París, poética de la revuelta*
Nicolás Casullo

El mayo francés ha terminado aglomerando todos los indicios de una revuelta bella. En lo político, en lo cultural, en lo teórico. Sobre todo como compilado de una retro-rebeldía que hoy conjuga, a la vez, la puesta en escena del éxtasis y la agonía de una revolución imaginaria -la de los estudiantes– con momentos de una extraña pero verídica iluminación que nunca se apagó del todo en las tripas de la historia contemporánea.
       Uno de los ideólogos más venerados de aquel mayo, el alemán Herbert Marcuse, buscó retratarlo diciendo, luego, que “lo más importante había sido la fusión entre Marx y André Breton”, dando comienzo a una estetización del acontecimiento. Estética que quizás el sociólogo Edgard Morin remató confesando que “lo decisivo de Mayo del 68 es lo que resulta difícilmente explicable”.
       Mayo del 68 fue sobre todo, entonces, una hermenéutica. Un tiempo interpretativo de sus versículos. Un texto metafórico y alegórico. Un verbo encarnado para monjes teóricos de primera línea, como solieron ser siempre los franceses. Contuvo en ese sentido todos los referentes de la Anunciación profana: París, ciudad ícono de las rebeliones modernas. La crítica al capitalismo de alto consumo y despotismo mediático, pero también al comunismo burocrático estalinista con sede en Moscú. La denuncia a la política democrático liberal desde un estudiantado independiente de ideas anarco-contestatarias. Fue teatro de calles arrebatadas, como recitaban los manuales de las escuelas nocturnas socialistas desde el 900. Contuvo a pleno la leyenda de las barricadas. Parió un lenguaje -dijo Michel de Certeau- “como la irrupción de lo impensado en tanto revolución simbólica”. Ortografía que dio pie a pensar una nueva izquierda. El viejo maestro Sartre pudo dialogar en el Grand Amphi de la Sorbona con el líder estudiantil, Daniel Conh-Bendit, a sala colmada y en plena refriega de adoquines. Finalmente tuvo una pléyade de  intérpretes que expandieron, en traducción a 50 idiomas, el mensaje de ese mes encriptado en si mismo. Y apenas expuso un muerto, casi accidental.
       Tal pasado sublime de violencia en acto contra lo establecido, difiere por ejemplo, para las actuales valoraciones dominantes, de la opacidad brutal de la ETA vasca, de los atentados de Hamas en Israel, de la “inhumanidad” de las FARC en Colombia, de los “mártires suicidas” de Al Qaeda. Pero si uno se distanciase para abarcar -desde un imaginario satélite historiográfico– nuestra larga época, términos como socialismo, revolución, partido leninista, violencia organizada, guerra de clases, anticapitalismo, guerrilla, dictadura popular, son palabras que campean tanto en estos actuales “terrorismos” denostados, como en la eclosión verbal del mayo parisino llevado a rito y monumento por el actual progresismo apaciguado. El consumo cultural de mercado venera los más de 800 autos incendiados en el Barrio Latino al grito de “muerte al burgués”, a la par que denigra por criminal cualquier evento de violencia organizada hoy, con intenciones anticapitalistas.
       La izquierda en los libros: como compensación.
       Pierre Goldman fue uno de los jóvenes líderes de aquel mayo. Militante polaco, judío, miembro de la Unión de Estudiantes Comunistas (UEC), terminará luego en la guerrilla venezolana, y recuerda esas jornadas parisinas como una incomprensible “toma de poder demasiado ilusoria”. Y agrega: “yo esperaba que de ese onanismo colectivo saldría una situación revolucionaria (…) fui a ver a los responsables del Movimiento 22 de Marzo y le propuse una acción armada para hacer estallar ese estado de paz” que subyacía a la propia protesta. Y les propone Goldman: “la necesidad de acceder a una violencia en serio,  de abrir fuego sin contemplación sobre las fuerzas del orden para vengar a las estudiantes violadas por la policía, a los compañeros torturados, para defender realmente a la Sorbona. Asumir aquí y ahora la violencia armada, a la que el gobierno sin duda opondrá una respuesta militar radicalizada”.
       De haber triunfado esta lectura extrema, otro hubiese sido quizás el Mayo francés, bastante más impresentable. También otra su memoria, que ahora se celebra como una “obra cultural” casi en galerías de arte. Y es muy posible que ni los cuarenta años ni la nota que escribo tendrían lugar en esta página, así como nadie rememora las facetas políticas, teóricas y socioideológicas de la guerrilla guatemalteca, allá por el 68, con 10.000 muertos en una década. Estas otras son historias latinoamericanas.
       Sin embargo llegó un momento culminante, excepcional, en aquella revuelta en la ciudad luz: podría elegirse la tarde del viernes 24 de mayo con París paralizada. Con una huelga general de 10 millones de trabajadores con más de once días de paro que había congelado toda actividad en Francia, y con la insurrección universitaria ya fuera del Barrio Latino ocupando toda la metrópolis. Los edificios del poder abandonados y sin custodia: palacio presidencial, ministerios, Ayuntamiento. De Gaulle en un refugio desconocido sin dar señales de vida, y el estudiantado que toma e incendia simbólicamente la Bolsa de comercio.
       Nada faltó ese día para el asalto final, para la legendaria “toma del poder”: para un 1789 que ahora sí se completaría definitivamente, socialistamente, como soñara Marx exiliado en esa misma ciudad 120 años atrás. Pero nadie tomó el poder. Ni supo cómo tomarlo. Ni éste se iba a dejar tomar. Las agrupaciones estudiantiles discuten, proponen, esperan, yacen en la vigilia de ese atardecer. En sus manos estuvo el increíble relato de la revolución. Sobre ese día se preguntó luego Michel de Certeau “¿Solo ha sido un sueño, dónde está la ficción, donde está lo real?” Como un juego de piezas imaginarias, tocar la realidad significó, en último término, volver a clase después del verano.

El tiempo perdido
Un dato fuerte atravesó las secuelas posteriores del Mayo francés. Posiblemente lo descifró Michael Foucault: “lo que estaba por suceder no tenía su propio vocabulario”. La rebelión ejerció una crítica a las representaciones de un mundo dado. A las narraciones dominantes. Hasta “las propias teorías de izquierda forman parte del sistema”, dijo entonces el propio Foucault. Fue una intención (colectiva y en actos políticos callejeros) de gestar un relato disruptor. Un relato, no existente todavía, para discutir contra los relatos que establecían la realidad. El 68 puso fin político a la idea de que la batalla cultural viene después del Palacio de invierno. Por el contrario, si no se asalta primero la ciudadela del verbo neocapitalista –mercado, medios de masas, publicidad, educación, “aparatos ideológicos”– no habrá ya nunca revolución verdadera, sino más de lo mismo.
       Lo expuso Roland Barthes comentando el estallido de mayo: “fue una escritura destituyente contra los que consideraban la palabra como una actividad ilusoria”, meramente informativa o “reflejo” de la realidad. Para Barthes “la rebelión fue una toma de la palabra salvaje, fundada sobre la pura invención: palabra contra-institucional, contra-parlamentaria, contra-mediática, contra-intelectual”. En todo caso la lucha aspiró freudomarxistamente a traspasar las cárceles del inconsciente comunitario, algo que el teórico André Gorz describió, en plenos días de lucha, como “una rebelión primitiva antes que de creación revolucionaria”.
       Un nuevo sujeto sociocultural pasaba a compartir el trono de la revolución posible: el estudiantado, la juventud. Ellos portaban entonces los cañones contra la conciencia alienada en el capitalismo de la abundancia. Marcuse había dicho en Berlín un año antes: “No hay nada menos burgués que el movimiento estudiantil norteamericano, ni más burgués que el obrero de USA”. La palabra caló hondo en un escucha de esa conferencia, Dany Conh-Bendit, estudiante germano en Nanterre.
       Pero el propio Marcuse no se apartó del modelo clásico. Se trataba de luchar, dijo, “contra la petrificación de ese partido del orden en que se transformó el comunismo, que dejó de ser el partido de Lenin”. Efectivamente, el nuevo lenguaje contestatario no rompía con los viejos odres de la revolución. Lo confirmó, en junio del 68, el ensayista Hans Ensensberger: “se necesita bolchevizar el partido de acuerdo a los principios leninistas olvidados”.
       Sucede que un dato mayúsculo escapa siempre de los análisis sobre el Mayo francés. Y es el de Vietnam: su vanguardia armada, su partido leninista, su ejército enfrentado al portento militar de USA. Vietnam fue la politización más concreta del estudiantado francés antes de Mayo. Vietnam y Estados Unidos negociaban esos días en París. Vietnam fue lo que la guerra civil española había sido en los 30 para las izquierdas de occidente. Jean-Marie Vincent lo dice poco después de Mayo: “Vietnam ha puesto todo en discusión, debemos recuperar esas tradiciones revolucionarias perdidas” que el sudeste asiático reponía frente a las burocracias domesticadas de los PC latinos. Así lo confirmó Edgard Morin entrevistado en los días de la revuelta: “el nuevo mesías es el proletariado tercermundista”. El mayo parisino fue anarquista, autogestionario, alternativista, extraparlamentario, liberador sexual, feminista, antirracista, antidogmático, ecologista, pero fundamentalmente se sintió heredero pleno del leninismo revolucionario, ahora en manos asiáticas, cubanas, africanas, ya no europeas.
       ¿Qué ambicionó ese Mayo? Convertirse en vanguardia cultural de una política intempestiva. Pero esa revolución del verbo incandescente que pretendió quebrar la arquitectura política burguesa en la sociedad de consumo, que intentó destituir la argamasa liberal y fascista proveniente de los agujeros ideológicos del XIX, fue en busca ritual de una antigua revolución traicionada. A reponer: la marxista. Texto máximo, leído sacramente, teóricamente, críticamente y por última vez a fondo. Texto repuesto de una u otra forma desde Louis Althusser, Jean Paul Sartre, Jaques Lacan, Marcuse, Foucault, Derrida, el viejo Freud, Bakunin y los umbrales suprarrealistas de Breton. En este sentido, Mayo, simbólicamente es una escena final europea -de envidiable creación teórica- que dio cuenta de dos cosas: que resultaba imprescindible cambiar esa historia capitalista que hedía. Pero que ya no fue posible transformarla desde los antiguos saberes que habían propuesto, precisamente, cambiar dicha historia.
       Como escribió Sartre en noviembre del 68, recordando las recientes barricadas: “se puso en evidencia que no es el saber quien reformará el saber, sino la acción. No hay historia de las ideas por si solas”. Y agregó el viejo intelectual que discutió con aquellos jóvenes cara a cara: Mayo señaló “que nuestro combate no está motivado por una indignación moral: no condenamos a la clases dirigentes y al Estado por crímenes que hubieran podido no cometer, sino al contrario, los condenamos por crímenes que no podían dejar de cometer”. Tal vez esta frase fue el mensaje mayor de la juventud de los 60, de un mes de mayo, de un mundo histórico, de un sentido común de izquierda acabadamente derrotado.

*Publicado el sábado 17 de mayo de 2008 en la revista Ñ.