Oposiciones y desencuentros
Alejandro Kaufman

El pensamiento mostró hace mucho que las creencias y las ideas no son –en tanto que tales–-las causas del acontecer social. El poder es otra cosa. No obstante, también prevalece la noción contraria, acerca de que el poder reside en lo que la mente imagina a través de las abstracciones que produce. Cuando atribuimos la condición del poder a un sujeto dado es porque consideramos que sus acciones tienen una relación de causa a efecto con el acontecer social. Ese sujeto puede ser una clase, un grupo, un individuo.
        Me encuentro entre quienes piensan que la Argentina del último medio siglo no engendró un sujeto semejante, susceptible de apropiarse de una cualidad consistente y perdurable como agente del poder. En cambio, entre nosotros, los sujetos del poder se han revelado en forma reiterada como protagonistas de redes laxas y disgregadas, atravesadas por montos ilimitados de violencia física y simbólica. El devenir de la vida social argentina no apunta a uno o varios ejes conductores cuyas diferencias constituyan series dotadas de continuidades o acumulaciones. Cierto que tenemos grupos propietarios de fortunas y medios de producción cuantiosos, pero sus intervenciones y antagonismos no están exentos de los vaivenes que experimenta el conjunto de la sociedad argentina. Claro que las diferencias entre afortunados y desposeídos no son por ello menos dramáticas o injustas que en otras partes.
       La pregunta que inquieta es ¿qué es lo que disputan los “políticos” en las contiendas electorales? ¿Acaso el “poder”? Nadie podría desmentir que las instituciones estatales cuyo gobierno entra en competencia electoral tienen alguna relación con lo que llamamos poder. No me refiero aquí al fenómeno por el cual en los países con economías portentosas, el estado ha pasado a un plano más discreto y subordinado que en otras épocas. Aquello a lo cual el estado se subordina en otras partes, las configuraciones económico políticas que ejercen su señorío sobre el acontecer, entre nosotros se ven compelidas a practicar sus despliegues en condiciones inestables, dispersas y cambiantes. Por otra parte, se produce una desvinculación entre las variables del poder efectivo y las representaciones políticas. Una confrontación preelectoral como la que en estos días atravesamos aparenta un drama entre un gobierno con ciertas orientaciones y una oposición que respondería a intereses contrapuestos. Sin embargo, esa oposición –gran parte de ella-, por su índole ajena a la determinación efectiva del acontecer social, se ve constreñida –para sostener su designio competitivo- a hacer patente una acción de tipo destructor contra la entidad gobernante. Esa acción negativa no encuentra las condiciones para distinguir entre su puja contra el gobierno y los daños colaterales ocasionados al aparato del estado y a otros actores sociales. Es una lucha destituyente, disolutoria, en cuyas agitaciones se inscribe la crisis de fines de los 90. Crisis que pudo haberse relacionado con un modelo económico, pero que mucho más allá de lo que sucedió en otras sociedades, en la nuestra ocasionó una catástrofe autodestructiva.
       El discurso destructivo, sustentado en la denuncia, el hostigamiento, la desconfianza y la descalificación extiende al campo institucional y político formas comunicacionales que en otras sociedades están más limitadas a géneros circunscriptos al entretenimiento. La viabilidad del colectivo social encuentra en esas fronteras de los géneros la posibilidad de desenvolver juegos imaginarios en forma relativamente inocua para el conjunto. La nuestra es una dinámica desencajada, con un desempeño inescrupuloso y negligente por parte de los grandes medios de comunicación, a la espera del acaecimiento de los peores desastres. No es que se los espera simplemente, ya han ocurrido, y hemos visto de qué manera carecimos de defensas colectivas para limitar el daño. El menosprecio por la experiencia compartida no es uno de los menores problemas que nos aquejan, y que muchos opositores pretenden ignorar, como si viniéramos del más feliz de los mundos y la actual coyuntura nos mostrara una decadencia en lugar de la posibilidad de un despertar.
       El actual gobierno, mediante la recuperación de signos políticos y deseantes sobrevivientes de otra catástrofe anterior, la del genocidio de la dictadura, pudo articular un conjunto de acciones reparadoras de aquella desmesurada destrucción, y poco a poco obtuvo algunos logros que nadie había vaticinado ni esperado y que ahora gran parte de la oposición no reconoce ni considera con sensatez, ni aun para someterlos a crítica.
       El modo en que se desenvuelve el actual antagonismo agota las energías de la lucha política en un elemental mantenimiento de la cohesión del colectivo social por un lado, y en el intento persistente de disolver esa cohesión precaria por el otro.
       Es una lucha sorda y de difícil enunciación. Varios de los miembros del actual gobierno, así como algunos de los críticos, periodistas e intelectuales que de algún modo y con diversas distancias y cercanías lo acompañan, aportan señalamientos convergentes. Muchos opositores, muy numerosos políticos, periodistas e intelectuales, parece que procuraran la locura autodestructiva del país argentino, sin obtener a cambio más que el tipo de ganancias que ofrecen los cataclismos, las guerras, las demoliciones.
      El gobierno no se abstuvo de cometer muchos errores, torpezas e inconsecuencias. Sin embargo, me cuento entre quienes se niegan a participar de un coro obtuso, malévolo y resentido cuya principal satisfacción podría verificarse en el advenimiento del desastre colectivo.
       Una de sus peores performances reside en el intento demencial de hacer pasar los lenguajes proferidos por los protagonistas gubernamentales como parte de un dispositivo totalitario, sistemáticamente corrupto, falaz, solo interesado en el aferramiento al poder y la riqueza, cuando son muchos de esos opositores quienes ejercen, ejercieron, acompañaron o consintieron las prácticas perversas que describen con tanto celo. Redactan el guión de una gran ficción cuyo punto de referencia es una presunta república imaginaria, ajena a cualquier posibilidad de articularse con las condiciones reales del devenir social, salvo como recurso de denigración y descalificación moral metódica. Sin omitir la coartada represiva.
       Resulta curioso que en nuestra actualidad política sean sectores importantes de la oposición quienes muestran -como decía Hannah Arendt- un desprecio extremo por los hechos en cuanto tales, sobre la base de la convicción de que éstos dependen por completo del poder del hombre que puede fabricarlos. El orden de los acontecimientos nos produce un incómodo extrañamiento: los opositores hablan del gobierno como si fuera un infame despotismo, opresor y mentiroso. La naturalidad con que estamos dispuestos a asumir un lenguaje antiestatal de ese carácter, en la era de los totalitarismos, es utilizada por las derechas para socavar las condiciones de sustentabilidad de un gobierno que no merece semejante tratamiento. El discurso crítico, con todos sus ornamentos de autoridad intelectual y académica, es utilizado en algunos casos cínicamente para desmoralizar a la población, a la cual se culpabiliza como destinataria de prebendas –cuando se ejerce, con mayor o menor prolijidad institucional, un distribucionismo orientado a una mayor equidad-. En ello radica la astucia de las derechas: en usar las debilidades de la maltrecha sociedad civil que integramos para apropiarse de sus despojos.
       Un consuelo: mientras el barco no se hunda, y parece que no está resultando tan fácil hundirlo, es inminente el olvido, tan caro a nuestra cultura colectiva, según la experiencia. Ojalá los daños sean mínimos, porque la lucha por una mayor justicia y equidad solo es fervientemente sostenida por una escasa minoría de los opositores.