El difícil armado de una política popular
Nicolás Casullo


Transformar viejos aparatos nacionales en organizaciones democrático-populares de nuevo cúneo. O rescatar a las socialdemocracias de sus salmos al dios mercado. O reponerle gravitación política a las agrupaciones marxistas.
       Para partidos reformistas y núcleos de izquierdas es una ardua tarea la construcción de sus políticas: edificar organización y horizontes por encima de las coyunturas. Amalgamar cada fecha electoral con una fuerza estratégica a largo plazo que lidie en el marco de ideologías e identidades que se desagregan y recomponen.
       Teorema complicado articular las lógicas culturales de audiencias mediáticas, con un universo popular necesitado de presencia política propia en el cuerpo social. El centroizquierda se ve cada vez más jaqueado en sus ambiciones de actualizar un sujeto colectivo de apoyo activo a sus decisiones. ¿Cómo recuperar lo que postulaba Mao: “la política al puesto de mando”? La fuerza política gobernando la economía.
       Hubo una época donde esta gobernanza vigorizó a las izquierdas. A un capitalismo que desde el siglo XIX había mixturado sin zozobras industria y especulación, le sobrevino con la revolución rusa, el crack de 1929 y la Gran Depresión, una categórica sospecha contra el ordenamiento desde el mercado, y el paso al frente de un Estado regulador. Desde ahí todas las izquierdas (socialdemócratas, socialistas, populistas, comunistas) habitaron no solo un tiempo capitalista de reformas, sino la utopía de que ese Estado planificador preanunciaba que la historia se consumaría por izquierda. Intervención social, justicia social, seguridad social, progreso social. Y socialismo.
       Desde 1930 a 1980 (salvo la 2ª Guerra en Europa) se precisó, para dicha escena, de partidos de masas. De conciencias comunitarias, sindicatos poderosos, Estados sin complejos. Edad de oro de los reformismos que tuvieron una palabra santificada: la política, alma de lo colectivo. Porque una democracia para las mayorías, el sufragio universal, las nuevas ciudadanías y la calidad de instituciones inclusoras eran leídos como logros de “las políticas del pueblo” que hacían la historia. No un producto de reglas de un liberalismo siempre receloso de la irrupción social de la política contra sus fundamentos económicos.
       En cambio, plantea ahora la italiana Rossana Rosanda: “falta investigar por qué la izquierda se despolitizó, para lanzarse en brazos del neoliberalismo”. La teórica rechaza la idea de una abdicación inexorable frente al sistema a partir de los 80’. No acepta la aparición de un “progresismo reaccionario” que abjura del conflicto político, suplanta lo social por lo moral, busca conciliar privilegiados y condenados, y se divorcia de lo popular.
       Un Colectivo francés maximalista acusa: “la izquierda se redujo al lema distrayente que impuso la derecha, denunciar la corrupción, como si fuese posible un capitalismo sin corrupción”. Para el pensador Fernández Buey reconstruir una izquierda requiere de algo simple: “volver a representar una parte, contra los intereses dominantes de la otra parte”.
       Pero según el politicólogo británico Colin Crouch vivimos en sociedades contrarreformadas, que recodificaron lo real y en el nuevo diccionario no existe la confrontación social, sino una alternancia de partidos equivalentes. Al respecto, piensa sobre las izquierdas el filósofo español Rafael Argullol: “desde la victoria del modelo de mercado, el capitalismo se ha vuelto literalmente innombrable. Ni los últimos comunistas se atreven a nombrarlo”.
       Si se pasa del reformismo a posturas radicalizadas, otros dilemas le sobrevienen a la izquierda. El tránsito desde los militantes a un elector heterogéneo, del clasismo a la opinión pública, del valor de lo colectivo al individualismo de consumo, provoca un abismo entre movimientos sociales y posibilidad de alta convocatoria.
       Para estos grupos de base, las políticas reformistas devinieron mostradores para espurios cargos públicos, donde dicha “pseudoizquierda” es neutralizada por poderes políticos y económicos. De ahí la reivindicación de sus experiencias protestatarias sin mediación de esferas dirigentes ni del Estado.
       La respuesta de las izquierdas moderadas a estas posiciones alternativas, es que la antipolítica de los movimientos de bases significa una suerte de norteamericanización de lo público: “participación comunal sí, política no”. Lo que sentenciaría el fin de lo popular como partidos de masas organizadas.
       América Latina y Europa debaten el armado político de los proyectos de cambio para la primera mitad del siglo XXI.