierto– de la cultura fetichizada y subsumida a las leyes del mercado. “La cultura no es verdadera más que en sentido crítico-implícito y el espíritu, cuando lo olvida, se venga de sí mismo en los críticos que él mismo cría. La crítica es un elemento inalienable de la cultura, en sí misma contradictoria; y con toda su inveracidad es la crítica tan verdadera como la cultura es falaz. La crítica no daña porque disuelva –esto es por el contrario, lo mejor de ella–, sino en la medida en que obedece con las formas de la rebelión”.1
         Ahora, en el particular caso de la música –disciplina disolvente que pone en cuestión nuestra relación con respecto a los límites del lenguaje y amplificatoria en tanto nos enfrenta con formas de conceptualización que discurren desde la lógica racional hasta ciertos modos de experiencia interna–, la relación entre lo que puede ser pensado y vivido y lo que puede ser comprendido trasciende, como un misterio insondable, la apreciación pragmática o la comprensión racional.
En este sentido, la idea más idónea sobre la música es musical, y los que crean, lo saben.
“El músico llega a la idea de música mediante la música misma, medio de comunicación que le es propio; sólo allí despliega al máximo su fuerza de convicción, sólo allí es irrefutable. Cuidémonos de olvidar este hecho fundamental; mejor aún coloquémoslo como exergo en toda reflexión ‘escrita’ que tengamos que redactar.
La ‘no significación’ de la música es, irremediablemente, nuestra fuerza específica; no perderemos nunca de vista que el orden del fenómeno sonoro es primordial: vivir este orden es la esencia misma de la música.”2 La música, genuina expresión de la capacidad simbólica de la mente, hiere zonas profundas, nos enmudece y toca fibras que escapan a la lógica del montaje del lenguaje común. Es por eso que –como dice Steiner, en una de sus sugerentes imágenes conceptuales– “cuando habla de música, el lenguaje cojea”.3

2. Entre otras, una de las consecuencias indudables de la cultura de masas -de la que pueden ofrecer testimonio nuestros órganos auditivos- es la sistemática supresión del silencio en las culturas tecnológicas del consumo. La homofonía encontró su límite de sentido -en tanto crítica anticipatoria- en la cageana búsqueda de los sonidos del silencio, excluyéndolos de la función representativa y apelando a la experiencia. Sin embargo, eso no ha sido escuchado y las nuevas generaciones vibran al ritmo de un ostinato sonoro global. Somos todo oídos, partícipes de un esperanto musical -“regresión de la escucha”- que engendra modas, estilos de vida y patrones de comportamiento comulgando individual o colectivamente -solos en una sala de nuestra casa o en un concierto multitudinario- con el influjo sonoro. El modo de producción industrial avanzado -en el cual la música, dentro del mundo administrado, no es ajena al carácter fetiche de las demás mercancías- no diluye la realidad de las clases sociales, sino los medios mismos de dar una expresión efectiva a sus antagonismos.
        Sin embargo, más allá de que la civilización actual concede a todo un aire de semejanza, muchos de los más lúcidos críticos de la industria cultural han optado, ante la no-complacencia con el capital, por una asordinada reacción conservadora. Uno de los casos más emblemáticos que puede dar cuenta de este giro críticoconservador son las impresiones de Adorno sobre el jazz, en su ensayo de 1953 “Moda sin tiempo”. Ya con Horkheimer había caracterizado a esa música popular, a partir de una dialéctica sombría, como la “barbarie estilizada” (Nietzsche), como representante de la “pseudoindividualidad”, la pedantería y lo normativo: “Cada uno debe demostrar que se identifica sin residuos con el poder por el que es golpeado. Ello está en la base de las síncopas del jazz, que se burla de las trabas y al mismo tiempo las convierte en normas”.4
        Cada pensador posee sus obsesiones, y ciertas experiencias o conocimientos dejan una impronta fuerte en la argumentación filosófica y estética. Para alguien que recibió desde joven una importante educación musical -estuvo tres años en Viena en el seno del círculo de Schönberg- y descubrió que la música responde como ninguna otra forma expresiva al concepto de arte ya que posee como cualidad estética esencial la autonomía -función social crítica- pues constituye la negación determinada de la realidad -trascender la inmanencia social-, el jazz como estilo dentro de la música queda preso en la falsa apariencia que es la sociedad cooptada por la industria cultural. Y la síncopa, ese contratiempo que se repite como fórmula sistemática -básicamente en el primer jazz: ragtime (tiempo desgarrado), dixie y el estilo New Orleans- y que a Adorno le resulta un símbolo -en contraposición a la vitalidad- “de un procedimiento de fabricación en cadena que tiene estandarizadas incluso sus irregularidades”. En términos generales, es razonable pensar que fundacionalmente el jazz es una música sincopada cuya línea melódica halla constantes puntos de apoyo fuera de los tiempos principales del compás y que esa característica que lo convencionaliza también lo hace distintivo -aunque los estilos posteriores han tendido reflexivamente a disminuir este predominio rítmico- e hizo consciente al público de su existencia.  Ahora, para Adorno no cuentan lo emocional ni la espontaneidad, mucho menos la idea de que era una música, más que para escuchar, para ser practicada -actuada y vivida-. Igualmente la crítica llega más lejos y resulta impiadosa: “El jazz es una música que, con simplicísima estructura melódica, armónica, métrica y formal compone en principio el decurso musical con síncopas perturbadoras, sin tocar jamás la monótona unidad del ritmo básico, de los tiempos siempre idénticos.”5
        El mismo año que Adorno escribe esto, otro alemán -Joachim Berendt- escribe un libro canónico en la historia del jazz y cuyo corolario señala: “El jazz va contra todos los academicismos: contra ese mismo academicismo que ha hecho de la gran música europea de concierto la ocupación exclusiva de la burguesía bien educada. [...] Casi cien años después de que empezó, el jazz sigue siendo lo que era: una música de protesta; también esto contribuye a su vitalidad. Grita contra la discriminación racial, social y espiritual, contra los clichés de la moral burguesa, contra la organización funcional de la moderna sociedad de masas, contra la despersonalización inherente a esa sociedad, y contra esa categorización de las normas que conduce a hacer juicios automáticos siempre que no se satisfacen tales normas”.6
        Ni una cosa ni la otra. Ni el fundamentalismo gregario, ni la indistinción inocua e igualadora. El jazz claramente no admite simplismos categóricos: ni sus adeptos se asimilan a los del positivismo lógico, como cree el frankfurtiano, ni representa al estereotipo de la protesta contra los desvalores de la sociedad actual, como cree el apasionado por la música sincopada. Sin embargo, su sonido y su palabra -tan marginales como ampliamente difundidos- caracterizan como pocos estilos al siglo pasado y siguen ofreciendo hasta el presente un ejemplo primordial para pensar el cruce entre estética y política de la modernidad y su crisis.

3. Lo verbal resulta una experiencia pobre frente a la riqueza comunicativa de lo musical. Más allá de la adjetivación compulsiva y despectiva que cualquier estilo pueda recibir, la música, que carece de nivel semántico, dice lo que tiene que decir diciéndolo. Sin embargo, acostumbrados a transformar los indicios en signos, los sonidos en relatos y los acordes en diálogos, los debates de filósofos, estudiosos de la cultura, semiólogos e historiadores no cesan. Así, Adorno dice: “El jazz es un manierismo de interpretación. Y, como ocurre en toda moda, de lo que se trata es de la presentación, y no de la cosa; lo que se hace es la permanente a la música fácil, a los más desalados productos de la canción”.
        Atónito de dodecafonismo, parece incapaz de comprender otras formas de expresión musical. Si el jazz no fuera más que una “moda sin tiempo”, tampoco existirían el bebop ni el cool. Más allá de que lo estadounidense pueda ser asimilado a la kulturproduction, al “artefacto” o “espectáculo”, y que a todos sus productos estéticos les aplique las prácticas de fabricación y presentación de los valores culturales, Hollywood no es Broadway. “Hollywood, al igual que Henry Ford, conquistó el mundo por medio de la producción en serie: en este caso, de sueños. Su interés fundamental era la mayor felicidad del mayor número de personas, mediado por la recaudación de la taquilla. El análogo musical de Hollywood, por supuesto se ha visto profundamente imbuido de la influencia de la música negra, y nunca en mayor grado que desde la ascensión del rock and roll a mediados del decenio de 1950. A decir verdad, desde los tiempos del ragtime el negocio de la música popular no habría podido existir sin este influjo continuo. El jazz que pequeños grupos de aficionados apasionados descubrieron como arte serio a finales de los años veinte se habría encontrado sólo en el intermedio de espectáculos musicales de carácter comercial”.7 Creado por los negros y perteneciente a la tradición cultural afroamericana -“música de diáspora”-, al ser en principio algo restringido a las comunidades del sur y desarrollarse en ambientes marginales, poco se sabe sobre su origen -de hecho, nadie sabe con certeza de dónde proviene la palabra “jazz”-, salvo que, paradójicamente, la primera grabación fue hecha por un grupo de blancos y nada menos que en el año 1917. Tiene cierta lógica el furibundo desprecio de Adorno llevándolo a pensar que “el monopolio del jazz se halla en la exclusividad de la oferta y en la prepotencia económica que hay detrás de ella”,8 cuando puede verse que a fines de los años treinta la palabra “swing” era asimilada al “mayor negocio de todos los tiempos” -un pequeño proemio de lo que más adelante sería el verdadero “negocio de la música”- y servía como garantía de ventas para los productos más disímiles: cigarrillos, prendas de vestir o automóviles. Ahora, a partir de los años cuarenta surge el bebop y el jazz se “moderniza”, dejando de ser una música bailable o un mero entretenimiento, disociando la sección rítmica -no estando ya obligada a marcar el compás para los que danzan-, incorporando elementos armónicos de la música culta europea y conformando el humus sobre el que se asentarán las sucesivas vanguardias hasta la llegada, en los años sesenta, del free jazz. De igual manera que en otros campos, asistimos a un proceso que va dejando de lado el romanticismo y lo emotivo -propio de New Orleans y del período swing-, y se va volviendo más técnico y objetivo, acercándose como señalan algunos críticos al ideal de música en sí o a la cualidad de “dato estético”, aspiración del arte contemporáneo. La historia de la música no es más que una descripción de la formación de medios con los cuales justifica su autonomía, o sea, su pretensión de ser escuchada por sí misma. El pasaje de nombres como Benny Goodman, Count Basie o Nat King Cole a Gillespie, Parker o Monk, no sólo significa el cambio de protagonistas sino más bien -como el politonalis-mo en la música clásica que tiende a la abstracción- una contención de lo emocional a partir del reemplazo de la superposición de la tensión dada por las particularidades rítmicas del swing por el entrecruzamiento de líneas melódicas que logran una armonización disonante y arman nuevas armonías en base a viejos tonos. La disociación de la sección rítmica -a la politonalidad se suma lo polirrítmico, en donde la continuidad será sostenida por el contrabajo, que reúne líneas rítmicas autónomas, mientras el piano y la batería realizan breaks desconcertantes- hará que los bailarines se vean desorientados, se sienten y tengan que aprender a escuchar. Por otro lado, el cool siguió el camino de la autonomía de las demás artes. A pesar de que en el bebop el lirismo era realmente distinto del de la tradición hot, los nuevos músicos -Miles Davis, Lee Konitz, John Lewis- creían que en su “nerviosa intranquilidad y agitación” era excesivamente romántico y expresivo. Tendieron así, a fines de los años cuarenta, a una forma de expresión más segura y equilibrada  -cool: fresca ecuánime, contenida-, a una retracción del expresionismo -exteriorización y exuberancia- que dentro de los límites de la sonoridad y el ritmo algunos críticos asimilaran sugerentemente a una especie de “jazz-webernianismo”.
        Como vemos, un género artístico se diferencia de una moda, pues sobrevive en una constante evolución aun cuando las condiciones en y por las que nació hayan desaparecido.
Y esto se va a hacer más evidente con el surgimiento del free jazz: literalmente libre pero no gratuito,9 y particularmente caro a la historia de esta música, pues la ausencia de un marco común hará de la improvisación sin ataduras la necesidad de una comunicación particular entre los ejecutantes. Si bien la idea de “free forms” ya había estado presente en el Lennie Tristano del 49 (Intuition, Digression), la expresión como tal se hizo presente en la década del sesenta con la grabación de un álbum que da nombre a este movimiento en donde Ornette Coleman, al frente de un doble cuarteto con Eric Dolphy y Freddie Hubbard, deja de lado toda armonía y melodía y parte de un único precepto, la improvisación absoluta, permitiendo que suenen todos juntos sin temor a la cacofonía. De esta manera, el free jazz no pretendió ser un estilo más, como los anteriores, en la historia de la música afroamericana, sino -como en otros campos de la expresión estética- un cuestionamiento o virtual superación de todo lo que esa música había sido hasta ese entonces, cuestionando tanto sus fundamentos socioculturales como su desarrollo histórico, o sea, poniendo en duda la misma noción de estilo.
        En variadas oportunidades el jazz fue cuestionado en tanto música, aunque nunca como en esta época fue tan efusivamente impugnada como tal. Y es que no se limitaba a eso, pues al mismo tiempo que intentaba no ser reducida bajo una clara concepción estilística, impulsaba una estética, una filosofía y una política. En esta instancia la complicidad del arte y de la historia alcanzó niveles insospechados: la toma de conciencia y las revueltas de los años cincuenta de la comunidad negra en Estados Unidos se hallan irrevocablemente unidos al surgimiento del free jazz. Es como si ciertos músicos -negros en su mayoría- enunciaran que el jazz no es lo que los blancos han querido que fuera y así, en tanto forma expresiva, pudiera prescindir de lo que hasta el momento se creía esencial y apropiarse de todo lo que hasta allí se considerase extraño. Negro y políticamente radical -como dice Hobsbawm-, esta “nueva vanguardia que avanzaba en dirección a la atonalidad y rompía todo lo que hasta entonces había dado una estructura al jazz -incluido el ritmo en torno al cual se organizaba-, aumentó la separación entre la música y su público, incluido el público jazzístico. Y no fue extraño que una vanguardia reaccionara a la deserción del público adoptando una postura más extrema y combativa [...]
Pero la situación de la nueva vanguardia en los decenios oscuros era paradójica. Al aflojarse su marco tradicional y avanzar cada vez más hacia algo parecido a la vanguardia de la música clásica con una base jazzística, el jazz se abrió a toda suerte de influencias ajenas a él: europeas, africanas, islámicas, latinoamericanas y especialmente indias. En los años sesenta pasó por varias formas de exotismo. Dicho de otro modo, se volvió menos estadounidense y mucho más cosmopolita que antes. Quizá porque el público estadounidense pasó a ser relativamente menos
importante en el jazz, quizá por otras razones, después de 1962 el free jazz se convirtió en el primer estilo jazzístico cuya historia no puede escribirse sin tener en cuenta innovaciones importantes en Europa y, cabría añadir, sin tener en cuenta a los músicos europeos”.10
        Así, este punto culminante significa más que una nueva forma de tratar los elementos sonoros pues resulta un cambio global de las actitudes. Una modificación de estatuto de los músicos reorganizándose de manera más libre y solidaria y también una transformación en la forma de escuchar o de establecer relaciones entre la música y el auditorio, en donde lo significativo no es compartir una obra, y eventualmente el placer que ella puede llegar a procurar, como de asistir al golpe de momentos, de intensidades -como cuando Cecil Taylor toca el piano cual instrumento de percusión con el que crea estructuras propias- o de mareas auditivas que exigen una extrema atención en donde la toma de conciencia y confrontación se hace presente dejando atrás la ensoñación y el olvido.

4. Sabemos el devenir de las vanguardias en el siglo XX. Sin embargo, es necesario seguir preguntándonos por esa paradoja que representa el jazz: un folklore sin fronteras geográficas ni temporales y recreado por todos. En este sentido, la crítica de Adorno ha quedado tan desactualizada y obsoleta, como el ragtime. Sus críticas pretenden fundamentarse en criterios objetivos y en supuestos esquemas marxistas que no denotan más que una proyección de sus gustos. Es tan caprichoso al descubrir en Schönberg un “élan” progresista como asimilar el riff del jazz a un culto reaccionario que explota las tendencias infantiles -“el simbolismo de la castración”- y atávicas desdibujadas “por la institución de lo Siempre igual”; al oír en la desmesura rítmica e instrumental el “arraigo de la economía”, pues en tanto mercancía aprovecha el recurso comercial “según el principio de ‘esta casa no ahorra materia prima’”; y al ver en la improvisación, no espontaneidad sino “mecánica precisión”,  “paráfrasis pobres de fórmulas básicas” o limitaciones
como “pueda serlo un elemento especial del corte de traje que esté de moda”. Peor aún, pues es “moda que se entroniza” y pierde la dignidad de la caducidad.
        Los escritos de Adorno sobre el jazz dan cuenta de su costado reaccionario y de su estrepitosa no-distinción entre “lo popular” y “lo masivo”. Su intervención es ejemplificadora de lo que puede ser una crítica de arte que no parta de una comunión con él mismo.
        Ahora, esa reacción equivocada de mitad del siglo pasado no nos puede confundir respecto del camino que ha venido recorriendo el jazz y de la sensación de agotamiento -extensiva a todas las formas de expresión contemporáneas- respecto de su constante intención innovadora. Es claro que con la llegada de los años setenta y la consagración del rock en los mercados, no sólo disminuye el público sino también la incesante creatividad en el jazz. Si bien todos acuerdan con que -salvo contadas excepciones- el jazz nunca ha vivido del deseo del público y nunca ha sido concesivo, algunos adjudican esta crisis al desinterés de quienes lo han hecho vivir: la comunidad negra americana, cuyas nuevas generaciones no ansían hacer sonar ningún instrumento de viento sino formar parte de los nuevos y exitosos grupos de rap.
        Por otro lado, la mayoría de las universidades, conservatorios y escuelas de música del mundo tienen un departamento de jazz. A pesar de su origen callejero y marginal, de haber transmitido sus conocimientos de forma oral, escuchando o imitando a los maestros, el jazz se ha institucionalizado, desplazando el intercambio de ideas musicales de manera espontánea o informal a través de las jam sessions o compitiendo con la academia, en donde todo se enseña de manera formal a partir de libros, programas y exámenes que obviamente limitan la capacidad de armonizar con innovación. ¿Expresa esto que el jazz terminó convirtiendose en otra versión de la música clásica o culta europea? En 1961, el compositor George Russell ya había tenido esta premonición. En la tradición jazzística la música escrita nunca ha sido una forma viable de transmisión; esta se ha dado fundamentalmente a partir de la oralidad y la imitación. En el jazz, el ejecutante no interpreta sino que crea, no traduce sino produce, y esto lo convirtió en una forma expresiva única. Como si se tratara de una norma, el intérprete es el verdadero creador de la música y, en contraste con la música clásica y popular, no es necesariamente el autor o el compositor. Para el artista de jazz, el tema es solamente una base o a veces un mero pretexto para construir frases espontáneamente, para dibujar las líneas melódicas según su capacidad imaginativa y su inspiración, expresando libremente sus emociones y sus ideas según sus posibilidades técnicas. El jazzman no necesitó leer música para comunicarnos a través de su instrumento “I’m in the mood” y expresar sus estados anímicos en la libre improvisación -muchas veces intrascribibles o difíciles de llevar al pentagrama- de manera diversa cada vez que tocó el mismo tema, para que luego algunas de esas interpretaciones se convirtieran en clásicos y fueran rememorizadas por las nuevas generaciones de músicos. Si bien esto ha individualizado al intérprete -en una conjunción del decir, con el sonido, su tono, fraseo, ataque, estilo e ideas reconstructivas-, el jazzman nunca dejó de valorizar el sonido en conjunto de una agrupación instrumental e hizo de esa distinción sonora una forma de comunicación particular hacia el interior
del grupo. “El colectivo colabora inventando lo que conviene, se pone en el papel del otro para anticipar su interpretación y su interpenetración. Manteniéndose abierto a la información y a las energías exteriores al sistema (con)sonante: es decir a la presencia del público, que no es un espectador un oyente modelo, sino el miembro variable de esta multiplicidad que se parece más a un enjambre sonoro, a un tropel, a una jauría. Hasta el momento en que la improvisación imprevista se presenta necesaria y feliz, emerge como la memoria de algo preexistente que se anticipa al mismo tiempo, como la regla de la que parecía huir. Ahora no hay nada correcto o incorrecto, solo cuenta si algo es logrado o no logrado. La paradoja de la contradictoria orden ‘sed
libres’ se resuelve tocando juntos en estado de emergencia.”11 Por todo esto, muchos críticos no llegan a entender esta música. “Es evidente que las obras creadas de esta manera no encajan en la categoría convencional de ‘artista’ como creador individual y único, pero, por supuesto, esta pauta convencional nunca ha sido aplicable a las formas de creación necesariamente colectivas que llenan nuestros escenarios y pantallas y son más características de las artes del siglo XX que el individuo que crea en su estudio o sentado en su escritorio.”12
        Los programas o las escuelas auspiciados por tal o cual intérprete fosilizan el camino del jazz, lo corren de su fructífero camino, leído por pensadores que, como Deleuze, han resaltado su dimensión política al diferenciarlo de una hermenéutica débil o de una mera teoría de la recepción. Así, “una jam session responde a una doble política: introducir sentido en la naturaleza muda de un sonido sin significado, y al mismo tiempo crear una comunidad, es decir construir un colectivo de músicos y públicos, de instrumentos y voces. Ambas políticas suponen un trabajo de investigación, experimentación e invención de un lenguaje con su comunidad de sonido y escucha. También lo social, que en las ciencias humanas se conecta desde fuera al fenómeno del jazz, está lejos de ser estable. Se encuentra plasmado en muchos modos del sentido y del sonido, en la forma en que ‘se hace música juntos’, como decía, con explícita referencia al jazz, el sociólogo husserliano A. Schutz. La existencia del colectivo no obliga a seguir los códigos prescritos en la memoria social, respetando escrupulosamente la literalidad (como quería una sociología durkheimiana), sino también y sobre todo, a practicar juntos, en sintonía y mano a mano, la aparición arriesgada de nuevas maneras de vivir. La improvisación en el jazz es un buen modelo in fieri de esta comunidad del hacer. En ella canta y suena la utopía inmediata”.13
        Desde siempre la música de jazz tuvo la capacidad de renovarse, y esto genera cierta expectativa y tranquilidad entre quienes la piensan o la realizan con el fin de alejarla de lo estereotipado, que se encuentra como consecuencia de las técnicas de enseñanza contemporáneas. Ante la actual crisis de las formas expresivas y su indistinción, han surgido dentro del propio jazz exponentes naturalistas y conservadores que se resisten al cambio -Wynton Marsalis- y otros que, abrevando y habiendo participado de esa tradición, siguen produciendo música asombrosa con aires renovadores -Dave Holland Quintet-, haciéndonos creer todavía que es posible la cooperación entre lo improvisado y lo compuesto, y que el diálogo interactivo del colectivo sonoro -músicos y público- hace del oído, en tanto escucha, no un adorno sino un modo de reciprocidad comunicativa colectiva.

Notas
1 Adorno, Theodor W.: “La crítica de la cultura y la sociedad”, Prismas, Ariel, Barcelona, 1962, p. 13.
2 Boulez, Pierre: “Necesidad de una orientación estética”, Puntos de referencia, Gedisa,Barcelona, 1984, p. 65.
3 Steiner, George: Presencias reales, Destino, Barcelona, 1991, p. 32.
4 Horkheimer, M. y Theodor W. Adorno: “La industria cultural”, Dialéctica del iluminismo, Sudamericana, Buenos Aires, 1969, p. 184.
5 Adorno, Theodor W.: “Moda sin tiempo. Sobre el jazz”, Prismas, Ariel, Barcelona,1962, p. 126.
6 Berendt, Joachim E.: “Ensayo sobre la calidad del jazz”, El jazz. De Nueva Orleáns alos años ochenta, FCE, México, 1998, pp. 773-774.
7 Hobsbawm, Eric: “El swing del pueblo”, Gente poco corriente. Resistencia, rebelión y jazz, Crítica, Barcelona, 1999, p. 251.
8 Adorno, Theodor W.: “Moda sin tiempo. Sobre el jazz”, op. cit., p. 137.
9 En 1961 Ornette Coleman anunció su “Free Jazz Concert” y provocó el malentendido, pues una parte del público asistente supuso que se trataba de un recital gratuito.
10 Hobsbawm, Eric: “El jazz desde 1960”, Gente poco corriente. Resistencia, rebelión y jazz, op. cit., p. 264.
11 Fabbri, Paolo: “Jazz: lo imprevisto de improviso”, Revista de Occidente, n.os 290-291,
Madrid, julio-agosto de 2005, p. 58.
12 Hobsbawm, Eric, “Duke”, Gente poco corriente. Resistencia, rebelión y jazz, op. cit., p. 237.
13 Fabbri, Paolo, “Jazz: lo imprevisto de improviso”, op. cit., p. 64.


----------------------------------------------------------------------
Pensamiento de los confines, n. 18,
Julio de 2006 / Págs. 53-59.