Viena y la mirada del héroe antisemita
Nicolás Casullo

Recordando sus años por los alrededores de la Ringstrasse del 900, con su signo distintivo vienés de haber sido concebida capitalistamente como proyecto comercial y estético de pura cultura, Adolf Hitler confiesa haber aprendido de esa ciudad todo lo que importaba saber de la condición del mundo y del hombre, hasta recibir su bautismo ideológico: la iluminación del secreto. Relato de un alumbramiento de conciencia que se disipa en lo anónimo espectral de la urbe: fue “un día” de la gran ciudad sin fecha ni huella documentaria. La escritura de Hitler, en esos primeros capítulos de Mein Kampf, se hunde en los claroscuros del cristianismo y los tiempos que renuevan los tiempos. Pareciera traer en parte a cita, desde su precariedad estilística, cierta procedencia de un legado barroco sobre la representación del mundo en su ruina, en su silencio como latido más allá de dios. Silencio terminal que recién permitiría el volver a revelarse del mundo, la existencia del milagro, la transfiguración que salva lo esencial para un tiempo vaciado a llenar: un ansia infinita en su radicalidad.
        El texto de Hitler parte del génesis de la ciudad caínica moderna, y desde ella narra el nacimiento del antisemita como vanguardia crítico política. El futuro caudillo nazi repite una vez más un gesto de la modernidad por excelencia: el pacto es fruto de un tiempo profanante, donde se ha perdido la historia que salva y surge la amedrentadora libertad de representar anticipadamente las historias: la urbe del hombre. Solo al dilucidar la arbitrariedad de este nuevo tiempo construido, al penetrar la ciudad como maquinación de vidas, como fabrilidad de autómatas, productividad de lo ilusorio y de lo cierto, como nihilización extrema, puede Hitler acceder a su intuición ideológica racista definitiva, redentora: ser él también la “espiritualizada” contracara de un tiempo, el suyo.
        Mein Kampf lleva en sus primeras páginas el título de una metrópolis, Viena. Es desde la lacerante experiencia en la gran urbe que la escritura de Hitler encuentra su inicio político e ideológico definitivamente racista. El joven no solo habita la ciudad, sino que busca develarla en un proceso íntimo que siente como sacrificial, y a partir del cual extrae la iluminación de su ser alemán genuino, ario. Sin duda en la Viena de ese entonces latía un antisemitismo explícito en políticas triunfantes y de gobierno. Pero antes de esa cita con el racismo militante, es en su rastreo por calles, plazas y esquinas en pos de hallar la identidad de un tiempo al que calibra ilegítimo, donde su escritura construye la develación de ese tiempo histórico como escena homicida.
        Un tiempo vivido por Hitler como extraña particularidad, en sus máscaras intrusas, en sus facciones, sus modos, sus purulencias, su ropaje. La naturalización con que la historia se hace presente como continuidad sin fisuras desde las discursividades modernas racionalizantes, se rompe en la metrópolis donde el mundo retorna forzado a la subjetividad, técnicamente carcelario, deshumanizante. La gran ciudad del 900, también en Hitler interrumpe las secuencias de sentidos para parir una conciencia de pérdida de la historia a causa de un tiempo crispado a erradicar. Tal como Karl Kraus, como Robert Musil, como Adolf Loos, en este caso también Hitler es escritura sobre Viena. Sobre la nuevas heroicidades requeridas frente a un tiempo intruso, desacoplador de la medida de lo humano. Su texto se vertebra desde el armado narrativo de la urbe de masas como camino lingüístico para re-conocer angustiosamente “la verdadera realidad” del presente en el corazón de la gran Viena. La ciudad en este caso deja de ser metáfora, para convertirse en literal discernimiento del lugar ya sin curso de la historia, y del lugar de su héroe antisemita como parte de las figuras vanguardistas reales, ficcionales, políticas, estéticas y guerreras.
        Decía de un fondo barroco en la experiencia de un tiempo histórico impostor, caído, individualizable en su presencia de desprotección, y que destinó a la pérdida y a la imitación de dios, de su demiúrgica ya más dolorosa que utópica, postrenacentista. Conciencia de la banalización del mundo.
        Como piensa en esa misma encrucijada de principios del XX Ernst Jünger en La movilización total, el “espíritu heroico” moderno nace cautivado por “la metamorfosis”, y “mudanzas de los tiempos y espacios humanos”, que exigen desde la nueva precariedad cultural, una mirada que supere “la crítica banal”, esto es, la asimilada a la propia condición de una historia artificiosa de tiempos que mudan, que solo se autosostienen en ese encubrimiento de la falta de sustento de las cosas. Para Jünger la germánica noción de Kultur es lo único, proveniente, que vence esa nueva mítica civilizatoria de los tiempos que progresan, y que permite por lo tanto superar la precariedad de la crítica. Es lo único que se enfrenta, no banalmente, contra la figura arquetípica de esas nuevas historias fragilizadas, pero sobre todo contra la figura que compone el escenario de la batalla moderna por “los espíritus del tiempo”, contra la figura que se realiza y se consuma en “el lenguaje natural de las grandes urbes”. Según Jünger, se necesita entonces reconocer como pérdida y a la vez como cobijo aquella Kultur proveniente, aunque “como algo que no puede ser aprovechado propagandísticamente”, abandonada precisamente al mito moderno de la ciudad de la técnica y de la masa.
         Hitler en cambio se siente aterrado y seducido por esa bestialidad del paisaje ciudadano, y su intento de fuga de la banalidad –lo que persiste en él como redención– concluye en un pacto con la naturalización del mal en la historia. Siente comprender la ciudad desde sus tecnologías culturales y muchedumbres oscuras, desde sus márgenes sociales agonísticos, desde la política demagógica que racionaliza lo mítico maléfico, satánico. Hitler refunda la figura del antisemita, el nazi, desde una trama narrativa metropolitana que en este caso aparece como consustancial y a la vez excepcional a la fatalidad moderna. Refunda esa figura no desde un valor literario, sino al conjugar la secuencia de su iluminación del mundo –el “día del judío”– con esa carga desatada de las imágenes urbanas reemplazando a los hechos y a los hombres. Expone el extravío de lo real en su representación objetivizadora. Un mundo enmudecido, o abandonado por las palabras, por la nihilización metropolitana del mundo.
         Hitler pacta con esa desmesura que lo acosa, con el mutismo del presente histórico en tanto cifra de la banalización de la medida humana inscripta en la frente de los hombres, pero también pacta con esa inmensa posibilidad de irrealización y realización de lo real que oferta la gran ciudad, donde flotan todas las imágenes de la consumación urbana como escena de la historia. Todo pasa a ser mito, a ser callada amenaza que se cierne en tanto “progreso”, es decir: lo ya dado de una vez y para siempre. Mirar el silencio del mundo es poder reconstruirlo desde la imagen con que Hitler arma –un día– la silueta del judío en Viena y descifra en esa imagen de pura libertad atávica el secreto del tiempo maldito. Antes, en Viena, ya había descifrado que el tiempo histórico son apenas imágenes visitantes.

El lugar del tiempo
Si el tiempo es alguien, sólo en escena tiene la posibilidad de su aparecer. La crónica, lo sucedido, la sucesión, ese dato obsesivo de la conciencia, es finalmente don espacial: rostro de un logos que únicamente al detener de manera inconcebible al mundo, al suspenderlo, puede presentar la historia. Puede hacer pronunciable una particular idea de la memoria, que no sería inscripción en los pliegues del tiempo, sino imágenes rebeldes que para fabularlo lo cancelan. Historia, entonces, como infatigables ranuras de puestas del tiempo en escena. Como montajes para un acaecer que fuga a perpetuidad con sus actores y cosas, que recién alcanzan vida en una extraña represencia. En la re-presentación del tiempo.
        En la modernidad del XVII es quizás el barroco la expresión más rotunda de lo real como regreso escénico. El Theatrum Mundi es ese fondo de sentido instaurado solo en lenguaje exacerbadamente representacional, con sus nuevos espacios políticos y sociales que se desatan de ruinosos horizontes discursivos. Reminiscencia estética, pero ya cancelado el pacto del humanismo renacentista con el mundo: festejo y duelo de lo “primordial moderno” en clave cortesana. El relato de la creencia, de la memoria del fundamento, vuelve a asumir como gesto una teatralidad originaria, pero ahora desde una cultura en crisis de conciencia. La representación no elude el abismo de los significados; por el contrario, los explicita en lo escenográfico. Precisa estructurar, desde descentramientos e indecisiones entre palabra-realidad, otros paisajes del mundo. El extenso e indetenible quiebre de una representación del hombre con su Dios, precipita finalmente en la inédita conciencia de los mundos posibles del mundo.
        La cultura de fondo barroco anuncia el fin de la Escena de Dios, única, reenviada ahora a obra del hombre como espacio definitivamente terrenal y múltiple. Se interrumpe lo dado como linaje directo de la creación primera, aquella línea originaria que centró a la criatura, que ecumenizó tiempo y lugar, para dar pie a la penumbra de todos los signos del mundo. Oscuridad de la luz, luminosidad de las sombras: la ciudad del hombre deja de ser añorada réplica de la celeste para convertirse apenas en espejo de lo humano, en arte de con-figurar la historia. En un obrar técnico espiritual que asimila ciudad e historia, para reencontrar a ambas fundidas como espectáculo: lo productivamente visible, lo acotado a sus sitios. Ciudad historia: narración autonomizada de los designios inefables, ahora con sus pliegues, con sus tiempos de actuación, con sus secuencias secularizadas y proyectables, con sus tramas de sentidos desgarrados que ya no ocultan un enigma teológico, sino la angustia del enigma: ese magma entre discurso, realidad y significado que será geografía cultural de lo moderno, esto es, la fuente y los dispositivos críticos de su armado.
        La ciudad que abandona los relatos divinos, su ser una inaudita réplica en espera de su Dios regresante, descifra en el tiempo de una modernizada subjetividad la necesidad de representar los lugares de la historia, como respuesta imprescindible a su orfandad. Nacimiento dramático de la representación de lo moderno como libertad y como ansia de reponer racionalmente lo absoluto de un sentido final, donde lo barroco sin devenir cultura plena de la edad renovadora, expresa sin embargo esa inicial torsión cultural, arquitectónica, ediliciamente demiúrgica: la escenografía del tiempo histórico. Dramático parto de tal Obra, la mayor, en cuanto a la fatalidad de tener que construir los sitios de la historia para que esta sea. Darle espacio a un tiempo ya no primordial. Darle escena utópica, resignificando la naturaleza, el instinto, el inconsciente.
        La teatralidad de la futura metrópolis moderna en tanto espacio consumado de mundanización de las relaciones humanas, si por una parte remite a esa progresiva desposesión definitiva del plan de Dios para el sustento de lo humano (con que terminaría extenuándose el período renacentista) al mismo tiempo verifica, ya en edad cartesiana, una inédita y tensa representación-escenificación de la(s) historia(s) a cargo de antiguos poderes en despedida. Desde esta crisis que alimenta el alumbramiento moderno, el viejo cisma religioso puede releerse en todo caso como un pretexto y a la vez prototexto para el nuevo tiempo. Poco más tarde, en el XVIII, el hombre rural que arriba a la urbe parisina, el joven personaje de Rousseau en Julia o la nueva Heloísa descubrirá descarnadamente, tan apenado como seducido —modernizado— al actor ciudadano, al sujeto de las máscaras, de los simulacros, de las apariencias de sí mismo y de las cosas. La irrealidad de lo real. Saint Preux descubrirá los papeles de los protagonistas, los telones de cada uno de los sitios, los tipos escenográficos, los libretos sociales, las enunciaciones, convenciones, artificiocidades y destinos de la moderna representación de la vida, desde esa ciudad París, en la que –le escribe a su amada– “se convirtió el mundo”.
        La representación barroca de lo mundano, también como experiencia de la historia, prefigura de muchas maneras el orden urbanístico-arquitectónico-teatral que engendrará aspectos sustanciales de la sensibilidad metropolitana en tanto “drama escénico” desde esa nueva subjetividad. Conflictos de pertenencia/despertenencia, de hogar/errancia, de dependencia/desprotección, de reconocimiento/extrañamiento, de rostros/máscaras, de novedad/repetición, de posesión/pérdida, de identidad/actuación, de centro/margen, de olvido/memoria, de proyecto/destino, de conciencia/desconocimiento, convergen en una tipología de conflictos burgueses donde ciudadano/discursividad hacen de la historia teatro. Una puesta secularizada y fecundante. Un desdoblamiento del status de lo real. Una trama-contratrama en su tejerse, que abrirá inmenso curso a teorizaciones literarias, filosóficas, científicas, económicas y políticas, llamadas todas ellas a legislar y a develar la representación de la verdad detrás de las apariencias representacionales de esa nueva naturaleza y del nuevo habitar del hombre, o para conquistar la verdad a partir de una ingeniería socioteatral de interpretación de dicha escena histórica en tanto “actualidad” (desde Hegel-Marx a Flaubert-Sartre).
        El Theatrum Mundi en lo tardorrenacentista aparece entonces como memoria anticipadora de formas culturales. Como iconografía del puro lenguaje, signo crítico, repetición ceremonial contra un dios ya corrido a la abstracción racional y a su nuevo lugar confirmatorio de la operatoria precapitalista. Es decir, propone imágenes rediseñadoras de relatos en ruina, una celebración visual frente a lo que enmudece, un tono estético de la angustia frente a la tierra desencantada en su teológica. El discernir la relación divina impotenciada, plantea racionalmente la perentoria necesidad de un mundo sin fisuras aparentes entre mente y cuerpo, un tiempo de textos a destiempo con respecto a la que había sido historia consagrada. Postula una salvífica sutura entre cosmos y vacío para reconquistar un continuum entre materia y espíritu amenazado, entre sensualidad y devoción en tanto unión angélica de carne y espíritu, imago que tiende ahora a la representación del misterio, del mito, en las antesalas de la brutal lógica mecánica científica. El teatro del mundo apuntaría, desde esta perspectiva, a ese más allá de la razón donde lo abstracto y lo pasional, la espiritualidad y el saber objetivante, la exaltación y el pesimismo pascaliano, dan cuenta de una protomodernidad de pura cepa lingüística, infinita en reinterpretaciones, en este caso desasosegadas y antirreformistas.
        La necesidad de nueva legislación de lo real, conlleva un nuevo diseño escénico, exterior e interior, público y privado. Refundación de los sitios de la vida toda: desde un retrazar socioestético de la intimidad del dormitorio, desplegado y aclimatado en temperatura, espacio y mobiliario para un nuevo tiempo de ritualismo físico sensual, para una nueva gestualidad, juego y actuación en tanto camino de autonomización del placer sexual, de los cuerpos desnudos de la pareja que comenzarán a representar el amor, su narratividad, hasta los nuevos sitios urbanos noble-burgueses “de representación de la naturaleza”, parques, jardines, fuentes, paseos arbolados y florales para una dicha cada vez más redibujada en lo terrenal. Representaciones que fijan frente a un público de pares las escenas, itinerarios, poses, códigos, momentos y citas a cumplir con el tiempo histórico reconstruible.
        La espacialización de la conciencia histórica es cultura que rompe con la discursividad del “tiempo acumulado”, el de la vieja ciudad del dios medieval. Los nuevos urbanistas, como Iñigo Jones y Bernini, son sobre todo escenógrafos profesionales en el marco de una religiosidad que precisa ahora estetizar un antiguo fondo sagrado, en tanto representación de una historia cristiana herida. El consuelo del “gusto”, el valor del “placer”, las ideologías de lo bello cotidiano, ampliarán el campo y el valor del espíritu a la nueva ciudad como medida humana redesplegada, infinita en su finitud, que suple despedidas divinas y asiste a la fragmentación del piadoso universo del génesis bíblico. Dios y ya no solo el hombre es una historia caída, un tiempo que se deshace en tanto idea de lo remoto proveniente, de las fuentes creadoras que persistían en la memoria de las Escrituras. La reconversión de tal fondo sagrado en arbitraria lógica teatral ahora para lo social urbano, lleva a que el nuevo equilibrio portador de sentidos para la subjetividad, sean sitios, lugares donde la historia se produce. La historia pasa a ser sitios y lugares del presente actuante, más que la intensidad de pasados que persistían y sostenían como eco narrativo del “tiempo bíblico” la marcha inexorable iniciada en los principios.
        Los palazzos, las refinadas villas de descanso, las fachadas monumentales, las avenidas de perspectiva amplia, los jardines de los placeres, los museos de reliquias religiosas, la revalorización de las ruinas romanas como paisaje que invierte la angustia del tiempo y estetiza la finitud de los obrares humanos, el parque real, los recreos artificiales, el jardín zoológico, las ciudades reabriéndose desde la noble mundanidad hacia otras subalternas o en ascenso social, todo este esfuerzo escénico, es historia que precipita de tiempo a lugar. Del antiquísimo escuchar el verbo divino, a un nuevo presenciar el mundo. Del pasado como guía pedagógica originaria, a la representación de la escena como conflictiva docencia del presente. Del misterio primordial que antes cobijaba en su indecibilidad –ciudad de dios extinguida– a la redecoración de una ciudad haciéndose como historia, que desde ahí en más condensa la plenitud de lo actual. El tiempo es escena que ilumina la nueva orfandad del hombre-actor, para una concepción del mundo progresivamente desfundamentalizada, exigida de teorías humanas y diferentes perspectivas de expectación.
        Los ecos barrocos en lo moderno ilustrado resultan teatralidad de profundo dejo sacro, salvífico, plasmación de una lógica que a posteriori regirá la composición secularizadora. La historia ya era ruinas antes que las nuevas ciudades de la historia lo verifiquen. El contradictorio agrietamiento del universo teocrático preanuncia al moderno “anacronismo del pasado”. Se extingue, se desacopla un tiempo con su escena paradigmática de los dioses, de lo Verdadero, primero y aurífico. Ahora la escena se arma no desde lo sagrado que funda, sino desde metáforas de un orden discursivo reabierto categóricamente, cada vez más terrenal, y que propone, coteja, ata fragmentos, cobija trascendencias amenazadas. Ella, la escena-ciudad histórica moderna desguarnecida, instituye el tiempo. Ahora no sólo se llama culturalmente a sigilosos constructores de catedrales, sino sobre todo a coreógrafos para una nueva simetría de la historia-ciudad, para el placer de una sofocada sensibilidad estética que reabre espacios en lo religioso en despedida: telones ambientales, espíritus de época, para una urbe-sociedad-mundo capitalista.
        La metrópolis como epicentro de la edad ilustrada y de la ideología del progreso capitalista industrial, será el sitio culminante de esta torsión de la historia acumulada en lugar. La gran ciudad redibujó la temporalidad como pieza clave para otra subjetividad en relación con el espacio, la memoria, el devenir: una subjetividad en enfático duelo con sus propias hazañas y productos, que se le vuelven fantasmales, culturalmente desacoplados, precisados de radicales reparaciones. Esa representación del yo metropolitano y su batalla en el mundo brutalmente “civilizado”, es indistinguible del tiempo como drama escénico.
        Pérdida y regreso al hogar, zonas del bien y del mal, peregrinajes, extravíos y reencuentros, experiencias de finitud e infinitud, horizontes de visibilidad e invisibilidad, de lo decible y lo indecible, de vida y de muerte, construyen un subsuelo ciudadano mítico-moderno, literario, conceptual, secularizado: una ciudad debajo de la gran ciudad moderna, que remite a los nuevos rostros de quimeras que fugan, y a la violentación cultual que se asienta. Será la urbe entonces la que enseña la historia, la que transmite saberes decisivos desde sus imprescindibles alfabetos. La que expone el verdadero carácter que adquiere la historia capitalista. Es decir, la que muestra el abismo que se produjo entre un pretérito mundo campesino de Dios cuya pedagogía se sustentaba en los cursos de la naturaleza y en los designios de la Gracia y la Providencia, y esta nueva paideia ciudadana, concentracionaria, que expresará inéditas programáticas urbano-docentes. La metrópolis extrema la subjetividad actoral, fuerza la hora de “la medida humana”: la secularizada duplicidad palabra-mundo como irremediable convocatoria a las máscaras. Tecnifica los vínculos con la realidad, funde lo anterior, lo actual y el devenir como espacio, como espectáculo de la vida misma.
        En este sentido la metrópolis remata el teatro del mundo. Sólo ella –ciudad ilimitada moderna– reúne las representaciones máximas de lo real y el simulacro, de lo verdadero y lo falso, del sentido y el sinsentido, de la vida y la muerte, de la razón del bien, de la razón del mal, de la ilusión de ir más allá de esa confrontación insuperable, acrecentando su evidencia. La novelística, cuentística, ensayística y poética expondrán, en lo moderno, ese viaje hacia el lugar del tiempo. Ese peregrinaje, alucinación, tormento, paraíso artificial de acceder a la escena arquitectónica del mundo, a los bastidores de ese mundo por detrás de sus telones, a la moderna ciudad política –la escena aún no sucedida– que deje atrás para siempre toda precariedad “lugareña”, o como piensa Marx, la “estupidez” atávica campesina.
        El sitio particularizado de la metrópolis, muestra, expone, guía, lleva y revela una nueva discursividad del mirar. Una subjetividad que se convertirá en el otro recinto: en la “otra historia” violada dentro de su escena, para la representación de una despertenencia a través de la cual la subjetividad también se despertenece. La escena reúne desagregando, desagrega en las imágenes que simula reunir. El mundo así objetivado se constituye en la catástrofe de la conciencia urbana. Recomponer la escena del hombre será entonces la persistencia de un drama cultural. El teorizar, un sueño que busca despertar, para dar cuenta de esa barbarie de extrañamiento. Es el presente de la urbe, no ya el pasado, el que surge como ruina perpetua en la subjetividad en trance de recibir esta docencia racionalizadora. Ruina de la razón, en definitiva, que le exige a la conciencia un pacto de aprendizaje. Que le exige la reposición mítica donde la edad de la razón se desliza hacia sus antípodas: hacia el secreto, el enigma, los velos y misterios que produjo.

Hitler en Viena
El siglo XX en sus primeras décadas es ya acabada ensayística metropolitana. Escritura de una escenificación que contiene figuras escondidas tanto para la mirada utópica como catastrofista o para la fusión de ambas. Museo, escaparate y fábrica espacializan el conjugar los pretéritos, lo inmediato y el futuro. Las masas, obsesión literaria filosófica y psicoanalítica, esconden roles aún no demostrados que implican miedo o esperanza, pero de ambas maneras expresan el deseo de desbordar el Estado liberal inicialmente ordenante.
        En su corazón “antiguo”, originario, en su viejo centro, la gran urbe retiene el totémico decorado de los poderes fundacionales para la disputa y el venidero desenlace de lo moderno con su trama de atajos, destinos y malentendidos políticos. Desde las vanguardias estéticas el arte “para la vida”, o “para el arte” sobrecargan la idea de una sociedad como obra teatralmente absurda y por eso mismo plausible de ser revertida hacia otra actuación humana: hacia otro orden estético del mundo. La clave epistémica es ahora una mueca múltiple, borrosa, que sólo el laberinto de la metrópolis atesora como esperpentos de mitos primordiales que gesta un mercado capitalista que gesta mártires, impostores, especulación de bienes inmuebles, prensa de masas y refugios inconfesables, como desechos de un cruce pedagógico prostibulario que porta urbanamente la época belle para entenderse a sí misma en sus homicidios del alma.
       “En Viena recibí la más dura y completa enseñanza de mi vida”, recuerda Adolf Hitler al principio de su libro Mein Kampf rememorando sus años de juventud en aquel centro imperial de los Habsburgo. Para ratificar esa íntima sensación de haber quedado sellado, destinado por aquella ciudad que lo sedujo y a la que odió con similar intensidad, agrega Hitler: “ahora es cuando puedo apreciar el inmenso valor de lo aprendido en aquellos años”, luego de atravesar un primer período “donde no pudo mi entendimiento atrapar ese tropel de confusas imágenes... ese nuevo mundo”, la metrópolis, como “mezcla de opulencia y miseria”, de “brillo y degradación”, de “enjambres”, “muchedumbres”, y de “apiñados en medio de las sombras”, donde experimentó una fuerte seducción y rechazo a “quedar atrapado en los anillos de esa ciudad como sierpe venenosa por el asombro de conocer su ponzoña”, su falso esplendor, el “palabrerío insustancial”, “el bajo nivel espiritual”, los sujetos “a los que todo les resultaba indiferente” en medio de “las gigantescas masas arquitectónicas”.
        Desde 1907 a 1912 el futuro Führer vivió en la capital de Austro-Hungría, donde Karl Kraus editaba Die Fackel como satírico apocalíptico, donde Freud fundaba la Asociación Psicoanalítica, Josep Hoffmann reunía otra vez a los miembros de la Secesión para la Exposición de Artes, el libro de Otto Weininger sobre la revelación de la razón moderna en la “identidad” femenina seguía batiendo récords de reedición, Kokoschka presentaba sus primeras litografías, Musil era bibliotecario y Georg Trakl todavía estudiaba farmacia en la universidad.
        ¿Cómo puede la urbe moderna convertirse en experiencia pedagógica? ¿A partir de qué formas míticas de relación y duelo con ella, el sujeto le otorga a la gran ciudad una resonancia formativa que competirá con el resto de las docencias de vida y profesión? ¿Por qué ese “hogar destrozado” –la gran urbe– pasa a ser la reposición despiadada, asumida, de una pertenencia ético estética que nos hace? A diferencia de los viejos lares románticos “del reino de la naturaleza” ¿qué resume esta nueva cultura que articula un mundo básicamente desde la mirada poseyendo lo que nos des-posee, a partir de un paisaje devenido multitud escénica? ¿Qué implica ese metropolitano re-hacer los significados de las cosas, donde se suplanta el arcaico enigma del escuchar lo que teje el tiempo, por el mirar como definitiva presencia de la verdad? Los interrogantes apuntarían a ese tránsito que pareciera borrar una legendaria biografía de la palabra (desde las voces divinas y la historia narrada del bien y el mal bíblico, desde la escucha en el templo, el diálogo del rezo y la oración, un viejo mundo cuya actitud cultual del saber y el creer residía en interiorizar la palabra trasmitida, oral o escrita) llevado ahora a un mirar sin fin de la ciudad decorado? Ornamentación, atavío, vidrieras, terrazas, superficies, frentes, galería interminable de rostros. Visión de las escenas múltiples, perpetuas. Imágenes del mundo con sus actores y escenografías siempre presentes, superpuestas, fragmentarias, indóciles, con que el tiempo –el pasado– se deshace sin tregua en el presente. Escena vasta, pero sin ninguna escena que nos devuelva el tiempo como relato, y que fatalizará hacia otra penuria moderna de los relatos dando cuenta de ese dato.
        En aquellos años la biografía de Hitler no formaba parte todavía del proyecto nazi que luego lideró y que involucró a millones de personas. En 1907 tenía 18 años, portaba una típica mentalidad burguesa provinciana, podríamos decir cercana al “hombre de Eipeldau”, al palurdo que arriba a la ciudad del Danubio para experimentar años de zozobra, de toma de conciencia, de alimentación ideológica como el propio Hitler relata al principio de su libro. De la lectura de ese capítulo de Mein Kampf sobre el primer tramo de su juventud se pueden inferir varias claves que hacen al problema de la sensibilidad del individuo del siglo XX en el nuevo tiempo y espacio de lo metropolitano. En este caso, en relación a temporalidades y sitios de la deslumbrante Viena, donde el bestial ingreso a un paisaje de contrastes extremos, la precariedad del yo inmerso en un ritmo anónimo y atomizado, los márgenes sociales como descubrimiento geográfico del mal de la lucidez, conforman un nuevo universo del espíritu y retratan un tiempo crucial y constitutivo del futuro jefe del nazismo.

Fracaso/Heroicidad: Primera clave

De provinciano a estudiante de arquitectura aplazado en su ingreso. De esta última condición a lumpen: tal es el recorrido de Hitler en Viena. No obstante, ese proceso de frustración y degradación de sueños –esa “amenaza de violación permanente a cargo de la gran ciudad” al decir de Georg Simmel– se convierte en una sufrida y a la vez extasiante escena de parto de comprensión y discernimiento. La subjetividad procesa una experiencia traumática-gozosa, abre un itinerario desquiciador de tradicionales referencias y valores, acontecimientos que para Simmel “otorgan mayor cuota de conciencia”, un punto inédito y estetizante de percepciones, una sobrecarga ansiosa en pos de una reiluminación del presente, hasta replantear una relación de corte intelectual patologizada con lo real por encima de “lo afectivo”, de lo primario, de lo elemental e impensado, y hacia la plasmación de un “mirar” tan abstracto como conmocionador.
        Hitler es reprobado en su intento de ingresar a la Academia de Artes. No puede entrar tampoco en el Instituto Técnico. Al poco tiempo vive en un mugriento cuarto invadido por los piojos de la Mariahilf, donde aprovecha las horas nocturnas para escribir, esperanzado, una ópera que ni siquiera impresiona a su amigo más íntimo. Asiste casi diariamente a los lugares baratos de los teatros, hasta que la penuria económica tampoco le permite esa predilección. Debe dormir en posadas de vagabundos, en portales o bancos de jardines públicos. Concluye ganándose la vida con la venta callejera de tarjetas postales que él mismo pintaba en acuarela.
        Arquitectura, dibujo, diseño, música, teatro, pintura: muescas con algo de carga mágica que edifican la cultura moderna. Referencias a lo genuinamente creativo, a lo mítico artístico, a escolaridades institucionalizadas que se sueñan cumplir y se frustran, a formaciones profesionales que se persiguen institucionalmente, que espiritualmente se bohemizan, o concluyen en fracaso. Es precisamente este proceso tan temprano de decadencia y fin de utopías íntimas de aprendizaje, lo que lleva a Hitler a relacionarse con una marginalidad urbana de corte político, ideológico, existencial, que lo atrae y a la vez lo desconcierta, pero que le permite la primera verificación de un conocer político (“lo que hace falta conocer”, dirá) comprometiéndose con lo oculto o lo absurdo del mundo. Frecuenta discusiones, comienza a ejercer una relativa militancia de lector de periódicos, luego de pasquines antisemitas, en lo que el mismo planteará como una suerte de querella íntima con los diarios liberales, profranceses, racistas, sin que ninguno lo conforme ideológicamente, pero medios de masas a través de los cuales se aposenta progresivamente en la ciudad.
        La Viena de los Habsburgo, a diferencia del buen trato que le otorga a Trotsky que en esa época vive su largo exilio también en esta ciudad, sitúa en cambio a Adolf Hitler en un borde de miserabilidad social, borde desde el cual reconstituye su nueva relación con lo real metropolitano: ahora es su mirada de transeúnte (sin monedas ni siquiera para comer) la que lo llena y lo vacía. La que lo sitúa frente a todo y lo desposesiona de todo, la que lo asombra y al mismo tiempo lo acostumbra sin sosiego a un permanente descentramiento de la vida subjetiva entre visiones de opulencias y de degradación humana.
        Su mirada es la del solitario, del incomunicado, a quien la ciudad le oferta un universo simbólico que no llega a elucidar desde sus valores provincianos. Como expresa en el libro, su mirar violenta antiguas sapiencias recibidas, lo resienten con la suerte del presente. Va descifrando en la dispersión de aquellos datos de la gran urbe, imposibles de reunir, una escena oculta y perseguida. Va re-conociendo, en dicha escena por armarse, alucinada, la idea de una época que de pronto le informa que no muestra “su rostro”, a pesar de que ese rostro es lo que auténticamente sucedería, en términos de signos atmósfericos y estados íntimos. Su mirada intuye que ese tiempo tiene un rostro, ausente para la mirada avasallada por las imágenes: un rostro que no es un arcano brotando desde los orígenes y el misterio cristiano resguardante. La mirada enceguecida de Hitler se siente aprendiendo, acercándose al secreto de la historia desde su propio deseo de “destruir todas aquellas excrecencias”. De aniquilar a Viena.
        Ese Hitler errabundo, golpeado por la realidad pero obsesivamente abierto a las imágenes edilicias, humanas, transitorias, vertiginosas de la ciudad, se emparenta con ese sujeto literario “absolutamente apátrida y espiritualmente libre” que describe Oswald Spengler en La decadencia de Occidente, como figura que habita “la gran urbe mundial” en el principio de siglo europeo. Subjetividad que ha perdido lo filial, su pueblo, el sitio de origen. Que inmersa en el cosmopolitismo urbano vive la cancelación de lo identitario pero no su recuerdo, pero no la conciencia de una ausencia que recrudece como una suerte de contrapartida o necesidad de venganza cultural contra las lógicas de una “materialidad” que disolvió el mundo arcaico y centrado. Un universo que se repite en las antípodas de lo que se siente como pater, patrimonio, patria, terruño, nación o medida de una condición humana no violada por el estado de las cosas, y que lo obliga enfermizamente a escudriñar las señas, los rasgos, la idiosincrasia de esos seres urbanos, parte del enjambre, de la muchedumbre y las sombras. Algo se esconde detrás de las caras, los tonos, los cuerpos, las formas de las narices y los labios, los idiomas, las vestimentas, las reacciones de los otros, que le impiden regresar del caos íntimo. El recelo es sobre lo humano viviente multiplicado en el plano de la absoluta incomunicación. Raza, credo, forma de los rostros, conforman la concreta distancia inextinguible con lo ignorado, y a la vez el amplio e ilimitado sitio donde depositar lo que Hitler llama “la inmundicia”. Subjetividad extraviada, que en ese autoperderse sin embargo descubre el martirio de una libertad urbana sin antecedentes, transparentadora, definitivamente secularizadora, que logra ahora pensar a cada instante críticamente lo vivido: alma del sujeto de la metrópolis, monólogo donde el tiempo deja de ser un acaso y un azar como aparenta, para transformarse en su contrario: en una excepcionalidad de la peste, un mundo de apestados, un virus que repta por debajo y totaliza, funde lo siempre balcanizado afuera y adentro. Subjetividad sin nueva comarca que ampare, que observa el mundo agolpado en una metrópolis con sus tramas de horarios, recorridos, señales, códigos y dialectos, pero sobre todo atenazada por distintas irracionalidades de vida, por injusticias y miserias expresamente a la vista.
       Hitler descubre el valor de caminar y ver, de salir a la calle y mirar, de erratizar itinerarios. Un “viaje de los ojos” que da cuenta de cada uno de los trastornos padecidos, y que a la vez trastorna todas y cada una de sus viejas inteligibilidades. Se lo podría asimilar, como paria en la urbe, a ciertas descripciones de Walter Benjamin sobre el nacimiento del “héroe” moderno, paseante de esos bordes de conspiradores y bohemia que estudia en el París de Baudelaire del siglo XIX. Pero el tiempo hitleriano en Viena ya no es el del clásico flaneur, aquella figura que fugaba y rompía con el tedio y la inercia del tiempo desde el fragmento liberado, llevado a quimera a partir de lo insospechado, o desde una mística de alcoba fantasmática, baudeleriana, para salvarse de lo siempre igual del tiempo afuera. Sujeto literario, letrado, violentado por la gran ciudad, que con los traperos comparte y resignifica los residuos nocturnales, evitando llevarlos a la lógica de los poderes diurnos. No obstante las categóricas diferencias con la figura del poeta, en la experiencia del joven Hitler en Viena también sobreviven razgos fuertes de voyeurismo urbano, pero en su caso obsesionado por una lógica de compromiso en las antípodas de aquel otro estetizante mirador callejero: en su caso se trata de una toma de conciencia, similar en muchos aspectos a la socialista, aspirante a transformar social y políticamente el mundo dado, y acorde con una época de principio de siglo de tonalidades místicas y mesiánicas, totalizantes, por derecha y por izquierda.
        Lo urbano, la multitud, el anonimato, devienen para la subjetividad deseo por desentrañar la cifra del desorden, por encontrar una respuesta sobre el tiempo histórico, en esos espacios metropolitanos de descentramiento perpetuo del sujeto, donde se viviría, según Benjamin, “la declinación de lo racional” como gesto de una conciencia marginal ya precisada de despertar definitivamente. Una conciencia que “despreciará la ilustración”, el saber de “las levitas oscuras” y gestará una ideología contestataria extrema, sin deseo de conciliar con nada, ensimismada en su fracaso, aturdida por el empobrecimiento utópico de sus sueños iniciales. Un héroe fronterizo al mercado, expelido también de las instituciones, desgajado de los poderes, de logros económicos, de las ideologías que establecen las formas de éxito como una inusual caja de resonancias discursivas y que generaron en Baudelaire ese anhelo estético reactivo de “querer poner en contra mía a toda la raza humana”.
       Una nueva heroicidad (la del simple testigo de lo que la prostibularia ciudad pone al desnudo de la vida) instituye otra currícula de saberes, otras lenguas oscuras de lo moderno con sus esferas, gramáticas, retóricas, y también sus modos de reingreso –desde dicha violentación urbana– al plexo de las disputas discursivas. En Hitler, la destrozada quimera personal no se convierte en heroicidad de alcurnia estética. Su bohemia forzada y menesterosa no se articula con un dandismo de frialdad cínica frente al mundo. La precariedad intelectual de Hitler en el campo de lo sensible creativo y reflexivo, le impide un salto a la construcción escritural “de mundos” en contraposición al mundo. Lo alejan de una típica herética religiosa que busca descifrar las grietas de lo que fundamenta, para sentirse religiosamente hijo satánico de tales grietas. Tampoco lo brutal de lo civilizatorio metropolitano le genera a Hitler un mundo de melancolía arcaica, sumergida, como dolor contra la marcha de la historia, esto es, una mirada anacronizada que en su arte y lenguaje de mirar hace reingresar el Tiempo Ausente del mundo. El estudiante frustrado en Viena busca en cambio deshacerse de esa experiencia-metrópolis que le enseñó los sucesivos márgenes: que lo situó en ese mirar un mundo, los cuerpos, la violencia de los cuerpos, como delirio de nunca verlo del todo. Hitler banaliza su experiencia crítica: descubre el soterrado bien que lo impregna. Lleva a martirio su subjetividad en la metrópolis como reacción de distanciamiento del mal, de desidentificación con la “maldición de la historia” –con los que la provocan– para soñar, como dice, desde la intención arrasadora de “concebir el progreso futuro”. Una respuesta ferozmente esperanzada, teñida de utopismo, de revolucionarismo, de un redencionismo solo posible de articular con la creencia en el avance de los sistemas sociales. Nuevamente a diferencia de Baudelaire, quien percibe y fabula las irrecuperables ciudades sumergidas, invisibles, aquellas que trágicamente dormitarían en los pretéritos hundidos de la metrópolis (como crítica sin solución teórica ni política de la crónica moderna), en Hitler en cambio, la ciudad, Viena, es esa urbe tan deficitaria en sus valores como concreta, con un rostro intransferible que mira, observa, contempla en las caras transeúntes, en las muescas, señales, sonidos, lenguas de esas caras, pero sobre todo en la raza y en la sangre con que esas caras exponen, cuentan, narran, muestran un tiempo histórico. Los programas humanos desquiciados, la impureza de las ideas, de las promesas, de los credos y antecedentes a aniquilar, con otros programas todavía no nacidos. El desprecio a lo burgués, a lo mundano, a lo filisteo por parte del futuro caudillo nazi, no implica permanecer en esa “selva de signos” que sofoca a la gran urbe moderna, sino exterminar hasta la última maleza de sus textos culturales, liberales, “semíticos”.
       En Hitler, en ese joven transitando periódicamente la Ringstrasse de los Habsburgo, es posible detectar entonces, como sujeto de los bordes, los restos de un último, crispado y aniquilador flaneur, ya en un tiempo de muchedumbres a punto de ser movilizadas y masacradas en masas-ciudades de guerra. Sujeto en las antesalas de 1914, que circula, visita, traspasa zonas, y de alguna forma se hace dueño “santo” de esos tránsitos entre las invisibles pero reales aduanas interiores que separan el centro, los arrabales, los espacios residenciales, el barrio judío, los conglomerados de pobres, en tanto la urbe se lo permite como tesoro secreto del marginal, del lumpen, del sin trabajo, del vendedor ambulante: en tanto la ciudad le muestra el resumen “de lo que es el mundo, sus culpables y sus condenados”.
       Conspirativo, anárquico, con tintes y variables de futuro bolchevique, necesitado de ofrendarse pétreamente a una causa, la subjetividad de los bordes, en el caso de Hitler, se va revistiendo de una enemistad radicalizada con la sociedad vienesa desde una perspectiva de “reparación extrema”, cumpliendo para eso –como héroe y alumno de la ciudad– el tránsito personal a una atmósfera de extrañas fraternidades. Vive su encuentro con cofradías de antisemitas y profesionales dedicados a “la conjura”, su acceso a esos antros, a esos modernos lugares que muchos años antes describiera Marx con respecto a la bohemia urbana parisina: una multifacética especie educada sobre todo por esa escena teatro de la historia, por esa ciudad moderna que se espectaculariza a sí misma, espacio de vida plausible de presenciar desde la equívoca pertenencia/despertenencia del descastado, del sin castas legitimadas. Así resulta el tiempo de Hitler viviendo en los bajofondos vieneses, pasando las noches en el Männerheim de la calle Meldemann, época en que descubre la revista Ostara del monje antisemita Lang von Liebenfels, y dialoga con el anticristiano padre Grill, sobre evangelios arios, sobre remembranzas templarias, sobre la ciencia de la raza, y asiste al izar por primera vez de una bandera con la cruz gamada en una navidad vienesa, lejos de su hogar, de los tiempos de su adolescencia, y ya también de la encandilante Ringstrasse.
      Viena es la gran ciudad que desprotege y obliga a resituar el mundo mirado. Es el hogar de las discursividades en piedra, de las convenciones hipócritas y antifraternidades humanas, que exige reconsiderar las genealogías y herencias. La ciudad instruye en términos de geografía cultural una conciencia a la intemperie, conciencia que cree descubrir en esa pérdida de las procedencias y de las consecuencias –en el abrupto corte con los pasados– la pérdida de la Historia, de la “verdad”. Como pensó Simmel, la metrópolis “libera al individuo de las ataduras tradicionales”, y lo proyecta hacia una gesta moderna, despabilada. Lo reeduca bárbaramente en “ese demoníaco desierto pedregoso”, según argumentó Spengler en esa misma época, que “destruye la venerable fisonomía de los viejos y buenos tiempos”. La moderna Viena, desplaza hacia sus lindes a los testigos heridos no solo por la economía sino también por la cultura burguesa: hacia otra escena, hacia un paisaje de encantamientos duros, fermentador de patologías heroicas.

Pérdida y recuperación de la realidad

“Mezclábanse en Viena, en violento contraste”: esta frase inaugura el capítulo que Hitler le dedica a la ciudad danubiana. “Mezcla”, “violencia”, “contradicción”. Lo metropolitano pasa a anunciar para el espíritu del hombre un tiempo destemplado, de penurias, de sensaciones irreales. La descripción que Hitler hace de la capital austríaca en su belle époque es especialmente lúcida, dura, crítica: ejemplar en cuanto a la demitificación de la “Viena de ensueño” a cargo de una sensibilidad aturdida por la gran urbe.
        Para un Hitler de menos de veinte años, Viena es “la pasmosa opulencia”, “el peligroso encanto”, “el brillo fascinador”, “la extraordinaria concentración” y “la muchedumbre en las calles”: referencias todas éstas que ocultan a “los miles de desocupados en torno a los palacios de la Ringstrasse”, que disimulan “la miseria de los trabajadores”, que esconden detrás de la apariencia de ese esplendor, a “miles de hombres en lugares y viviendas subhumanas”. En ciertos párrafos sobre lo irracional de la urbe y sus escenas de infrahumanidad, la descripción de Hitler se emparenta a la descripción de Friedrich Engels sobre la Londres del siglo XIX. En ambas descripciones la gran ciudad capitalista de los contrastes y las diferencias pareciera detener la historia, sus tiempos, para, como nunca antes, teatralizar sus desajustes, la irracionalidad, los paradójicos finales del sueño moderno.
        La metrópolis se muestra como el lugar de lo aparente, de lo ilusorio burgués, de lo que encubre con ornamentación sus pústulas. Desnuda los discursos establecidos. Por lo tanto, es espacio del mal no solo en lo que muestra, sino también por la eterna convalecencia del deseo, el dolor y el delirio de su sujeto, por las formas dostoievskianas de la lucidez. Similar a aquella decimonónica “Petersburgo, ciudad abstracta y premeditada”, donde precisamente el héroe de Dostoievski de Apuntes del subsuelo reconoce “las muchas veces que he deseado convertirme en un insecto”, y al mismo tiempo sentir la “necesidad de esa mucha conciencia como una enfermedad” subyugante de nuestro “propio deseo, libre y arbitrario”. También Hitler dirá de Viena que es “un imán” que atrae por encima de la voluntad, y hará referencia a la “ponzoña de sus colmillos”. Veneno, tentación, fuerza que arrastra, la metrópolis irguiéndose como un insuperable desajuste entre lo que es pérdida, humillación, extinción del yo, y su inversa posibilidad demoníaca de liberar y adoctrinar a los espíritus: de despertarlos, de llevarlos a sueños de futuras hecatombes y regeneraciones. Para el frustrado estudiante de arquitectura, la ciudad es un universo que liberó satánicamente sus claves y recursos al exponer sin pudor social las huellas de culpas y condenas. La ciudad —el lugar de uno— no ampara sino que replantea las infinitas relaciones desdichadas con las propias discursividades.
       Frente a esa experiencia, Hitler confiesa “vivir confundido por la masa de impresiones”. La realidad se ha desagregado en múltiples pedazos: lo real, y cada una de sus partes, aparece frente a sus ojos como artificiosidad impuesta, como paisaje humano repentinamente sin fondo ni memoria. En varias partes de su texto, confiesa angustiado Hitler: “no me di cuenta”, “no llegaba a entender”, “no logré descubrir”. El narrador expresa la desdicha de su impotencia para descifrar una lógica de valores y razones incrustada en torbellino de la Gran Viena.
        La metrópolis revela la escasa realidad que atesora lo real mirado. Huida y permanente disipación de lo exterior que pasa a ser vivida como una pérdida perpetua de referencias, de espejos constatadores. Lo metropolitano es un exceso permanente, una lógica de la novedad como contrasentido humano. Un desperdicio inaudito de experiencia y una retroalimentación sin medida, inusual, de tal experimentar con seres, cosas y relaciones abortadas de antemano. La subjetividad es llevada al límite de lo fugaz de una conciencia, y a la exigencia de reponerla tramo a tramo. Desde este punto de vista la escritura de Hitler en los capítulos iniciales de Mein Kampf hace presente una experiencia prototípica del sujeto moderno a principios de siglo. La urbe lo amenaza sin pausas. La realidad, el contorno, las escenas –las puras imágenes– se han vuelto inabordables, imposibles de ser reunidas en una historia. De acceder a un relato vital, espontáneo, inmediato, que centre a la propia subjetividad. Hasta que Hitler, en aquella Viena, descubre la llave para empezar a comprender ese rostro de un tiempo, para encontrar su logos: la mediación informativa de masas. La prensa.
        En esa comunicación orientada por el mercado sobre la realidad no sólo siente que se restablece un orden dicursivo perdido, también advierte que produce la realidad. La construye como un puente, como una segunda y bienhechora naturaleza en su consistencia. La gran urbe exige ese plus de escritura que completa o simplemente realiza la experiencia. Dice Hitler: “Lo que leía me hacía conocer poco a poco”.
        ¿Conocer qué ? Conocer el tiempo –la escena y su trama– sobre el que se está parado diariamente. Conocer su rostro advenido como barbarie. No el antes ni las causas de una historia, sino lo que rodea, esa Viena espacial, esa ciudad que en su exponer esconde los datos decisivos. Dice Hitler, “esos miles de desocupados rondaban en torno a los palacios de la Ringstrasse... se apiñaban en medio de las sombras”. Secuencias donde el ojo que ve la escena, quiere mirar toda la historia, descubrir la historia en su brutal representación de cuerpos y discursos: la que aparece y la que no aparece. La acción teatral de la historia le exige modernamente, metropolitanamente, a la mirada, su relato. El tiempo llegado, ese alguien intruso, artificioso, es desmemoria que buscará en los lenguajes, el arte de reencontrar el significado de esos cuerpos y caras. De las secuencias. De los olvidos, por detrás de la espesura de esos mismos cuerpos de la escena, por detrás de lo efímero del mirar. El tiempo precisa ahora, en la ciudad, gestar una escena duplicada, un relato para cada relato, una representación de la representación: “cuerpos” de esos cuerpos reales, información de lo informado. Un delirio de la propia escena: una tensión extrema entre la escena aparente y la cierta. Un lenguaje de los lenguajes, una narración alumbradora de las caras de las caras, de los cuerpos de los cuerpos, de los gestos de los gestos, de las imágenes de la imágenes. Un mundo cotidiano sobre el mundo. Una verdad frente a esa otra que queda “en torno”, entre “las sombras” de las representaciones caducas de la vida. Una brutal y massmediática ciudad de la conciencia, para una ciudad bárbara más allá de la conciencia. La vida necesitada ser auscultada, ser escudriñada en otra parte, mediada por escrituras sintéticas de gran tiraje.
       “Empecé a leer todos los días la prensa mundial”, recuerda el joven Adolfo Hitler. La realidad metropolitana es un estallido imposible de entender sin esa mediación que la escribe. Sin esa prensa de masas que informa sobre la realidad desmembrada, perdida, irrecuperable sin la racionalización comunicativa, sin esa tercera naturaleza que, al memorar el mundo objetivado –“lo real”– lo establece, lo hace por fin presente en términos de rotativas.
        A través de los periódicos, recuerda Hitler, “mi opinión se fortalecía”. Más allá “de la repugnancia” y de “las nauseabundas estupideces” que editaba la prensa liberal vienesa, “revelose a los ojos de mi entendimiento un mundo nuevo y desconocido”. Ese texto masivo lo rescata de la confusión, de la ceguera, del aturdimiento. La ciudad es un agujero negro donde naufraga la conciencia, pero la prensa de masas, para Hitler, sería su réplica imprescindible: el único tipo de narración y de relación apropiada a la sinrazón humana que experimenta cotidianamente. Es recién a través de esa gigantesca aparición impresa de la realidad que Hitler entenderá Viena. El relato de Hitler hace presente a la intermediación comunicacional masiva, como segunda génesis cultural del mundo o renovado dibujo de la conciencia. Descubre la importancia de esa realidad intermediada, de esa capacidad enunciadora, y publicitaria, a pesar de sus “pestilentes falsificaciones”. Queda subyugado por ese poder manipulador que repone el sentido de la escena extraviada.

El “día diferente”: entre el ver y el escuchar
En el contexto de un orden de repetición horaria y transeúnte que guía a la máquina de la muchedumbre urbana, en el marco de una lógica metropolitana de “lo nuevo siempre igual” que muestra la promesa incumplida como desierto del alma, surge de pronto una experiencia personal de fractura, que interrumpiría la reiteración de lo mismo para abrir el mundo hacia su fondo explicativo. En un punto imprevisible, la gran ciudad del mirar ciego oculta inexorablemente, en dicha oscuridad, la experiencia de otra percepción posible. De pronto no nos muestra lo mismo sino lo otro: aquello en lo que no se había reparado. Aquello que se intuía o se creía aún falto de alquimia. El mirar cadaverizado es el único espacio anunciante de una contemplación distinta. Lo desértico es el lugar de la zarza: saga germánica, luterana, de una lengua de la revelación que cobra vida por debajo de las palabras de dios condenadas a exiliarse del mundo, a enfriarse en la biblia. Repetición mítica sobre ese otro lenguaje en el lenguaje, en las cosas, que la barbarie de la urbe acrecienta en una sensibilidad o sujeto de las búsquedas. Siempre habría, en saga literaria teológica, un día donde la ciudad –la actualidad de los tiempos desesperados por reunir otra vez el Tiempo– muestra en algo que recobra su imagen, los venideros secretos de un presente: la enfermedad, la cura.
        Viena, la del tiempo del joven Hitler, es la metafórica ciudad moderna europea asaltada por los descentramientos entre historia y subjetividad, palabra y mundo, apariencia y verdad, celebración y duelo. En ella Elías Canetti recordará como “el día más claro” aquella jornada donde las masas incendian el Palacio Legislativo. Robert Musil lo describirá como una noche, “teatral”, cuando Ulrich (El Hombre sin Atributos) retornando a su hogar camina por la Ringstrasse vienesa, recuerda la antigua muralla medieval y tropieza con la prostituta: con los desechos narrativos de lo moderno. O aquella escena imaginada por Karl Kraus, cuando rechaza la invitación del cochero y se pega un tiro en pleno corazón de Viena. El día diferente, el “más claro”, es una travesía del sujeto en la metrópolis. Un ver y comprender el relampaguear de una verdad infinitamente buscada que yacía adentro-afuera. Una visión extática que supone hallar el dato clave por una rendija de luz en medio de la oscuridad del gigantismo edilicio. Solo ahí, en lo que siempre oculta y desintegra la compresión, en lo que calla de manera desmesurada y barbariza al mundo al des-significarlo sin pausa, sobrevive la espera. La de un rastro lumínico entre lo informe de la masa, del pasado ocluido, del ornamento falaz. Ahí, en el laberinto y lo concentracionario del orden urbano deshumanizante.
        En el texto de Hitler se abre de pronto un relato dentro del relato, pero también dentro de un Relato mayor, espectral, insondable, donde tendrá lugar no la experiencia del otro –de aquel otro ser en la ciudad– sino su cancelación. La muerte de aquello que no soy: su remisión a objeto desde una representación que desciende a napas de una cultura cuya mítica es despertada despiadadamente por lo urbano masivo y su radicalidad atomizante. No hay un otro en la experiencia de ese día de Hitler, sino el homicidio de su presencia, la representación brutal que aniquila al judío como hombre, lenguaje, relación. Se extingue el infinito misterio del otro a partir de una solución final que lo enmudece, lo objetiviza, lo transparenta, lo abstrae y lo define.
        Si como piensa Levinas, “la epifanía del rostro, como rostro, introduce la humanidad” –el dato de ese otro testigo humano diferente como irreductible a todo discurso de apoderamiento– Hitler relata, por el contrario, la violencia mítica de la extirpación de ese dato crucial. El antisemitismo como un río subterráneo que atraviesa la ciudad del Danubio y en parte su biografía, se funde a fuego con su mirada urbana criminal. Con ese mirar donde toda experiencia humana se anuncia para su indefectible extinción, para su muerte en tanto imágenes precarias, mutismo. Rostro del judío, para Hitler, donde no comienza sino que se agota la vida, y sobre esta última se cierne el victimario y la víctima.
        Un día, cuenta Hitler, “paseando yo por la ciudad, me encontré de improviso frente a un sujeto ataviado con un largo caftán, que peinaba negros rizos laterales. ¿Será un judío? fue lo primero que me pregunté. En Linz no los había visto nunca así vestidos... y cuanto más contemplaba ese extraño semblante, surgía en mi cabeza la pregunta ¿Será un alemán?” Toda la secuencia del encuentro con el judío se transforma en el relato de un mirar las representaciones del rostro, en un rostro. En ejercer la violencia sobre un cuerpo concreto desde la “representación del cuerpo” abstraído, desprovisto. En una suerte de reiteración de las imágenes producidas y receptadas por lo moderno urbano cosificador como modo de vida. Técnica de la mirada caída en su inerte consumo, contra la que el arte de vanguardia tratará infructuosamente de lidiar y en muchas ocasiones, de propagar. Silueta pesadillesca o contracara bárbara del flaneur, figura ésta última reconvertida por Hitler en medio de la gran ciudad de masas del siglo XX, en una suerte de metáfora acrítica de lo humano como reproductividad técnica de su imagen: como lenguaje exiliado no ya solo de las palabras, sino del silencio salvífico que las funda.
        Todo, en ese rapto iluminador del “paseante” Hitler, se agolpa como experiencia de un mirar refractario al otro. “No lo había visto jamás”, dice desde un falso despertar con respecto a aquel ser judío que sin embargo siempre estuvo. Afasia del mirar que lo lleva a “observarlo con cautela”, a construir técnicamente la mirada de su objeto imagen, de ese “otro” ya desterrado en la propia objetivización. Y “cuanto más contemplaba aquel extraño semblante, estudiándolo rasgo por rasgo, cuando más lo veía tanto más asombrosa resultaba la diferencia”. No hay reconocimiento de la humanidad plena del otro (que cita a la propia), sino imagen ratificadora de un antisemitismo que en realidad, desde la mirada, no puso en cuestión lo humano de dicho acto incomunicador, sino la desinvolucrante representación de una imagen exterminadora. Ahí supo definitivamente Hitler no solo que ese sujeto de su mirada no era un alemán, sino que era “un judío”.
        Podría pensarse que en ese párrafo se asiste a una escena primordial del siglo. El génesis real de una biografía, que tiempo más tarde arrastrará de manera macabra al conjunto de Europa. El deslizamiento del “no había visto”, al haber visto es el secreto rotundo de la ideología de la imagen. La gran metrópolis de las cegueras decide un día correr un velo para el testigo. El propio Hitler así lo grafica: “comprender a esta raza equivale a levantar el velo de las falsas concepciones”. Su mirada percibe en la escena, en la silueta de ese hombre al que atrapa, lo hasta ese momento postergado: la respuesta siempre suspendida. Curiosamente Hitler establece una precisa diferencia entre ese mirar urbano alumbrador, estridente, y un antiguo escuchar suyo. Recuerda cómo, en su pueblo natal, solía “resonar con cierta frecuencia en mis oídos la palabra judío”, en una atmósfera de la niñez donde se deslizaban ya señas claramente antisemíticas, pero señas o nombres que quedaban “invisibles”, calladas, en los silencios de las palabras. Y en aquel resonar durante su adolescencia rural de la palabra judío, “descubrí que me resultaba difícil en ese entonces superar la sensación que me sobrecogía”. Una “sensación desagradable... penosa” que refería a un mundo sagrado de “diferencias religiosas”, en tanto, recuerda, no haber escuchado el resonar de esa palabra, judío, “bajo ningún otro aspecto” que no fuese en dicha dimensión de credos y profundas diferencias.
        No le sucede así después, en Viena, como experiencia brutal de “su” judío mirado: imagen totalizante y acabada de la verdad. En la juventud vienesa del antisemitismo-nazismo de Hitler, encontramos esta tensión rota, barbarizante, entre el anterior escuchar y el ahora mirar urbano del judío. Como si su antiguo escucha hubiese contenido una resonancia que reabría signos, lo confundía, lo desasosegaba, le exigía reemprender los encadenamientos significantes y significados. Como si los silencios de la palabra, en la escucha, contuviese la falla humana de una postergación o de una espera encallada, sobre todo por tratarse de las palabras “sagradas” de todo universo de religiosidades. Como si la mirada en cambio, la imagen consumidora y consumida del judío, registrase de un golpe y para siempre, sustrayese dudas, vibraciones fantasmáticas, claroscuros, incertezas, para iluminar de manera categórica e irrefutable la ausencia del otro en su propia presencia: la extirpación de lo des-semejante que humaniza.
        Mostrar la rendija. Ver a través de ella. Edificar desde la mirada del testigo ocular una visión definitoria, el judío, entre dos preguntas de Hitler que en realidad es una única pregunta: lo judío, lo alemán. La propia mirada, en su incomparable capacidad de discernir, escinde, separa. Parte en dos: en la imagen del rizo, del caftán, de un tono negro, de una largura del cabello accede a lo indecible. Mirada que se siente asistiendo a la partición de una historia, hacia el antes y el después. Al día siguiente de dicha escena confiesa Hitler : “compré por primera vez en mi vida, algunos libros antisemitas”. Al día siguiente de esa mirada refundante, Hitler describe que “tan pronto comencé a observar a los judíos, Viena se presentaba a mis ojos bajo distinta faz.” Y agrega : “cuanto más los miraba tanto más asombrosa y evidente resultaba la diferencia”. Indumentaria, contorno, cuerpo, figura visual, silueta: imagen. Cabría preguntarse qué conservaba de oscuro, de mágico, de siniestro, de indiscernible para Hitler, aquel sonido, aquella mítica palabra judío. Y qué en cambio retenía, borraba, disolvía y exterminaba esta otra iluminación arrasante, más verídica, “más clara”, de la visión del judío.
        La “visión” es una forma mítica-simbólica, repatologizada, de interiorizar el mundo en la experiencia en la ciudad moderna. Proviene y deviene de imágenes donde anidan narratividades más allá de la razón. Concentra su pleno de significado en el desprenderse del resto del entorno. Reúne la visibilidad y la invisibilidad del mundo como un momento único, envilecido de conocimiento. En nuestro caso, la imagen “más clara” en la gran urbe, pero a la vez huidiza: figura fantasmal que representa lo que ya contenemos como búsqueda o huella, un pasado sin registro que ya conoceríamos y conoceremos por primera vez. Al mismo tiempo, lo que nos explicará el mundo de ahí en más, la cifra ordenadora. La oscuridad del presente queda rota por esa visión de los orígenes y a la vez oracular del devenir. Hitler la descifró en una silueta: la de un judío. Como si la visión de una subjetividad en abismo con respecto a las representaciones de lo real, fuese una imagen bifronte que atesora la ilusión de lo racional que “esclarece” y la locura que “conquista” en un mismo gesto. Hitler deposita, en aquella figura con caftán y largos rizos, la “resolución de un tiempo”.
        Así como la mediación de la prensa le devolvió la ciudad rearmada en letra impresa, también la mirada de “su día” en la ciudad, le permitió no sólo “entender Viena”, sino también el secreto del tiempo, en la escena. Le permitió fijar posición contra “aquella cultura pesimista”, producida por “engendros artísticos en materia de música, arquitectura, escultura y pintura”, a partir de “ese fangoso producto presente en todas partes: judíos, judíos, siempre judíos”. Le permitió el habla nazi.


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Pensamiento de los confines, n. 5, octubre de 1998 / Págs. 51-64.