Verdad y política.
Una conversación entre pensadores
argentinos y españoles*


El desafío que aquí se presenta, en forma de preguntas y respuestas, tiene como hilo conductor el conflicto teórico y práctico que, en estos tiempos, la conjunción Verdad y Política viene dándose al pensar. Así, en el intento por despejar algunas incógnitas relativas al ámbito, tal vez aporético o de tensión irreductible, en que se dirimen ambas cuestiones, siete pensadores y ensayistas de España y Argentina, comprometidos con esa experiencia intelectual, y desde su respectivo “fondo histórico”, exponen sus propuestas, a través de diversas consideraciones, procurando abrir un espacio al pensamiento e ir, con ello, trazando un territorio de debate común, derivado del hecho relevante de hablar una misma lengua y de compartir problemáticas, referidas no tanto a supuestas identidades nacionales, argentinas o españolas (por otro lado, asunto más que discutible), como a estructuras y temas con los que poder ensayar juntos y producir así un espacio crítico donde confrontar ideas.
        La conversación sin final que sostienen Horacio González, Nicolás Casullo y Eduardo Grüner (del lado argentino) con Félix Duque, Ángel Gabilondo y Ramón Rodríguez (del lado español) junto a Jorge Alemán (nacido en Buenos Aires, viviendo en Madrid desde hace 30 años) se articula en torno de cuatro bloques de preguntas que, aun teniendo que ser amplias en su planteamiento, por la extensión y complejidad de lo abordado, invitan a ofrecer una respuesta, si no definitiva, al menos aclaratoria de lo que se piensa en este concreto y representativo marco del pensamiento hispano-argentino.

        Con el fin de articular y anudar el desarrollo del diálogo, parece necesario, en primer lugar, formularles abiertamente una serie de cuestiones relativas todas ellas a lograr una propuesta que sirva de base a sus interpretaciones. Por ello, les pregunto, ¿es posible dar, hoy en día, una definición de Verdad y Política como términos relacionados? ¿O más bien se dicen, como el ser, en varios sentidos? ¿Se acepta que la Política tiene, por sí misma, cierta forma de Verdad? Dicho de otro modo, ¿acaso hay que considerar la Verdad y la Política como términos antitéticos? Y entonces ¿sería más apropiado hablar de “lo verdadero” y “lo político”?

        Jorge Alemán: En principio, la Verdad se nos presenta como una irrupción contingente, que no se puede decir toda y que en su sorpresa apunta a lo imposible de decir. En la Verdad hay sustracción, “decir a medias”, ocultamiento y, por tanto, su condición esencial es que no puede ser objetivada ni tratada “técnicamente”. En cambio, la Política, especialmente en su aspecto

 * La conversación aquí presentada se gesta y surge a raíz de unas jornadas entre ensayistas argentinos y españoles, que tuvieron lugar los días 26, 27, 28 y 29 de septiembre de 2005, en el Círculo de BellasArtes de Madrid, coordinadas por Jorge Alemán, para debatir cuestiones relativas a la temática “Políticas de la verdad, Verdad de las políticas”, estableciendo un significativo encuentro entre dos tradiciones intelectuales concernidas por dicha problemática. Las ponencias están editadas por la Embajada de la República Argentina y la Organización de Estados Iberoamericanos. Así pues, lo expresado en estas páginas por los siete pensadores es una nueva forma fructífera, a través de la escritura, de seguir dando un testimonio más de su experiencia intelectual en una conversación, esperamos, sin fin...

mediático, aparece como una operación colectiva, de consenso, donde se borra el carácter singular de la verdad y rige el “para todos”. En la Política no se da “uno por uno” y sus encrucijadas se caracterizan por estar dirigidas a todos. Según esta antinomia o tensión, se impuso la idea dominante de que la política es lo público y “lo otro” es la experiencia individual y privada. Pero yo creo que se puede pensar la cuestión de otro modo si se admite que un discurso no necesita estar constituido homogéneamente y puede estar sostenido, incluso, por términos que guardan una tensión irreductible; términos heterogéneos que, sin embargo, establecen un lazo común. En esto prosigo la enseñanza freudo-lacaniana que se propone desbordar la oposición individuo-sociedad, privado-público. El sujeto y la civilización son lo mismo, la experiencia subjetiva y colectiva están afectadas por la misma sustracción, por la misma fractura original, por la misma imposibilidad. No hay acceso pleno a una identidad que borre la fractura original ni en el sujeto ni en el colectivo. El Malestar es irreductible tanto para el colectivo como para la existencia singular. Por eso Freud nunca hizo suyas las promesas de los “domingos de la vida” ni de las “mañanas que cantan”, en suma, de las utopías totalizantes.
        ¿Quiere eso decir que el proyecto de emancipación queda invalidado? En absoluto; el mismo Freud, que nunca dejó una indicación sobre cuál sería la civilización más avanzada para tratar el Malestar, sin embargo, formuló dos advertencias: primera, una civilización que exige cada vez más renuncias pulsionales y no sabe ofrecer a sus ciudadanos los medios sustitutivos (siempre referidos al Arte y no a la Técnica) para sublimar el “resto pulsional”, merece ser destruida. Segunda, cuanto más se exige cada uno en estar por encima de sus posibilidades, más hipocresía e impostura impregnan el tejido social. A partir de aquí se trata de pensar en un proyecto de emancipación (pues hay Política cuando se intenta pensar más allá de la dominación) que tenga en cuenta la lógica del deseo como la única respuesta valiente a la “pulsión de muerte”. Se trataría entonces de una emancipación sin comienzos absolutos ni hombres modernos que, al igual que el deseo, estaría atada al presente haciendo advenir el pasado y proyectando el futuro.
        El sujeto del que hablo es pues un sujeto heterogéneo, tachado, discordante, efecto de la antinomia entre la verdad y el saber. No se trata ni del yo ni del individuo. Sólo hay sujeto si se hace su experiencia en el lazo social. De lo contrario, la política se convierte en mera gestión, convirtiéndose en solo una profesión, y quedando reducida al consenso y a la aspiración de poder. Conviene, entonces, aclarar lo que entiendo por experiencia: en primer lugar, hay experiencia cuando la misma se efectúa en el ámbito material de la lengua y no puede ser dominada objetivamente. En segundo lugar, no hay experiencia si no hay a la vez un sujeto que la soporte. Con eso se abre, a mi modo de ver, la cuestión esencial: la función de la responsabilidad en el sujeto del inconsciente y así, siguiendo las enseñanzas de Lacan al respecto, se puede decir que el inconsciente es una experiencia política, pues no hay ningún significante que agote la representación del sujeto.
       Si hay experiencia política, entonces es una experiencia de lenguaje, donde el vacío o sustracción están protegidos. En esta perspectiva, por importante y sólida que pueda ser una hegemonía política, la misma, para ser democrática, no debe olvidar que ha construido su representación a partir de lo imposible de representar. Pues siempre hay algo en el sujeto que se escapa a la representación, derivado del hiato entre el significante y el sujeto. Y es que lo imposible, la modalidad de la sustracción, no es algo que sea subsanado con el paso del tiempo. Precisamente cuando no se tiene en cuenta esta falla estructural, entonces todo deviene imagen, representación o cálculo. Si tomamos, por ejemplo, el caso de la técnica se ve que rechaza la sustracción y eso implica que la experiencia misma de la política desaparece como tal. También, como es sabido, muchos de los pensadores de la llamada postmodernidad hablaron del fin de la política, en cambio, sabiendo que la modalidad imposible de esa sustracción no se va a corregir históricamente, sí podemos estar ahora en un momento distinto de una oportunidad histórica, pues se manifiestan, en el comienzo del siglo, una serie de antagonismos que el capitalismo, en su versión neoliberal, no puede subsumir bajo el procedimiento de la gestión administrativa. Y por ello es precisamente que podemos decir que comienza a verse de nuevo la posibilidad de lo político.

        Félix Duque: Por comenzar por el final, propondré algo parecido a eso que los ingleses llaman un truism, a saber que la Verdad no existe, sin más: la Verdad se dice, es expuesta por alguien que se compromete con ella, que da testimonio de ella. Tampoco la Política existe, sin más, sino que es hecha por alguien que, a su modo, hace lo mismo que el dicente “verdadero”. Ahora bien, “decir” y “hacer” son verbos que apuntan en los dos casos a lo público: en efecto, se (les) dicen cosas a los otros, y se hacen cosas para o contra los otros, pero siempre contando en todo caso con su presencia, incluyente o excluyente. Y eso significa que lo público se da sólo en la Ciudad (cualquier otro tipo de convivencia social impide a radice “lo público en general”, ya que depende de distinciones irrebasables, de una jerarquía ontológica).
        Si entendemos, por otra parte, que la política es en todo caso un hacer público en general (vale decir, no un “hacer cosas” para éste o aquél –y menos para mí–, sino para todos mis prójimos: un hacer cívico), y que la verdad es en todo caso un decir público, cívico en general (con la misma precisión que en el caso de la política), bien podremos conectar finalmente ambos respectos, y decir que, por un lado, la Verdad consiste en que alguien exponga públicamente –exponiéndose en ella, dando testimonio de ella– que una acción pública, o sea política, lo es realmente, sin restricción; mientras que, por otro, la Política consiste en que alguien haga algo en interés público, y que lo haga de tal modo que otro (el que da testimonio de ello) pueda decir verdaderamente que ello se ha hecho en vista de lo público, de la Ciudad en general. Si llamamos al dicente de la verdad “Filósofo” y al hacedor de lo público “Político”, bien podemos concluir pues que ambos, dentro de la Civitas (y sólo dentro de ella se da la conjunción Verdad-Política) se copertenecen esencialmente, hasta el punto de que, como es sabido, de Platón a Marco Aurelio, a Schelling o a Heidegger ha sido tentación continua del filósofo la de gobernar, o al menos la de guiar al guía.

        Reconozco que ésta es una tesis a la vez banal y fuerte, pues implica que, en el fondo, toda verdad es política, o sea: es un decir lo que se hace en la Ciudad. Y a su vez, que toda política es en el fondo verdadera: un hacer cívico susceptible de que se dé testimonio de él, de que sea expuesto, dicho públicamente. No otra cosa, me parece, defendía Kant en su Crítica de la razón pura cuando decía que ni la religión ni el gobierno podían sustraerse a la Crítica (o sea: al juicio que dictamina las condiciones generales de toda verdad), explicitada como examen libre y público. Con ello, como se ve, apuntaba palmariamente a la copertenencia, y hasta a la mutua conversio, de Verdad y Política. Por decirlo breve y palmariamente: ambas cosas se mueven en un círculo hermenéutico.
        Así pues, no habría que plantearse tanto la relación entre “Verdad” y “Política”, sino decir que la verdad es (da testimonio) de la política (el filósofo “dice” lo mismo que lo que el político “hace”) y que la política es (hace cosas) de verdad (el político “hace” lo mismo que el filósofo “dice”). Con una condición (velada antes bajo la cláusula “en el fondo”): verdad y política se copertenecen esencialmente si y sólo si ambas se atienen a lo público, a lo propio de la pólis. O dicho de otro modo: toda afirmación en que se exponga lo privado (incluyendo en ello a los “allegados”, sean familiares o de facción partidista), o bien es una verdad subordinada (si se sigue de lo político, o al menos no va en contra del interés general) o bien es una falsedad que ha de ser erradicada; y toda acción que no pueda
ser defendida libre y públicamente (o sea, que no pueda ser aceptada siquiera implícitamente por el conjunto de los ciudadanos, es decir que su ocurrencia no pueda concebirse como universalizable sin contradicción) es un mal que debe ser perseguido.
        En fin: tanto en el decir como en el hacer públicos sólo hay algo que pueda ser considerado como perverso tout court: la mentira, expresión en suma del egoísmo (o del tribalismo faccioso o de la mafia, da igual).

        Nicolás Casullo: Si con verdades con relación a la política se hace referencia a los absolutos que se fueron sucediendo históricamente en su nombre -la realización aristotélica de la esencia humana comunitaria, el plan de dios entre su grey, el bien común humanista, la voluntad del pueblo de la ilustración- sin duda vivimos hoy bastante afuera de ese territorio comprensivo tan caro a la modernidad, al siglo XX de las masas, a la revolución proletaria. No solo estaríamos en las afueras, sino en la necesidad de construir la política tomando conciencia de que es esa arquitectura de ideas, esa herencia interpretativa, normativa, jurídica, filosófica, economicista o mítica, la que hoy despolitiza en nombre de saberes consagrados, lo que hoy impide en gran parte reinventar la política como un pensar reanudante de la cuestión de la justicia. Se trata de considerar lo que nos pasa al menos en América Latina, donde es evidente que la reflexión de lo político crece a partir de las distintas formas de muerte de la política en tanto sistema representativo: muerte práctica y teórica generada entre otras cosas por las vastas muertes de la violencia y por el eclipse de las filosofías de la historia. Hoy se piensa teóricamente la política de manera crudamente despojada, genealógica, cuando se hace más palpable la desaparición de la política como hecho y acto real. Y es lógico que así suceda: solo con la pérdida casi total del sentido, con el desciframiento del sinsentido de la política –agotadas sus verdades trascendentes
y metafísicas– reaparece la pregunta por el sentido de lo político. Esto es, se recobra el sentido ahí donde se devela su ausencia comunitaria. En muchos países de América Latina resultó evidente que las cruentas dictaduras militares quebraron históricas presencias de políticas y de proyectos populares, y fueron el terreno arado para los regresivos modelos neoliberales de mercado de las democracias posteriores. El triunfo cultural del neoliberalismo conservador fue consistente y drástico en cuanto a la instalación de sus verdades explícitas e implícitas, para dar guión tanto hacia derecha como hacia izquierda. Pensamiento único sobre el mundo dado (mundo social casi regresivo en sus ideologías a la pre-revolución francesa). Clausura de todo litigio de fondo. Fin de las disputas reales de proyectos orgánicos confrontadores. Intraducibilidad política para aquellos que quedaron fuera de las representaciones sociales y el consenso. Ilusión exacerbada de la autonomía de la política con respecto a las “viejas” lecturas socioeconómicas. Esas son verdades de facto que hoy sostienen y alimentan a las patéticas administraciones de la crisis, como muerte de la política. Verdades que afligieron por supuesto al plano de la reflexión intelectual. La categórica crisis y desmembramiento de las alternativas bajo inspiración marxista se pensó en un principio como posibilidad de una revitalización de la política, junto con el marginamiento de las teorías de las ideologías que la condenaban a una total falta de autonomía. Pero el remedio fue igual que la enfermedad: las políticas latinoamericanas de los ingenieros de sistemas, de las filosofías meramente normativas, del Estado como espacio de impotencia, de las técnicas de gestión por sobre los horizontes prospectivos, y el “uso moral” de la democracia excluyeron a ese inmenso nuevo mundo víctima no representado en las representaciones de justicia. Ese mundo callado y al margen “de las racionalidades”, que en América Latina constituyen contingentes populares derrotados por el rotundo hegemonismo económico y cultural neoliberal. ¿Cómo vincular hoy verdad y política? Solo pensando no desde la verdad sino desde el sentido, dimensión donde la política repone siempre conciencia de incompletud democrática y de justicia ausente. La verdad es un sentido repuesto, y representado, del dolor y el olvido social, nada más.

        Ramón Rodríguez: Quizá fuera bueno que no cayéramos de entrada en la tendencia, tan de filósofos a la H. Arendt, de llevar la política a su origen griego, para comprender desde ahí lo que hay. Es preferible no alejarse demasiado de la política como la gente la entiende: el ámbito público constituido por el Estado, sus instituciones y las formas de participación en él, un ámbito que nos afecta a todos y que de una u otra manera determina la vida del individuo. Es de él de quien nos preguntamos si tiene relación con la verdad. Si nos mantenemos en el punto de vista “normal”, el de “la gente”, es indudable que propenderíamos enseguida a ver una relación antitética entre verdad y política: ésta aparece como un reino en que la mentira, la disimulación y la farsa son el medio habitual de la acción en él, de modo que el crédito previo de verdad que damos a un interlocutor en la vida corriente se torna sospecha inmediata cuando se trata de un político. Si somos un poco cínicos, podemos decir incluso más, que cuando en el campo político se hace uso de la verdad, eso forma parte del juego de la mentira, se usa la representación “verdad”, el halo o prestigio de lo verdadero, como señuelo para incautos. Pero tenemos que ponernos en guardia contra lo que esta contraposición insinúa: que la verdad de la política habría de consistir entonces en que el campo político se deje invadir por la vida real, que lo que pasa en la calle sea el contenido de verdad de la política. Es muy importante hacer ver los peligros que entraña esta concepción apofántica de la verdad política. No, yo creo que la política tiene una verdad propia, que no consiste en el puro acogimiento de la vida social o prepolítica, sino en instituir un ámbito común, público, en el que los individuos, agrupados o no, pueden debatir y proponer lo que estiman mejor para organizar la vida en común. Lo que caracteriza a esa nueva forma de comunidad –política y no étnica, de intereses o de amigos–, es el supuesto, el requisito básico de que los que participan en ella son libres e iguales, aunque no lo sean, por tanto que el bagaje que traemos a ella no puede ser instancia decisiva, ultima ratio. Por supuesto que el espacio público está constantemente pervertido y enmascara casi siempre privatizaciones de todo orden, pero lo esencial es que abre un campo de legitimidad y de racionalidad que obliga a la justificación, incluso al enmascaramiento y que, por eso mismo, es una fuente permanente de verdad. En cierto sentido la política tiene su propia verdad apofántica, pero en otro sentido, en la medida en que revela en el hombre una capacidad y necesidad de argumentación racionales, una posibilidad de dejarse guiar por un “bien común” que sin ella no aparecería tan nítidamente; pero ahí aparece un nuevo peligro, pensar que precisamente por su capacidad de organizar la vida humana y de resolver conflictos, la Política revela la verdad del hombre, señala su lugar en el Todo y lo libera de las apariencias particularizadoras; de ahí surgen todos los totalitarismos. Por eso la Política es un ámbito esencialmente frágil, un lugar incómodo, que requiere demasiada tensión. Foucault señalaba con razón que “nada más inconsistente que un régimen político indiferente a la verdad; pero nada más peligroso que un sistema político que pretenda prescribir la verdad”.

        Horacio González: No podemos extirpar de nuestra lengua coloquial realmente hablada, la expresión de la verdad y el vocablo mismo verdad. El alcance con que ahí nos conducimos puede ser muy restricto, limitado al único aspecto del instante en que estoy hablando, de este momento presente en que ahora estoy diciendo esto. Esta fuente de la verdad que podría considerarse un certificado escueto de que algo vinculado al uso de la lengua se halla existiendo ahora, tiene un alcance empírico y otro retórico. En el primer caso, es irreductible, no existe nada más que la evidencia fatal de que mientras hablo no puede haber otra verdad que lo que ahí sucede, junto a la certeza de que ese ahí no puede ni evaluarse, ni objetarse, ni referirse en otros términos que en el de su misma ocurrencia. En el segundo caso, no puede desconocerse que cada sentencia hablada, así sea expresada con el tinte más rutinario (y salvo en los casos de extrema desidia respecto a la fuerza de la relación conversada), puede ser un terreno de expectativas, de incitación
o de enlace. De ahí que el modo de verdad que se propone en cualquier acoplamiento hablado, se pertenece a su propio interior subjetivo, y no puede ser más que una verdad etérea y fallida por un lado, pero por otro, es el nudo real de lo que está ocurriendo en la práctica del lenguaje. Las conversaciones políticas en torno de acuerdos suelen desplegarse así, cuando quienes las ejercen son extremadamente habilidosos en esa práctica. Cuando no, se presenta el espantajo insoportable de que si hay verdad, no es ahí donde hay que buscarla. Se inicia precisamente de ese modo –brusco–, el círculo irredento del lenguaje teológico-político.

        Ángel Gabilondo: Hay una historia de la verdad y diversas formas de lo político, pero no al margen de los avatares de los seres humanos. Crear, transformar, generar procesos de apropiación y de conformación son algo más que nuestra tarea, es lo que nos constituye. Necesitamos otras formas de vida. No se trata simplemente de maneras diferentes o de variedades o especies distintas. Necesitamos espacios donde sea posible esperar, desear, respirar. Si hemos de hablar de saber o de conocimiento, y considero que hemos de hacerlo, es en este ámbito. Y si hemos de reescribir la verdad más acá de la adecuación o correspondencia, será en un doble sentido. Por un lado, no del intelecto y la cosa, sino como relación, es decir como palabra. Pensamos así la consideración hegeliana de la verdad como la coincidencia de algo con su concepto, no con nuestra representación. Pero, por otro, la verdad es vínculo entre el decir y el ser. Heidegger insiste en que el decir no es nuestro decir, es el decir del ser. Sólo en este corresponder decimos en verdad, que no es lo mismo que hablar. Y si consideramos la filosofía como forma de vivir, caben dos lecturas, que son dos modos de vivir. Estar por lo verificable, que es el de un decir que dice lo que hay, pero lo que hay ya antecede a lo que decimos, esto es, correspondemos a lo que previamente es, o ser verídico, ser veraz, el de un decir que precede a lo que hay, esto es, que lo hace ser. En este segundo caso hablamos ya de una vida que recrea lo que hay. Para eso se precisa no claudicación sino escucha.
        En tal contexto es en el que situamos la dimensión política constitutiva de los hombres y las mujeres, quienes estamos llamados a ser de palabra, que hemos de ser y debatimos entre lo conveniente y lo inconveniente, lo justo y lo injusto, es decir, por aquello que, a decir de Aristóteles, nos distingue de los animales. Nosotros tenemos palabra. Ellos, voz, para expresar el placer y el displacer, el gusto y el disgusto.
        Con semejante planteamiento, la política y la verdad se encuentran en quienes son de palabra, en quienes tejen su propia vida y tejen ciudad, en quienes consideran, como Sócrates recuerda a Alcibíades, que quien no sabe gobernarse a sí mismo, difícilmente podrá gobernar la ciudad, en quienes, como los parresiastas, hacen lo que dicen y piensan y dicen lo que hacen que, a su vez, se corresponde con lo que piensan y dicen. Seres infrecuentes. Su decir es un decir verdadero. La proliferación de “la politiquería”, de “los politicastros”, identificados con artimañas eficaces, reabre la necesidad de plantearnos nuevas formas de lo político, vinculadas a las formas de vida y a la constitución de la comunidad. La verdad y la política se debaten también de modo decisivo entre nosotros en la necesidad de pensar la amistad y la comunidad. Sin ellas no cabe comunicación, no hay palabra. La tarea se centra en qué cabe decir en el presente de lo común. Sin ello, la verdad y la política no se encontrarían jamás.

        Eduardo Grüner: Quizá no se trate, en sentido estricto, de que Verdad y Política sean, necesariamente, términos antitéticos. En todo caso, son inconmensurables, aunque en muchas ocasiones la historia de la filosofía política -es decir, de la filosofía– ha querido hacerlos coincidir. Hay en ella una(s) verdad(es) política(s), así como hay, o quiere haber, una(s) política(s) de la verdad. ¿Acaso de los presocráticos a Marx, de Aristóteles a Maquiavelo, de Hobbes a Carl Schmitt, de Marsilio de Padua a Lenin, no es esto lo que se ha intentado hacernos ver de mil maneras? ¿Habremos de desestimarlo con ligereza en aras de un pensamiento liviano sobre no sé qué derrumbe de los “grandes relatos”? Son verdades políticas y políticas de la verdad ni parciales ni relativas, sino múltiples, que ya están inscriptas, lo sepamos o no, en nuestras maneras de pensar y de hacer la política.
        Pero el secreto de la diferencia ontológica en lo que se nos pregunta está detrás del enunciado: “¿o más bien (verdad y política) se dicen, como el Ser, en varios sentidos?” En efecto: se dicen –no es un yo personal el que puede hablar en / de la verdad– y se dicen –no es en lo dicho sino en el decir que puede escucharse hablar a la verdad. Y se dicen en varios sentidos, todos ellos en conflicto entre sí, todos ellos “particulares”, pero no todos equivalentes. Es a esto a lo que hemos llamado, en su momento, lo verdadero-político. A la irreductible particularidad, incluso singularidad, que introduce una enunciación (impersonal, no querida, “in-consciente”) de lo real en los enunciados de las ficciones (no de las “verdades” ni de las “mentiras”) políticas. Y que hace, entre otras cosas, que la Verdad solo pueda decirse a medias, como no-toda (la Verdad pertenece al régimen de lo inter/dicto: lo prohibido y al mismo tiempo entre-dicho). “Enunciación”, entonces, no necesariamente (casi diríamos: necesariamente no discursiva), que es una irrupción en –y una interrupción de– ¿qué cosa? Osaríamos decir: de lo que los antropólogos llamarían los universales de la cultura, a los cuales toda filosofía política pretende, sin remedio, incorporarse. Después de todo, ¿de qué otra cosa se ocupa, en qué otra cosa consiste, la política, sino en la producción de las condiciones de existencia de la pólis, de la ekklesia, de la comunitas, de lo que suele nombrarse como el lazo social mismo? Sí, pero de cada lazo social en su propia, específica, praxis de producción de esas condiciones: ¿cómo entender, si no, la idea fundante de soberanía (que no refiere solamente, por supuesto, a la soberanía del Estado, ese invento de la modernidad; lo político es, en términos lógicos, preestatal, aunque muchas veces haya coincidido con el decisionismo del Estado)?
        Es decir: cómo no, de lo más “universal” que ha producido, fuera de la Naturaleza, la emergencia del lenguaje como tal, pero singularmente encarnado en cada caso. Lo político –y esto es lo fundamental que podría hacer pensable un acercamiento entre, por ejemplo, el marxismo y el psicoanálisis– es antes poiesis y praxis que logos (o, al menos, que ratio): es en ese borde exterior del lenguaje, en el “ritual” –es decir, en el acto– colectivo permanentemente re-fundador de la pólis donde actúa lo verdadero-político, en una relación no de ajenidad pero sí de exterioridad respecto del “texto”, del enunciado, de lo dicho por las políticas. Allí se juega el conflicto irresoluble, “trágico”, entre la praxis única, intransferible, de cada pólis y la “universalidad” de unas verdades perfectamente localizables en el tiempo y el espacio.
        Es por eso que lo político se anuda, para mi gusto, antes del lado de una “etnohistoria” y una arqueología (sin que con ello nos ilusionemos con retorno alguno a un “origen” perdido desde siempre) de sus vínculos con lo religioso y lo poético, que del lado de una filosofía política “pura”, deshistorizada y estrictamente moderna, que es el producto pretendidamente universal de la hegemónica particularidad europea a partir de 1492, sin que por otra parte, como queda dicho, podamos en absoluto prescindir de esta última, a modo de lugar desde el cual leer aquélla. Es en el reconocimiento de ese conflicto sin posible “superación” (sin Aufhebung) –y que re/produce en el plano del pensamiento, al menos del latinoamericano, el irresoluble conflicto de una doble pertenencia (de una posición intersticial y desgarrada, como la del Calibán shakespeariano) a la cultura históricamente dominante y a la dominada–, es en ese reconocimiento, decía, que se muestra, al menos como aproximación posible, lo político-verdadero.

        Se puede pensar que algunas tradiciones interpretativas están ya caducadas y que vivimos, de algún modo, instalados en el pragmatismo y el relativismo, es decir, se puede considerar que la política se ha relegado definitivamente al terreno de la Doxa. No sé si comparten lo dicho, pero, en cualquier caso, se hacen ineludibles estas preguntas: ¿estamos ante el inevitable fracaso de la Verdad y de la Política? ¿Hasta qué punto supone lo anterior una negación de la Política? ¿Cómo evitar el engaño y la farsa “moderna”? ¿Se pueden distinguir formas políticas explícitas de formas camufladas del hacer histórico?

        Félix Duque: Yo no considero en absoluto que la verdad se haya diluido en un conjunto de opiniones (tolerables por todos porque a todos -salvo a quienes las exponen– les son indiferentes), ni tampoco que estemos ante una “negación” de la política. Tampoco veo un generalizado “engaño” y “farsa” en nuestros días. Debo de ser muy ingenuo, o de pocas luces. Lo que veo es que ha cambiado radicalmente el concepto de lo público y, por extensión, de la pólis (en lo referente al novísimo urbanismo, yo prefiero hablar de Mépolis, de No Ciudad). Y recordemos que verdad y política se daban sobre la base de lo público y con miras a fomentar el interés público. Ahora bien, todos sabemos desde Goethe y su Fausto (antes pues de Marx) que los intereses de la clase dominante se presentan como verdades generales para la sociedad. Aquella clase, pues, era la que daba la pauta de lo público, que se difundía luego de arriba abajo como verdades, en general. Si Marx promovía la revolución del proletariado es porque lo consideraba la clase universal. Es la posesión y distribución del Poder la que genera las formas de producción de la verdad. Las condiciones que regulan los modos de producción en general son al mismo tiempo condiciones de los modos veritativos en particular. Verdad es. Pero no menos lo es que la Verdad (en general, la producción y difusión de prejuicios, de valores y de contextos) mantiene y promueve la cohesión social, sin la cual no habría ni modos ni relaciones de producción. Estamos, pues (ya lo dije antes, de forma más metafísica), dentro de un círculo: un círculo de precomprensión.
        ¿Qué ha ocurrido? Que lo público se ha extendido planetariamente, rebasando las fronteras nacionales (por no hablar de unidades menores). En economía política (valga la redundancia), eso se llama globalización. Su base teórica es la tecnociencia (o la absolutización de la tecnología). Las condiciones de verdad que regulan y difunden el juego de lo económico y lo tecnológico se exponen y propalan en el ámbito mediático, hasta el extremo de que éste y las “verdades” en ese ámbito proferidas acaban por confundirse con lo público y el interés general. La nueva clase universal (llamada cariñosamente “multitud” por Negri, a ver si cuela) está formada por telespectadores, usuarios de móviles y de Internet; y su vanguardia está constituida por una curiosa amalgama de ingenieros informáticos y de periodistas. Y a nadie escapa la esencial copertenencia de esa amalgama de nuevos “intelectuales” (los sucesores de los filósofos de antaño, ay) y de los políticos. Naturalmente, los que añoran (o añoramos) el Ancien Régime vemos esa coyunda como algo non sancto: nada que ver con la augusta Verdad y Política de antaño. Sólo que, ¿cuándo, en qué año fue antaño? Naturalmente que las llamadas “verdades” están subordinadas a la verdad ontopolítica, y que desde ese rasero han de ser consideradas como “opiniones”. Pero siempre fue así. Lo que ha cambiado son las condiciones generales de producción y de reproducción ideológica. Y ahora habrá que proponer focos de resistencia, sin caer empero en el reaccionarismo más fácil: el de la nostalgia por algo que sólo existió en unos cuantos libros (y no de los mejores, añadiría yo).

        Ramón Rodríguez: Bueno, yo tampoco creo que la política haya sido “relegada” al terreno de la doxa, es que la doxa es el ámbito normal en que se desarrolla la vida política. Si se está pensando en la oposición clásica entre doxa y episteme, no creo ciertamente que el saber político sea una ciencia, ni siquiera que el espacio público que la constituye se asiente en principios evidentes, o que sea resultado de una especie de necesidad racional; es algo contingente, útil y que responde bien a las necesidades de organización democrática de la convivencia y de autonomía personal, valores a los que hemos llegado trabajosamente. Me parece un error entender la verdad práctica de la política en los términos propios de la teoría, como adecuación más o menos exacta a unos principios incontrovertibles o a una realidad dada y comprobable; los principios que en política jugarían el papel de los axiomas son siempre tan generales que dejan juego a la libertad de juicio y la realidad social, por su parte, no tiene un sentido unívoco, necesita ser interpretada. Por eso la política no es el fracaso de la verdad, es el terreno de la opinión. Pero la doxa no tiene que ser devaluada al nivel de lo despreciable; ya Platón hablaba de la opinión recta o verdadera como el saber del político, que nosotros podemos entender ahora como la opinión razonada, que se somete al contraste y la discusión pública y se hace así verosímil. No veo por qué hay que entender el terreno de la discusión pública de opiniones como la consagración inevitable del relativismo; más bien implica lo contrario, la necesidad de buscar buenas razones. Este es el punto en el que me parece realmente perniciosa la tendencia multiculturalista a hacer del reconocimiento de las identidades existentes un principio político: hay que proponer –y esto significa discutir y argumentar– políticas capaces de ser válidas para toda la comunidad política y no hacer de ésta una coexistencia de etnias diversas. Otra cosa es el procedimiento para llegar a acuerdos, que es una cuestión distinta.
        Yo creo que el sentido del fracaso de la política que plantea la pregunta está más bien en la referencia que se hace al engaño y a la farsa. Sí, yo tengo la impresión de que el fracaso de la política, su lejanía de la gente y su descrédito, se debe, paradójicamente, al enorme crecimiento de la esfera pública (lo que no se opone a su simultánea y paulatina privatización). Si ya hace mucho tiempo que lo político y lo público dejaron de coincidir, ahora la política es una parcela, y no muy grande, de la sociedad del espectáculo, si se me permite retomar la vieja expresión de Debord. El espacio público está hoy totalmente marcado por los medios audiovisuales que, si bien nos fijamos, ya nadie los piensa como “medios”, instrumentos, sino como el lugar en el que acontece la vida, el ámbito en el que se nos presenta el mundo y en el que aprendemos lo que las cosas son.Ahora bien, es evidente que los medios imponen una manera de aparecer y un contenido de lo que aparece, son el verdadero marco a priori del fenómeno, y la política se somete gustosa a sus requisitos. La imagen que la política da en estas condiciones mediáticas sólo puede ser “política de imagen”, en la que lo esencial no es lo representado por ella, sino la imagen misma: de lo que se trata es de inhibir el carácter transitivo, intencional, de la representación para que nos quedemos en ella, en su sola presencia, en su “glamour”, y nos enganchemos a ella como a una marca publicitaria. La política de imagen en que hoy se ha convertido toda política es puramente autoafirmativa, pura glorificación de la representación y sus actores, en detrimento de lo que antes llamábamos el “mensaje”. Las propuestas que considerar, el estímulo racional que nos incita a discutir, se difumina en la imagen y en la simpatía con ella. El hecho de que los gabinetes de comunicación sean hoy mucho más decisivos en la vida de partidos e instituciones que los antiguos consejos políticos es una certificación de lo que digo. La tendencia que marca esta política de imagen (en
realidad la política como imagen) es la reducción inevitable de la participación política a mera adhesión a los correspondientes banderines de enganche, a las imágenes corporativas, como se dice en el mercado universal en el que la política ha entrado, y a la profesionalización de sus actores. Es evidente que la actividad política se contrae en este nuevo espacio público y que el ciudadano intuye que más vale alejarse de ella, que algo huele a podrido. Pero además, como la distancia entre la vida real y la representación mediática no ha desaparecido del todo, la sensación de farsa, de guiñol que repite tozudamente “mensajes” para que se graben, se impone por completo. Por aquí va, me parece, la no-verdad estructural de la nueva situación en que se desarrolla la política.

        Eduardo Grüner: Es que ya no se trata, hoy, de la fundación de lo nuevo o de lo único, de la producción de lo que Ernst Bloch llamaría el espacio de lo todavíano, del ejercicio de una voluntad constituyente, sino de la administración de lo existente por parte del poder hegemónico. Eso, en el mejor de los casos. Y luego está el peor de los casos, que tiende a volverse dominante: la política como distribución (desigualitaria, como no podría ser de otra manera en un mundo ajeno a la equidad) del Terror. Consecuencia lógica, por otra parte, de una compleja serie de antecedentes, de los que me limitaré a nombrar los siguientes:
        - Lo que Adorno llamaría el triunfo definitivo (y hoy “globalizado”) de la racionalidad instrumental sobre la racionalidad material, triunfo de una tecnocrática “administración total” que es la misma lógica intrínseca del tardocapitalismo (aplicada también, en su momento, en los llamados “socialismos reales”), que impide la emergencia de la singularidad, del “pliegue” particular en la superficie lisa de la universalidad homogeneizadora.
        - La apariencia –o, en otro sentido y en otra jerga, el semblante– de una falsa “diversidad” cultural, festejada con sospechosa unanimidad por las políticamente correctas apelaciones a un sedicente “multiculturalismo” que sirve principalmente para ocultar la desigualdad (que es, con relación a las posibilidades técnico-económicas de la actualidad, la más profunda de la historia) detrás del discurso de la diferencia.
        - La reducción de la política a la lógica de la guerra civil internacional, bajo el supuesto (evidentemente falso) de un “choque de civilizaciones” que confronta a dos “fundamentalismos”, con el resto del mundo –y en particular del mundo antes llamado “tercero” y ahora “periférico”– como rehén de un pacto siniestro, perverso, de mutua destrucción (hablando “filosóficamente”, puede verificarse aquí un retorno de lo reprimido por una cultura occidental empeñada en “forcluir” sus orígenes constitutivamente violentos, que ahora regresan como designios caídos del cielo de algún sangriento Dios: ¿y habrá que recordar una vez más que tanto la práctica como el concepto del genocidio, a partir de la “empresa” colonial, es un fenómeno estrictamente moderno?). En estas condiciones, se hace difícil, si no imposible, generar un nuevo pensamiento crítico. No se trata, por supuesto, de una imposibilidad “psicológica”, sino fáctica: todo lo que se piense caerá inmediatamente en alguno de los ideologemas de la racionalidad instrumental. Lo que en un momento dio en llamarse “pensamiento único” no consiste en que todos deban pensar lo mismo -semejante pretensión sería un manifiesto dislate- sino en que se puede pensar cualquier cosa, porque nada de lo que se piense importa ni tiene efectos: el “sistema” asegura su reproducción por fuera de un pensamiento que se vuelve cada vez más ociosamente autocomplaciente (lo que desde luego no asegura el sistema, más bien lo contrario, es la supervivencia del planeta). Y sin embargo, se trata de una tarea de la más extrema urgencia: es un imperativo categórico pensar el estado de catástrofe (aunque fuera para darse el triste consuelo de aquel Caballero de El Séptimo Sello de Bergman, quien ante el llamado irresistible de la Muerte, advertía: “Está bien, voy: pero bajo protesta”). Para eso hay, todavía, recursos.
        Me niego a hablar de “tradiciones interpretativas caducadas”: sería un excesivo sometimiento a los imperativos “instrumentales”, ideológicos o de mero marketing que hegemonizan las modas académicas e intelectuales. El verdadero pensamiento, como el verdadero arte, aunque esté sin remedio históricamente condicionado, no conoce el “progreso”: ¿es Baudrillard “superior” a Tucídides sólo porque llegó 2.500 años después? ¿Nada tiene que decirnos la tragedia ateniense sobre el nudo originario y violento de lo político / lo religioso / lo poético, que está en el origen mismo de la cultura occidental pero del que ella se ha empeñado en renegar con los efectos ya aludidos de “retorno de lo reprimido”? ¿Nada tenemos para leer en Tótem y Tabú de Freud sobre el igualmente violento origen de la Ley y la comunidad humana, o en Psicología de las masas sobre un sistema de “identificaciones” bien poco obediente de las mediaciones institucionales? ¿Nada en El capital sobre la lógica de un “fetichismo” que es hoy Ley planetaria? ¿Nada en Maquiavelo sobre la dialéctica amor/terror como sustento del imperium? ¿Nada en Hobbes sobre el miedo como gran pasión de la modernidad? ¿Nada en toda la gran literatura (europea, para empezar, pero sin terminar con ella) que de Cervantes a Kafka pone en cuestión la relación entre el Hombre y la Máquina, que de Shakespeare a Beckett advierte sobre las ruinas del lenguaje del Príncipe? ¿Habremos de olvidar la apuesta benjaminiana por una Historia que no sea la mera identificación de lo que efectivamente ocurrió, sino “la recuperación de las ruinas tal como relampaguean, hoy, en un instante de peligro”? Renunciar a todo ello sería, entonces sí, asumir “el inevitable fracaso de la Verdad y de la Política” (de aquélla Verdad y aquélla Política que sepamos, todavía, construir de aquí en más en el tiempo que nos quede).

        JorgeAlemán: Sí, a mi modo de ver, debe mantenerse la oposición entre experiencia y doxa. Ahora bien, no despreciaría absolutamente a la doxa en la llamada opinión común, pues en ella se pueden escuchar entre líneas algunas demandas sociales que insisten y, entonces, podrían abrirse a una experiencia política. Y siguiendo con lo que dije anteriormente, con relación a lo que denominaría aporías de la representación (no hay ningún significante que agote la representación del sujeto), la condición de la democracia es que no haya un solo significante que represente a todos. Diré más, incluso el propio sujeto en su singularidad no se encuentra totalmente representado. Pues sólo hay democracia si en la matriz formal de la sociedad, lo que lacanianamente se llamaría una matriz significante, hay siempre un lugar imposible de colmar. Precisamente, el totalitarismo viene a ser el intento de suturar ese lugar vacío por distintos procedimientos. Lo que nos introduce a una serie de interrogantes sobre el destino de ese vacío en las propias democracias, en lo que llamaría la época de la técnica o del discurso capitalista. ¿Hasta qué punto el vacío no queda colmado por el funcionamiento en enredadera
del discurso capitalista?

        Horacio González: Justamente, la doxa es un sostén permanente de todo lo que pueda lograrse en el ámbito de una verdad más desprendida de las tensiones prácticas del ser social real. Cuando hay una verdad que la imaginación pública puede sostener como tal, con todo su apresto de coherencia y eficacia metafórica, no puede desaparecer la doxa, que se puede definir como la búsqueda permanente de la verdad sin los atributos necesarios para que esa búsqueda sea eficaz. Pero en el acto mismo de la búsqueda, el mundo de la doxa puede ser más aleccionador que las verdades sostenidas en aparatos lógicos y procedimientos de verificación, pues la titulación de verdad merecidamente obtenida allí, podría perder la fuerza de cierta cualidad permanente de la indagación, de ese cariz de verdad en ciernes que pretende tener toda verdad.

        Ángel Gabilondo: Lo útil, lo rentable, lo eficaz, lo llevadero, lo soportable... son formas a las que ha quedado reducido el sentido de algo. Certeza y producto, camino técnico de un consumo, sin ni siquiera garantía de bienestar. La experiencia, la travesía, el peligro, la valentía... son consideradas propias de insensatos. Todo es miedo y prisa. En un mundo con miseria e ignorancia, con hambre, con pobreza, con injusticia, la política ha de vertebrarse no sólo en aspectos económicos sino como cultura y educación imbricadas. Una política sin cultura y educación nunca afrontará ni erradicará los males del mundo. Hablamos de los males, no del mal. Necesitamos de la política, necesitamos ser políticos. La alternativa es ser idiotas o esclavos. El idiotés es el que literalmente se aísla, quien carece de toda sensibilidad para lo común, para lo social, para lo público, para lo político. Y el esclavo es quien carece de comunidad, no el diferente en ella, sino el indiferente. No me gustan quienes se autodenominan políticos profesionales. Efectivamente, para la política se requiere oficio, es decir, un deber y una pericia, una competencia. Se comprende que exige una dedicación, que puede llegar a ser total, pero me agradan quienes están en la política entregados pero como un espacio de paso, aunque dure muchísimos años, incluso todos, pero no como un lugar de residencia, quienes no ocupan un lugar que, tal vez, en rigor no existe. Lo establecen, lo definen y lo pueblan. Hemos de pensar con mayor contundencia y libertad las nociones de representación y de gobierno. Ésta es una tarea del pensar hoy decisiva. Y no desvalorizar acciones inmediatas, incluso supuestamente ínfimas, pequeñas luchas, por ejemplo las luchas de sí, o de los discursos, o las comunidades de amigos, o las resistencias o transgresiones de detalle, o las rebeldías, o las impugnaciones, o la creación de otros espacios, de modalidades de existencia, de posibilidades de vida, formas todas ellas que pueden problematizar lo que hay... que producen turbulencias, una suerte de rarefacción de efectos imprevisibles y, en última instancia, formas singulares de vivir, que saben decir con Bartleby el escribiente “preferiría no hacerlo” o que con el cuidado de sí constituyen verdaderas prácticas de la libertad. No hemos de subestimar estas ascuas, estas brasas, ni magnificarlas.

        Nicolás Casullo: Más allá de las tradiciones culturales y del pensar filosófico político según las épocas de dominancias argumentativas, las que mutan hoy –en el despeñarse de lo moderno– son sobre todo las enunciaciones de las cosas. En América Latina por ejemplo el populismo es un fenómeno mucho más complejo, atravesado por historias reales y en permanente renovación idiosincrásica, que lo que puede deducirse de cierto esquematismo democrático liberal que hoy lo critica mientras bebe el té de las cuatro de la tarde con el dedo meñique levantado. En los años 70 dicho populismo amparaba las experiencias consagratorias de la llamada liberación nacional y social tercerista, cuando el sujeto pueblo del continente –en su intraducibilidad– se imponía en el imaginario de lucha o de una potencial toma del poder, por sobre las verdades de un sistema político anglosajón instituido en el XIX. O por sobre las verdades dogmáticas de un marxismo leninismo que desde “la clase” acusaba a dicho populismo de escaso, de burgués bonapartista, de represor ideológico de lo social. Populismo era la derecha de la izquierda, para una historia conceptual de entonces más bien mezquina en su capacidad creativa. Hoy la crítica al populismo proviene de las derechas bushistas y de cierta Europa occidental amedrentada. Sin embargo la verdad del populismo en América Latina da cuenta de la política como posibilidad de respuesta en acto, como resistencia frente a un horizonte a la intemperie. Como espacio no disciplinado frente a lo disciplinante. Como confrontación donde y cuando se puede, a partir de una suerte de posmodernidad de tradiciones resignificadas que no rechazan, pero discuten duramente, las modernizaciones tecnoideáticas que nunca dejaron de seducir a las izquierdas bienintencionadas y “progresistas”. Un populismo contradictorio, discutible, pero desde donde se reabre la capacidad de despromover ideológicamente, y lógicamente, la santificada globalización, el inexorable libre mercado, los buenos modales del “diálogo constructivo” por ejemplo entre un Bush y un pobre canciller colombiano, donde en realidad ya no se disputa, discute ni se dialoga nada. Política latinoamericana populista que deniega la noción de un “consenso” marginador del gran resto. Experiencia que exonera las moralinas sin lucha, típicas de la postpolítica. ¿Qué verdad relativa entonces? Todas. Caudillismo popular. Pragmática de las circunstancias manejables. Mitologías nacionales que re-invisten otra autoconsideración colectiva. Reposición anacrónica de una identidad supuestamente en desuso, que un día cobra brío en las calles, y logra marcar el piso de una justicia desde el cual ya no se cae más abajo: ni material ni intelectual ni éticamente. “Que se vayan todos”: ahí se detiene al mundo enemigo. Con lo ríspido e intolerable que le resulta, a la sinfonía liberal, la reposición y aceptación de esa palabra, “enemigo”, en el adentro de sus fronteras: ya no con respecto a lo islámico por ejemplo donde todo es mediáticamente más fácil. Justicia y enemistad: en las calles de la Argentina, o de Francia. Desde un relativismo que para los expertos exigiría equivocadamente análisis químico de probeta. Pero no es eso. Es en cambio un corte: una ruptura en la posibilidad de la pétrea cadena lingüística significante. Un quiebre contra la política muerta desde la guillotina del mercado. Es riesgoso sin duda: la gestación de una nueva razón desde los silenciados en todas partes. Pero es lo que queda, en cuanto a confrontar contra la barbarie de una libertad personal y colectiva en extinción.

        Al hilo de lo anterior, y sin querer ser catastrofista, se puede aventurar que habitamos un mundo de irracionalidades, injusticias y violencias sin rostros nítidos donde las formas de representación juegan un papel determinante, por ejemplo, en la configuración de las subjetividades de masas o en el ámbito de las identidades nacionales. Al respecto, les pregunto: ¿se trata de una estrategia perversa? ¿Está la Política amenazada ante la inminencia de la barbarie o puede adquirir, todavía, una forma de legitimarse? ¿Cómo escapar del carácter esencialmente nihilista y fundamentalista de nuestro tiempo? O expresado en otros términos: ¿estamos ante el triunfo sombrío del hobbesiano los hombres somos iguales y ha llegado el Terror bajo la forma de la Seguridad para unos (introduciéndose en el magma del “para todos” bajo el iluso amparo de los Derechos humanos) y la Exclusión para otros (estando fuera los expulsados)?

        Eduardo Grüner: Ser un poco “catastrofistas” siempre será pertinente, máxime en esta situación de urgencia, en un mundo efectivamente “de irracionalidades, injusticias y violencias” (pero “¿sin rostros nítidos?”: ¡si a Bush, a Berlusconi, a Tony Blair los vemos todos los días en el diario o en la tele! No nos apresuremos a despachar tan rápido las responsabilidades “individuales”). Es cierto: como decía Borges, todos los tiempos parecieron catastróficos para aquellos a quienes les tocó vivirlos. Pero este tiempo pareciera tener algunos plus de catástrofe: no solamente el Terror ha alcanzado a la Naturaleza (¿o no son los tsunamis y compañía fenómenos también “verdaderos-políticos”?), no solamente la guerra generalizada amenaza con un auténtico retorno a un hobbesiano (y terminal) “estado de naturaleza” –que por supuesto, como señalaba agudamente Rousseau, es un cierto estado de sociedad basado en la injusticia más radical–, no solamente el grado de fetichización mercantil de la “industria cultural” ha degradado al arte, la literatura y la propia subjetividad creadora, no solamente la polarización centro/periferias ha arrojado al borde mismo de la desaparición a continentes enteros (África subsahariana es el ejemplo evidente), no solamente han reemergido como lógica perversa de lo político las más inverosímiles atrocidades, como las guerras religiosas y las nuevas formas de racismo “laboral”, no solamente la racionalidad instrumental omnipotente de una tecnociencia “valorativamente neutral” ha invadido hasta la misma intimidad de los cuerpos, no solamente las luminosas ciudades del futuro imaginadas por Le Corbusier se han transformado en gigantescas megalópolis de miseria abyecta, contaminación irrespirable y muerte en la calle, sino que desde hace ya tiempo los peores genocidios (en Bosnia o en Rwanda, en Afganistán o en Burundi, en Chechenia o en lrak) se legitiman, cuando no por razones humanitarias, en defensa de la democracia: ¿qué más puede pedirse como degradación inédita de lo más propia y sublimemente humano, que es el lenguaje?
        Es obvio que esto significa una catástrofe simbólica –además de la material– quizá sin precedentes, que afecta al entero sistema de representaciones. ¿Cómo podría esperarse menos del sistema de representaciones políticas, coto de caza de unos “representantes” que ya ni siquiera fingen escuchar la voluntad de sus “representados”? (“representación”, entre paréntesis, es un significante bien sugestivo en su polisemia: alude tanto al universo político como al simbólico y al estético-cultural). Dicho lo cual, pensemos de nuevo: ¿acaso no pertenece a la lógica misma de la representación que lo “representante” sustituya, se coloque en lugar de lo “representado”, que por definición es una ausencia? Pero, entonces, ¿no estaremos viviendo la crisis terminal de una ideología (moderna, es decir histórica, y por lo tanto transitoria) de la “representación” que, ella también, se empeñó en negar que la idea misma de “representación” fue siempre un imposible? Se me dirá que la democracia no puede funcionar (el término es significativo por lo que tiene de “maquínico”) de otra manera. Concedido. Pero esto es un problema técnico, y no de principios filosófico-políticos eternos e indiscutibles. Tal vez una “ventaja” (de alguna manera hay que llamarla) de la catástrofe actual sea que, al menos, ya no podemos engañarnos más con esa ilusión sin porvenir, a saber, entre otras, la de que lo verdadero-político puede ser eficazmente suplantado por la verdad psicológica (¿o no es “psicología”, en el peor sentido, atribuir “caracterológicamente” a la llamada “clase política”, es decir a los “representantes”, una corrupción que es objetivamente constitutiva del “sistema”?). Y esto es, hay que decirlo, algo que ha introducido la modernidad –al menos, en su versión dominante, esa que Adorno y Horkheimer calificaban como el triunfo de la Razón como Mito instrumental: ha introducido la privatización de lo político (y ni qué decir de lo religioso y lo estético-
cultural, todas ellas experiencias segregadas del mundo de lo público), es decir su intimidación, su pasaje a la más obscena “intimidad”. Con ello comenzó el radical proceso de despolitización de lo político, que hoy aparece como irreversible. O peor: de lo que hoy se llama, vulgarmente, transformación de la política en (puro) espectáculo: la “representación”, en efecto, también “retorna” de lo reprimido.

        Félix Duque: A mí no me gusta oficiar de Casandra o lamentarme como Jeremías, aunque tampoco quisiera que se interpretara mi posición como una cínica aceptación del orden establecido. Por cierto, “Orden” es el concepto oculto siempre tras el augusto término de “paz” (meta de toda Política) y de “Verdad”. En efecto, fijar algo, hincarlo y clavarlo en tierra sujetándolo a un Orden, se dice en latín: pango, de donde el participio pactum (“pacto”) y el sustantivo pax (la paz, al estilo romano). Ahora bien, el pacto, ya sea social o cosmopolita, exige de la constante supervisión y negación de fuerzas a su vez negativas. No existiría sin ellas. Al fin y al cabo, ya San Agustín decía en La ciudad de Dios (XIX, 12.1) que las guerras se hacían por mor de una “paz gloriosa” (o sea: la paz del vencedor), que la victoria no era “sino una sujeción de los adversarios” (subjectio repugnantium) y que, “logrado esto [la sujeción], tendrá lugar la paz” (cum factum fuerit, pax erit). Ésa es pues la paz: la tranquillitas ordinis (XIX, 13.1). Y el Orden, en fin, o sea la Verdad (¡baste pensar en la verdad-coherencia!) es “la distribución de seres, iguales y diversos, asignando a cada uno su lugar” (Ordo est parium dispariumque rerum sua cuique loca tribuens dispositio; ib.). Ahora bien, la asignación a cada uno de su lugar es la iustitia. Por consiguiente Ordo, iustitia y veritas convertuntur inter se. Quod erat demonstrandum. Y a su vez, el orden es la subyugación (subjectio, “sujeción”) del desorden; la justicia, del crimen; la verdad, de la falsedad. Pares ordenados que se copertenecen y necesitan mutuamente. Orden, justicia, verdad: máquina política de producción de sujetos, es decir, de súbditos, subyugados bajo el Vencedor, es decir bajo aquel que puede dar testimonio del Orden, o lo que es lo mismo: del camino, de la via, porque antes ha sabido vencerse a sí mismo, convirtiéndose así en mero signo y apunte: en testimonio de la Verdad.
        Yo creo que si no atendemos a esta violenta raíz metafísica de la Verdad y la Política nos quedaremos en la espuma de los días. Si vamos a aseveraciones (inmediatamente refutables por otra opuesta), yo diría que a mí tampoco me gusta la política de Estados Unidos, por ejemplo. Pero creo que el pensar debe acogerse a la divisa de Spinoza: nec ridere, nec lugere neque detestari, sed intelligere.

        Horacio González: Con relación a todo lo que muy sucintamente expuse (no sin impericia), estoy tentado a responder que hay un tipo de representación (que yo llamaría actividad retórica), en el que es posible situarse a través de cierto ensueño pedagógico. Por ejemplo, en el citado espacio de las “subjetividades de masas” o en el de las “identidades nacionales”, es evidente que el horizonte a partir del cual cobra sentido una verdad es de orden precario e instrumental. La voz emotiva que alberga un colectivo social, o al revés, un colectivo social albergado en una voz colectiva, impone respeto y desánimo al mismo tiempo. La posibilidad de vernos ahí entornados por la barbarie es muy alta, pero sería una barbarie que actúa con los presupuestos de la pedagogía seductora e inclusive con los de la civilización técnica. El catastrofismo percibido será entonces una tentación y también un modo de autodefensa. Pero si no conviene ver la catástrofe verificada en el acontecer de la historia, tampoco debemos nosotros recrear un lenguaje apto para
festejarla o invocarla. En cambio, debemos con cautela emplear esa palabra a fin de ironizar sobre ella, quizás a modo de exorcizo, sin por ello dejar de trabajar con el pensamiento en la zona de gravedad efectiva en la que estamos. La ideología de la seguridad, a diferencia de la del mundo clásico, sostenida por infinitos pactos y contratos y juramentos, es una piedra esencial que resume, fusiona ciertos direcciones de la revolución técnica y de la teoría política, en ambos casos las que llevan las evidencias más notorias de que el laboratorio del que salieron se sostiene en una interpretación desvitalizada, serial e inerte de la idea de individuo y de sujeto colectivo.


       Jorge Alemán: Desde distintos discursos, desde diferentes prácticas, muchos han entendido que la política se relaciona con la reivindicación de la identidad. Sin embargo, creo que la enseñanza del psicoanálisis permite pensar que un principio de explotación del otro viene dado, precisamente, por el rechazo del sujeto del inconsciente. Al capitalismo no le molesta que los explotados se mantengan en su identidad. Es decir, que los oprimidos se mantengan en la identidad de oprimidos. Lo que se les ha arrebatado es el derecho a la experiencia del inconsciente o, en otros términos, con relación a lo que veníamos hablando antes se les ha arrebatado la posibilidad de la experiencia de lo imposible: cuando no se tienen las necesidades básicas cubiertas no se puede hacer la experiencia de lo imposible. Lo que se le arrebata al explotado es su derecho a hacer la experiencia del vacío y la sustracción. Con respecto a esto, hay una polémica en España, movimientos que consideran que es progresista defender las identidades, y yo respeto mucho, porque son identidades que ellos piensan que la globalización amenaza y por lo tanto entiendo perfectamente la reivindicación de esa identidad. Sin embargo no puedo dejar de recordar algo que percibí claramente en la enseñanza de Lacan, en el pensamiento de Freud y en el de Heidegger, y es que la dignidad de la experiencia humana es encontrarse con la nada que nos interpela y nos remite a nuestro propio “poder ser”, encontrarse con lo imposible, encontrarse con esa sustracción, captar esa aporía de que el significante nunca nos representa, captar la imposibilidad que se juega en todos los lazos sociales, a partir de esto es que nuestras decisiones se ponen y nos ponen en juego y no a partir de identidades clausuradas. Y es eso lo que verdaderamente el capitalismo arrebata y ese es el principio de explotación mayor: arrebatarle al sujeto su derecho a ser nada, a experimentar las tensiones y diferencias que se dan en el juego recíproco entre el ser y la nada. Este es un problema en el que, los llamados políticos profesionales, no se detienen dada la urgencia de lo que hay por resolver.
        La identidad es siempre una clausura. La identidad tarde o temprano incluso en el sentido foucaultiano como “invención” de la identidad, como construcción política de la identidad, implica una clausura. El multiculturalismo propone un sujeto construido en la reivindicación de la identidad, ahora bien, no digo que el problema sea sencillo, porque tampoco sirve renegar de todo esto. El tema es captarlo en contacto con lo que ha enseñado Lacan, Freud y añado Heidegger que han demostrado que entre la existencia y la nada hay una afinidad estructural. Los tres pensadores han marcado que lo verdaderamente humano es la relación con lo imposible y cómo lo imposible marca nuestra elección contingente. Si eso se reduce a una identidad, aunque sea una construcción política, siempre habrá un momento de clausura. Por lo tanto, creo que hay una afinidad entre el multiculturalismo y el capitalismo en este punto, ya que el capitalismo invita a esta producción de identidades. Lo verdaderamente crucial es siempre esta singularidad irreductible a la identidad. Lo que en cada caso uno puede ser según sus posibilidades, según sus propias elecciones, aquello que no viene dado simplemente sino que implica hacer una experiencia para saber cuáles son esas posibilidades. Esto no quiere decir que no se defienda en todas sus consecuencias el derecho que tienen, por ejemplo, los hijos de los desaparecidos a conocer su identidad de origen. Precisamente es necesario saber de donde viene uno, cual es su historia, quienes han sido sus padres, cual son las filiaciones para poder ir más allá... se debe tener una identidad para poder ejercer el derecho a su franqueamiento.
        Ahora, después del tiempo histórico transcurrido ya se puede dar cuenta del carácter sacrificial que la palabra revolución entraña. Empiezo a entender, por ejemplo, qué quería decir Walter Benjamin cuando señalaba que los proyectos revolucionarios iban acompañados de un cierto redencionismo y que sin ese plus mesiánico y redencionista es difícil concebir un proyecto, no basta la “lógica histórica”, nadie por una simple lectura de la realidad generaría un proyecto semejante. Se puede una y otra vez, volver sobre las implicaciones que puede haber tenido que el goce de la violencia (en los procesos revolucionarios) se impusiera al deseo de la política, tal vez, aquella creencia sostenida en donde la violencia iba a transformar las condiciones de la verdad propias de la política, fue un modo de anular la experiencia de insatisfacción e impotencia consustanciales a la política en su intento con lo imposible. Por ello, tal vez, el plus de goce de la violencia se erigió en el significante amo desde donde se le asigna sentido a todas las demás prácticas. En realidad lo que hay que hacer es mucho más interpretativo: entender qué se quiere decir y admitir, incluso, el sinsentido que cualquier proyecto revolucionario conlleva.
        Una cosa es que sea una obligación pensar en todos los impasses de los proyectosrevolucionarios, de la metafísica que los gobernaba, y cómo operó este estilo redencionista y sacrificial y qué conexiones metafísicas permitieron pensar que lo político se podía reducir a lo violento, y otra cosa es descalificar todo esto e invalidarlo como si se tratase de un mal incondicionado. En este aspecto, le sigo otorgando su valor de verdad a todos estos proyectos, y a los “últimos hombres de la verdad”.

        Ramón Rodríguez: Continuando con lo anterior, las cosas serían mucho más sencillas si el mundo de la representación fuera una mera tapadera que ocultara una realidad auténtica, donde se cocieran las verdaderas causas de lo que nos pasa. El problema es que la idea clásica de la falsa conciencia no funciona, sino que, como se dice en la pregunta, las formas de la representación configuran activamente los canales de interpretación de lo que nos pasa, convirtiéndose en la sustancia de lo que somos y lo que padecemos, como muestra la perversa obsesión por la identidad, cada vez más el centro de la discusión política. Es realmente admirable cómo una pura representación o una pura imagen de uno mismo se puede convertir, no ya en problema político, sino en realidad ontológica, en orgullosa afirmación de ser.Yo no sé si trata de una estrategia perversa, ideada en algún think tank poderoso, o sencillamente un anticipo de que la política abandona poco a poco el terreno de la palabra inteligible, que siempre creyó el suyo, aunque nunca lo fuera del todo, para abrirse sin reparos a lo que Nietzsche anunciaba como la lucha despiadada entre concepciones del mundo, reducidas ahora a puras imágenes de marca como “Occidente laico y democrático” frente a “Islam teocrático”, etc. No pretendo con esto decir que estas etiquetas no tengan fundamento alguno; lo que quiero subrayar es que la degradación de la política, la amenaza de la barbarie, se encuentra en el predominio absoluto, en el ámbito público, de la imagen o el cliché sobre el discurso, que se reduce cada vez más a una yuxtaposición de eslóganes, a chorros de imágenes más o menos impactantes, y siempre redundando en la autoafirmación corporativa del grupo de poder. El fundamentalismo y el nihilismo al que se alude se encuentran aquí, en este terreno de la representación, y son profundamente complementarios. Lo que el universo mediático transmite como su trasfondo propio es la homogeneidad de la diversidad, la idea de que en él todo cabe, que nada excluye y que todo acoge; el “todo vale” es la imagen matriz del mundo de la imagen y ninguna manipulación de los medios logra borrarla; hay un relativismo de base que necesita justamente de la proliferación de fundamentalismos: cuanto más radicalmente opuestas sean las “concepciones del mundo”, cuanto más se ataquen entre sí en foros de debate, en telefilmes y en reality shows, más resplandece su esencial igualdad, su irrelevante homogeneidad y con ella, su carencia de valor y de interés, el hastío, en una palabra. Por supuesto que el mundo de la representación no lo es todo y hay realmente, no en forma de representación, injusticias y violencias determinantes de nuestra situación, hechos históricos que trascienden la política y la conducen, y no al revés; tras la escisión entre el mundo desarrollado y los excluidos de él hay una
realidad social y económica que persiste tozudamente, pero la Seguridad y la Exclusión son representaciones que la consagran y la explican y nada se puede hacer contra aquélla sin pasar por éstas, sin examinar y criticar las imágenes que se difunden y se apoderan de las mentes.

        Nicolás Casullo: Estas son preguntas que ya portan las respuestas en su propio y esperpéntico signo interrogativo. Pero tal vez el tema de las nuevas subjetividades urbanas y sus formas de auto politización social y existencial constituya la máxima clave a discutir frente a las mutaciones y desintegraciones de una civilización económica y guerrera del miedo, el terror, las pestes, el fin de clásicas fraternidades modernas, la exclusión de toda convivencia, el descreimiento y el cinismo con respecto a la historia. Podría decirse con trágica ambivalencia: el fin de la mítica revolución obrera fue un alivio y una profunda aireación, en cuanto a las miserias y fracasos que había traído aparejada con sus crónicas y dogmas. Pero la revolución como pasado es también un dato cultural patologizante, incalculable, como desguarnecimiento del sueño comunitario: un hecho hasta ahora o para siempre no explorado. El mundo ha quedado en estado de derecha. Como campana atmosférica, como fondo silábico, como sentido común espontáneo de cualquier locutor. Las derechas embisten con sus voces de alarmas, con campañas religiosas, con programas maccartistas, de melancolía militar, de utopía policíaca: las derechas yacen en la mayor parte de la gramática mediática. Se saben patrocinadoras y locatarias del actual “hogar histórico” donde estamos todos. No aceptan no gobernarlo todo. En este marco crecen los enigmas sobre las nuevas subjetividades. En la Argentina del presente por ejemplo, entre las prolijas jornadas comiciales donde la sociedad vota entusiasta a sus representantes, y los otros miles de días y días ciudadanos, pareciera abrirse un abismo y extinguirse todo vínculo con las instituciones, mediaciones y normas establecidas, disolverse toda visión de conjunto en obediencia a los géneros noticiosos de la TV. El año 2002 en la Argentina, con miles de asambleas permanentes en las calles durante meses, con manifestaciones semanales a la Plaza de Mayo sede del gobierno, invirtió la aparición de la forma contestataria y las ideologías que adquieren los conflictos. Lo que prima cotidianamente en lo político es una actuación sin políticos profesionales ni elegidos de ninguna especie. Actuación sectorizada, colectiva, directa, protestataria, inmediatista, desbordante, que se esparce sin dueño identificable. Puede ser “de derecha” o “de izquierda”, o en ocasiones indiscernible. Tiene un fondo básicamente social medio, cualunquista libertario, democratizante. De crítica al estatismo pero reclamando por más Estado. Con rasgos anarcofascistas, acostumbrada a interactuar y co-protagonizar con lo mediático masivo.Autista en sus reclamos, indiferente al resto de las problemáticas sociales. Sería aventurado en esta experiencia de mezcla advertir perfiles políticos definitivos. En todo caso
es una problemática a abordar más en términos estéticos que políticos: sensibilidades, sensaciones, sentimientos, inconscientes operando, duelos indecibles, nuevas modalidades de acción y relación humana, metamorfosis identitarias, reinvenciones lingüísticas, democracias massmediáticas ya instituidas, referentes extrapolíticos, inéditos protagonismos socioculturales. En esta escena muere aceleradamente un ensamble histórico de la política. Pero la política nunca muere. Hoy un inmenso y multifacético Subjetivo busca dar cuenta de algo adelante, tal vez como a fines del XVIII principios del XIX fue en Europa y América. Hispanosen Estados Unidos, estudiantes franceses, trabajadores devastados, nihilización de la vida, suburbios islámicos o sudamericanos de ciudades europeas, indígenas en Bolivia o Perú. Debajo de las especulaciones inmobiliarias y de la bolsa de Honk Kong en las pantallas, todo arde.

        Ángel Gabilondo: Hemos entronizado la seguridad como gran coartada, un determinado concepto de seguridad. Hemos puesto la justicia y la libertad al servicio de la seguridad y, sin embargo, se trataría precisamente de lo contrario. El temor nos hace no sólo dóciles, sino cómplices. Y reaparecen formas más o menos sofisticadas de terrorismo, entre los que destaca el denominado por Hegel “terrorismo de la voluntad”, que consiste en unir la voluntad a la ejecución, sin mediación alguna. Dicho terrorismo habita en los lugares más inesperados y, en ocasiones, resulta tan palpable que se oculta por exceso de aparición. Semejante eficacia, acción directa pone cuanto existe al servicio del orden, todos como servicio de orden, la perversión del denominado ciudadano. En definitiva, aplanadas las diferencias, ya no son el derecho a la diferencia, sino la diferencia de derechos. El otro es un extranjero, un extraño incómodo, alguien a quien hemos de tener a buen recaudo. Nuestro corazón se ha poblado de cautelas, de fronteras. Entonces, la hospitalidad viene a ser insurrecta. Incluso el afecto sin interés se pone bajo sospecha. La sensata cautela se disfraza de prudencia, el temor de realismo. El aburrimiento ontológico quiere impregnarlo todo porque, efectivamente, todo da igual, es igual, no cabe diferenciar, ni diferenciarse, ni diferir. Las formas de vida se normalizan, se estandarizan y reaparecen las vidas no ejemplares sino ejemplificantes, la del valiente delator, la del resignado disciplinado, la del admirable progenitor. Y un enorme y vallado recinto para los otros. Y entonces Foucault escucha a los denominados hombres infames.

       Y, ahora, les planteo, a la manera kantiana, como última pregunta en esta amistosa conversación: ¿qué cabe esperar? Es decir, ¿atisban alguna posibilidad para salir del desasosiego y del fatalismo? ¿Cabe alguna estrategia o actitud más allá del desencanto?

        Horacio González: Con lo único que no estoy de acuerdo es con la idea de que formulemos la doctrina del abismo, para luego aparecer como los hechiceros que tendríamos la pócima para la salvación. Si describimos el mundo bajo formas amenas de control e incluso de terror –pues éste puede ser condescendiente con los horripilados mientras hace su tarea silenciosa–, cabe esperar de nosotros una crítica, no de índole profesional, siquiera sistemática ni bienpensante, sino prudente en la valentía y hábil en el uso del desencanto: no es que no haya que invocarlo, pero en algunos despuntes de ingenio, debemos sobresaltar la amargura con la esperanza.

        Ramón Rodríguez: Me parece que el análisis y la crítica racional de los discursos y las imágenes es la primera tarea que se puede y se debe emprender. Por supuesto, no ignoro que la realidad de la vida política, incluso en el universo mediático en el que estamos, no se reduce al discurso y la imagen. Los filósofos y los intelectuales en general tienen (o tenemos) el vicio de creer que una crítica acerada o una buena argumentación modifican por su sola presencia las cosas, que un buen artículo transforma la situación, cosa evidentemente falsa. La poesía no es un
arma cargada de futuro, por mucho que nos guste el poema de Celaya. Pero tampoco podemos ignorar que el mundo de la imagen es hoy el elemento esencial del espacio público y que la batalla política actual es una lucha por el dominio del universo de la representación. Tenemos una experiencia luminosa en la España de hoy: el discurso nacionalista y sus formas de representación han ocupado de manera completa el espacio político y son ya el horizonte de referencia en el que todos estamos colocados, incluso los que querríamos estar a mil leguas de él. Y esa ocupación, es obvio, no reposa en su fuerza intelectual (filosóficamente produce más bien vergüenza), ni siquiera política y tampoco es una perentoria exigencia social; cómo se ha llegado a esta desproporción es un asunto complejo, que no es para tratar aquí, pero es un claro ejemplo de que el dominio de la representación produce consecuencias reales. Por eso es tan esencial entrar en esa batalla, pues de ella depende cómo se enfoquen y se afronten los hechos históricos que nos desbordan (la emigración masiva, la reconstrucción de los bloques enfrentados, la nueva situación de la juventud, el hambre aterradora de África, etc.) y entrar con inteligencia, intentando ensanchar el espacio genuinamente político, el de la articulación racional de proyectos, lo que comporta no reproducir sin más las exigencias de los gabinetes de comunicación. Quizá los intelectuales tengan ahora una posibilidad de acción, muy distinta de su clásica labor militante del pasado siglo: el examen crítico de las formas de representación y de discurso, con la mira puesta en ese ensanchamiento del espacio político, contra toda ocupación homogeneizadora, buscando crear estados de opinión que obliguen a hacer política, a ese debate
público que no permite dar las cosas por sentadas de antemano. Probablemente ni yo mismo me creo lo que estoy diciendo, pues pesa demasiado el fatalismo y el desencanto que produce la oscura conciencia de que la unión de capitalismo y tecnología es una alianza imbatible, que tiene una dinámica propia que no se sujeta a acciones externas. Pero los políticos profesionales no son puros ejecutores de los designios de esa alianza, necesitan de representaciones, e incluso creérselas, y el poder de éstas, en el espacio de una comunidad política regional, no global es mayor de lo que ese fatalismo nos da entender. Quizá en grandes niveles estratégicos, planetarios, el poder de lo que en los sesenta llamábamos el “complejo militar- industrial” sea decisivo, pero en planos inferiores cabe mayor movimiento.

        Nicolás Casullo: Por lo general los investigadores, académicos, estudiosos y ensayistas de la historia y la cultura nunca supimos predecir acontecimiento ni en las vísperas. Ni a estos acontecimientos coincidir con lo que se pensaba debían ser las cosas. Desde este punto de vista es una suerte que los intelectuales frecuentemente no estemos a la altura de las circunstancias ni de los “retos”. Siempre resta entonces la esperanza desde el resto del mundo. Sin embargo, y a pesar de esta conducta más bien fallida, la crítica intelectual basada en las amenazas que se ciernen sobre la historia, resulta necesaria. Diría imprescindible para el propio ejercicio de la crítica, de la política, y de las significaciones en la historia. Desde la crítica a la irracionalidad de lo dado no hay un más allá del desasosiego. Y la fatalización es una astucia intelectual, que solo puede pensar cuando se tensa contra el destino. Cuando abandona un día la pequeña parcela de erudiciones bien o mal pagadas.

        Ángel Gabilondo: Es Cioran quien nos ha recordado que la lucidez es incompatible con la respiración, que no parece fácil vivir en la audacia de carecer de fundamento. En este sentido, más vale dejarse de grandilocuencias y acompañar el decir de Nietzsche que también supo reconocer que no resulta fácilmente viable ser artista todo el día, ser artista siempre. Pero ello no impide la necesidad de una tarea decisiva, la de ser artesano de la belleza de la propia vida, la de hacer de la propia vida un obra de arte, la de ser artífice, para empezar de sí mismo, y no un simple artefacto, la de ser un artificiero de la palabra. Dar belleza a nuestra forma de vivir es también llegar a ser bellos de palabra. Vincular la propia palabra a la justicia es también decir palabras ajustadas, convenientes, convincentes, adecuadas, pertinentes, capaces de motivar, esto es, de mover, de conmover, decir palabras que escuchan, palabras capaces de provocar emociones comunes, de hacer causa común. Sólo así cabrá la responsabilidad compartida. La vinculación entre la palabra y la justicia se ofrece como una tarea permanente que implica nuestra
existencia. El fatalismo o el desencanto son ya un privilegio burgués que no hemos de permitírnoslo, una forma de rendición, una razonable coartada, pero una coartada. Es preciso ser íntegros, valientes y decidir con entereza, con argumentos. Ser de palabra es un modo de ser y de decir, la de quienes, como Platón nos subraya, están mordidos por los discursos, tienen pasión por la verdad. Si un archipiélago es un conjunto de islas unidas por lo que les separa, nuestro aislamiento y nuestra constitutiva soledad son también apertura al otro. Compartimos un destino común como mortales y un mundo que ha de ser siempre a la par nuestra tierra. Ésta es otra forma de hablar del eros terapeuta que, a decir de Montaigne, sana un mundo enfermo, por la falta de amistad y de comunicación.
        Una vez más hemos de estar a la espera, que no a la expectativa. Se trata de abrir espacios y de ofrecer condiciones de posibilidad, no de representarnos lo que ha de venir, y que sólo reconoceríamos en ese formato. La espera es acción, es una forma de atender, de recibir y de entregar, no sólo de estar atento. En ocasiones, un encuentro, una conversación como la que ahora mantenemos son gesto insurrecto e imprevisible. El Fedro de Platón nos recuerda que la palabra semilla fructifica en el corazón de quien escucha hasta producir un verdadero trastorno, un
fecundo ser otros. Mientras se dé la palabra puede llegar a ocurrir.

        Eduardo Grüner: Este es el momento, quizá, de incorporar la cuestión capital que se nos plantea: ¿qué podemos esperar? Quiero pensar (la referencia a Kant lo autoriza) que no se nos habla de alguna “esperanza”. Es un concepto del cual desconfío instintivamente: hay en él no sé qué tufillo a resignación y pasividad. Y, además, es una palabra que lleva, últimamente, una impronta del “giro” ético-religioso, que ha venido a sustituir a las carencias actuales de la política, así como a los excesos de la técnica. Y conste que nada tengo, en abstracto, contra lo ético –que es algo que debería sencillamente practicarse sin tantas sospechosas declamaciones– ni contra lo religioso –al contrario: más allá de la presencia o ausencia personal de creencia, no me cansaré de repetir que para mí, me guste o no, lo político es incomprensible sin su matricidad religiosa. Digo, simplemente, que no me parece evidente que ética y religión pertenezcan al mismo registro.
       Me permito recordar aquí al Kierkegaard de los tres estadios (el estético, el ético y el religioso): el estadio religioso sólo se alcanza mediante una suspensión de la ética. Puesto que para el protestante Kierkegaard la ética es una cuestión individual, subjetiva, otra vez, “psicológica”, la ascensión al estadio “superior” de lo religioso supone una ruptura con esa inmanencia mundana hacia la trascendencia en el mundo (y véase por qué vía, entre paréntesis, al menos para Kierkegaard, podría decirse que lo religioso está mucho más cerca de lo político –que también debería ser “trascendencia en el mundo”, precisamente porque su lógica es inmanente a la multiplicidad de la materia– de lo que lo está lo ético: algo que, aunque sea admitidamente incómoda la cita, supo ver bien Carl Schmitt, haciendo de Kierkegaard un inspirador de su teoría de la decisión “trascendental”) . “Esperanza”, entonces, no, al menos no en este sentido. “Desasosiego”, sí: es el motor mismo de un deseo de transformación. Pero ¿qué es lo que queremos transformar? El modelo revolucionario moderno –en el sentido más amplio posible, que va del jacobinismo, pasando por el bolchevismo, al maoísmo, o lo que sea–, no es que haya “fracasado” (finalmente, esas revoluciones triunfaron en su momento, y marcaron a fuego toda la lógica de la modernidad, para bien o para mal) sino que, por complejísimas razones, no fueron capaces de evitar ser absorbidas, en buena medida, por la lógica de la corrupción constitutiva del “sistema” (que, él sí, ha fracasado en toda la línea, al menos respecto de sus promesas civilizatorias). Suspendido –posiblemente para siempre– ese “modelo”, queda, hasta que inventemos otro, el de la resistencia (y, después de todo, ¿por qué no?, ¿acaso no fue este también, durante todo el siglo XX, un “modelo” del cual habría mucho que aprender?), bajo el signo del optimismo trágico de Nietzsche, o de la apuesta de Pascal. Y de esto hay, muchísimo, hoy, no solamente pero sí sobre todo en la llamada “periferia”, y en especial en Latinoamérica: cada uno pondrá allí los nombres que prefiera, ya sea que su apuesta (siempre riesgosa e incierta, claro) vaya de arriba hacia abajo o viceversa. Va de suyo que esto no es, todavía, ni probablemente lo será en el futuro inmediato (si lo hay), esa trascendencia de la que hablábamos: no recuperaremos ese sentido trágico de lo verdadero-político (de lo plenamente público) con la voluntad individual (es decir, privada). Pero podemos ir pensando (y ahora sí, en este sentido “trascendente”, el principio-esperanza o el espíritu de utopía de Bloch pueden informarnos) en lo que Fredric Jameson ha llamado una arqueología del futuro. “Arqueología”, digo, en la más estricta acepción benjaminiana: una construcción activa sobre las ruinas del presente. Porque son
ruinas: la modernidad –malgré las socialdemocráticas nostalgias habermasianas, que sólo le sirvieron para apoyar bombardeos de la OTAN– terminó. Y terminó sin que hayamos sido capaces de rescatar hasta el fin lo mejor que la modernidad tuvo, a saber, el pensamiento que la puso en cuestión desde adentro –gente como Marx, Nietzsche, Freud, la Escuela de Frankfurt, Sartre–, mostrándola como lo que siempre fue: un campo de batalla, y no ningún “gran relato” terminado y empaquetado, como nos ha querido hacer creer una llamada “postmodernidad”, agotada ya desde su propio inicio, y que nunca alcanzó siquiera a plantearse sus propios problemas. Por supuesto, esta (post)modernidad de la que estamos hablando, la que terminó, es ante todo la europea (que incluye desde luego, culturalmente, a la norteamericana
): el lugar de un auténtico “gran relato”, de una épica y una tragedia, es ahora otro, y ese lugar Otro, que es la antítesis del así llamado no-lugar, debería incluir a una Europa capaz de dislocarse de sí misma para volver a ser “sí misma” (es, permítaseme, una ventaja latinoamericana: dis-locados, nosotros, lo estuvimos siempre). Empecemos a pensar, pues, para repetirnos, en su arqueología futura.

        Félix Duque: Es obvio que yo no me muevo en las lindes arrasadas del desencanto, ni veo tampoco (ya digo: debo de ser algo corto de vista) tanto desasosiego y fatalismo, sino más bien un desafío tremendo ante el pensar: el “accidente total” de Virilio es ya el lomo del cetáceo en el que nos movemos, ciertamente de forma acelerada. Podemos perecer con él. Seguramente. Pero la visión de las profundidades que la virtualidad o la biotecnología está ofreciéndonos supone el acercamiento a un mysterium fascinans et tremendum sin parangón en la historia.
        Pero en fin, con respecto a las supuestas zozobras de un mundo ciertamente en vertiginosa transformación, yo me dejaré influir por la vigorosa defensa que Deleuze ha hecho de la plainte, en lugar de proponer apocalípticas reacciones contra el imperialismo telemediático actual. Tal sería mi professio fidei, hoy: frente al arrogante (y a veces mortífero) “dar testimonio” de la Verdad de un Orden superior (valga de nuevo la redundancia), la queja es siempre propia, pero lo es por apropiarme yo del lamento del otro, por hacerlo propio, de manera que ese principio de condolencia ejerza constantes constelaciones de sentido en mi propia vida. Condolencia: pietas de la verdad, veritas de toda piedad. Una verdad que ya no es –no es principalmente– adecuación, ni coherencia, ni siquiera confianza en el/lo Otro benefactor y salvador (como parece indicar efectivamente el famoso y controvertido pasaje de Éxodo 32: no el identitario “Yo soy el que soy”, sino: “Soy el que está a tu lado”). Ni siquiera, pues, confianza en salvación alguna, sea von oben herab (como gustaba de decir Kant) o por no sé qué “viento del pueblo”.
Nada, sino la mínima sobriedad doliente de un sentirse interpelado por la miseria en el bienestar, por la injusticia en la justicia, por el sufrimiento en la vida. Incitación ya no tópica, ni siquiera distópica (pues que no se arreglan las cosas por pasar de la lucidez a la locura), sino heterotópica. Apertura al Otro precisamente por serlo: inaccesible, viviente, inerme. Ser hombre: abrirse al hombre-hambre.

        Jorge Alemán: Precisamente entramos en un tiempo en que podemos ver las consecuencias de lo que Heidegger llamó la época de la técnica, donde las existencias sólo se muestran en su dimensión calculable, planificable, tratándolas en términos de trabajo, de producción. En ese aspecto, el psicoanálisis es la apuesta por atravesar una experiencia que no combina bien con este tipo de coordenadas. Lo que no podemos pensar es que va a haber una totalidad que se realice a sí misma y que en el final anule los antagonismos. Esto me parece el mayor aporte del “real lacaniano” al pensamiento de la política. En este aspecto, hay un cambio frente a las tradiciones marxistas-hegelianas donde la totalidad siempre se pone de manifiesto como problema o punto de llegada, como un progreso hacia una totalidad que se realiza. Por ello, la otra enseñanza que es muy importante del psicoanálisis es que esa totalidad es un fantasma inalcanzable, no hay acceso a una identidad plena ni a una comunidad plena y hay una fractura incurable y hay que saber hacer con ella. ¿Qué hacer con esa fractura, con lo parcial?
        Tal como ocurre en la propia existencia singular con el “resto heterogéneo” (que la acompaña como un suplemento), se puede hacer de ese resto o bien una escoria indigna o bien un resto fecundo, es decir, se puede vivir la exclusión como desecho o paria o como “parte” que no cuenta para la totalidad pero que, sin embargo, puede abrir un cuestionamiento a la universalidad dominante. Precisamente, en eso consiste, a mi parecer, la política. Además, no se puede dejar de introducir lo que le preocupaba a Freud: ¿qué hacer con la pulsión de muerte, qué hacer con esa relación estructural que mantiene el superyó con los imperativos que ingresan en su circuito? Era el problema político que Freud había mostrado en sus reflexiones sobre la guerra, en El malestar en la cultura y también en La moral sexual y la nerviosidad moderna. Donde hay cultura, parece que el pacto está mal construido, pues está construido sin tener en cuenta la singularidad, por lo tanto el lazo social siempre implica un problema político. Existe un resto heterogéneo que no se puede reabsorber en el juego de lo simbólico. Ese resto heterogéneo puede estar jugando de manera mortífera o puede que cambie de estatuto y se lo trabaje políticamente para construir una realidad distinta. Desde el viejo canon, en los períodos en que la palabra revolución era dominante, períodos en que ese significante tenía un valor especial, lo parcial era dimisión, gradualismo, reformismo y la revolución era pensada como totalidad. El desafío desde el psicoanálisis es pensar si es posible salir de la dominación de una manera que no sea totalizante y hacer de lo parcial aquello que establezca un corte entre lo singular y lo universal. Hay política en los destellos simbólicos de ese corte.
        Finalmente, sin temor ni esperanza, imaginemos una sociedad “imposible”:
        Apostar al deseo sin garantías y sin que se excluya el horizonte de la responsabilidad.
        Aceptar el carácter irreductible del deseo sin caer en la tentación del goce del mártir.
        Soportar la infelicidad contingente sin que se convierta en desdicha necesaria.
        Saber perder sin identificarse con aquello que se ha perdido. Aceptar la propia finitud, escapando a la fascinación de la cultura de la pulsión de muerte.
        En esa sociedad “imposible” habría lugar para la tragedia singular, pero no para la humillación planificada. Encontraría lugar el dolor de existir, pero no la explotación de la fuerza del trabajo. Habría lugar para la voluntad de decir cualquier cosa, especialmente callar, pero nunca para el silencio cobarde. Estaría contemplado el ser extranjeros de sí mismos, pero no el desarraigo obligado para las multitudes.

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Pensamiento de los confines, n. 21,
Diciembre de 2007