Izquierda-vestigio
Breves fragmentos en torno a la reversibilidad de la historia

Federico Galende

La verdad está en la historia, pero la historia no es la verdad

I. La pregunta acerca de lo que significaría hoy ser de izquierda no es fácil de responder porque tal ser, de existir, sólo sería el relámpago mismo de la pregunta. Se podría pensar que de izquierda han sido hasta ahora, y a lo largo de la modernidad occidental, las pequeñas combustiones que, apareciendo y desapareciendo sobre la corteza del poder, lo han interrogado desde un cierto punto atemporal e irrepresentable. Dijo que dijeron Jabès: la pregunta siempre interroga al poder, pues el no-poder es el acto mismo de preguntar. Programas, operaciones, proyectos, articulaciones, pronósticos, diagnósticos, construcciones forman así la historia en la que cada pregunta perdura como impotencia y amenaza de destrucción a la vez. El sueño lineal de la historia que adormeció a una parte de la izquierda (mecanicista, determinista, cientificista, pragmática, organicista, utopista, instrumentalista, evolucionista, etc.) no podía sino ser el sueño de una forma. Ahora sabemos que el sueño de una forma es siempre la matriz de la violencia, el despliegue de un trazado triunfante sobre la vida informe y material de todas las historias posibles. En algo que no tiene siquiera la forma de un afuera, sino que es el afuera de toda forma, se reanuda y disuelve, como la saliva de una palabra en vano, la pregunta-vestigio que en cada paso sin quién podrá disipar la formalización de la historia, es decir, de la violencia. A la locomotora de la historia universal, contrapone por eso Benjamin la imagen del freno de seguridad que debe detenerla.

II. La formación de la historia no es distinta a la de nuestra actualidad o a la de la realidad desde los orígenes mismos de la modernidad política. Sebald escribió en Los anillos de Saturno que “la realidad no se parece a nada”, pero lo cierto es que, bajo la óptica de una lectura no teológica de la política, toda realidad se tornará indiscernible del poder. Maquiavelo desteologizó la política mostrando que de ahora en más el despliegue del poder es despliegue de realidad. No hay, modernamente hablando, ninguna realidad ante nosotros que pueda sustraerse a la lógica de producción de la fuerza o del poder. No hay manera de hacer el bien trascendentalmente, pues lo que entendemos por “bien” no es más que un valor momentáneo al interior de las formas intencionadas de producción de realidad. Bien y mal, valor y disvalor, plenitud y ausencia, igualdad y libertad, diferencia e indistinción, felicidad y justicia son nomenclaturas lábiles del poder, ficciones en las que se escabulle lo viviente. Dado que detrás de la producción de esas ficciones no hay ningún fundamento ni ninguna razón, violencia es la punta de ovillo de toda realidad y lo que en ésta no cesa de reverberar. Por eso la ideología no es la falsa representación de la realidad que tiene lugar en la historia o en la actualidad, sino la realidad, la actualidad, la historia, así como es cada tiempo, “nuestro tiempo”, el resultado de la máquina abstracta del intercambio que, como señala ?Ziz?ek, actuó siempre ya en el pensamiento antes de que el pensamiento pudiera actuar sobre ésta. La realidad está hecha, no hay otra realidad que la realidad, pero es este el motivo por el cual no puede ninguna realidad fundamentar trascendentalmente su valor. La pregunta de izquierda es una presión sobre el fundamento de la realidad, una pregunta que devela que toda realidad está rodeada por aquello que ella no es.

III. Pocas cosas podrían resultar hoy más ajenas al pensamiento de izquierda que su clásica identificación con la marcha de la historia. Y es lógico, pues llamamos izquierda a eso que por lo general se ha resistido a moverse con la historia o a eso que, al menos, se ha anticipado a captar en ésta la imagen de lo que muy pronto no estaría ya ante nosotros. Objetivación del estado, soberanía, centralización del terror, ordenamiento disciplinar del saber, ejercicio del derecho o filosofía del sujeto no pueden resultar comprensibles para la izquierda sino como enormes aspiradoras conceptuales destinadas a economizar la violencia o a absorber, “por medio de la represión de sus fuerzas hostiles”, la fuerza creadora en la violencia conservadora de la historia. El sujeto succiona la vida con la misma rítmica con que el derecho succiona la violencia que se le opone o el saber la crítica que lo resiste. A favor de esta absorción trabajan la mediación o la hipóstasis, haciendo que la crítica de la violencia, como dice Benjamin, no haya sido hasta ahora más que la filosofía de su historia.

IV. La pregunta de la izquierda a la historia, entonces, se parece mucho a la de la primera poesía barroca: se trata de una pregunta que interroga a la historia según la transitoriedad de la naturaleza. En la naturaleza caída halla el alegorista un índice de la historia, que se despoja así de cualquier plan divino, de cualquier dialéctica, de cualquier utopía. El residuo teológico de la vida se deshace junto a la utopía en torno a la cual ésta ordenaba la ficción del sentido, y entonces queda la calavera, que abrevia sin expresarse el dolor de la humanidad, o la ruina, que da razón a la desconfianza en el curso del tiempo. Emerge de este modo la catástrofe, pero la catástrofe es menos la posibilidad de la historia, que su actualización en cada uno de los eventos que la anudan redondeando su triunfo.

V. Hay un símil, por raro que parezca, entre la primera alegoría barroca y la enseñanza política de Maquiavelo. Estando destinado aparentemente a las artes de gobierno y a la manutención del poder, El príncipe no dejó de inmiscuir un principio de corrupción en los jóvenes, motivo por el cual pudo siempre ser leído como un documento secreto del poder y un panfleto destinado a la insurgencia al mismo tiempo. Tal como lo entendieron Gramsci y, tiempo después, Lefort, este principio de corrupción estaba dirigido a despertar en las nuevas generaciones el instinto criminal latente que permitiera el ejercicio de interrupción de la ley. Enseñándole al príncipe a usar el poder para fabricar realidad, sabía Maquiavelo que estaba desnudando ante los jóvenes la precariedad de ésta. Dejaba así que la realidad fuera leída no como resultado de un plan divino, de un fundamento sobrenatural o de una encarnación teológica, sino como un mero esbozo humano en el que ya no sería posible ver nada duradero. Traída hacia su finitud, desfundamentada, la realidad nace, brilla, se apaga, como la luz de una estrella, sin avanzar hacia ningún punto. Su emergencia, dicho de otro modo, se convierte en emblema de su caída, emergencia y caída que, al igual que la historia para el barroco, hace que el alegorista pueda huir de todo aquello que contiene el más imperceptible “hálito del mundo”.

VI. Ofrecidas a la percepción como poder, la realidad y la historia plasman en cada tiempo la irremediable desconfianza en el curso de los hechos. La antiutopía barroca, la desfundamentación teológica de la realidad en Maquiavelo, dieron a la izquierda la posibilidad de ser eso que, en cada tiempo, se opone a su tiempo. El derrumbe de la unidad temporal, la caída de todo progreso, la huída de la historia, la caducidad de la realidad fueron el comienzo de la izquierda. Esto significa que antes de ser programática, antes de interrogarse por el qué hacer, antes de confiar a los procesos automáticos de concentración del capital, al sujeto de clase o a las prácticas y las estructuras la transformación de la historia, la izquierda habitaba una encrucijada barroca: veía caminos por todas partes.

VII. Barroca y realista a la vez, la enseñanza acerca de la transitoriedad de la historia adoptaría en el conspirador Blanqui la doble imagen de quien instruye sobre la toma de las armas en la tierra plegando su mirada a la vez en la eternidad de los astros. Al igual que Foucault, Blanqui fue aquel que, escuchando el llamado de la historia y enlistándose en sus filas, combatió también profundamente contra ésta. Luchó en su época sabiendo que la idea misma de época debía disiparse, Blanqui. Así, aquello a lo que nos oponemos en cada una de nuestras épocas se duplica a la vez en todos los ángulos del universo. El mismo Blanqui que en 1868 sugería a los insurrectos de París no luchar en sus propios barrios “para que sus vecinos no los denunciaran”,1 redactaba en la prisión de Taureau sus observaciones acerca del movimiento del mar, del cielo y de los planetas. El océano reproducía en cada galaxia cúmulos de preguntas informes y volátiles, pero en condiciones en las que el cielo no podía sino ser un reflejo del mar, que era un reflejo del cielo. Nada habría en el universo que no sea parte de una serie o una reproducción infinita, incluido el hombre. “Esto que escribo en este momento en una celda, lo he escrito y lo escribiré durante la eternidad, sobre una mesa, con una pluma, con vestimenta, en circunstancias semejantes”, dijo.2

VIII. La neblina es la rebelión, el gris cósmico en el que las formas se disgregan mientras viajan las pupilas en sus cárceles de noche. Contemplando por detrás de los barrotes la suma de partes que dictaba su desierto secreto, como el Melville de Deleuze, en quien subsistía un océano íntimo que ignoraban los marineros, un agua vacía en la que los barcos se imponían como un espejismo proyectado por la retina, Blanqui fue para Benjamin una fantasmagoría reproductiva y una imagen alegórica. Esto precisamente porque, contra la ilusión del progreso, “que está encerrado en cada Tierra entre cuatro paredes y se desvanece con ella”, el sistema de los astros no puede proporcionar una trayectoria contemporánea porque toda su historia está intercalada y entrecruzada, en cada instante y en cada uno de sus elementos. Dice Cadava: “Desde las estrellas moribundas cuya luz casi extinguida parece bordada en el firmamento, hasta el sol agonizante que transforma el agua en bloques de hielo, pasando por los cometas como fantasmas o mensajeros de la muerte y por el cadáver de la luna, el universo de Blanqui se despliega incesantemente como un eterno trabajo de duelo”.3

IX. Todo lo que es, llega a serlo en la medida de su reproducción. A la huida del poeta barroco, a la corrupción de Maquiavelo, el conspirador Blanqui sumaba este legado: lejos de confiar el sentido a la historia, debe la izquierda exhibirla como una maqueta reproducida por hombres también ellos mismos reproducidos. La única novedad que la transformación de la historia podía aportar era que ninguna transformación de la historia podía aportar algo al hombre, pues es en la historia, en la transformación de ésta y en el sujeto que debía llevarla a cabo donde se hallaba preso el espíritu de lo viviente. Blanqui veía replicándose al infinito en la eternidad del cielo su encierro en Taureau como un instante o segundo. Su destrucción de la historia estaba bien poco interesada en ser entendida.

X. El malentender la historia sometiéndola a la destrucción es algo a lo que Benjamin dedicó varios trabajos, incluido su ensayo de 1931 sobre el carácter destructivo. “El carácter destructivo –escribió allí– no está interesado en absoluto en que se le entienda. Considera superficiales los empeños en esa dirección. En nada puede dañarle ser malentendido. Al contrario, lo provoca, igual que lo provocaron los oráculos, instituciones destructivas del estado. El más pequeño burgués de todos los fenómenos, el cotilleo, tiene lugar sólo porque la gente no quiere ser malentendida. El carácter destructivo deja que se le entienda mal; no favorece el cotilleo.”4

XI. Hace veinte años (y contextualizo: Alfonsín estaba casi a mitad de mandato; Tula, Aricó y Portantiero lanzaban los primeros números de La ciudad futura; Terán publicaba En busca de la ideología argentina; en un congreso de Puerto General San Martín se discutían las tesis de Parque Norte; Unidos y Punto de Vista colgaban de todos los kioscos de diarios; Beatriz Sarlo se replanteaba la lucha armada en Intelectuales, ¿escisión o mímesis?; José Nun introducía al Gramsci del sentido común; Del Barco huía de las agendas de la nueva cultura socialista; Nicolás Casullo escribía en Revista Crisis, dirigida por Zito Lema, financiada todavía por Federico Vogelius, una reseña sobre La izquierda divina, de Jean Baudrillard, Anatomía de la izquierda occidental, de Ágnes Heller y El postsocialismo, de Alain Touraine; De Ípola leía a Durkheim, a Lévi-Strauss, visitaba la Casa Rosada; había quienes consultaban a Bobbio, a Rossanda, a Paramio y quienes, como Laclau, daban jaque mate a su althusserianismo de entonces), hace, en fin, veinte años, pasando revista a las tesis sobre Perón de Murmis-Portantiero, Verón y Rozitchner, Horacio González aceptaba que la izquierda peronista había entendido mal, pero entender mal, agregaba, “es una manera de izquierda de entender”.5

XII. Que la historia nunca tuvo ni tendrá que ver con lo que la izquierda, de esperar, habría esperado de ella, que el progreso, de existir, existirá siempre como desrealización de un sueño de izquierda, es algo que Godard dejó entrever en sus Histoire(s).6 Según Youssef Ishaghpour, Godard sintetizó el siglo XX en tres grandes acontecimientos: la revolución rusa, el cine, el nazismo. Grandes sueños los dos primeros, el de octubre en Petrogrado, el del divertimento industrial en Hollywood, tendrían su macabro despertar en los campos de Auschwitz. Afirmar que Hitler le robó el bigote a Chaplin no es sólo una metáfora acerca de cómo el cine interviene en la historia y la historia en el cine, sino también una imagen por medio de la cual detrás de Charlot, detrás del hombre sin poder, se oculta el horror absoluto: Nevsky por aquí, aquellos caballeros teutónicos masacrando gente, el monstruo de Hitler abreviando la escalada histórica. Benjamin leyó esa escalada como un progreso estético del hombre, uno a través del cual el hombre quedaría convertido lentamente en el espectador anestesiado de su propia devastación. A eso llamamos “estetización de la política”, pero la “estetización de la política”, tal como suele pensarse, no fue una desfiguración de la estética en manos de la guerra sino al revés: el progreso estético de la filosofía del siglo XVIII contenía ya en potencia el horror del nazismo. Categorías como “creación”, “genialidad”, “perennidad” o “misterio” lo contenían. “Politizar el arte”, recuperar la sensorialidad perdida en el esteticismo con el fin de la autopreservación de lo humano, no significa sólo “introducir conceptos inútiles para los fines del fascismo”, significa también inutilizarlos para la historia. Contando su historia, cuenta el cine la Gran Historia; en cada imagen la nada nos mira, nos promete la posibilidad de quedar “ante un cielo despejado”.

XIII. Que la nada nos mira es otra manera de decir que el nihilismo ha estado siempre en la historia. No es que esté en puertas, que debamos aguardar en cada minuto su llegada (“Der Nihilismus steht vor der Tür: woher kommt uns dieser unheimlichste aller Gäste?”, escribió Nietzsche); éste ya estuvo siempre como en casa dentro de la historia; es el extraño parásito dentro de ésta. Dado que el nihilismo es la herida que dentro de la historia no puede cerrarse, como observa Hillis Miller, “el intento de pretender que éste, el más misterioso de todos los huéspedes, no se encuentra presente en la casa pudiera ser la peor de todas las enfermedades: ésa de tipo persistente, arisca, encubierta, no identificada que, como mal general, socava todas las actividades al privarlas de gozo”.7 Confrontarse por fin a esa imagen que, elevando su mirada hacia nosotros, contiene también el costado nihilista de la historia, obliga a la izquierda a tomar hoy en cuenta la actual consumación y articulación planetaria de dos lógicas muy serias: la catástrofe del exterminio como reversión del curso del tiempo, y la despolitización como subsunción radical de lo político en lo económico.

XIV. La primera de estas dos lógicas podría ser explicada así: lo que en el epílogo a la obra de arte Benjamin llamó “estetización de la política”, se parece demasiado, pese a estar situado en otro plano, en otro contexto, a las conocidas tesis desarrolladas por Foucault acerca del fin de la separación aristotélica entre el “animal viviente” y la “existencia política”. La biopolítica, en otras palabras, podría ser pensada como una reformulación de la temprana hipótesis benjaminiana acerca de la estetización de la vida de los hombres. Así como “estetización” designaba para Benjamin una intromisión del poder en la anestesia del sensorium humano, la biopolítica designaría para Foucault la intromisión del poder en lo más íntimo de la vida. Tanto en El Psicoanalismo como en La gestión de los riesgos, Robert Castel mostró en esta misma dirección en qué grado un puñado de disciplinas críticas se habían volcado a ser meras operaciones de producción de capitales relacionales, máquinas de articulación/desarticulación de lo humano que llevarían luego a Agamben a tematizar la cuestión de la vida desnuda. Hoy sabemos que, lejos de ser un dato natural de la especie, la vida desnuda responde a una lógica específica de producción del poder: si el hombre había sido pensado hasta ahora como la conjunción de un elemento viviente y un elemento político, una conjunción entre “la vida” y “el lenguaje”, por ejemplo, lo que el horror de la historia dejará a la vista es precisamente la desconexión entre ambas figuras, convirtiendo, dirá Agamben, a lo humano y lo inhumano en dos vectores en pugna al interior de lo viviente. Pese a la diferencia que mantenemos con esta hipótesis, una a la que me referiré sobre el final de este ensayo, resulta fundamental mostrar cómo ésta ha sido releída por Rancière en una notable y reciente conferencia acerca del viraje ético de la política: por vía de esta desarticulación real de lo humano, “el tiempo volcado hacia el fin a realizar –progreso o emancipación–, es reemplazado por el tiempo tornado hacia la catástrofe que está detrás de nosotros”.8

XV. La segunda lógica, la de la despolitización o la subsunción de lo político en lo económico, viene a otorgar cierto grado de visibilidad a esta reversión del curso del tiempo. Hannah Arendt se anticipó a la misma analizando la modernidad política como comienzo de una creciente despolitización del espacio público, una despolitización que ya se hallaba adherida y replegada al interior del proceso de desteologización de la política. Esta despolitización habría venido a la vez a realizarse de un modo fatídico en la actual época del capitalismo global, haciendo que tras la fachada de los estudios postcoloniales, la interdisciplinariedad, la transdisciplinariedad, el culturalismo a la americana o el multiculturalismo no se ocultara otra cosa que el acontecimiento de la liberación radical de la lógica de acumulación burguesa. Fue, mal que mal, un keynesiano como Adam Przeworski quien desde el análisis macroeconómico expuso cómo el triunfo de esta lógica de acumulación, un “triunfo del progreso”, nos obligaba a pensar nuestro tiempo como consumación de la verdadera revolución burguesa.9 Sucede que la burguesía, según Przeworski, advino a la modernidad con una “revolución inconclusa”, pues liberándose de las trabas que a su lógica de acumulación le imponía el modo de producción feudal, se encontró con las trabas que a esa misma lógica le imponía el debate político, la participación obrera en el proceso de toma de decisiones, la dirección estatal de la inversión y la “politización de la economía”. En ese sentido es como si el horror del nazismo, la debacle de los estados benefactores, la caída del muro, los embargos y genocidios en América Latina, el escandaloso retiro del gasto público a los pobres y su consiguiente reinversión en subsidios a los inversores ricos fuera algo así como el precio que occidente debía pagar para que esta lógica por fin subsumiera la vida política en su flujo devastador, anónimo y avasallante. No sería exagerado entonces postular que esta liberación de la acumulación, donde la lógica global opera en términos de autoinmunidad y autocolonización, arrasando a su paso como una máquina ciega con derechos de ciudadanía, estados nacionales, administraciones burocrático autoritarias, fuerzas de ley, soberanías, tradiciones políticas, y reproduciendo unas condiciones de exclusión, pobreza y miseria despojadas de la más mínima protección, hace que el horror no sea ya el espíritu (viviente particular) en la máquina (muerta universal), sino, como dice ?Ziz?ek, la máquina (universal muerta) en el corazón mismo de cada espíritu (viviente particular).

XVI. La fusión entre la reversión del curso del tiempo a través de la desarticulación de lo humano y la subsunción real de la política en el flujo anónimo de la lógica de acumulación burguesa, hace que nunca tanto como ahora haya sido más propio hablar de esa sentencia de Benjamin según la cual “la tradición de los oprimidos nos enseña que la regla es el ‘estado de excepción’ en el que vivimos”. Si el nihilismo ha estado ya siempre en la historia, es porque ésta no ha cesado de vencer, pero esto nada tiene que ver con la muerte de la izquierda. La izquierda, en rigor, no está hoy ante ningún precipicio ni ante ninguna muerte, no está ante ninguna novedad que no sea la falta de novedad del perpetuo triunfo de la historia. Lo singular de esta época, no menos oscura, diría Gramsci, que la que a cada hombre que ha poblado la historia le ha tocado en su tiempo, no puede entonces descansar en ninguna novedad. Pero descansa en una: la más imponente falta de novedad a la que haya podido acceder la historia. El desanudamiento de toda ley por parte de la lógica de acumulación y la reversión del curso del tiempo pueden ser descifrados como el gesto inexpresivo de esta falta radical de novum. Falta de novum que a la vez vendría a ser consumada por la caída de la matriz temporal operada por las vanguardias del siglo XX. No es sino esto lo que lentamente ha llevado la revolución por venir a girar hacia una catástrofe inmemorial, haciendo que la historia, como observa Rancière, se ordene ahora en relación a un acontecimiento radical que ya no la corta por delante sino por detrás.

XVII . Italianos futuristas, constructivistas rusos, dadaístas o surrealistas habían hecho del siglo XX una página en blanco. El ciclo progresivo de la historia debía imponerse a la memoria, la innovatio a la regeneración, la naturaleza optimista de lo prometeico al alegre apocalipsis de la modernidad vienesa. El término Die Jungen, destinado a designar la innovación, el novum, la agitación que a finales del siglo XIX se levanta frente a la crisis de la tradición liberal clásica, generaría las condiciones políticas para una transformación que la falta de novedad de la historia, operada por los cambios planetarios iniciados a principio de los 80, ha venido hoy a ilustrar de un modo distinto: Die Jungen terminaría en las primeras institucionalizaciones del antisemitismo y las primeras formas del nacionalismo pangermánico; la innovación, en estas dos elocuentes oraciones de Goebbels y Primo Levi. “Nosotros, los que modelamos la política moderna alemana, nos sentimos artistas a quienes se ha confiado la gran responsabilidad de configurar a partir del material crudo de las masas la sólida estructura de un cuerpo acerado”, dijo el primero. “Aquí, en este lugar, ya no estoy lo suficientemente vivo como para ser capaz de suicidarme”, dijo el segundo. Y a pesar de que también sabemos que la vanguardia compartió con el barroco una cierta puesta en crisis de las formalizaciones históricas del arte, la primera dilapidó en la línea de la historia la destrucción que el segundo depositó en la inmanencia de las constelaciones y el choque entre los oleajes del tiempo.

XVIII. Fue Rancière quien, después de Lyotard, se encargó de mostrar en el último tiempo la manera en que vanguardia designó “dos formas opuestas de un mismo nudo entre la autonomía del arte y la promesa de emancipación”:10 si por un lado la vanguardia fue un movimiento destinado a romper con la autonomía del arte para abrirla a la construcción de un nuevo mundo, por otro fue un movimiento orientado a preservar esa misma autonomía respecto de la estetización de la vida política bajo el capitalismo. Vanguardia, en otros términos, fue a la vez un nombre aplicado a la disolución del arte en el programa de la emancipación política y un nombre aplicado a la regresión al arte como protección respecto del campo del poder, fue el paradójico sueño del fin del arte en el mundo de la vida y el repliegue del arte respecto de éste. Dos sueños, entonces, en un mismo nudo, dos códigos opuestos, dos ruidos a la vez, como en la lectura de Maquiavelo o del barroco. Ninguna cosa, por vía de la orfandad de los nombres, es nunca una única cosa, una sola cosa.

XIX. El sueño de la vanguardia en tanto puesta de la transformación del arte al servicio de la transformación radical de las sociedades no se perdió sólo en la estetización de la política o en la sociedad del espectáculo, no se perdió sólo en la revolución soviética, en el nazismo, en los totalitarismos europeos, en la “ley de la evolución de la especie” o en la “ley de la evolución de la historia” (Arendt), sino también en el largo arco en el que caben todos los crímenes y todos los genocidios que, en nombre de la modernización de la historia, fueron cometidos con el fin de llegar a lo que hemos llegado: la liberación radical de la lógica global del capitalismo transnacional. Este es probablemente el motivo por el cual dice Rancière que lo que ha quedado del arte, no puede hoy sino convertirse en testimonio “dedicado a atestar la catástrofe irremediable que está en el origen mismo de todos aquellos lazos”.

XX. La fusión entre la reversión del curso del tiempo y la caída de las vanguardias no es en absoluto correlativa a la crisis de la izquierda; por el contrario: su inmanencia barroca se halla hoy nuevamente liberada de ese vector temporal que durante todo el siglo XX la dispersó en una promesa vacía. La caída de la matriz temporal de las vanguardias, en otras palabras, devuelve a la izquierda de todos los tiempos a “todos los tiempos”, la emancipa de la construcción sacrificial de un futuro, la emancipa del corset mismo de la promesa de emancipación, empujándola, por fin, a una invención política desprendida de toda apoyatura en la forma lineal del tiempo, en la apelación a un origen o en una salvación puesta en manos de un horizonte utópico. Por vía de esta inmanencia, recupera en su deriva la izquierda la destrucción que tantas veces ha tendido a ocultarse a sí misma. Como un nudo al interior del esteticismo reificante, anida y se reactualiza en cada instante de la izquierda su inmemorial carácter destructivo.

XXI . Pese a que la caída de las vanguardias podría activar un carácter destructivo que en la izquierda se hallaba anestesiado en el cuidado de la promesa emancipatoria, gran parte de ésta ha desoído la posibilidad de ese despertar, perdurando, por medio de una dialéctica entre “progreso técnico” y “resistencia valorativa”, en una cierta línea edificante. Por un lado, desde los años 80 en adelante, una izquierda resignada se ha apurado a incluir en su agenda la sanción acerca del fin del marxismo, la teoría acerca del límite estructural de la lucha de clases, la explosión de los nuevos movimientos sociales, las políticas de identidad, la aceptación del parlamentarismo, de las democracias procedimentales, de la gestión tecnocrática del poder. Su complicidad con la historia no ha sido otra cosa que la complicidad con el programa despolitizador que está en el origen del despliegue técnico de lo moderno. Considerando que un gobierno socialista como el de Lagos en Chile, por ejemplo, acaba de retirarse dejándole al país nada menos que el índice más alto de concentración de riqueza de toda su historia, se puede decir que esta izquierda socialista y reificante ha accedido al poder bajo la promesa de proteger el capital financiero internacional con más eficacia que la propia derecha. A este vector despolitizador moderno se le ha opuesto por otro lado una izquierda que, conservando aun cierta fe teleológica, una cierta fuerza valorativa y fundamentadora, insiste en seguir viendo en las categorías de sujeto o de historia, incluso después de todo lo que Simone Weil, Bataille o Foucault han planteado respecto del sujeto, incluso después de todo lo que Blanqui, Nietzsche o Benjamin han planteado respecto de la historia, las llaves a mano para la transformación del mundo. Utilizando una fórmula de Esposito,11 diríamos que actuando así la izquierda ha quedado entrampada entre el sueño despolitizador de la técnica y el sueño teológico del valor. Entre despolitización y teología, entre técnica y valoración, entre progreso secular y fundamentación sustancialista parece desplazarse en un mismo punto, hervir o reverberar en un mismo punto, el anhelo inmanente al que la potencia de ser amenaza cada vez con abrir todos los caminos.

XXII. La apertura del camino en todos los caminos, de todos los caminos en el camino, esa irrupción por medio de la cual se evita toda construcción, “vela al viento que a todo rival ignora”, encrucijada en la que no queda más que “hacer escombros de lo existente”, no es una tarea que pueda confiársele hoy más al sujeto que a su depotenciación. Esa depotenciación es una fuerza sin sujeto o, si se prefiere, la fuerza de una pasividad sin historia. La izquierda es así una pregunta por la fuerza de una vida sin sujeto. ¿Dónde estaría alojada esa vida en la era de la biopolítica? El mismo Foucault tocó este problema en su trabajo sobre los hombres infames. Las vidas de los infames serían aquellas que, puestas en juego, no están ni representadas ni figuradas, aquellas que no están ni articuladas por las notas que registran su presencia en el archivo ni completamente libres en una realidad biográfica que desconocemos. No están ni adentro ni afuera del archivo, sino en el umbral del texto en el que han sido puestas en juego: en el borde del sujeto.12 En una conocida escena, Upton Sinclair se refirió a estas vidas como aquello que sobreflota en infinitas leguas de tierra entre animales muertos, niños raquíticos y bolsones de epidemias. Son las mismas vidas que Malte Laurids Brigge dice no haber reconocido al principio, “cáscaras de hombres que el destino ha escupido ahí y que, todavía húmedos de saliva, se pegan a una pared, a un farol, a una columna de la calle, una mancha oscura en la ciudad”. La misma mancha humana que un día en un café de París, “en un café nuevo que hacía esquina con un bulevar nuevo”, rodeó a Baudelaire con su familia de ojos, y la misma a la que Simone Weil asignó alguna vez este grito infalible: “¿Por qué me hacen el mal?”

XXIII. Si Foucault, igual que Deleuze, se preguntó por la vida más allá de todo sujeto, más allá de todo poder, fue Benjamin quien en su escrito sobre la violencia se había anticipado ya a escindir la “mera vida” del “espíritu de lo viviente”. La pregunta aquí por la infamia, allá se invertía: ¿en qué podrá consistir la vida cuando se ha prescindido hasta tal punto de una? ¿De qué podría tratar la vida de aquel proletario de Marx que en tanto trabajador no ha hecho otra cosa que alimentar al sujeto físico, siendo que en tanto sujeto físico no ha hecho otra cosa que alimentarse para trabajar? ¿En qué podría consistir la vida del comatoso, de los que lo perdieron todo en los campos de exterminio, de los niños de Ruanda, de un iraquí en Guantánamo, de todos aquellos etíopes que, como esas tortugas recién nacidas que corren hacia el mar, salieron un día en busca de asilo a sabiendas de que las matanzas reducirían su número en el camino, de seis millones a dos o de cuatro a uno, en qué podría consistir, en fin, la vida de todos aquellos que, en el extremo de la degradación más absoluta, siguen biológicamente vivos cuando están ya simbólicamente muertos? Si la vida de los infames era para Foucault lo que no llegaba a constituirse como sujeto, el espíritu de lo viviente sería para Benjamin lo que va más allá de éste. Más acá o más allá, entre un antes de (proteron) que admite en cada segundo infinitos mañanas y un advenir (hysteron) que admite todos los “ayeres”, al modo de un “ahora” sin presente, la pregunta de la izquierda sería la pregunta por aquello que, no llegando al sujeto, lo traspasa por todos lados con su fuerza viva. Pregunta por la restancia de la infamia y la inmanencia de lo viviente a la vez, pregunta por la inmanencia de la restancia, por ese líquido que permanece inarticulado para el poder.

XXIV. La liberación de una inmanencia destructiva en la izquierda supone tanto la eliminación del carácter sagrado que le ha sido asignado a la vida –la idea de que la mera vida podría ser más fundamental que una vida justa– como la eliminación del confín que le ha sido impuesto a la destrucción del hombre. El carácter sagrado de la vida no puede sino ser la inmiscución de un principio teológico-valorativo destinado a obstaculizar el despliegue de lo viviente, en el mismo sentido en que la figura del musulmán corre el riesgo de presentarse como último umbral de la destrucción del hombre. Preferible pensar, como Blanchot, que la indestructibilidad del hombre tiene que ver justamente con que éste es infinitamente destruible, preferible pensar que la afirmación de la vida no respeta la frontera que le impone el resabio teológico de la existencia por la existencia misma. El mismo Maquiavelo que asesorando al poder en la producción de realidad liberaba en los jóvenes un principio subversivo, el mismo Blanqui que instruyendo en el uso de las armas liberaba la condición refleja del mundo, se reproducen en esa violencia que, estando en el derecho y a la vez más allá de éste, muestran por medio de cada acto que la violencia revolucionaria es posible. Sin poder fundamentar el origen de su violencia, “nuevamente quedan a disposición de la violencia divina todas las formas eternas que el mito ha bastardeado con el derecho”.13 En cada frase imprecisa, en cada pregunta, en cada palabra al aire la destrucción empuja al lenguaje a confesar su imposibilidad para detenerse en una referencialidad simbólica, así como empuja a la violencia pura a violentar la vida en nombre de lo viviente. Destruyéndolo todo, incluso la vida, la violencia pura interrumpe la posibilidad de que lo humano quede limitado a su existencia desnuda. La izquierda como pregunta no capturada en la matriz de la historia es la inmanencia de ese empuje.

Notas

1   Blanqui, Auguste, Instrucción para tomar las armas,traducción a cargo de Diego Tatián,
     Revista Nombres,Nro. 18.
2   Blanqui, Auguste, La eternidad por los astros, Ed. Colihue.              
3   Cadava, Eduardo, Trazos de Luz. Tesis sobre la fotografía de la historia, Palinodia Ed.
4   Benjamin, Walter, “El carácter destructivo”, en Discursos interrumpidos I,Ed. Taurus.
5   González, Horacio, Perón y Verón: dos tesis sobre el malentendido, en Revista Unidos,Nro 13.
6   Godard, Jean-Luc, Arqueología del cine, en Revista Confines, Nro 7.
7   Hillis Miller, Joseph, “El crítico como huésped”,en Deconstrucción y crítica, VV.AA., Ed. Siglo XXI.
8   Rancière, Jacques, El viraje ético de la estética y la política, Palinodia Ed.
9   Przeworski, Adam, “Capitalismo y democracia, una reflexión desde la macroeconomía”,
         en revista Crítica & Utopía.
10   Rancière, Jacques, El viraje ético
11 Ver Esposito, Roberto, Categorías de lo impolítico, Katz ed.
12 Ver Agamben, Giorgio, El autor como gesto, en Profanaciones, Adriana Hidalgo ed.
13 Benjamin, Walter, Para una crítica de la violencia.


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Pensamiento de los confines, n. 20,
Julio de 2007