La tierra grávida
Ana Amado

“Lo que se ve es únicamente la tierra desierta, pero esa tierra está como grávida de lo que hay por debajo de ella. (...) ¿qué es lo que se sabe de lo que está por debajo? Precisamente, aquello de lo que la voz no(s) habla. Como si la tierra se combara por lo que la voz nos dice, y que viene a ocupar su sitio bajo la tierra, a su hora y en su lugar. Y si la voz nos habla de cadáveres, de toda la estirpe de cadáveres que viene a ocupar su sitio bajo la tierra, en ese mismo momento, el menor gemido del viento sobre la tierra desierta, sobre el espacio vacío abierto ante los ojos, la menor cavidad en esa tierra, todo cobra su sentido”.

G. Deleuze, en Tener una idea en cine (acerca de las películas de J-M Straub y D. Huillet)


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El sabor de la cereza, de Abbas Kiarostami, trata una materia delicada como es la decisión de quitarse la vida, pero la cuestión deriva en el destino de un cadáver. Ahí radica su fuerza, su desafío y tal vez es la base de la cualidad hipnótica que esas imágenes, ese tema, ejercen sobre los espectadores de este país de “tierra tan grávida de cadáveres”, en palabras de Deleuze.
        El protagonista, Sr. Badii, desea suicidarse y no hay explicación alguna para su decisión, que incluye además una tumba cavada expresamente por él para esperar la muerte. Su suicidio depende, sin embargo, de conseguir que algún prójimo, cualquiera, verifique su muerte y eche algunas paladas de tierra sobre el cadáver. Su plan es minucioso y anticipa los pasos de un ritual secularizado: que alguien se acerque a su tumba, compruebe de algún modo que efectivamente está sin vida y lo sepulte. Busca por lo tanto una mirada para ese pequeño espectáculo en el que dará a verse como cadáver, pero los probables testimoniantes que sucesivamente aborda se resisten a cumplir con ese pedido, quizás por la convicción –casi siempre perturbadora en ese caso– de que la mirada no les será devuelta.
       Una búsqueda con semejante fundamento bien puede anclar en la tragedia –no es difícil, por ejemplo, asociar la expectativa del Sr. Baddi sobre el destino de su propio cadáver con los argumentos de Antígona en relación al destino de los restos de su hermano–, pero esa búsqueda se convierte de hecho en el motor de una ficción frágil, de elementos mínimos, que avanza sin subrayar las relaciones de esos elementos entre sí. Apariencia engañosa de un mecanismo narrativo apoyado en un clima de suspensión, en el que las vueltas circulares del personaje no avanzan hacia algún momento epifánico o de revelación, sino que acentúan progresivamente la gravedad de la idea –trágica– que sostiene esa deambulación resignada y obcecada a la vez. Hay algo de sonámbulo, precisamente, en el Sr. Badii, quizás por la ausencia de énfasis alguno en las palabras que pronuncia, como si dijera otra cosa de lo que dice con un tono de ni falso ni verdadero. El silencio que enmarca cada parlamento suyo o el de sus sucesivos interlocutores no apunta a la densidad dramática sino que en coherencia con la neutralidad de las imágenes, caen inicialmente como en un vacío de significados, para recrearlos de vuelta en otro plano de sentido. Esa comunicación indecisa alcanza rasgos notables en la secuencia con el soldado kurdo: es reticente ante una propuesta que en principio parece equívoca –el Sr. Badii le ofrece dinero a cambio de un favor no explicitado–, es luego asombro apenas traducido en una mirada o un gesto ínfimo de su cara inexpresiva cuando se le revela más claramente la demanda. ¿No comprende lo que se le dice o no oye bien? En una superposición de oír-ver (cercana a una imagen sonora y visual intercambiables), titubeante, el soldado mira a Badii como quien tira un lazo al sentido que se le escapa. Es el punto más cercano a una mediación que encuentra el espectador en el film respecto de su propia incertidumbre. La confusión ligeramente grotesca sostenida durante la primera media hora en que Badii aborda desde su vehículo a jóvenes que encuentra en su camino no resulta una simple cuestión de interpretación, cuando más tarde se explicitan sus intenciones. El malentendido enlaza con sutileza extrema la secuencia exasperante de apertura del film con peones ofreciéndose como prostitutas en las calles de Teherán; así como la percepción de que parece más aceptable un contrato por favores sexuales que un compromiso con la muerte, aunque la mención de la misma que hace el protagonista participe de la “objetividad” o crudeza –para calificarla de alguna manera– que alcanza la muerte cotidianamente hoy en el mundo. Particularmente en los países de origen de cada interpelado, un kurdo, un afgano, un turco, además de los iraníes, con sus respectivos relatos de “guerras” y traslados que deshacen el sentido de nación.
        Más allá de haberse transformado en hecho casi banal en su dimensión colectiva –por causa de guerras, cláusulas penales, atentados, accidentes, etc.– la muerte tiene un tinte insoportable en su formulación privada, sobre todo cuando sobreviene por mano propia. Para acentuar ese pasaje oscuro de la vida a la muerte y para pensar a la vez el carácter sagrado de la vida, Kiarostami pone en evidencia el cadáver, los restos de una persona en una tumba ante los cuales el prójimo debería comparecer como testigo y garante de un cuerpo que existió.
       Aquí no se informa sobre el por qué de la decisión de morir, aunque sí se sugiere lo que cuesta. Dejar de existir, elegir el suicidio como vía de tamaña negación, coloca a Badii en un borde patético del dolor donde su elección se mezcla con el terror de abandonar la vida, “esa situación de luz”. De ahí las dudas hamletianas que lo asaltan y que las imágenes expresan en el trayecto laberíntico de su vehículo por los caminos abiertos como arterias en la cantera. Piensa en la posibilidad última que lo libere de la muerte, prevé las contradicciones que pueden perturbar su acto suicida, es decir, está atento a la inminencia de la muerte, pero aferrado al presente. La decisión se afirma, sin embargo, en una cuestión convertida para él en algo innegociable: la mirada ajena con la que pretende acondicionar su entrada al misterio.
        Si las ideas de Ciorán se perciben en el despliegue melancólico del suicidio y sus significados, –aunque más no sea en el valor simbólico del suicidio como ejercicio de una libertad extrema frente a la duras interdicciones que la religión musulmana tiene hasta para su mención–, es el pensamiento mítico o sagrado el que subyace en la segunda parte del plan: la preocupación por el destino del cuerpo. ¿Morir es igual a “desaparecer” o ser “tragado por la tierra”? Es imposible obviar en este punto la célebre definición del ex dictador Videla: “(...) mientras sea un desaparecido no puede tener un tratamiento especial. Es un desaparecido, no tiene entidad, no está ni muerto ni vivo, está desaparecido.” Kiarostami se refiere a esta cuestión sin metáforas, lo que convierte su propuesta no en un asunto ideológico sino ético y político. Que podría formularse también como una ética de la imagen en relación a la política de los cuerpos.
        El sabor de la cereza anuda en este sentido algunos principios que pueden parecer abstractos o tener un fondo metafísico, pero reunidos aluden en primer término a una cierta posición de la memoria. La idea de morir, en este caso decidir morir, no implica renunciar a la idea de inmortalidad (Levinas). Con su solicitud Badii busca de algún modo poder ser aún muerto, a través del reconocimiento de otro. De una mirada sobre su cuerpo cuando la vida esté definitivamente ausente, mirada del testigo que contenga de algún modo la certificación del porvenir. Ese acto testimonial incluido en el rito de la sepultura, aún mínimo y con un único oficiante, es el que permite al tiempo hacer su entrada para relacionar el pasado con el presente y a la vez con el futuro. Condición del tiempo que relaciona a los seres humanos con la historia, abriendo una evocación, un registro de la muerte para construir una memoria. La memoria a la que se alude en El sabor de la cereza está más allá del drama privado que conduce a una persona a la muerte pero necesita efectivamente de la reposición de un cuerpo, es decir de una identidad, de un relato. Esta reivindicación privada y casi secreta está en las antípodas del culto conmemorativo del cine norteamericano que construyó el tópico de la tumba y las exequias como parte de la trama de la gran novela nacional, con una insistencia dirigida a no olvidar que sus cuerpos muertos trabajan para el cuerpo de la nación y en el caso de los héroes, para a conciencia de la patria. También es opuesta al culto memorialista que convirtió a la tumba en un lugar museográfico. En este sentido, nada más directo que la secuencia final de La lista de Schindler, con la larga fila de personajes dirigiéndose hacia un sepulcro que Spielberg señala así como panteón simbólico de la memoria del holocausto.
        La posición sobre la memoria de Kiarostami no tiene una dirección social, ni sesgo patrimonialista. Alcanza un significado profundamente colectivo, en cambio, a partir de relacionarse con el pasado en su significado más primordial y de apelar al valor de la fe como confianza, como creencia –no es otra cosa lo que lleva a Badii a superar sus dudas y a confiar en que una vez muerto tendrá la pequeña ceremonia a la que aspira–, elección que lo aproxima al sentido de la religiosidad tarkovskiana. Esta cercanía podría reducirse a lo temático antes que a lo estético, pero el tratamiento del paisaje y del vínculo del protagonista con ese paisaje como parte indispensable de la trama que hace Kiarostami dan el fundamento de esa comparación.
        Desde el inicio del film el interior de la camioneta de Badii, especie de ataúd metálico, establece una distancia con el mundo que en parte prefigura la separación final. No hay relación entre esa cabina y el afuera. De hecho, la resolución fílmica acompaña su decisión: con la excepción de algunos pasajes en su apertura, a lo largo del film Badii no comparte un plano con nadie, ni siquiera con quienes lo acompañan circunstancialmente a bordo de su vehículo. Luego de atravesar calles urbanas, suburbios, terrenos vacíos, basurales, la camioneta queda progresivamente “atrapada” en el marco de la inmensa cantera de tierra y piedras con algo de fantástico o de una cualidad mítica atravesando la densidad de lo real. Hay una secuencia decisiva que comienza con la sombra espectral de Badii proyectada –a semejanza del juego platónico sobre verdades y apariencias– en una dimensión irreal, gigantesca sobre las ancestrales murallas de piedra mientras contempla como hipnotizado el trabajo de excavadoras, camiones, de máquinas que perforan, movilizan la tierra. De pronto ya no hay paisaje, las entrañas de la tierra inundan la pantalla y se han vuelto sonoras: un ruido atronador de materias se agitan y entrechocan, como si se hubiera pasado al otro lado, a su interior, mientras el polvo inunda el espacio hasta borrar toda imagen –o dejarla en “suspensión”– incluida la de Badii, atrapado en el espectáculo como en una escena del origen. En el centro de ese lugar –había explicado antes– está el agujero previsto para cobijar su propio cadáver. Ahí donde el territorio tiembla y donde las arquitecturas se desmoronan, la cantinela obsesiva de la muerte se acompaña de pronto con la percepción de la tierra “grávida de cadáveres”, como fosa común, ancestral de los cuerpos, de legiones de muertos y de muertos insepultos, los “desaparecidos” de la historia. El rito preparado para acompañar la entrada a ese misterio tiene la cualidad de homenaje y reivindicación, que el film establece como una extraña alianza entre el testimonio mudo y la memoria. La estrategia del texto en esta secuencia desemboca con sencillez ejemplar en la idea contenida en esta frase de Shoshana Feldman sobre Shoa, el documental de Claude Lanzmann sobre el holocausto judío: “¿Qué podría significar para un testimoniante su propia tumba para testificar desde adentro el verdadero cementerio que no está cerrado todavía?”
        La tensión narrativa tendida entre la vida y la muerte es una apuesta fuerte de Kiarostami dentro de las estéticas límites. Contra la exhibición mediática banal, obscena, de la violencia de la muerte, la ética de una imagen que la desplaza fuera de la escena, a los bordes del relato. El pasaje de la vida a la muerte, el ingreso a ese espacio más allá de lo visible sólo puede concebirse bajo la figura de la supresión. El extraordinario plano del rostro final del protagonista en su tumba cierra la visión con el aleteo de un párpado, o con la imagen metonímica de las nubes oscuras que ocultan la luna, y el negro total que se apodera abrupta y largamente de la pantalla. Es la noche, la muerte, la tumba, el enigma.
        Al final, en ese extraño epílogo rodado en imagen electrónica, el espacio rígidamente controlado se descentra, pierde toda referencia cuando, paradójicamente, el dispositivo fílmico hace su aparición en escena: el actor y otros figurantes cruzan sin dirección fija, la situación de la cámara no coincide con la orientación percibida, un pelotón de solados rompe filas y se sitúa a una distancia que ni el ojo del director ni el registro del sonido parecen controlar. El “desconcierto” bien podría aludir a la continuidad de la vida con sus promesas difusas, pero donde el deseo encuentra, después de todo alguna dirección, como la señalada por el taxidermista. Contracara de la disolución buscada por el protagonista, este personaje opone recortes nítidos en la memoria de la que rescata la revelación de un sabor o una visión fulgurante de la belleza del mundo capaces también de resistir en el tiempo. Es, sin duda, el eco de esta voz (esperanzada) el que Kiarostami finalmente retoma –o asume con su efectiva presencia en la pantalla–. Pero esta elección no alcanza a modificar la visión de un relato minimalista sobre el limbo terrenal y el destino de los cuerpos en él, como elementos de una alucinada poética de las ruinas.

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Pensamiento de los confines, n. 5, octubre de 1998 / Págs. 131-134.