El signo de la crítica y el arma de la palabra*
Nicolás Casullo

La conciencia intelectual crítica debe abocarse, con conocimiento de causa y posicionamiento político, a una intervención pública decidida frente a los temas de importancia que atraviesan diariamente la realidad nacional. En la ideológicamente llamada (desde lo sublime bucólico neoclasicista) “cuestión con el campo”, que es en realidad una reivindicación económica corporativa de sectores empresariales mayores y menores por una rentabilidad total, la avidez capitalista, que le dicen, la reflexión se ha impuesto desde un principio desde distintos puntos de vista.
        Comentaristas, periodistas y columnistas de los diarios –que son claramente voces comunicacionales politizadas bajo la apariencia de una información “objetiva” o “reflejo de la realidad”– han opinado de manera copiosa en los grandes medios gráficos, con toda la fuerza que esto conlleva en la formación de una opinión pública. Muchas veces se separa a los columnistas o analistas de los diarios de la opinión intelectual comprometida con los conflictos, cuando son estos los “intelectuales” que por excelencia bajan línea de acuerdo con intereses personales o empresariales. Luego están los comentaristas y locutores de televisión y radio, opinólogos que también vierten sus argumentos. Y por último, aquellos vistos como intelectuales clásicos, provenientes de la universidad, las profesiones, el ensayismo, la escritura, la cultura, la historia, el arte, la política, la tarea social, el problema de género, la literatura, que muchas veces son consultados o se les solicita una lectura de los hechos. Es importante entonces ampliar, en la sociedad mediática avanzada, el término intelectuales a la tarea que cumplen bajo una supuesta y falsa “neutralidad” y “equidistancia” los periodistas que, como dice David Viñas de Morales Solá, son los verdaderos intelectuales de clase que fijan las agendas ideológicas de los intereses dominantes. No está mal que así sea, por cuanto en todo conflicto se da el plano económico, social, político y también el mundo de las ideas, sino que lo incorrectamente es que se esconda.
        En consecuencia, los intelectuales que intervienen en los conflictos sociales tienen posiciones determinadas, defienden lo que consideran que debe ser defendido y lo que debe ser criticado. Tanto por derecha como por izquierda; ya sean liberales, nacionales populares o de izquierda independiente. Como me decía el estudioso marxista y amigo José Aricó: para intervenir intelectualmente debés creer que tu palabra va a partir la realidad en dos, en un antes y un después. No por una cuestión de vanidad o jactancia, sino por la voluntad intelectual de intervenir fijando ideas. De lo contrario, me decía, no escribas nada. El intelectual argumenta no a pedido de ningún lector, sino por el contrario, sin que se lo pida nadie. No es un género consagrado, sino una escritura que irrumpe, que parte de la idea de que lo esencial no está dicho, sigue escondido en algún sótano de la realidad. Este pensador en todo caso profundiza, abre, redespliega el problema, lo lleva a una tragicidad nueva, marcando o señalando los componentes mudos que necesitan hablar, y barriendo contra las palabras vanas que esconden lo que sucede.
        Todo intelectual parte de una intencionalidad de fondo romántico, en cuanto a que fue el romanticismo poético-filosófico –a fines del XVIII, en términos de ensayo sobre cultura y política– el que le imprimió a la modernidad el valor de una actualidad apremiante a descifrar. Friedrich Schlegel tiene un hermoso texto sobre el estudio de la poesía griega, donde trabaja ese nuevo espacio de intervención que es el crítico, volátil y difícil de centrar presente histórico, como el inmenso territorio de la crítica sobre lo que fuimos siendo, sobre lo que somos, sobre lo que tal vez seamos. Nosotros tenemos un ejemplo privilegiado en la polémica entre Sarmiento y Alberdi, luego de Caseros. Ellos están fundando la patria moderna en la escritura, en el debate, románticamente, con una suerte de furor profético donde querellan por el país y lo ven sumido entre los manotazos de la prensa con sus relatos informativos, tal cual lo hacemos y vemos nosotros ahora, con el conflicto del agro.
        Es importante tener en cuenta que el país está viviendo una edad de fuertes metamorfosis en la composición de los sujetos sociales y culturales, en cuanto a la caída y reformulación de los partidos, en cuanto a la profunda incidencia que tienen los medios de comunicación más concentrados en la conformación de un sentido común conservador, reactivo, de derecha, antipolítico, individualista, donde todos se sienten absueltos, víctimas, y buscan linchar a los demás. Es fundamental que la batalla cultural contra ese inmenso poder sobre conciencias, que crea un sentido común patologizado, sea resistido por una intervención reflexiva crítica que dé cuenta de la propia y permanentemente nociva creación de ciertas formas y valores llamados “opinión pública”. Ahí el estudioso puede aportar su cuota concientizadora, argumentos que operen a contrapelo, en sentido contrahistórico como pensaba Walter Benjamin frente al progresismo ciego de fines de los años 30. El intelectual es un pesimista utópico. La crítica es su signo y la palabra su arma. A la vez, no hay crítica, por más desmontadora que sea, que no guarde un resto de esperanza de que las cosas podrían ser de otra forma.
        La protesta de los sectores del campo nos pone frente al posible nacimiento de un bloque social político, de corte agroconservador, con capacidad de masas, que busca readueñarse gubernativamente de un momento por demás propicio de la Argentina exportadora; un posible partido de derecha, que tiene su clave de bóveda en los valores de reserva moral, patria, dignidad, escarapela, bandera y honestidad. Toda una pantalla, un decoro muy bien orquestado para que los dueños de la tierra vivan populistamente su nuevo 1880 y puedan recuperar todas las manijas de la sartenes en sus manos. No nos olvidemos de la eterna Argentina agraria, no nos olvidemos de que los hombres de campo (crónica desde los baguales salvajes, cimarrones, vaquerías, estancias, peonadas, negocio del cuero), junto con la iglesia y los militares son los tres hitos que antes de la patria política, antes de 1806, nos concedieron el país como subciudadanos históricos para pastorear un poco sin pedir demasiado. Hoy el gobierno kirchnerista nacido en 2003 está afectando a estos tres poderes, se lleva mal con cada uno de ellos, no los ubica en el lugar donde todo el resto de la política, los medios de comunicación, la izquierda socialista y el establishment los ubicaron siempre: mandando detrás de bambalinas o directamente.
        A partir del conflicto del agro, logró desperezarse un poder de neto corte destituyente, una nueva derecha en ciernes, de sentimiento agrario de viejo patrimonialismo ideológico dormido sobre el país, con fuerte expansión sobre una ciudadanía media conservadurizada, corrida culturalmente a la derecha en valores. Todo lo demás a esta tensión principal son “detalles”, anécdotas, cifras que están por debajo de esta lectura estratégica de la actual escena nacional manejada por los grandes medios. Frente a esto hay que estar alerta y defender esta constitucionalidad democrática y un gobierno que con ciertas reformas capitalistas desarrollistas se plantea mayores impuestos para una mayor justicia social. Los intelectuales debemos apoyarlo críticamente y exigirle mucho más que esto en términos de redistribución de la renta y recuperación de patrimonios nacionales. El cuadro político intelectual que no quiere ver esta constitución de la nueva escena se volverá a equivocar, como lo hizo el progresismo en 1930, 1945 y 1955 y tantas veces.

*Publicado en junio de 2008 en Caras y Caretas Nº 2223