Sobre el olvido
Martin Kohan

1.

¿Qué era Funes, Ireneo Funes, Funes el memorioso, antes de ser, como sería, un memorioso? Porque el fenómeno mnemónico que singulariza a Funes, y que justifica incluso el propósito de que todos los que lo conocieron escriban algo sobre él, no le viene dado, no existe desde siempre. Funes deviene memorioso; alcanza el estado de memoria como quien alcanza un estado de dicha o de fe, o de desdicha, o de escepticismo. Antes de ser un memorioso, el memorioso, Funes era apenas un tipo con algunas rarezas. Entre esas rarezas, la que se destaca (la que destaca el narrador del cuento de Borges) es que Funes sabía siempre la hora: era, todo él, “como un reloj”, era “el cronométrico Funes”

(1)No es que viviera en el tiempo, como vivimos todos, sino que vivía en un continuo temporal, y más que eso: vivía en la conciencia del continuo temporal, y más que eso: vivía en la conciencia continua del continuo temporal. Lo raro en Funes no es que supiera la hora, sino que la supiera siempre. Que habitara en ese siempre era la rareza de Funes.
        Si Funes el cronométrico se convierte en Funes el memorioso, es porque sufre un accidente. Todo accidente implica, por definición, la ruptura del continuo, lo que se sale del “siempre”, su alteración. Funes se accidenta, al igual que Dahlmann en “El sur”, y queda postrado en una cama, al igual que Recabarren en “El fin”. A diferencia de Dahlmann, sin embargo, no delira ni agoniza; y a diferencia de Recabarren, no tiene nada interesante que contemplar desde la inmovilidad de su ventana. Un caballo lo volteó en el campo, y lo dejó tullido “sin esperanza” (2). Sin esperanza, que es como lo dice Borges, significa para siempre. Aquel otro siempre, el de la cronometría constante, se convierte, o se potencia, en el para siempre de la postración.
        Funes tiene ahora un aleph en la cabeza, tiene el aleph en la cabeza. Ese milagro de totalidad sin pérdida que el personaje de “El aleph” encontraba y contemplaba en el sótano inefable de un lugar de Constitución, Funes lo lleva consigo, lo tiene inoculado en el cerebro; es él mismo en cierto modo. Su memoria es tan perfecta y tan inútil como el famoso “Mapa del Imperio, que tenía el Tamaño del Imperio y coincidía puntualmente con él” (3) (la correspondencia resulta tan irreprochable que la extensión de lo que representa es tanta como la extensión de lo representado. La memoria de Funes hace en el tiempo lo mismo que ese mapa hace en el espacio). Esa memoria lo condena sin remedio a la proliferación sin cauce del idioma analítico de John Wilkins: el don de la abstracción le ha sido despojado. Funes no puede resumir. Y el resumen es una salvación en la imaginación de Borges: cuando se enfrenta al infinito del azar, como en “La lotería de Babilonia”, o cuando se enfrenta al infinito de las palabras, como en “La biblioteca de Babel”, Borges habla de resumir, se guarece en el resumen, se refugia en el resumen. Funes, que no puede resumir, está condenado al infinito, y también por eso habita el agobio de un para siempre. De ahí que la noticia de su muerte se registre, con evidente alivio, justo cuando el relato encuentra su propio final (4).
         Ahora bien, lo que hay en el aleph de extraordinario no es tan sólo su ilimitada completud (que en su deslumbrante figuración aparezca todo: todo lo que existe y existió), sino también, y sobre todo, su prodigiosa simultaneidad (que ese todo pueda existir, y pueda verse, a la vez). El aleph lleva a cabo un milagro de simultaneidad antes que, o más que, un milagro de exhaustividad. En su poder de incluirlo minuciosamente todo nos recuerda al afán de los novelistas del naturalismo, ese afán que Lukács definía –y cuestionaba– en términos de “totalidad extensiva”. Pero al hacer que ese todo exista al mismo tiempo, vale decir que ese todo co-exista, libera a la representación de la inexorable sucesividad que acata siempre el lenguaje, la libera del tiempo. En el aleph está todo, pero ese todo, en un sentido ciertamente literal, se hace presente. Decir que, en efecto, Ireneo Funes tiene un aleph en la cabeza, supone decir que tiene todo presente.
        El accidente es por cierto lo que lo arroja a esa insólita condición existencial, pero aun así, ¿no había ya algo del orden del puro presente en ese hombre que siempre sabía cuál era la hora? El lugar común nos habituó a esta circunstancia: alguien se cae, se golpea y pierde la memoria; Ireneo Funes en cambio se cae, se golpea, y la gana. Gana –es su desgracia– una memoria perfecta. No obstante, ¿de qué clase de memoria se trata, si existe en un presente absoluto? ¿En qué sentido cabría hablar estrictamente de memoria, si todo se hace presente, si todo es presente, si no hay más que presente? La memoria de Funes no recupera un pasado; no puede recuperarlo porque nunca lo perdió, porque no pierde nada, nada de nada (tampoco lo trivial). El pasado para Funes dura como un presente (“Dos o tres veces había reconstruido un día entero; no había dudado nunca, pero cada reconstrucción había requerido un día entero” (5): es la misma idea que la del Mapa del Imperio), y si dura como un presente es porque está de veras presente, porque es por completo un presente.
        Paolo Virno ha postulado, a partir de una indagación teórica en las sensaciones del dejà vu, que se verifica en este tiempo una cierta ampliación de la potestad de la memoria, por la cual incluso el presente toma la forma del recuerdo. La memoria le concede una forma de pasado aun a aquello que no es un pasado. Hay pues un “recuerdo del presente”, según sus términos, y es una consecuencia del imperio total de la memoria: “No habría memoria si ella no fuese, ante todo, memoria del presente” (6). ¿No debería ser éste, desde todo punto de vista, el reino y el cielo de Funes el memorioso? Y sin embargo no lo es. Y no lo es porque, a decir verdad, con Funes ocurre el fenómeno exactamente contrario. La memoria de Funes le concede una forma de presente aun a aquello que no es o que no está presente. No hace del presente un recuerdo; Funes hace, del pasado, una vivencia actual. Por eso su potencia descomunal no radica tanto en la evocación como en la percepción. Si Funes recuerda de más, es porque percibe de más. Virno señala, retomando a Bergson, de qué forma la percepción y el recuerdo pueden llegar a tener una misma intensidad. La regla se verifica en Funes, pero no por lo mucho que recuerda, sino por lo mucho que percibe: “Al caer, perdió el conocimiento; cuando lo recobró, el presente era casi tan intolerable de tan rico y tan nítido, y también las memorias más antiguas y más triviales”. Y luego: “Nosotros, de un vistazo, percibimos tres copas en una mesa; Funes, todos los vástagos y racimos y frutos que comprende una parra”. Y luego: “No sé cuántas estrellas veía en el cielo”. Y luego: “Era el solitario y lúcido espectador de un mundo multiforme, instantáneo y casi intolerablemente preciso” (7). Bajo la implacable lucidez perceptiva de Funes, sometido al rigor de su implacable precisión, el mundo resulta instantáneo. Existe tan sólo en el instante, tan sólo en el presente, el pasado le ha sido suprimido, no tiene ayer.
        Funes entonces no es un memorioso: más bien es un amnésico. Es incapaz de recordar nada. No puede diferenciar un presente de un pasado para luego establecer una relación (la del recuerdo) entre ese presente y ese pasado. El universo que habita (y que lo agobia) no es el del dejà vu, en el que todo vuelve bajo la sugestión de la repetición; es el universo de la constante primera vez, donde nada vuelve porque todo es siempre distinto. Su percepción lo obliga a captar demasiadas diferencias; Funes por lo tanto no logra recordar nada, reconocer nada, no logra remitirse a un pasado desde un presente que lo evoca. Tampoco a sí mismo (ni siquiera a sí mismo) se reconoce: “Su propia cara en el espejo, sus propias manos, lo sorprendían cada vez” (8). Funes vive en el cada vez, y no en el otra vez del dejà vu que es propio del recuerdo del presente. Vive sin memoria, y por lo tanto no puede sino complicarse incluso en la escena primordial de la identidad: la de reconocer la propia cara en el espejo. Funes no puede tampoco recordarse.
        La ficción de este cuento, la ficción que justifica la existencia de este texto, se refiere al proyecto “de que todos aquellos que lo trataron escriban sobre él” (9). Quienes impulsan esa idea están reconociendo, de alguna manera, que a Funes hay que salvarlo, no de la memoria, sino del olvido. El olvido es en verdad su azote, bajo la forma aparente de la absoluta memoria. Recordarlo es una cosa que les queda a los demás.


2.

En un sentido es tan legítimo o tan arbitrario decir que Funes es amnésico como decir que Funes es memorioso. Porque también puede considerarse que, de la misma forma, y hasta por las mismas razones, por las que nada recuerda, tampoco olvida nada; que la excesiva nitidez de su percepción, ese fulgor que lo confina al instante pero que al mismo tiempo le confiere al instante el valor de lo definitivo, está desalojando por igual al recuerdo y al olvido. Sabemos hasta qué punto cada uno de estos términos necesita del otro, en esa singular articulación que Theodor Adorno, a propósito de los textos de recuerdos autobiográficos de Walter Benjamin, definió como una “dialéctica del olvido” (10). La memoria, en este sentido, no es lo contrario del olvido, según se ha señalado ya con notoria frecuencia. Tzvetan Todorov por ejemplo indica que la memoria no se opone al olvido, dado que “la memoria es, como tal, forzosamente una selección” (11) (¿no era eso, acaso, la selección, lo que de acuerdo con Lukács les faltaba a los escritores naturalistas? ¿no era eso, acaso, la selección, lo que le falta a Ireneo Funes, que registra lo relevante con la misma aplicación con que registra lo trivial? “Mi memoria, señor, es como vaciadero de basuras”, confiesa y se mortifica en un momento determinado) (12). En el mismo sentido sostiene Hans Mommsen que “sólo sobre el trasfondo del olvido se reconstruye una conciencia histórica” (13). Y Andreas Huyssen observa: “Ya nos ha enseñado Freud que la memoria y el olvido están indisolublemente ligados una a otro, que la memoria no es sino otra forma del olvido y que el olvido es una forma de memoria oculta” (14). Hugo Vezzetti retoma la perspectiva de este entrelazamiento para proponer que la oposición cabal debe trazarse, no entre la memoria y el olvido, “sino más bien entre diversas memorias” (15). Beatriz Sarlo define análogamente una competencia de la memoria con la historia (y no con el olvido): una competencia entre el pasado de la experiencia subjetiva, que cierra sentidos y pretende garantizar una verdad; y el pasado comprendido más allá del yo y de las certezas demasiado prontas de una inteligibilidad única y excluyente (16).
        No menos claras ni menos insistentes han sido las advertencias teóricas y críticas acerca de una sobreabundancia de la memoria en el tiempo que nos toca. De acuerdo con este criterio, hay memoria por demás: recordamos demasiado. No es que recordemos demasiadas cosas, es que recordamos demasiado (en el recuerdo mismo, en la disposición recordativa, está la demasía; no en los objetos recordados. Hay demasiado recuerdo, no demasiados recuerdos). La necesidad de olvido, que Nietzsche esgrimiera en su ocasión en pugna con el historicismo, es traída a colación con profusa asiduidad. Demasiada memoria, se nos advierte, hace mal. Huyssen precave de un riesgo de implosión por exceso de memoria; un cierto afán de recordarlo todo habría producido un giro pernicioso desde el privilegio del futuro hacia el privilegio del pasado (17). Paolo Virno detecta otro riesgo, el riesgo de la inacción, en el poder paralizante del predominio del pasado (18). Vezzetti confluye en parte: hay una excesiva orientación al pasado en la memoria reivindicativa, esa memoria no hace más que repetir el pasado (19) (aunque la consigna diga que hay que recordar el pasado para evitar que se repita). El recuerdo en exceso nos condena al pasado, pero el pasado no sería lo que nos condena, como reza la frase hecha, sino aquello a lo que estamos condenados.
        Todorov resume bien el tenor de estas preocupaciones, cuando habla de “los abusos de la memoria” (20). Distingue juiciosamente buenos y malos pasados, buenas y malas memorias (pero la mala memoria aquí no significa, como se estila, que se recuerde mal, sino que se recuerda demasiado bien: que se incurre en un culto de la memoria por la memoria misma). Si tomamos nota de las alarmas de Todorov, es porque resulta convincente su hipótesis de los abusos de la memoria. No obstante bien podríamos preguntarnos si no hay también, en alguna medida, un abuso de Todorov. Vale decir, un exceso en las prevenciones por los excesos de la memoria. Al fin de cuentas, el estado de cosas admite por igual el diagnóstico de que hay cierta inflación de la memoria como el diagnóstico contrario: que hay una memoria completamente en déficit. Es persuasiva la idea de la desmedida atención del pasado como un signo de los tiempos. Pero no es menos persuasiva la idea de que el signo de los tiempos es la atención exclusiva del presente, con una capacidad muy escasa en la retención del recuerdo (un poco a la manera de Memento, esa película sobre la volatilidad de la memoria de lo inmediato).
        Nicolás Casullo habla de hecho de una “cultura de la extrema desmemoria” (21): su impresión es que la época exige una revalorización de la memoria, y no su morigeración. Esa revalorización, que Casullo exige y emprende, no está exenta de reparos. Hay memorias y memorias, y hay disputas entre distintas formas de la memoria (en la alternativa entre memoria e historia, Casullo hace su apuesta al revés que Sarlo; pero se inclina por igual por la memoria como narrativa fragmentaria y rota, y no por la memoria totalizadora y cerrada). Casullo percibe un mundo más olvidadizo que memorioso. En ese mundo, que es el nuestro, la memoria está amenazada. Lo que la amenaza, sin embargo, no es solamente la santificación del presente, sino también, y sobre todo, la circulación social de falsificaciones de la memoria: la memoria como dispositivo de las políticas consoladoras, la memoria de mercado, la industria de la memoria, la memoria de clausura; y sobre todo, en especial, la memoria que “en realidad, desmemoriza”: la que parece memoria, pero procura el olvido (22). En este mismo sentido, Nelly Richard observa un efecto de disipación del recuerdo como característica de la tecnocultura: ”lo que está a punto de desvanecerse en la cultura del simulacro es, dramáticamente, la memoria de las dictaduras latinoamericanas” (23). La memoria, observa Richard, se ve “desalojada incluso de las palabras que la nombran” (24): en ese fraseo del recordar habita el olvido, pero lo hace de tal modo que incluso el olvido se olvida y así encaja sin conflicto evidente en las vehemencias consabidas del “boom de la memoria”.
        Todorov viene a invocar justamente eso: un “derecho al olvido”. Este derecho al olvido podría oponerse en primera instancia al “deber de memoria” que encarna alguien como Primo Levi; pero aun Primo Levi admite en un momento dado que él mismo se siente “harto de escuchar siempre las mismas preguntas” y de repetir siempre las mismas respuestas (25). Cuando la memoria se vuelve pura repetición (repetición en un sentido literal), cansa. Puede entonces que el deber de memoria y el derecho al olvido no sean del todo incompatibles. La dialéctica del olvido que Adorno postula para abordar precisamente un libro de recuerdos puede orientarse en esta misma dirección. Hay un modo del olvido que forma parte de los mecanismos de la memoria (a Funes le falta ese engranaje, le falta ese tornillo: porque no olvida, no recuerda, y su memoria es también una amnesia). Claro que la captación de este principio dialéctico, de este singular entrelazamiento entre la disposición a recordar y la necesidad de olvidar, dice mucho sobre la memoria, pero no lo dice todo sobre el olvido. Porque esa manera singular de nutrir a la memoria no quita que el olvido (otro olvido, otra forma del olvido) pueda seguir siendo también lo otro de la memoria, su negación, su contrarrestación. Así como hay memorias diversas, que no funcionan siempre igual, hay también olvidos diversos, que tampoco funcionan siempre igual. El atinado señalamiento de una antítesis dialéctica ilumina un aspecto decisivo de la cuestión, pero deja pendiente este otro aspecto: el de una antítesis no dialéctica. Cuando Todorov interpone un derecho al olvido, apunta en verdad a esta variante, una que sirva de paliativo a los abusos de la memoria. El olvido en su acepción más llana y menos sofisticada. No acordarse más.
        Casullo se refiere a este olvido en términos de “desmemoria”. Al pensarlo como desmemoria, detecta en el olvido un cierto deshacer, pero también detecta, y denuncia, una tendencia del olvido a adoptar la apariencia de una memoria. Habría así una memoria (una memoria impostada) que en realidad desmemoriza. En su crispada caracterización de esta memoria de mercado, Casullo se queja: “Todo se admite como recuperación de la memoria”(26). Ese todo incluye, sin dudas, también al olvido. También el olvido podría entonces, llegado el caso, hacerse admitir como una forma de recuperación de la memoria. Y hasta podría ser el precio que paga para adquirir el derecho a la circulación social: valerse de la ampliación de criterios de lo que es memoria, valerse del eventual entrelazamiento dialéctico de memoria y olvido, para decirse memoria sin dejar de ser olvido: memoria que desmemoriza. Así el boom de la memoria, según postula Nelly Richard, vendría a disimular la evanescencia del recuerdo histórico en la sociedad de las comunicaciones tecnológicas. El olvido, inseparable de por sí de “la culpa de olvidar”, terminaría plegándose al efecto de indiferencia de un “acostumbramiento de la memoria” (27). Y es de tal manera que las palabras que nombran a la memoria bien pueden, en verdad, desalojarla.
        Si se considera, entonces, que el olvido sostiene a la memoria, pero no siempre; y si se considera que hay memorias plurales y diversas, pero también un borde que linda con algo que ya no es más memoria, la pregunta deja de rondar la cuestión de la memoria y empieza a concentrarse en la cuestión del olvido. ¿Cuáles son las condiciones de posibilidad para el olvido, bajo la presión moral del deber de memoria? ¿Cuáles son las condiciones de posibilidad para una legitimación del olvido (Todorov habla de un “derecho”), una clase de olvido que no suponga una complicidad directa con la impunidad lisa y llana, la supresión negligente de un pasado cuyos efectos no obstante nos alcanzan todavía? ¿Existen esas condiciones? ¿Pueden existir? ¿Hace falta que existan? En el conflicto que se traba entre un deber (deber de memoria: Levi) y un derecho (derecho al olvido: Todorov), en la tensión ideológica que atraviesa el horizonte de esas alternativas desde el final de las dictaduras militares en Sudamérica, aparece esa variante acaso impensada: que el derecho al olvido tan sólo pueda ejercerse adoptando las formas exteriores de la memoria. Pienso por ejemplo en una película como Los rubios, de Albertina Carri. Pienso en la posibilidad de entender esa película (la película de una hija de desaparecidos) en términos de un derecho al olvido: el derecho personal de la autora de aliviarse de una historia afligente, para poder por fin afirmarse en otra historia y en otro tiempo. Me pregunto entonces por la necesidad que la propia película tiene de postularse como un ensayo de memoria heterodoxa, su necesidad de insistir en la cualidad diferencial de una memoria generacional alternativa, de jugar con las palabras de la memoria y el olvido para hacer que todo –aun el olvido– pueda pasar por memoria y pueda decirse memoria (28). Me pregunto por la disposición crítica a aportar con prontitud nuevas categorías de la memoria, invenciones retóricas que, en nombre de la pluralidad (porque es seguro que las memorias son plurales) instalan una nueva totalidad (pero no es tan seguro que todo sea memoria) (29).
        Se trata, por qué no, de otra inflexión del “abuso de memoria”: el que impone la extensión totalitaria de su propia validez, y obliga al olvido a ser no más que una pieza en el motor del recuerdo. Esa supuesta memoria total, que es la de Funes, comprime al olvido, lo mortifica, disimula con astucia su propia necesidad de olvidar, mitiga y confunde su propio ejercicio de olvido. En el abuso de la memoria, entonces, ¿la memoria qué viene a ser? ¿La abusada? ¿O la que se abusa?


3.

“Memoria”, titula con grandes letras un periódico argentino en su portada. Pero no hay que tomarlo en serio: se trata de un periódico satírico, de la edición de marzo de 2007 del periódico satírico “Barcelona”. No va en serio; la bajada del título explica: “El gobierno promete que, si reprime en Santa Cruz, inmediatamente construirá un museo para recordar a las víctimas”. No va en serio, es un chiste; pero el chiste político (el chiste político y su relación con el inconsciente político) no deja de expresar una verdad. La memoria puede ser no solamente una herramienta de la justicia retrospectiva para con la represión del pasado, sino también la estrategia de una justificación prospectiva para con la represión del presente. El tiempo de esta “memoria” no es el pasado (el tiempo propio de lo recordado) ni el presente (el tiempo propio del recordar), sino el futuro, un futuro especulativo que permite percibir al presente como si ya fuese un pasado, y validar la producción de nuevas víctimas con la promesa paradójica de su futura reivindicación conmemorativa. La memoria, o mejor dicho la gestualidad política de la memoria, puede hacer trampas, y acaso las está haciendo.
         La represión política no necesariamente implica o exige la represión del recuerdo. De hecho, lo que pretenden los represores argentinos de la última dictadura militar no es el olvido: es la reivindicación. Piden otra memoria, pero piden memoria. Una agrupación que apareció recientemente en Argentina para activar mediáticamente esa reivindicación adoptó una denominación más que elocuente: “Memoria completa”. Quieren una memoria total, quieren una memoria sin pérdida: quieren la memoria de Funes, la terrible memoria de Funes, como si la memoria de Funes no fuera también una impostura y una imposición, una falacia y un agobio, una falsedad.
         La memoria puede entonces estar también del lado de la represión (de la represión pasada o de la represión presente, sin que esto suponga homologar, como lo hace a menudo una izquierda febril, la represión de la dictadura con la de los gobiernos democráticos). El estigma político del olvido es en todo caso otro y se aloja en otra parte. Una dificultad que pueden encontrar en la recepción argentina los argumentos críticos sobre los abusos de la memoria, el exceso de recuerdo, el peligro de quedar fijados en el pasado, es que se parecen extraordinariamente a las argumentaciones esgrimidas por el presidente Carlos Menem para impulsar y justificar lo que fue la política de impunidad durante su gobierno. La intensa frivolidad de la década menemista tiene el sello contundente de la preferencia por el olvido. La vanguardia del olvido de la que habla Paul Virilio (30) ocupó también las posiciones de retaguardia: las más lerdas, las más regresivas, las más pesadas, las últimas en llegar. Es difícil concebir ahora un lugar para el olvido que no cargue con las resonancias de la despreocupada ligereza con que se convocó al olvido durante los trece años (1989-2002) que abarcó en Argentina la década de los noventa. Nunca como entonces se habló tanto de la necesidad de olvido; del olvido concebido más que como un derecho, como un deber. No era la salvación de Funes: hacerlo capaz de olvidarse de algo; era la reproducción de su condena al absoluto: era la imposición de olvidarse de todo.


(1)Borges, Jorge Luis. “Funes el memorioso”, Ficciones, Emecé, Buenos Aires, 1983; pág.109.
(2)Borges, Jorge Luis. “Funes el memorioso”, op.cit.; pág.109.
(3)Borges, Jorge Luis. “Del rigor en la ciencia”, Historia universal de la infamia, Emecé, Buenos Aires, 1981; pág.131.
(4)Retomo en todo esto el análisis de Sylvia Molloy. Las letras de Borges, Sudamericana, Buenos Aires, 1979; págs.197-203.
(5)Borges, Jorge Luis. “Funes el memorioso”, op.cit.; pág.113.
(6)Virno, Paolo. El recuerdo del presente. Ensayo sobre el tiempo histórico, Paidós, Buenos Aires, 2004; pág.20. (7)Borges, Jorge Luis. “Funes el memorioso”, op.cit.; págs.112/3, 113, 114, 116.
(8)Borges, Jorge Luis. “Funes el memorioso”, op.cit.; pág.115.
(9)Borges, Jorge Luis. “Funes el memorioso”, op.cit.; pág.107.
(10)Adorno, Theodor y Benjamin, Walter. Correspondencia (1928-1940), Trotta, Madrid, 1998; pág.307.
(11)Todorov, Tzvetan. Los abusos de la memoria, Paidós, Barcelona, 2000; pág.16.
(12)Borges, Jorge Luis. “Funes el memorioso”, op.cit.; pág.113.
(13)Mommsen, Hans, “El Tercer Reich en la memoria de los alemanes”. VV.AA., Usos del olvido; Nueva Visión, Buenos Aires, 1998; pág.61.
(14)Huyssen, Andreas. En busca del futuro perdido. Cultura y memoria en tiempos de globalización, Fondo de Cultura Económica, México, 2002; pág.23.
(15)Vezzetti, Hugo. Pasado y presente. Guerra, dictadura y sociedad en la Argentina , Siglo XXI, Buenos Aires, 2202; pág.15.
(16)Ver Sarlo, Beatriz. Tiempo pasado. Cultura de la memoria y giro subjetivo. Una discusión, Siglo XXI, Buenos Aires, 2005.
(17)Ver Huyssen, Andreas. En busca del tiempo perdido, op.cit.; pág.13.
(18)Ver Virno, Paolo. El recuerdo del presente, op.cit.; pág.21.
(19)Ver Vezzetti, Hugo. Pasado y presente, op.cit.; págs.35 y 36.
(20)Ver Todorov, Tzvetan. Los abusos de la memoria, op.cit.
(21)Casullo, Nicolás. “La memoria de las cosas”. En José Tono Martínez (compilador), Observatorio Siglo XXI. Reflexiones sobre arte, cultura y tecnología, Paidós, Buenos Aires, 2002; pág.102.
(22)Casullo, Nicolás. “La memoria de las cosas”, op.cit.; pág.117.
(23)Richard, Nelly. Fracturas de la memoria. Arte y pensamiento crítico, Siglo XXI, Buenos Aires, 2007; pág.86. (24)Richard, Nelly. Fracturas de la memoria, op.cit.; pág.136.
(25)Levi, Primo. Deber de memoria; Libros del Zorzal, Buenos Aires, 2006; págs.28 y 30.
(26)Casullo, Nicolás. “La memoria de las cosas”, op.cit.; pág.115.
(27)Richard, Nelly. Fracturas de la memoria, op.cit.; págs.142 y 89.
(28)Mi lectura sobre la cuestión, en Kohan, Martín. “La apariencia celebrada”, Punto de Vista nº78, Buenos Aires, abril de 2004.
(29)Ver por ejemplo Amado, Ana. “Órdenes de la memoria y desórdenes de la ficción”. En Amado, Ana y Domínguez, Nora (compiladoras). Lazos de familia. Herencias, cuerpos, ficciones (Paidós, Buenos Aires, 2004. (30)Ver Virilio, Paul. “La vanguardia del olvido”. Un paisaje de acontecimientos, Paidós, Buenos Aires, 1997.