La crítica política y los descentramientos de la memoria
Apuntes en torno a la valoración de los años 70
Sergio Caletti

De un modo áspero, por momentos arremolinado, los argentinos tal vez hayamos comenzado a hacerle un lugar en casa a nuestros propios fantasmas. Hemos necesitado para ello más de 20 años, porción importante en las vidas de quienes participamos de distintas maneras en la contienda política de los años 70. Menudo precio por tanta muerte innombrada, que no es sólo la de los cuerpos.
        Las señales de este aprendizaje surgen de una secuencia creciente de acontecimientos, como esos ríos de deshielo cuya vertiente avanza a saltos sobre piedras al tiempo que otros hilos de agua la alcanzan y se confunden con ella. Desde que un capitán arrepentido contó los vuelos de la muerte, se ha ido formando un cauce. Por él corrieron y corren tardías confesiones, autocríticas perezosas, reivindicaciones escleróticas, reencuentros con criaturas secuestradas que han crecido, exhumaciones de toda índole, escraches y otras manifestaciones a veces callejeras, eventuales museos del horror, cuentas suizas, nuevos testimonios, una docena de textos más o menos reconstructivos, amagues parlamentarios. Ese decir, se ha comenzado a hablar en voz más alta, y con tonos ligeramente menos unívocos.
        Este apretujarse de pequeños episodios literalmente estremece. Estremece por lo que cada uno de ellos trae consigo, por supuesto. Pero quizá estremece al mismo tiempo y de un modo singular por el contacto al que convoca no sólo con el pasado mismo sino también con los miasmas acumulados en el encierro de 20 años de negaciones. Es cierto que lo propio de los acontecimientos es irrumpir (precisamente hacer olas), esto es, alterar un cierto orden para empujar hacia otro incierto. Algo similar sucede con la emergencia de los recuerdos cuando entrañan fuertes asociaciones a experiencias traumáticas. Tal vez sea eso apenas lo que ha comenzado a ocurrir. No sería para nada poco si acaso resultase así más fácil acercarse a los puntos de resquebrajamiento, ensanchar los intersticios de la palabra, circular por ellos, repensar los espacios de esta morada ahora que, como decíamos, hemos comenzado a compartirla con los fantasmas.
         Sin embargo, ningún exceso de optimismo tranquilizante es recomendable. El fenómeno de cerrojos que poco a poco parecen vencerse está todavía lejos de apuntar hacia el reconocimiento de lo negado. Por ahora, se dirige a manifestar simplemente lo silenciado. Por supuesto que en el cuadro que traza nuestra historia de silencios, el bullicio es bienvenido. Pero, digámoslo de entrada, a nuestro juicio se trata sobre todo y por ahora del ruido de las cadenas que los propios fantasmas arrastran, más que, en cambio, del de un debate que, admitiendo la existencia de estos fantasmas, pugne por entenderlos y hasta, eventualmente, retirarles sustento.                
                  Expliquémonos mejor. Lo que intentamos sostener aquí parte, precisamente, de esta diferencia entre silencio y negación, que si puede en principio parecer una mera sutileza del lenguaje, está preñada de consecuencias que a su vez son políticas. Los argentinos venimos tal vez incurriendo en una suerte de confusión casi sistemática: el discurso social que se ha generalizado en torno a la memoria la define, y virtualmente la reduce, a la posibilidad de poner a la luz lo silenciado como si ello fuera por sí mismo la posibilidad, que es muy otra, de reconocer, reconstruir y reincoporar a la vida social en términos que permitan la inteligibilidad, el aprendizaje, la no-repetición, no ya de lo simplemente silenciado por obra de las relaciones de fuerza con las “verdades” hegemónicas –y sin embargo perfectamente recordado– sino aquello del pasado que nos condujo al horror, aquello que nos comprometió con el horror, aquello que, en fin, constituye un sustrato negado de nuestras formas de actuar el presente.
        Por ello, conviene no abandonar la pretensión por un debate que el actual bullicio no sustituye y que, por el contrario, parece por momentos capaz de confundirnos en la idea de que eso es la memoria.

I
¿Cuál es, desde la ambición de ese debate siempre postergado, la descripción razonada del estado de las cosas? Podría desagregarse la interrogación en otras que refieran a los espacios de elaboración de mayor interés, a saber: la clase política dirigente, la sociedad en general y, de manera relevante, la intelectualidad responsable de la crítica política.
         En cuanto a la clase dirigente, razonaremos por un instante a contrario. Ocurre que el carácter fuertemente político de ese encadenamiento de testimonios que ha comenzado a brotar se plantea por encima y hasta en contra de “la política” instituida como tal. Si los acontecimientos se desencadenan como aguas en deshielo, la clase dirigente da señales de apenas alcanzar a hacer rafting por los rápidos, y con la boca abierta. No importa, en el específico sentido al que intentamos apuntar, si para montarse en la corriente o para apaciguar los ánimos, si calculando efectos electorales o desplegando operaciones denegatorias. Seguramente hay de todo ello en los equilibrios que se intentan. Lo que importa, primariamente, es que la clase dirigente y las instituciones políticas mismas (organismos de gobierno, partidos, tribunales, etc.) permanecen básicamente en la postura según la cual, de un modo económico, es mejor “no hacer olas”, y dejar así que los fantasmas sigan poblando –y exigiendo– la penumbra de los sótanos. (Los episodios suscitados en torno al pseudo debate parlamentario de febrero y marzo último constituyen todo un ejemplo).
        Lo que en este contrapunto parece jugarse es la posibilidad de hacer públicas las aristas más siniestras del horror vivido, y presionar por esa vía a las instituciones políticas a actuar en consecuencia. Se trata exactamente de los diversos aspectos en los que, a lo largo de 15 años y, sobre todo luego de las leyes de Punto Final y Obediencia Debida, y del indulto otorgados por el presidente Menem, las instituciones se han mostrado remisas.
        Esta presión constituye una práctica más que saludable. A porciones crecientes de la sociedad le cuesta admitir sin más la reticencia que las instituciones políticas de la democracia ponen en juego ante el elemental compromiso de terminar de decir todo lo ocurrido durante esos atroces años de dictadura militar. Lo paradójico es que, en aras de presunta y falaz conciliación nacional vienen a ocupar el papel de abogados de oficio de los genocidas.
        Si de la sociedad civil se trata, no es debate lo que propicia. Claro está, no se trata de esperar que sea ella quien cumpla con esa tarea. Señalábamos el crescendo de testimonios y reclamos de los que es protagonista, pero es necesario reconocer en este crescendo indicios múltiples. Es, como se sabe, indicio de que las heridas producidas en el tejido social no cicatrizan sino por un proceso igualmente social –y público– de reconocimiento de las violencias infligidas. En esa línea, es también indicio de la insuficiencia de las respuestas que el sistema jurídico-político ha ensayado hasta el momento. Etcétera.
        Pero al mismo tiempo, la índole de los testimonios y reclamos indica lo fragmentario de la memoria que se ensaya, y lo poco que se han movido las tensiones subyacentes del punto en el que se encontraban al momento de establecerse, hace ya muchos años.
        Digámoslo en otros términos. La escena del diálogo –aunque sea de sordos– que vienen sosteniendo así desde hace unos años distintos sectores y organismos de la sociedad y, por el otro lado, los institutos del poder político, evoca y remeda, con líneas quebradas y escala más o menos pacífica, una situación entre víctimas y victimarios cuya real naturaleza social e histórica, a la vez, se acalla, se individualiza, y finalmente se despolitiza.
        He aquí la diferencia aludida entre lo que ha sido silenciado –y paulatinamente parece hacerse público– y lo que ha sido negado y parece seguir siéndolo. No se trata tan sólo de poner de manifiesto los bordes del horror. Se trata también de poder preguntarse, pensar y decir cómo fue posible ese horror.
        El problema de la memoria a la que tanto se alude parece capaz de concluir cristalizado en los casos de Juan, Pedro y María, y en el castigo a sus torturadores. Es, por cierto, el primer escalón de la memoria, el más elemental e imprescindible, pero a no dudarlo insuficiente. A menos que –es el riesgo– se crea que el problema que convocan a pensar los llamados años de plomo es, si cabe decirlo así, solamente ése, el de Juan, Pedro, María, y sus torturadores. Que, entiéndase y sin disminuir en lo más mínimo su legítimo peso, no alcanza empero para explicarnos qué compleja trama de factores políticos, sociales y culturales convergieron para dar por resultado precisamente esa madeja de atrocidades cuya forma ha comenzado a decirse con todas las letras.

II
Después de recordar la sentencia freudiana según la cual el inconsciente no es perder la memoria sino olvidar lo que se sabe, Jacques Hassoun dice que “el olvido se constituye como un saber”, pero no un saber cualquiera. El olvido es fecundo, añade: “trabajados por el olvido, significamos nuestra existencia”.1
        Resulta fértil prolongar en esta dirección las reflexiones acerca de lo que se ha olvidado, de lo que aún sabiéndose parece no poder recordarse. Dicho de otro modo, de lo que puede “escucharse” en los entresijos silenciosos de lo que efectivamente se enuncia. Es que toda una generación –la nuestra– ha hecho de la palabra memoria (y, con ella, de una vasta serie de cadenas significativas), una suerte de síntoma. De una manera desgarrada, clama a los poderes políticos y a la sociedad civil por memoria: la propia.
        En esta perspectiva, la cuestión es la de atender qué figura de sí misma construye la sociedad en sus olvidos, atender a cuál es el modo específico en el que esa sociedad se concibe y se define, en relación con una memoria edificada sobre una red de olvidos. Podría decir Hassoun: la manera en que los argentinos significamos nuestra existencia a partir de lo olvidado.
        Lo olvidado no son los desaparecidos, ni la ESMA, ni mil formas que asumió la sanguinaria tarea de exterminio. Eso siempre lo supimos, aunque lo calláramos. Como sabíamos del secuestro de bebés y de los cuerpos arrojados al río, del robo sistemático a los asesinados, y muchas cosas más. Sobre lo que nos negamos en cambio a recordar es respecto de los episodios y fenómenos que deberían permitir que nos interroguemos, que pensemos y que nos digamos, qué factores contribuyeron a generar las condiciones de posibilidad de tamaño horror.
        Claro está, no son los organismos de derechos humanos los encargados naturales de esta tarea. Le corresponde por definición a la intelectualidad que asuma como propia la responsabilidad de la crítica política. Esta intelectualidad constituye la zona de la sociedad civil cuya sensibilidad debería a la vez impulsar, dar cuenta de, y colocar en evidencia la labor general que la sociedad lleva a cabo en la construcción de una memoria colectiva. Como puede inferirse de lo que va dicho hasta aquí, a nuestro juicio esta tarea crítica constituye todavía y pese a los intentos que han comenzado a ensayarse, una de las deudas más notorias de la intelectualidad argentina. Los más salientes entre los textos que han comenzado a circular se caracterizan sobre todo, con inteligencia mayor o menor, por colocar brutalmente los recuerdos sobre la mesa antes que por una reflexión sobre los episodios a los que refieren, sus causas, contextos, atributos.
La crítica política, al igual que la clase dirigente, está en pañales.
        En el marco de esa ausencia, dos siguen siendo, como es sabido, los grandes textos socialmente producidos, textos sin autor cuya circulación ha predominado en estos últimos 15 años (ambos puestos ya en tela de juicio en las ediciones anteriores de esta misma revista2) y que permiten acercarse, en esta dirección, al imaginario colectivo: el que se suele referir como teoría de los dos demonios y el que resulta aludible, en contraposición, como teoría de las víctimas inocentes. Antes que abundar en la crítica ideológica de estos textos, interesa ahora un aspecto de su crítica propiamente política: advertir que, pese a su contraposición evidente, hay un rasgo que estos relatos del horror comparten. ¿Cuál es este rasgo? En ambos, la sociedad queda excluida (se autoexcluye, se define al margen) de toda conexión directa con los episodios que se relatan, reconstruidos así como historias que le ocurrieron a la Argentina (o, más exactamente, a un cierto número de sus habitantes), producidas desde un afuera de ella, y exteriores a los procesos sociales de amplia escala de los que el conjunto pueda sentirse parte. En otras palabras: las interpretaciones que prevalecen en la extensa superficie social configuran, desde este punto de vista, una pieza narrativa más de aquel discurso general del “yo no sabía nada” que, durante largos años, causara en tantos sobrevivientes un desasosiego apenas menor que el genocidio mismo.
        Para decirlo con todas las letras: la complicidad que sostuvo una porción muy amplia de la sociedad argentina con la dictadura militar es un tema que no hemos saldado aún. Antes de continuar con el argumento, vale apresurarse a señalar un aspecto complementario que resulta, por lo común, incluso menos aludido que el precedente, a saber: la complicidad y, muchas veces, adhesión manifiesta que otra porción (¿del todo diferente?) de la sociedad argentina había mantenido apenas unos años antes con el segundo presunto “demonio”, las organizaciones guerrilleras.                
       La denegación colectiva respecto de los diversos grados de apoyo político y moral ofrecido a los agentes de un combate (que luego se verá definido simplificadoramente como “guerra de aparatos”) se encuentra en la base misma de las dificultades que la sociedad civil experimenta aún hoy, a 20 años, para dar lugar a la memoria que paradójicamente se empeña en reclamar.
El primer paso en la recuperación de la memoria es doloroso, sin duda, pero poco tiene que ver con el ejercicio tan difundido de demandársela a las instituciones. Más bien, y antes que nada, requiere del reconocimiento de aquellos resortes que en el propio pasado nos condujeron a hacerlo posible, léase “caos” y “subversión” en los tempranos ’70, horror y genocidio en la segunda mitad de la década. A las instituciones del estado cabrá exigirles entonces, como corresponde y como efectivamente tiende a hacerse, la administración de justicia.

III
¿Qué supone este autoextrañamiento de la propia historia? Hay un punto que emerge con fuerza al respecto, y que está cargado de consecuencias políticas sobre el presente. La sociedad que se reconstruye a sí misma ausente de lo ocurrido antes y después del 76 –distraída, ignorante o prescindente, lo mismo da– impone de manera retroactiva una suerte de cancelación del carácter social de las batallas libradas despolitizando su significación. (Cabe aquí, en todo caso, reflexionar acerca de las maneras en el que la crítica política –analista nata de lo olvidado social– se ha plegado hasta ahora en más de un sentido a los descentramientos de esa sociedad que debería ser su objeto).
        En relación con la perspectiva general de los discursos sociales predominantes, la reflexión puede abrirse en dos vías. Por una parte, la que de manera específica eche luz sobre el más trágico y destructor proceso político-cultural de la historia argentina de este siglo. Por la otra, aquella que apunte a una característica hasta ahora no tematizada acerca de cierto rasgo repetitivo de inocentamiento ex post con el que la sociedad que formamos mira sus propias experiencias políticas. Valga para aquel cuasi legendario “yo, argentino”, con el que se habría buscado evitar una represión dirigida a los anarquistas centroeuropeos en la segunda mitad del siglo –sintagma llamativamente incorporado al lenguaje cotidiano– hasta el mucho más reciente, folklórico e irónico latiguillo de “yo, a Menem, no lo voté” con que la misma sociedad repasaba el triunfo virtualmente arrollador del menemismo en las elecciones de mayo de 1995.3 Valga insistir en que, de manera llamativa, dos han sido los inocentamientos ex post, que se corresponden con los dos principales momentos de aquella década: el que borra la amplia participación social en las movilizaciones y políticas desestabilizadoras de los años 70 a 74 y el que borra el ancho consenso social con que contó la dictadura militar en los momentos más negros de su desempeño.
        Pero nos quedaremos con la primera de las dos vías de reflexión apuntadas. En esa dirección, lo que inicialmente importa subrayar es la más simple, la más elemental de las consideraciones respecto de esta despolitización, a saber: entre 1969 y 1976, la Argentina vivió un período de luchas sociales de una magnitud que probablemente no tenga parangón en el siglo. Una afirmación elemental, decimos, pero que ni la sociedad asume como un sobreentendido común ni la crítica lo ha retomado con la atención necesaria.
        Pueden y deben, por supuesto, ponerse en discusión los horizontes bajo los cuales estas luchas tuvieron lugar y puede también concluirse, probablemente, que no era el socialismo –pese a lo cantado en las calles– lo que efectivamente estaba en juego. Pero de lo que tal vez no puedan razonablemente caber grandes dudas es de la profundidad y extensión de la crisis de las instituciones políticas, de la profundidad y extensión de la crisis en las relaciones establecidas de dominio, de la profundidad y extensión de la movilización ciudadana que quedaba comprometida en aquellas circunstancias. El marco de época empujaba a situar este desborde de todas las dominaciones propias del orden social bajo la advocación de las transformaciones revolucionarias (tal y como por entonces se entendía el término), en asociación con una vastedad de fenómenos contemporáneos de aquella América Latina –y no sólo– que incluía al Chile de la Unidad Popular, al Uruguay tupamaro, a Bolivia y Perú con regímenes militar-campesinos, etc. Tal vez esa inscripción en la serie fuera errónea. Tal vez se confundiera la violencia de las demandas populares con la hipotética gestación de un régimen radicalmente distinto y mejor. Pero ese no es el punto. El punto aquí es, en la perspectiva que buscamos sostener, la enorme distancia existente entre aquella sociedad movilizada y esta visión que hoy circula campante de “guerra de aparatos”, “grupos delirantes”, etc. Es decir, esta versión de la historia que resulta sostenida por tantos argentinos, cuyos diversos subtextos comulgan en el compartido “yo no fui” o “y a mí por qué me miran”.
        Lo ocurrido en el país en los años ‘70 no puede entenderse sino como una cadena de episodios que comprometieron a la sociedad toda. Pero la sociedad, en sus términos más visibles, elude reconocer ese compromiso. El reclamo generalizado en torno a la reconstrucción de la memoria reviste así un aspecto paradójico, imposible, y se reduce a sus casos límite, a sus aspectos tribunalicios o a sus aspectos delincuenciales. Mejor dicho: la sociedad se significa a sí misma como una sociedad de inocentes ciudadanos dedicados a sus labores que, sorprendida por bandas de forajidos, intenta 20 años después reestablecer principios generales y elementales de justicia y de institucionalidad ante aquellos vejámenes.
        En el camino se olvida que las organizaciones guerrilleras llegaron a contabilizar varios miles de cuadros “político-militares” y a movilizar organizaciones políticas que contaban con cientos de miles de adherentes activos. Pero ni siquiera estas cifras ponen adecuadamente de manifiesto algo que desbordó por mucho a los núcleos militantes y que refiere, sobre todo, a las condiciones de posibilidad socialmente construidas. El semanario Descamisados, editado por Montoneros y en cuyas páginas se hacía una defensa de la lucha armada, circulaba en el año 73 tanto o más que lo que hoy circula la revista Caras. La afirmación según la cual “la violencia de arriba engendra la violencia de abajo” constituía una suerte de lugar común que repetían dirigentes políticos, medios masivos y la gente en general con la naturalidad de las grandes verdades, cuando no era “puesta en práctica” en las periódicas puebladas que protagonizaron prácticamente todos los centros urbanos grandes y medianos del país entero entre 1969 y 1972. En el 73, entre otros muchos indicios de este estado de movilización y desborde institucional, seguramente decenas de miles de argentinos participaron personalmente en la infinidad de tomas: fábricas, instituciones educativas, establecimientos diversos, las “tomas” graficaban el estado de las cosas en cuanto a la subjetivación de las relaciones que mantenían amplios sectores de la sociedad civil con los institutos políticos tradicionales. La canción popular, los cantos en las canchas de fútbol, el lenguaje cotidiano, las posiciones explícitas de agrupamientos profesionales, sacerdotales, de artistas y representantes de la cultura, etc., todo ello contribuía a construir una escena política y social que debería probablemente colocarse en la base de una recuperación de una historia. En otras palabras: ¿de qué manera concebimos que es posible recuperar la memoria de lo acontecido sobre la base de un olvido tan generalizado respecto de lo que constituyó sin dudas uno de los momentos más convulsionados de la historia política y social de la Argentina de este siglo?
        ¿De qué memoria a defender hablan, por ejemplo, los tantos que hicieron del literalmente llamado “blanqueo” (del propio pasado) su mejor artesanía en la democracia?
        Los militares genocidas no dudaron respecto de este carácter social extenso de las luchas que se libraban. Y el plan de exterminio puesto en marcha en 1976 puede concebirse, en rigor, como la saña de la persecución a quien se encontraba ya virtualmente vencido en el plano de lo político. No es siquiera un análisis político propiamente dicho lo que en estas frases proponen: es el hecho de que lo que se requiere, todavía, es un análisis político.
        ¿Qué ocurre con su ausencia? La violencia ejercida en la campaña de exterminio lanzada por las fuerzas armadas parece haber nublado –y resignificado desde la sorpresa, la derrota y el miedo– cualquier consideración serena de lo sucedido en el período inmediato anterior. Todo se borra y los siete años del Proceso devienen en un horror sin historia ni razón. Ante semejante configuración de lo propio vivido, es comprensible entonces que lejos de la “conciliación” buscada por los sectores dominantes, porciones crecientes de la sociedad volteen la mirada para clavarla en el momento en el que las imágenes se congelaron. Ahí estamos, estatuas de sal.


Notas
1 Hassoun, Jacques: Los contrabandistas de la memoria, Ediciones de la Flor, Buenos Aires, 1996 (ed. original: 1994), pág. 64.
2 Aquellas elecciones fueron un verdadero laboratorio involuntario para el análisis de los comportamientos políticos de la sociedad argentina. Recuerdo haberme detenido a mirar con sorpresa los resultados electorales producidos en Santiago del Estero, donde apenas 17 meses antes una multitud enardecida había atacado e incendiado las casas de varios dirigentes políticos provinciales. La revisión de los números indicaba que necesariamente entre los votantes de, por ejemplo, C. Juárez, debía haber numerosos participantes en aquellos explosivos episodios que habían incluido el ataque rabioso a la casa de Juárez. ¿Cómo procesarían esos electores su voto a favor de quien hubieran virtualmente linchado un año y medio antes? También convendría revisar el caso de Tierra del Fuego, donde con mucha menos diferencia de tiempo aún, la represión a los obreros despedidos en plantas locales había llegado a producir una víctima fatal.


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Pensamiento de los confines, n. 5, octubre de 1998 / Págs. 17-22.