Dos comensales en el mundo caníbal
Gregorio Kaminsky


Uno dice que es el gran constructor de singularidades y un demoledor de individuos, y se burla de los siervos voluntarios de totalidad,  el otro se exalta como un loco cuando grita que la filosofía universitaria es cosa de resentidos. Se ríen a carcajada limpia y hacen ruidos de flatos al unísono cuando escuchan el nombre de algún venerable con largo, mal aliento de origen doctoral. Que los sermones profesorales son puro discurso empalagoso.
         Cuando uno piensa con desagrado que el ser amable no es cosa de las gentilezas plebeyas sino asuntos de desbordes y vértigos, el otro alucinado admite que también es costoso serlo con uno mismo.
        Diagnostican a dúo los calores de un mundo afiebrado, los padeceres de un cuerpo enfermo, de un organismo calenturiento de puras vísceras, de vidas disyuntivas y extremidades descoyuntadas.
        En el otoño de 1881, no sé si en Trieste, o en la primavera de 1981 no sé si en Cerisy la Salle, coinciden, “Acaso las diferencias de temperamento se encuentren condicionadas por la diferente distribución de las sales orgánicas más que por ninguna otra cosa. El bilioso tiene demasiado sulfato de sodio; al melancólico le faltan fosfato y sulfato de potasio.... las naturalezas valerosas tienen un exceso de sulfato de hierro”.
       Por ello, recomiendan ocasionales actitudes abstemias mientras que sugieren nuevos ingredientes voluptuosos, alcohólicos, sobrios. Se resignan al retorno a los alimentos inconsistentes, masticables o gelatinosos. De los medios de cocción, las pócimas artificiales impiden la genealogía culinaria de materias primas familiares. Queda, para la sobremesa, obturado el acto orgiástico de estancia digestiva y, dicen, que prevalece una geología ventral,  humoral.
        Ambos prefieren la audición y no la lectura de textos intersticiales, les indigestan los discursos edulcorados bajo formas ornamentales, coloidales.
         Saben que nadie sabe lo que puede un cuerpo, ni tampoco ellos; lo que sí saben es cómo se manduca humanos, incluso a uno mismo, saben demasiado lo que es un armazón orgánico y de vaciamientos corporales de órganos.
        Dicen que les repugnan los tics de moral visceral-glandular, que detestan las buenas maneras y la estatuaria protocolar de los comensales. Mientras tanto, aprovechan para demostrar sus teorías de la materia devenida eructos, fluidos y precipitaciones. Prodigan una repostería sin dulzuras ni amargura leudante. Temen por una anorexia a martillazos y, lo confesamos, exhiben el festín en la cocina, una nutrición categorizada e incentivada, aromas apetecibles, incorporales.
         Si, como es habitual, el asunto se les torna compulsivo, entonces se puede hablar de actos de co(c)iniciación alimenticia sujeta a deformaciones estomacales, intestinales, gástricas, metabólicas. Una actitud deliberada que exige estar regulada por operaciones precisas en la que es servido un brebaje por succión.
         No era un bistró, aunque sí estaban en París cuando se conocieron. Caminaban por un pasillo en Paris VIII, fumando y tosiendo, como asquerosos. Otros dicen que se los vio a las puertas de la Salpetrière mordiendo una baguette. No se advertía desvarío cuando uno le dice que él es Uno y que el Otro lo mismo, cuando se autoproclamaron múltiples.
         Es verosímil, creíble, que uno haya carraspeado su amor por Claire, su alumna, y  que al otro le pareciera ridículo, ínfimo, respecto del suyo por Dionisos. Es evidente que los exalta, embriaga, la loca sobriedad de la persona amada.
        
Pero los amores del Uno-Otro no son considerados en sus puras razones artificiosas sino entre las mezclas deseantes de naturalezas impuras, no para reestablecer un sujeto originador, sino para captar sus funciones y dependencias. En pocas palabras, el sujeto (y sus sustitutos) es el ser despojado de su rol de gourmet a la carta, se trata de un vector, una función degustante. El autor-función, es sólo una de las posibles especificaciones del sujeto y, considerando recetas históricas, es el espolvoreo existencial de una función que se encuentra lejos de ser inmutable.
        
Los paladeos de una belle cuisine, cualquiera sea su forma o valor se desarrollan en un generalizado anonimato. Admiten que es posible reexaminar, como una extensión legítima, los privilegios del sujeto. El problema dicen, reside en el batido, en el punto justo de una masa tipo multitud, en la que no prepondera ningún sacerdote pastelero.
          Lo que cuaja en ellos es, al mismo tiempo, la raíz de sus divergencias y las ramas de sus parodias. Al activarse, es inevitable que deban regresar a un estado insalubre, retornar a descubrirse, o mejor, redescubrirse, divertirse. Dejan en claro que no conciben ni saben lo que es una reactivación, conocen sí una activación mutua, una mutualidad activa, una corporación incorporal.
         La consigna regresar a, alude a un movimiento que caracteriza la iniciación de prácticas abstenidas por promiscuas, por malos esponsales. Regresar parece el resultado de un accidente o una incomprensión.
         En cuestiones de recetas no se ponen de acuerdo, siempre falta algo, las memorias desvariadas  tienen el mismo mal gusto del olvido.
          Divagando, Uno se burla y le dice al Otro que va hacer colgar en el Boulevard Rasputin una enorme pancarta que diga La máquina deseante no despide olores fecales, firmado Nibelungo, el nauseoso.
        
Están próximos a una entrañable, extraña familiaridad, como una recuperación de la vieja amistad. El arrojado bromea y se divierte y le augura al Otro sólo una módica, sobria zambullida de balcón.
         Desértica proximidad de seres que, de lejos, se dicen cercanos. No obstante, lo que experimentan no es la cercanía absoluta, ni siquiera es cercanía, se agota en la adyacencia de lo próximo, incluso no se avecinan porque son moradores del mismo hogar.
         Nos reprochan con justicia que ellos ya nos han advertido de los vecinos hostiles, que no son hospitalarios ni buenos comensales de mesa ni sobremesa. Esa es cercanía tramposa, tantea y tironea, atrae y desplaza, frota y arruga.
         Entre ellos dos amasan el mismo movimiento que acorta y resta distancias, dos en un punto de encuentro. Restar distancias, procrear afirmatividad, espolvorear fuerzas. Parecen dos puntos de partida pero hay sólo uno que deviene punto de llegada . Es allí, en el trayecto, en el cruce donde se los encuentra.
       
Sus manjares alimentarios tienen problemas de rostridad. Dicen: “...nosotros no hemos dejado de considerar dos problemas exclusivamente: la relación del rostro con la máquina abstracta que lo produce, la relación del rostro con los agenciamientos de poder que tienen necesidad de esa producción social. El rostro es una política”.
       
Nada los conduce a la armonía, la suya es como una música desarmada, quebrada, resquebrajada, lastimada de afonía y ceguera, un poco de vodevil y otro de Lieder. Dicen que no buscan una marcha final, triunfal y teleológica, sus cadencias están sincopadas, son líneas de fuga. Dúos concertantes o sinfónicos con proximidades que maquinan puras artes falsas y superficiales, mesetas de preceptos cinematográficos. Se funden pero no se fusionan, mantienen la cuerda tensada.
         Alimento, rostro y música, algún personaje conceptual pensó que iban a pensar algo que habían proyectado, ignorantes de que otro personaje conceptual ya lo había efectuado.
         Por eso, debieron hacer reconsideraciones sudamericanas, demográficas o necrológicas, de subjetividades muertas a martillazos de timbal, piezas amontonadas, territorio de sujetos reconvertidos en desarmadero de esencias nacionales, locales. En
tierras declamatorias, indigestas, puros resquicios de saberes recetados, porciones de sujetos empachados.
       
Hartos, aseguran por fin que, no habiendo autor, hay vector añejo, vector sabor. Vector alemán-francés, vector Nietzsche-Deleuze.
        No les importa quienes lo están degustando, les importa cómo los comensales del mundo caníbal los están paladeando en el Bagdad Café. ¡Salud!