El fascismo como consigna
Horacio González

    Sabemos bien lo que es una consigna política. Si lo decimos con un galicismo, una “palabra de orden”. Nada más preciso lograríamos para definir la realidad política o cualquier otra. La palabra que ordena, encuadra, alberga, da sentido. Pero a condición de que entendamos orden como razón, posición o simetría, y no tanto como mandato, advertencia o acto. Sin embargo, es posible sospechar que toda la vida política –la que así llamamos sin necesidad de manuales o definiciones previas–, consiste en un pensamiento del orden que de inmediato se desliza al sujeto que lo debe moldear con su palabra o acción. Ese sujeto activo es lo que sostiene un pensamiento, un pensamiento sobre el orden. Por eso es esencialmente interrogable. El sujeto ¿lo sostiene verdaderamente? Si es activo, ¿puede sustentar siempre un orden?
        De ahí el valor del desacuerdo interno que contiene la expresión “palabra de orden”. Por un lado, el mundo transitorio de palabras que actúa como confianza. Confianza transitoria, pues. Momentánea razón de certidumbre ante nosotros, de que no iremos más allá cuando pronunciamos esas palabras. Pero de inmediato, por otro lado, comprobamos que somos nosotros los operadores de esos artilugios magníficos, los actores de ese tolerar la incertidumbre, quienes nos permitimos pasar a la idea del sujeto que sería –propiamente– superior a las palabras que lo asedian. Tal irresolución sobrellevada nos instaura como sujetos. Ahí somos más que las palabras que sitúan la armazón política. Entonces, podemos decir que ciertas palabras de orden –las nuestras, las de este momento–, son superiores a la Palabra de Orden, las del saber encarnado en el estado.

        La orden como intento particularista, arrebatado o efusivo que invita actuar, se convierte en un pensamiento que adviene real, que se transforma en acto, en visión crispada de cómo lo particular se torna generalización, multitud. No importa que esas órdenes sean de alcance reducido, que pongan en actividad a un número pequeño de cuerpos (entre ellos el mío) y que permitan imaginar, si las palabras están escritas, que no serán muchos (esos indiferentes otros, que tolero, sin pensar mucho en ellos) los que acaten la convocatoria. Lo cierto es que habré atravesado el manto estructurado de palabras preexistentes con una conducta nueva, una señal imperativa que se puso ante la realidad para condicionarla, lastimarla, ser ella misma la cara de la realidad.
        Una realidad de calle, de deseo hecho arquetipo, el pensamiento crispado sucintamente en blasfemia, en estocada hacia los otros, que “la miran por tevé”. ¿Quién no se deleitó con palabras de orden alguna vez? Llamémoslas ahora consignas, lo que tiene la facilidad de abreviar la expresión y sugerir quizás de una manera más dramática que estamos ante signos, esto es, palabras que materializan un destino, develan un secreto, abren una puerta, aglutinan las conciencias dándoles un ritmo, un tempo.
        De esas consignas, ¿quién no las habrá pronunciado en alguna manifestación callejera? La simultaneidad de la voz colectiva, el cántico sincrónico de muchas personas, es favorecida por la frase breve, sincopada y ocurrente. La consigna permite el aglutinamiento rápido de los significados dispersos, la búsqueda de un centro móvil que como imán atrape enunciados vaporosos. Ellos podrán imponerse por su capacidad persuasiva antes que por su verdad. ¿Pero no es siempre así la política, con su verdad que no se coloca nunca por encima de los hechos, sino siguiéndolos a la rastra, siendo ella misma esos hechos, remolcada por el adoquinado y los panfletos ya pisados sobre el asfalto?
       Quizás las consignas sean la aplicación súbita de un concepto único y cadencioso a un mundo de palabras extensas, ramificadas, exploratorias, quizás errátiles. Esas palabras son las de orden, las de la política entendida como normas que actúan desde su gozoso olvido, pero que siempre alguien se encarga de aplicar. Justamente, cuando decimos consignas, más claramente surge el hecho de que no son aplicables, sino potencialidades tentativas, exploratorias, imaginarias. La consigna es lo contrario a la aplicación de una norma, sea conocida o latente. Sin duda, tanto la norma establecida como la consigna operan sobre el deseo inconsciente del ser político –y quizás del propio lenguaje–, de detener en alguna frontera conceptual la infinita proliferación de hechos, voces e interjecciones que significan y a-significan el vivir real. Pero la consigna no aplica nada es la libre flotación de los hechos en torno a su verdad fugitiva.
        La consigna política, podría decirse, es uno de los grandes avatares que fundan la política en la calle (la norma es lo propio del Estado), desde el momento en que lo político puede definirse como lo que no soporta la dispersión de los actos, los hechos y las palabras. Es así que es hija del conocimiento, o por lo menos, de una teoría un tanto sumaria del conocimiento que nos haría ver que en algún momento hay que cerrar el desglose infinito de descripciones, unas desprendidas de otras, que impiden elevarse jamás a la síntesis o a la noción que unge de sentido, con algún concepto práctico superior a tantos elementos mundanos desperdigados. En verdad, el concepto político (¿todo concepto?) es una forma de cerrar (¿a último momento?) la infinita proliferación de voluntades y fastos del acontecer real, pero una vez que se instala el concepto (¿la norma más el peso de una abstracción fructífera?) surge la necesidad contraria o por lo menos alternativa. Volver a abrir el universo político conceptual.
        Volver a disipar, a desparramar, a lo que célebres filósofos, quizás con el mismo sentido, llamaron diseminar, aunque no con intención ontológica (como tal vez nosotros le damos) sino al contrario, de poner toda la lengua conceptual en estado de búsqueda real de la acción que es improbable por nacer múltiple o surtida, pero que nos da una realidad que se esparce cada vez que se la capta. Un kantismo reventado, donde permanece el problema del juicio pero deshecho, triturado.
        Cuando aparece el concepto –en nuestra terminología, la norma más una abstracción que permita derivaciones, inferencias, deducciones, etc.–, se abre una pausa de calma, y aunque mucho queda fuera, y aunque otros lo maldigan, un campo de signos aglutinados deja fija una materia, un terreno del habla. ¡Es el concepto, rey de los aglutinamientos cortesanos, oficial del estado mayor de la reunión en campo de batalla de todas las órdenes proferidas! En adelante, todos podrán decir, por ejemplo, “legitimidad”, “secularización”, “racionalismo”, y sentirán que un conjunto de fenómenos antes heterogéneos y abandonados sin precepto en una planicie, podrán ser mentados o sumidos en la noción que los agrupa, y que de alguna manera los fusiona, haciéndolos desaparecer como suma de particularidades. Y convocando, pues, a la lucha de estas partículas derrotadas que querrán volver por lo suyo.
        De alguna manera, la definición de obra de arte de Adorno, a las que ve como un imán que colecta “enigmáticamente” todas las limaduras y astillas de hierro que sean posibles, nos lleva a indicar, primero, que la colecta era posible (e introduce el principio de reunión) pero que la dispersión también era necesaria (e introduce la importancia de lo que “queda afuera”). La obra de Laclau, del mismo modo –y véase la diferencia que toleramos para poder hablar en el mismo párrafo de Adorno y de él–, trata de la ampliación de los equivalentes hasta hacer inútil la atadura conceptual que los mantiene bajo sentido, un significante que se explaya en razón de su misma función lingüística, quedando como única realidad dialéctica: dialéctica entre lo vacío con sentido y lo explayado sin determinaciones.
       Quizás pensar o hablar dependan de estos recursos categoriales, y que la filosofía haya buscado lo precategorial, lo antepredicativo, como recordamos de las lecturas de Merleau-Ponty, no es sino una pequeña venganza frente a la realidad del concepto, que sólo permitiría llegar al límite de la tensión para dar paso a otro concepto “superior”, pero no al pensamiento inmediatamente anterior al concepto, el de la experiencia hablada esencial.
        Las consignas, volvamos a decir, son elementos frágiles del concepto, que, gracias a hacerlo activo en un determinado momento, le quitan permanencia y capacidad de abstracción. En el uso de las consignas, si precisamos de un ejemplo, busquemos ahí donde refulgía, bien sabemos, el talento de un Lenin (justo en los años de un Saussure o de un Wittgenstein, donde el lenguaje se estudiaba desde la otra punta de las consignas, esto es, desde el intercourse, la “comunicación” o los “juegos de lenguaje”), y obtendremos la idea de que la consigna es un pedazo parcialmente fundador de un nervio de realidad. No la realidad, sino su nervio, es decir, lo que el aludido jefe político también llamó “correlación de fuerzas”, es decir, lo que define la realidad en medio de la tensión originada en los cálculos sobre el desacuerdo.
       Sin embargo, el elemento jusvalorativo implícito en las consignas alude a elementos de imputación o reprensión, también asociados a lo comprobadamente terrible o escalofriante que emanan de las experiencias del sujeto actuante. Desde luego, las consignas se prestan a un uso muy plástico aunque impreciso del lenguaje político. Se suelen aferrar al comparativismo fácil, a la extrapolación ingeniosa y a las hipótesis deductivas planas e inmediatistas. Así, debido a la impregnación de la consigna con dimensiones injuriantes o reprobatorias tomadas del acervo inmediato de inquinas que todo vocablo político sugiere (como si hubieran surgido nomás de una apreciación práctica de la divisoria amigo/enemigo), toda forma de identificación política puede emplearse según sus interpretaciones más asentadas, sin importar la diferencia real que anularía su uso diseminante, alegremente impropio.
        Ocurre habitualmente esa abolición de la diferencia cuando se imputa de fascismo a algún adversario o forma política al que se le adjudican algunos elementos blandos de la serie a la que ese vocablo correspondería: autoritarismo, manodura, carácter agrio, intolerancia, hegemonismo (aunque este último concepto, en nombre de la crítica a un poder expansivo, se arriesga a negar la esencia misma de la política y el modo necesariamente conflictivo de la esencia de lo hegemónico, si se insiste en emplear esta palabra). El fascismo es concepto absolutamente adecuado para este tipo de retórica que comienza esgrimiendo un actitud argumental pero enseguida la resuelve en el campo de las consignas, cuya propiedad es fuertemente aglutinante y llama a la acción o la conjugación inmediatista del pathos político. Divino es su reduccionismo, lo practica con la irresponsabildiad mental de los monarcas, que no tienen diccionario usual ni recomendaciones hipotéticas deductivas para refinar y precisar su lenguaje.
        La expresión, el concepto fascista surgió del complejo caso italiano, y el nombre acompañó como descripción al estilo speech act la idea de poner el lenguaje ante un aglutinamiento y al mismo tiempo aglutinar personas en acto, como lo sugiere la vieja idea romana de fascio, también usada por los socialismos en un momento anterior, hacia el final del siglo XIX. Se trataba de una imagen arreglada a los propios sentimientos de los protagonistas, los que cargarán con el nombre en el sentido de una reunión, y de la reunión como principio de la política. La palabra peticionaba al origen del sentido político fincado en actos en común. Hubo marchas que se cantaron, libros escritos o manifiestos –en algún momento, las poesías de Marinetti se confundieron con la argamasa fascista–, hubo teóricos como Corradini, al que Gramsci respetaba, y no dejaron de ser un oscuro modo de disputar con el sentido revolucionario del siglo XX, ofreciendo un activismo antiburgués y al mismo tiempo contrarrevolucionario, cuyo enredo le interesó al propio Mariátegui.
       Por cierto, un nombre es la quintaesencia de la reversibilidad. Puede ser tomado como identidad jactanciosa por quienes lo reciben como insulto. “Descamisados”, “sansculottes”, son nombres plebeyos que surgen para despreciar a los innominados, que por mero giro reversal, por orgullosa indagación de las antípodas, marchan con ese nombre anómalo para designar al mismo tiempo su honra y el inocuo agravio al que fueron sometidos. Ocurre con palabras del vilipendio moral, pero no ocurre con palabras como fascista, frente a las cuales media una guerra, una derrota militar y la caída de una idea que pretendía innovación histórica y fundó un Estado represivo, asfixiante y de vacua heroicidad operística. De alguna manera, el fascismo fracasa también en el juego del lenguaje: quería devolverle a la política el grado inicial de la palabra fundadora, pero sin contrato social. El fascio, tan solo, como norma partidaria y alusión al origen de la sociedad.
        El naufragio del fascismo es también el fracaso de su reversibilidad, de su intento de disputar el sentido de la revolución del siglo XX. Aunque al fracasar la razón reversible –que es la misma palabra definiendo el activismo moral de un lado a otro del espectro de ideas convencionalmente pensadas de izquierdas a derechas–, no fracasa simultáneamente como imputación facilitada por su contundente refutación en tanto un ejercicio del poder que se pretendía fundador y no pudo impedir que por su intermedio se verificara la crueldad y la sangre. De este modo, cualquier nombre del carnet de las ideologías políticas puede ser la consigna de una acusación. Por eso, hasta los liberales pueden decir que toman su nombre de un acto original de desprecio, quizás cuando un “fascista” les gritó “liberales”, reproduciéndose la escena en la que la honra del injuriado y la fuerza de su nombre es la expropiación tornadiza de los grandes insultos que les dirigen.
        De este modo, el que le dice fascista a un autoritario (palabra, ésta, del vademécum binario del liberalismo; autoritario es lo que se opone a liberal) utiliza a su favor las libertades que todo nombre permite por su propia naturaleza. Pero sabe que el nombre fascista está imantado por su claudicación en el terreno del honor (el honor de los nombres). El fascismo es el nombre de una caída vergonzosa, más aún porque dijeron que iban a utilizar el poder como justicia, y lo convirtieron en suplicio y sevicia. No debe de haber quién, localizado en el archivo de nombres del siglo XX como fascista, responda “a mucha honra”. Ese es el mecanismo plebeyo que reconoce con finura que aún no tiene nombre y espera que el atolondrado que lo despreció, se lo ponga en el sabido ejercicio de una injuria. Lo político real surge como devolución invertida de la injuria (de profundis, valía más decirse descamisado que peronista), pero en el tribunal de los nombres, el fascismo ya está juzgado. El juicio, todo juicio, es el fin de la reversibilidad. He ahí el bochorno del nombre, su fracaso como permuta habilitada para adjudicarlo sin temor al reino de la ambigüedad.
        La reversibilidad del fascismo ha cesado. Es lo malo hecho lengua política. A partir de ahí se juega un ejercicio fundamental de lo político (entendido como sutileza en la donación de los nombres). Se trata de inhibir el uso del concepto cesado en tanto consigna política, es decir, como aglutinamiento arrellanado y el oportunismo de condena sin examen de la cosa ni aseguramiento de su singularidad. La consigna es lo singular momentáneo, es decir, lo falso singular. Lo que antes afirmamos, en el sentido de que lo político puede definirse como lo que no soporta la dispersión de los hechos –y de ahí la necesidad de consignas–, se revierte en el uso consignístico de palabras que describen procesos históricos ya juzgados mal por todos (nadie podrá tomar con orgullo retórico que le digan ese nombre, carente ya de plasticidad reversible).
        La dispersión fáctica primeramente es necesaria para hablar de lo político. Luego la consigna aglutina al fundir palabra y acción, fusión realmente utópica, pues aunque la realidad no cambie, ya la consigna está en estado de resumen de lo real, de síncopa utopista. El orgullo al comienzo es dispersivo; nadie puede sentirlo si no es víctima del arte de injuriar. Hay escasos nombres y muchos no lo tienen. El nombre tiene su oscuro origen en una injuria que se rechaza. Aquel hombre que la televisión tomó insaciablemente disparando en San Vicente, no veíamos bien a quién disparaba, con lo cual lo hacía a todos. Disparos espectrales, balas de television act. La gravedad del evento lo era de muchas maneras, además de la posibilidad de inferir que había hombres reales fuera de foco. El lente del camarógrafo no eximía ver in situ la prolongación moral de esos actos. Era posible una visualización que angustiada veía los hombres invisibles para la filmación, a quienes se dirigían los disparos. Más allá, la escena era un agravio contra la condición política en su conjunto, aunque faltara la alusión veritativa al blanco.
        Al autor de los disparos le decían Madonna. ¿Por qué? Porque le gustaba la cantante del mismo nombre. Pero no fue ella ni alguna remota Virgen la que emitió esos disparos. El hombre era llamado así porque hablaba de Madonna, gustaba de ella. Hablar y gustar son grandes imágenes centrípetas, pegajosas, identifican al que habla con lo que habla. Imágenes que operan por viscosa continuidad, segregada por nuestro léxico iterativo o reversible. Lo insistido por nosotros casi somos nosotros, lo atraemos como fuerza oscura como a nuestros otros nombres. Hay un hechizo en mostrar nuestras recurrencias, que vuelven sobre nosotros como si nos atravesara nuestro vocabulario más persistente en sustitución de nuestro propio nombre público. Reversibilidad de otro tipo, no estamos ante una injuria sino ante una reiteración. Ella inunda nuestro propio nombre, lo tapa pero con nuestra propia voz.
        Al igual, la palabra fascismo se usa así como indicación de un lugar que ya nace cancelado para el debate: nace vituperado, lanzando sangre por los poros, en total decibilidad adjetivada y archivada. Como violencia divina, destructora de la posibilidad historizada del nombre, para pasar a ser ignominioso en esencia. Vedada la reversibilidad, sin la libertad de Madonna con sus disparos al vacío, o sea, secuencialmente a todos, con su nombre civil buscando un arquetipo único que ahora la televisión le otorgó, el fascismo es palabra que en su necesario uso cuidadoso mostraría al político sutil, al que funda su ser político en el empleo efectivo y crucial de las palabras. No que no puede decírsele fascista a nadie. Hay un modo descriptivo por el cual puede decirse tal cosa a quién se dice de sí mismo de ese mismo modo. ¿Pero si a pesar de que alguien se dice fascista, no lo fuese con los tonos originarios? Allí sería cuestión de que el descriptivismo pidiese una aureola adicional de libertad, para ampliar las notaciones del nombre y anunciarlo porque lo reclama un dicente.
        Pero en el debate argentino, el estado de consigna que tenía la expresión fascista motivó uno de los grandes debates contemporáneos sobre si el peronismo era o no era fascismo, era o no una de sus versiones, o su prolongación oficiosa, su secreto revelado a voces. Los ensayistas que establecieron la diferencia históric-osocial luchaban contra ciertos aspectos simbólicos que establecían semejanzas. ¿Pero éstas eran lejanas o superponían con un golpe malamente lapidario, una experiencia histórica europea con una experiencia histórica argentina? Si alguien decidiera por la posibilidad de que las experiencias guardan semejanza, aún la obligación de su debate con los diferencialistas (Hernández Arregui, Ramos, Cooke, Puiggrós, todas las corrientes setentistas de opinión), impone la sutileza. La sutileza, a mi entender, es una característica de la retórica. Los enunciados cobran vida a partir de su uso con tonos y alturas, como en la lengua japonesa. Implica esto sentirse fuera del arte de la consigna, que abusa (comprensiblemente) del arquetipo, sabiéndose momentánea, la forma menos conceptual del concepto. Si no hubiera semejanza, entonces el diferencialista debe mostrar también –por el mismo imperativo de sutileza–, que aunque no es éste el caso, podrían darse en la historia condiciones semejantes a las del fascismo en esferas no sostenidas en el mismo bastidor histórico.
        La sutileza retórica –la retórica es la sutileza ligüística a la enésima potencia, por eso fastidia de tan tenue y obvia– consiste en que hablar con esos nombres a partir de su carga ya cerrada de imputación, introduce ciertos problemas. Son problemas con distintos grados de gravedad. Lo grave es que falle la seriedad en la expresión política. Lo serio es poner los nombres adecuados, aun apelando a préstamos o metáforas, o si se emplease una extrapolación, aclarando con otros
tonos del lenguaje que lo es o puede serlo. Seriedad es relativización fundada, o lo que es lo mismo, la risa irónica del mundo animando sabiamente el plano de circunspección que conviene cuando hablamos de la historia heterogénea para volverla siquiera algo comprensible.
       Por ejemplo, a una persona de carácter autoritario –después deberá verse también esta expresión– puede decírsele nazi. En el idioma juvenil puede resultar una proclama de libertad, de libre examen y de repudio al mundo de la orden, dejando claro que no está por medio el verdadero envolvimiento cultural del nazismo. No está el embalaje, o la pulpa existencial nazi (ver el cuento de Borges “Deutsches Requiem”), no están los cañones, la blitzkrieg, los libros de Rosemberg, la alucinación lúgubre de Hitler, que según el mismo Borges, “ansiaba su caída”. Nada hay de eso, pero aún así la desliteralización es importante. Desliteralizar es un acuerdo benévolo sobre el idioma. Por ese acuerdo, podemos decirle nazi a nuestro padre, a un lustrabotas irritante o a un colectivero que nos gritó en la calle, sin que el andamiaje literalizador –en el cual reposa la creencia de que hablar es un acto realista–, se sienta menoscabado. Hay no sólo un derecho sino una necesidad de invocar conceptos a los que liberamos de sus referentes históricos. Esa libertad permite retomar el lenguaje, luego, de una manera más cauta, menos diseminatoria, para emplear de nuevo esta palabra.
        En suma, es lo que permite seguir hablando. Por eso, el ser hablante común, y sobre todo si su espíritu se halla impregnado de una necesidad de injuria rápida o fácil, apremiante, retira de la faltriquera (objeto que guarda todo lo dicho sin literalidad ni prudencia a lo largo de la historia) un sinfín de vocablos ya impregnados de las categorías del bien o del mal, y que ya pasaron por esas homéricas batallas. Ese vocablo prestado, desliteralizado, sería el punto más alto de lo que pudo decirse en una serie de actitudes, que, consideradas momentáneamente arbitrarias, merecerán una recriminación (podemos decir fascista), y que si son solo antojadizas o humillantes, podemos aplicar nazi pues juzgamos que tal o cual apreciación o conducta parece intolerante, discriminativa. La política, sin duda, se hace en género aumentativo.
        Sobre todo cuando decimos terrorista, es difícil mantener el tono neutro. Al decirlo, estamos arrastrando, como con cualquier epíteto, el aura real que ahora tiene. ¿Cómo usarla? Sin duda, el acontecimiento de las Torres Gemelas se basó en lo desmesurado, o mejor, en lo desmesurado de lo desmesurado, es decir, en lo catastrófico como categoría mental. Lo catastrófico es la agravada potencia de cualquier fenómeno destructivo, es su añadido espectacular. Era terrorismo, pero en estos momentos, esta palabra –voy a decirlo con otra palabra incierta– es polisémica. Basta pronunciarla para invocar el fenómeno como fracción, como parcialidad. Surge no neutra, si esto en verdad fuera posible, sino como condena de época, comunicacional, basada en una ética vulgar no injustificada pero de magnitud escasa para el tejido problemáticamente denso que busca situar. Ciertamente, se habla condenando. Hablar es ya condena. Invisible, como sea, peropronunciar palabra es pronunciar condena, en lo profundo del oleaje lingüístico que nos anima.
        De algún modo, la condena al terrorismo tiene que aclarar que tampoco acepta los modos en que se lo combate (con lo que se lo reproduce) y en ese espiral que tantos notaron se juega la moral del habla política, esa seriedad a la que aludimos, por la cual emplear palabras-epíteto debe estar reservado a los momentos más resguardados de la reflexión política. Se piensa sobre esa espiral o en espiral, lo que en la Argentina es la teoría de los dos demonios, que siempre encontramos en algún recodo no experimentado de nuestro espíritu; no experimentado como autorreflexión. ¿Cómo hablar entonces? Esta pregunta inicia la política y la carrera del político. Si se reparten remoquetes o sentencias por doquier, viendo fascismo en todos los recovecos de la expresión de un poder que no puede dejar de ser un poder y por el mero hecho de serlo, en vez de vida política tenemos una carga injuriante mal resuelta. Si no se advierte que ya hablar, ya manifestar nuestra presencia mundana, es una clase de hegemonismo –si esta palabra equívoca vale usarla–, el juego habitual de lo adversativo en política se presta a presentar la acusación de fascista como un juego adolescente que goza en la libre disponibilidad de las máximas aberturas de un vocablo.
       Pero esa máxima porosidad no significa nada, y deshistoriza sin otros resultados que inferiorizar el lenguaje común. De ese modo, se introduce el miedo contra el cual se dice combatir. La impregnación reversible de todo léxico político o comunitario, no advertida, devuelve a quien denuncia el mismo efecto problemático que desea denunciar. Condenamos al terrorismo. Pero para condenar hay que comprender. Si comprendemos –lujo profundo de una condena–, ya el nombre de lo condenado debe cambiar, pues si no, habría nacido ya en el lugar de la condena y no de una reflexión, aunque sea reprobatoria.
       Por eso, al condenar con una palabra ya juzgada en el tribunal lexical de la humanidad, consideramos que podemos reposar buenamente en la confianza de no tener que explicar nada nuevo a lo previamente condenado. Es posible pensar que buena parte del centimetraje, del volumen de nuestras conversaciones está hecha de espasmos interrumpidos, frases entrecortadas, viscosidades inevitables o voluntarias, rasguidos monosilábicos recubiertos de implícitos a los que llamamos “indirectas”, un saber de sentina que parecemos dedicar a otros pero que son “de te fabula narratur”, endiabladas ingenuidades en las que gozamos de la sórdida ambigüedad de las palabras, a las que manejamos a “volantazos” encubridores. Toda esa galaxia compone el modo conversacional de la política, el arte que más lejos llevó la ceremonia, aquellos célebres ataúdes saludados por cañonazos o la oratoria frente al rescoldo de los muertos, mientras en un plano apenas abajo no se apaga demasiado el murmullo ensordecedor del lenguaje descriptivo de la operación política tumular, el arabesco que complica las cosas o la crudeza despectiva con la que se habla de conjuras y preparativos frente a los cadáveres que aun así pretendemos ilustres.
       Por eso, los grandes conversadores de la política son los que han llegado a cincelar con cierto arte de salón, con algunas vestiduras galantes y cortesanas, ese rumor codicioso y viscoso, untado de hiel y que permanece abajo, en el submundo de nuestras contenibles pasiones, ya nada catárticas. Es este el gesto del origen de la diplomacia, y ciertos políticos en número muy escaso cultivaron un lenguaje que mostraba entre delicadas cortinas el origen sanguinoliento, confabulado y agonístico de la política. Lo ineluctable, lo irresoluble, suele colarse en la charla intervincular, y al mismo tiempo se puede seguir hilvanado un argumento que sostiene la rara reunión entre los seres humanos: he allí la pobre promesa de la política, que de todos modos, como divino mendrugo, festejamos.
        Termino juntando algunos hilos de esta exposición: las consignas son necesarias en la idea del lenguaje político. Reúnen significados dispersos, dejando un exterior de habladurías que reclamarán luego su derecho a entrar como limadura de hierro capturada por el imán del concepto. Todo concepto pasa por el estadio de consigna, hasta que revela su cualidad verdadera, distanciándose de lo que en la consigna es la mutabilidad constante, al precio de su momentánea eficacia en la reunión de voces y acciones con cierta fisicalidad. Es decir, formar acciones visibles en cierto presente o actualidad. Esa physis, esa eficacia consignística es seductora aunque propia de un arte de compresión del lenguaje que hay que saber expresar como pacto secreto de la política con la retórica. A veces el cántico falaz de una hinchada la representa mejor que una agencia de publicidad entrenada por semiólogos à la carte.
        Cuando le decimos fascista a aspectos que lejanamente nos recuerdan ciertas notas que se abrigaron en ese concepto, no solo rompemos el acuerdo implícito que tenemos con las consignas (usarlas cautelosamente para no arruinar el idioma, para no arruinarnos nosotros mismos en la destitución de la singularidad ética del hablante), sino que dañamos gravemente la facultad de juzgar los nombres. Estos son reversibles y fundan por el reverso lo que somos, si nos animamos a dar vuelta un anatema. Paralizar esas vueltas y revueltas del lenguaje es la grave consecuencia del uso vacío de una imputación –sea fascista u otra. Los injuriados deben sufrir menos por verse englobados en un concepto que congela la conversación con un sello lacrado, extraído del feudo de los estereotipos que flotan en la vaga memoria de la época, que el sufrimiento que surge de la anulación del lenguaje político por parte del propio lenguaje político. Así ocurren las cosas ahora en la Argentina. Liberar al lenguaje de esa carga abusiva y devastadora será también hacer buena política, imaginativa en sí misma y novedosa por no prometer otra cosa que la emancipación de ella misma, pues en ella misma es donde están los demás, los sobrantes otros todos, y es en ella misma que ocurren los quebrantos que cometen quienes pretenden salvarla.

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Pensamiento de los confines, n. 19,
Junio de 2007 / Págs. 75 - 82