Ultimos años de la revolución (1)
Nicolás Casullo

¿Cuándo se desplomó el mundo de las ideas y las fuerzas dinamizadoras de un cambio radical, sus innumerables y clásicos libros y autores, aquella revolución obrera y popular con que el socialismo insurreccional, o el programa comunista, o la liberación antimperialista planteó el inexorable desemboque de la historia?
        En el campo político, ideológico y teórico de las izquierdas argentinas (peronistas, progresistas y marxistas tradicionales) muy pocas veces hasta el día de hoy se incorporó y analizó con justeza los datos y secuencias que actuaron ese precipitado final: la crisis profunda – terminal en sus aspectos decisivos - de la revolución en Occidente. La indisimulable conclusión de un tiempo histórico que había portado el emblema de las masas industriales, las vanguardias, sus políticas, sus textos canónicos, sus modelos de transición al socialismo y una cuantiosa experiencia de luchas de distinto tipo y metodologías.
        Se trató de un período preciso donde se corporiza culturalmente el epílogo de este legendario relato revolucionario con sus libretos. Lapso que puede ser concentrado entre los años 1976 y 1982/83. Por distintas circunstancias relevantes sobre estos años confluyen errores, derrotas y desencantos históricos, una crítica inédita a la revolución y al marxismo, a sus enunciados y mitos, también cambios programáticos heréticos, el fin de militancias masivas y el abrupto declinar de las literaturas fundamentadoras.

Una crónica que nos pasó de largo
Sin duda la casi disolución de una cultura de izquierda revolucionaria con sus tradicionales atributos no es producto sólo de un quinquenio y pico de años. No puede desvincularse de las propias huellas de una crónica accidentada desde mediados del XIX. Los debates entre Marx y Bakunin sobre partido y autoritarismo en el 48’. El discutido marxismo leninismo de 1905 no previsto por las socialdemocracias europeas. Los revisionismos reformistas  cuestionados enérgicamente por los bolcheviques. Los fracasos de la revolución alemana en 1919 o española en 1936. La critica del 68’ a las burocracias y dirigencias obreras conciliadoras. Y básicamente las denuncias al bárbaro proceso modernizador soviético con su rostro totalitario, policial, concentracionario, extensible a toda la Europa del Este desde la segunda post-guerra: socialismos como regímenes represivos, silenciados durante décadas, salvo contadas excepciones, por el propio universo del comunismo internacional.
        Pero visto ahora en perspectiva histórica, fueron aquellos años, entre la mitad de los 70’ y principios de los 80’, los del desarme final de un imaginario social de creencias revolucionarias. Un proceso crítico de múltiples entradas: desgarrador, fecundo, lucido, traumático. De suma importancia para una conciencia intelectual y política latinoamericana y occidental de izquierda que (optimista o pesimistamente) palpó en ese entonces las evidencias acumuladas en los estertores de una larga historia de proyectos socialistas anticapitalistas, y el comienzo de otras subjetividades de la protesta y la crítica en la pura intemperie reflexiva.
        Esos años claves para descifrar un fin de época en Occidente coincidieron con el reinado de la dictadura en la Argentina, y por lo tanto “no existieron” ni se palparon como secuencia concreta en nuestro mundo nacional de ideas, por cuanto aquellas crisis y caídas de paradigmas revolucionarios precisó - para florecer, expandirse, polemizarse - de situaciones democráticas que permitieron a las izquierdas la libertad de publicar, criticar, defender y poner todo en cuestión lo almacenado patológicamente en su seno. Lo opuesto a lo que se vivió en esos años fronteras para adentro en nuestro país. En ese entonces tal experiencia no pudo darse ni bajo dictaduras de derecha ni de izquierdas: ni con un Videla ni con un Breznev. Italia, Francia, Inglaterra y Alemania fueron centros de irradiación privilegiados de estas crisis, pero también los exilios latinoamericanos conformados por chilenos, argentinos, uruguayos, bolivianos y brasileños situados en México donde la propia izquierda azteca reformulaba sus visiones, o en España donde el destape post-Franco produjo un vasto tiempo de pensar qué socialismo.
        Paradójicamente la situación de este proceso “ausente” en la Argentina mientras estuvo encerrada literalmente en su propia muerte, promovió entre nosotros más tarde equívocos interpretativos, ignorancias supinas, diálogos de sordos, orfandad y desiertos de análisis, desencuentros ideológicos notables entre historia, conciencia y prácticas políticas. Como si una historia no vivida no pudiese ser satisfecha luego por conversaciones o textos tardíos. Lo que se experimentó muchas veces en las izquierdas nativas fue que esa napa fallida, ese agujero de un tiempo político intelectual, produjo un revolucionarismo marxista reactivo y en formol que rechazó volver a pensar los secretos del mundo contestatario, y un progresismo regresivo intoxicado de ideología liberal culturalmente conservadora. 
        Ya para fines de 1983, con el regreso del país a la democracia, el universo de la revolución hacía tiempo que agonizaba afuera de nuestros límites geográficos en centenares de escritos críticos que reconocían numerosas extinciones temáticas. Por cierto el desenlace simbólico supremo tuvo lugar recién en 1989 con “las caídas de los muros” y de los regímenes en el oriente europeo y la U.R.S.S. Pero ese derrumbe ya no contuvo en Occidente, como testigo, ningún debate apasionado ni intenso sobre “la revolución equivocada o a rectificar”. Ni siquiera había sobrevivido para entonces la idea de un “socialismo con rostro humano” como durante años había conjeturado la izquierda europea imaginando el objetivo de aquellas sociedades cuando se librasen del molde stalinista. Las ruinas fueron casi totales.
        Lo esencial, el corazón de esta encrucijada que va del 76 al 83 remite a las crisis teórica, política, cultural, ideológica, de concepción de la historia, de imaginarios de credibilidad, con que en estos apretados y aluvionales años se discutieron los restos del marxismo político y de otros ismos de esa gran constelación que fue La Revolución como práctica, voluntad, proyecto colectivo y de avanzada, de la clase o del pueblo.
        Frente a las tiranías de los análisis economicistas “objetivos” que explican todas las cosas, es decisivo en cambio abordar este acontecimiento de decrepitud asumida, desde la constelación de las ideas, concepciones, lógicas y metafísicas de la izquierda para entender su efectivo crepúsculo. Porque fue en esas dimensiones discursivas, escriturales, de léxicos y gramáticas donde la revolución había fondeado en la historia, donde había fecundado, alcanzado su apogeo ideológico, su eterno heredarse a ella misma, también su meseta de estancamiento y finalmente su disolvencia epocal hasta convertirse en pasado.
        ¿Cuáles fueron las principales cuestiones que quebraron un mundo y un horizonte de ideas políticas en el cuerpo de las sociedades?

La herejía eurocomunista
La destitución y muerte en 1973 de Salvador Allende en Chile golpeó de lleno a los comunismos europeos, para quienes la experiencia en democracia del socialismo de la Unidad Popular fue de lejos lo más importante de América Latina, encuadrable en sus propias perspectivas. En Italia gestó el “Compromiso Histórico” del PCI bajo dirección de Enrico Berlinguer y el apoyo teórico de una batería de intelectuales. El PCI había tenido desde 1945 una historia dirigida entonces por Palmiro Togliatti, defensor de una vía nacional desmarcada de la URSS. Pero fue el ahora llamado eurocomunismo itálico (en 1975 el PCI obtenía el 37% de los votos, con 1.740.000 activistas en todo el país) el que planteó luego que Chile no se podría gobernar revolucionariamente aún logrando el 50% de los votos. Tampoco se podían rechazar alianzas con la otra mitad del país, despreciar en Italia los aportes de la cultura católica, reivindicar el partido único y la dictadura del proletariado. Debía concluir la “vía comunista hacia el poder”, también los proyectos de “alternativa de izquierda”, para reivindicar en cambio, para el votante, un amplio “programa democrático”. Esa fue la problemática central que descuartizó el tapiz de la revolución: la democracia (libertad, pluralidad, disenso, critica). Y el reconocimiento de los escuálidos vínculos entre proyecto socialista radicalizado y democracia.
        El comunismo español de Santiago Carrillo y el francés de George Marchais (5,5 millones de votos y 600.000 activistas) acompañaron esta “herejía”. El quiebre de “verdades instituidas” fue tan violento, que se tardó 36 meses en compaginar la Reunión Internacional Cumbre de los PC en junio de 1976, mientras desde Moscú Leonidas Breznev pontificaba que “estamos contra los partidos oportunistas que se desvían de las enseñanzas del marxismo y la revolución” (L’Humanité). Crujió y se desfondó el histórico esqueleto que había coronado a la U.R.S.S. como centro de la revolución mundial, y fueron las principales organizaciones comunistas las que desmembraron ese tinglado de autoridad. Marchais consideraba que “ningún obrero francés quiere vivir en las condiciones del obrero de la URSS luego de 60 años de revolución” (Le Monde), mientras Carrillo reconocía, ese mismo año, que “se terminó la revolución comunista en Europa, su iglesia, sus monjes, su santo oficio, sus anatemas, sus cárceles” (Cambio 16).
        La ruptura de los PC de masas con los credos sagrados (más allá de los reformismos, burocracias y abdicaciones que portaban en sus alforjas) representó el colapso de una edad política que iniciara la revolución en Rusia con la III Internacional para aglutinar y ordenar a las clases obreras, a las políticas de peso de las izquierdas, a los modelos de jaqueos anticapitalistas. El trotzkista Ernest Mandel diría en esos días: “el eurocomunismo es el más claro salvador del sistema de explotación”, en tanto el teórico francés comunista Louis Althusser se preguntó ácidamente “¿Con el eurocomunismo el partido es una organización proletaria o burguesa de la política?”. El pensador comunista español Fernando Claudin admitía la vigencia del eurocomunismo, pero con ironía consideraba que “hasta Gramsci ha sido transformado en un gradualista sin ruptura” (Dialéctica).

Las otras guerras de Vietnam
El proceso de post-guerra en Indochina, luego de la resonante derrota militar de Estados Unidos en 1975, trae aparejado un año más tarde una serie de tétricas guerras entre el mítico Vietnam victorioso (apoyado por la U.R.S.S.) contra la Kampuchea roja en manos de los Khemers. Luego se asistió en 1976 a la invasión armada, como represalia de China sobre Vietnam, también a las brutales purgas vietnamitas contra sectores de clase media opositora  en el sur del territorio, a los boat people huyendo del país, y al genocidio de dos millones de personas a cargo de las fuerzas revolucionarias del PC kampucheano de Pol Pot en su propia tierra. Simultáneamente se produjo la llegada al poder en China de Hua Kuo Feng en octubre del 76, quien destituyó y encarceló a “la banda de los cuatro” y denunció sus desviaciones, dogmatismos y violencias represivas “maoístas”. En menos de dos años el vietnamita “pueblo del siglo” que había conmocionado durante una década a las juventudes del planeta, aquella zona asiática que concitara el mayor ejemplo tercermundista de lucha y convicciones, expuso salvajes enfrentamientos comunistas intestinos, xenofobias, nacionalismo, racismos, barbaries fraticidas, matanzas masivas y renegociación económico comercial con USA. Los 60’ y 70’ habían portado como clave de bóveda simbólica de la época el modelo antiimperialista de la periferia: pueblos anticoloniales gestores del nuevo hombre revolucionario. Ahora se asistía al desplome de ese horizonte mayor de valores y éticas.

Fracasos latinoamericanos
En 1976 Régis Debray, quien había sido durante los sesentas uno de los teóricos de la lucha armada (bajo modelo cubano) para América Latina, reconocía que los procesos de liberación de las vanguardias guerrilleras en el continente habían sido derrotados terminantemente, lo que marcaba para el francés (para ese entonces asesor del socialdemócrata François Mitterrand) “el fin de esa revolución  en Occidente pensada desde el siglo XIX, y que había tenido como telón de fondo la Comuna parisina en 1871, como estación utópica la revolución en San Petersburgo en  1917, y por último la descolonización en armas con Cuba como abanderada. La muerte del Che en Bolivia y la desaparición de las organizaciones guerrilleras en Perú, Brasil, Guatemala, Venezuela, Uruguay, más el triunfo pinochetista en Chile y el fracaso del peronismo y las izquierdas en la Argentina, señalaban, según Debray, “la muerte de una revolución anticapitalista que América Latina había encarnado de una manera contradictoria pero esperanzadora para todas las izquierdas del mundo”.
        “A diferencia de África y Asia” decía Debray, “en Latinoamérica la revolución encontró un tercermundismo combatiente que respondió claramente a las teorías, argumentos y lecturas del viejo sueño marxista radical, recreado con nuevas teorías y prácticas propias. Se trataba de sistemas capitalistas instituidos (de manera dependiente), de clases obreras organizadas como Argentina, Brasil y Chile, de sindicalismos con  historia, campesinado concientizado como Bolivia y Perú, resistencias populistas de masas urbanas, miles de cuadros políticos de vanguardia, victorias ideológicas sobre los reformismos, campo cultural e intelectual desarrollado, multitud de universitarios militantes, de artistas y artes comprometidos, de luchas sociales explosivas. Un conjunto de requisitos subjetivos que ya no se daban en la vieja Europa que abandonó la revolución obrera y popular en 1945. América Latina fue la última posibilidad de una revolución anticapitalista pensada y luchada durante 150 años. Su fracaso es una de las formas del adiós definitivo que, por izquierda, va teniendo la historia moderna”.
        Así argumentaba Debray en octubre de 1976 luego de escribir tres incisivos y críticos tomos sobre las derrotas de las izquierdas revolucionarias en cada país de Sudamérica: en ellos refería la despedida de una escena americana que llegó a proyectar, como nunca antes, radiaciones sobre ideologías, voluntades y creencias en el campo cultural de las neoizquierdas del primer mundo. Años después solo se pudo contabilizar el proceso nicaragüense triunfante sobre Somoza y las luchas en El Salvador, que si bien importantes, no reconstituyeron de ninguna forma el tiempo de la revolución socialista.

Los restos del mítico 68
Los sueños que inauguraron el 68’ francés, el 69’ caliente italiano, las universidades críticas alemanas, el pensamiento de nueva izquierda inglesa, concluían una década más tarde con un rostro mortecino en lo político vanguardista, donde la renovada edad revolucionaria no había sido tal. En ese lapso renovador Europa había vuelto a ser madre teórica, libresca, sofisticada, analítica, para un tiempo de neoizquierdas guiadas por héroes lejanos al centro: Mao, Guevara, Fanon, Ho Chi Minh. Sin embargo, según pensaba en 1978 la ensayista marxista Christine Buci Gluksmann “el 68 expuso duramente la crisis del marxismo en Europa y América Latina para cambiar realmente la vida. Con su leninismo como gran respuesta no pudo ocultar su inanidad frente a lo nuevo. Frente a lo personal como política que gestó y despertó el 68’, frente a la lucha de masas, las vanguardias propusieron tercamente el aparato clandestino”. Con una mirada divergente según escribía en 1978 el legendario Herbert Marcuse, uno de los mentores de las revueltas sesenteras, “la nueva izquierda se destruyó a sí misma por su retirada hacia la liberación privada y la fetichización del marxismo. Abandonó lo colectivo,  las calles y la lucha de todos”.
        La ruptura que procuró la nueva izquierda contra el reformismo comunista, socialismos cooptados, stalinismos del Este, burocracias obreras y legalidad cultural e institucional burguesa, eligió como salida la tradición dura bolchevique y la religiosidad laica maoísta. En 1979 el propio líder de las barricadas parisinas, Dany Cohn Bendit, reconoció que “pasadas las jornadas del 68 quedaron sólo los dogmáticos, esos que en 1969 recrearon el viejo esquema vanguardista leninista, tal como en 1914 hizo Lenin contra las socialdemocracias timoratas de la belle époque. Una salida vetusta y sin imaginación” (Unomásuno, 1979).
        Para el sociólogo francés Alain Touraine, “el 68 fue incapaz de ampliar la democracia, retomó el positivismo y el darwinismo más pedestre, la idea de una historia lineal metafísica. Produjo la ruptura con el obrerismo, el fin del movimiento obrero. La revolución pasó a manos de una intelectualidad crítica providencialista como nuevo gran sujeto. Teóricamente el 68’ fue la última gran jornada del siglo XIX” (L’Nouvelle Observateur, 1980). Para Rossana Rossanda, marxista y cuadro político italiano de primer nivel, “el 68 fue un retorno al ‘verdadero Marx’ cuando la historia tomaba un camino inesperado de revolución pasiva desde el mercado y de un capitalismo culturalmente integrador de lo popular, mientras el marxismo se volvía vanguardia esclerotizada y terrorismo urbano en Occidente, y barbarie criminal en el Este comunista.”(Il Manifesto,1979)
        De acuerdo al entonces marxista Massimo Cacciari, “la oleada de lucha antiimperialista concluyó en el 75’. Hoy se vive la ausencia de una teoría y de una nueva clase para la revolución, y por lo tanto somos testigos de la desintegración de una historia de la izquierda que puede ser muy grave en el futuro” (Mondo Operario, 1979). Otra gran figura del movimiento Il Manifesto, el militante y teórico Lucio Magri, contabilizó la atmósfera de ese tiempo: “el punto de referencia creíamos verlo en la revolución cultural china, las luchas de liberación de América Latina, Vietnam, el mayo francés, la contestación americana, la autonomía obrera inglesa, la primavera de Praga. En estas hipótesis ya no cree nadie, y el que siga creyendo está perdiendo el tiempo”. (El Viejo Topo, 1980)
         Como expresiones de un extremo ideologismo hijo de ciertas secuelas del 68’, las Brigadas Rojas italianas, convencidas de que no era posible crear un movimiento de masas a la izquierda del PCI, y la Rote Arme Fraction (RAF), el grupo Baader-Meinhof en Alemania, desarrollaron un autista terrorismo urbano “desde la retaguardia del imperialismo” y “contra un capitalismo devenido puro Estado policíaco”. Ambas experiencias concluyen en total esterilidad: en 1976 con el dudoso suicidio de las dos principales dirigentes germanas encarceladas, y más tarde con la desarticulación de las Brigadas luego de la ejecución de Aldo Moro. Por ese entonces declaraba Tony Negri en la cárcel, acusado de ideólogo instigador:  “Si el Estado italiano no se considera en guerra con las Brigadas, estas sí están en guerra contra el Estado. Como comunista no puedo aceptar el chantaje de Berlinguer por lo que ocurrió en Chile en 1973” (Materiales, 1980)

Desenmascaramiento de los socialismos del Este
Por encima de los muchos años de denuncias referidas al comunismo del Este europeo, sobre fines de los 70’ la acusación sin concesiones contra la U.R.S.S. y sus países satelizados alcanzó una visibilidad diaria, máxima y dramática. El “campo de la revolución mundial” con centro en el Kremlin pasó, en la Europa de todas las izquierdas post 68, a ser considerado decididamente una lacra histórico social. Se agolparon los artículos, actos, libros, cartas públicas, proclamas, solicitadas, congresos y manifiestos de intelectuales y políticos de una y otra orilla para señalar las aberraciones de aquellos regímenes. En diciembre de 1977 tuvo lugar en Venecia un gran “Encuentro sobre las Sociedades Post-revolucionarias” organizado por un grupo de revistas marxistas, que reunió como nunca antes disidentes, sindicalistas, exiliados, políticos, teóricos, intelectuales y militantes del Oeste y el Este.
        Se trató la situación de los socialismos reales para puntualizar que las formas de explotación en dichas naciones eran mayores, en todos los planos, que en el capitalismo avanzado. Se habló de la trágica condición civil y humana de esas sociedades antidemocráticas, de la necesidad de que las izquierdas de uno y otro lado pensasen juntas una nueva revolución socialista “con rostro humano” y libertades, del reconocimiento de la realidad del obrero en el stalinismo como la peor de todas, en tanto en nombre del “socialismo y la revolución” no se le reconocía que tuviese en una mala situación sino todo lo contrario, lo que lo privaba de toda solidaridad.
        El soviético K. S. Karol argumentó que “con estas experiencias históricas se quebró más que una esperanza, se extravió la propia idea de socialismo”. El italiano Franco Fortín admitió que “los compañeros que vienen del Este hablan de una derrota histórica colosal que de aquí en más la izquierda vivirá sobre todo culturalmente, frente a las ideologías de derecha del capitalismo”. Juri Pelikan puntualizó: “como comunista checoeslovaco hablo de que en mi sociedad no hay para la gente una ideología más impopular que la marxista. Los miles de disidentes en prisión sólo pueden leer en la celda las obras de Marx, todo otro libro lo tienen prohibido.”

Crisis del marxismo: tocando fondo 
El debate sustancial de esos años, al calor de esos hechos, tuvo que ver con aquella teoría que se supuso reveladora de dispositivos capitalistas, luego científica, más tarde ley de lo real, también filosofía de los transcursos históricos, conocimiento infalible, finalmente dogma a obedecer por encima de las realidades complejas o adversas a sus principios: el marxismo.
        Por debajo de la concurrencia de datos y evidencias, lo que se hundía sin sosiego en los 70’ era ese saber “objetivo” que había devenido, en la crónica moderna, proyecto político revolucionario. Ese estado de cosas comenzó a denominarse con la incierta enunciación de “crisis del marxismo”. Muchas veces en 150 años los escenarios, referencias y datos habían mutado en el sistema capitalista, pero la teoría marxista para sus convencidos supo permanecer incólume con su capacidad de descifrar y anticipar el futuro social y la suerte de sus actores, para entender superlativamente las cosas y desde ahí hacer política más allá de cualquier adversidad. A finales de los 70’ no sucedía lo mismo.
        Socialdemocracias desarrolladas, nacionalismos de izquierdas, populismos obreros, liberaciones anticoloniales, cristianismos radicalizados, socialismos disconformes, comunismos anquilosados, izquierdas independientes, vanguardias leninistas, maoísmos campesinos, universitarios contestatarios, todos habían recalado en el siglo XX, de manera confesa o no, en ese mundo teórico explicativo y redentor del marxismo que enunciaba causas, etapas y futuros a defender sea como sea en cada presente. Esa realidad se astillaba.
        Una polémica sostenida en 1979 entre dos pensadores participantes de dos revistas, la española El viejo Topo, y la editada por argentinos en el exilio, Controversia, reflejó el tenor del debate sobre el estado crítico del pensamiento de izquierda. Para el español Ludolfo Paramio la crisis del marxismo formaba parte de la crisis general de nuestra cultura moderna capitalista, pero afectaba básicamente a la izquierda revolucionaria en todas sus latitudes. No al marxismo reformista, que por el contrario recuperaba una vieja y discutible lozanía en nombre de la democracia, la libertad y el pluralismo predicados por el liberalismo burgués. La sobrevivencia del capitalismo (sin crisis final rápida como había vaticinado la III Internacional) dio por tierra con aspectos teóricos fundamentales de la política marxista de los últimos 30 años, lo que develaba una crisis teórica profunda, indisimulable ya, del proyecto socialista. Para Paramio, sin nuevo modelo teórico marxista no había modelo político de cambio, ni imágenes movilizadoras en lo social, ni voluntades convocantes, ni visiones deseables, verosímiles y persuasivas en las masas.
        Para el filósofo cordobés Oscar del Barco, el planteo que había que realizar era inverso al de Paramio. La crisis del marxismo era fundamentalmente política, a riesgo de caer en un teoricismo de corte mítico cientificista. De transformar la teoría en un sujeto fantasmal y borrar todo determinante no teórico del propio teorizar, llevando la abstracción teórica a un orden intelectual salvacionista. Decir sólo crisis teórica del marxismo, era darle las herramientas como siempre a intelectuales predestinados, iluministas, para que regresen otra vez a la manera leninista con soluciones para las nuevas y pasivas subjetividades de masas. Para del Barco se vivía “la toma de conciencia social del fracaso de una práctica política”, la marxista. Los socialismos reales, la socialdemocracia y el bolcheviquismo de vanguardia  fueron incapaces de concretar una revolución social. Este “callejón sin salida” produjo el estallido irremediable del socialismo real, de las vanguardias, “del partido guía depositario de la verdad teórica”, y finalmente de “la ciencia marxista”. Para del Barco, había nuevos sujetos que ya no querían políticamente ser dirigidos por ese determinado partido ni pensados por esas determinadas formas teóricas. Esa era la profunda crisis histórica de la izquierda.
        Fue uno de los muchos debates que engendró esa extraña época de ideas incandescentes buscando respuestas para una historia que parecía ahuecarse de sentidos, y parir otros que no tenían todavía sitios ideológicos ni políticos establecidos. Esos años vieron nacer prometeicamente nuevas variables organizativas de protestas y de políticas autónomas, feminismos, asambleísmos, democracia directa, ecologismos, movimientos carcelarios, antiautoritarios, autogestionarios, de derechos humanos, extrapartidarios, contraculturales,  indigenistas, vida cotidiana, extraparlamentarios, consejismos alternativos, minorías étnicas, gay, reivindicaciones de género y neoanarquismos que ya no postularon La Gran Revolución. Años que a la vez vieron morir esquemas y verdades sacrosantas de esa revolución histórica unificante, totalizante –de asalto obrero al Estado– en clara despedida de la historia.

 (1) Editado en revista Lezama, Buenos Aires, 2005