Leche*
Sandra Russo

La imagen se abrió paso brutalmente: el camión abrió sus compuertas traseras y por allí comenzó a salir el chorro. La leche se derramó sobre el pasto. Litros de leche, o mejor dicho: leche desfigurada en su abundancia, para ojos de espectadores acostumbrados a mirarla por litro. Se la veía salir airada, materia inerte pero todavía viva, sustancia vital para tantos niños argentinos, destinada a morir allí, en el cuadro de la lente, televisada, hecha símbolo. Otro símbolo violento.
       Este conflicto de intereses ha sido y sigue siendo pródigo en símbolos, y se agota la hora de los símbolos. Banderas, escarapelas, consignas, frases hechas, lugares comunes, duelos verbales, fechas patrias convertidas en medidas de falos, bravuconadas, consignismos, estupideces dichas con aire combativo, delirios de dueños de cosas, campos, camiones, industrias, espacios en los medios. Los símbolos tienen una medida de virtud y bondad. Los símbolos patrios se miden por la unificación que son capaces de lograr. Pasada esa medida, cuando en lugar de aunar desunen, por el modo o la oportunidad en la que se los convoca, los símbolos son porquerías como cualquier otra cosa usada con mala leche.
       La leche tiene múltiples significados y sentidos. Pero aquí y ahora la leche derramada reemplaza a la sangre. Quien ha visto ese magma blanco derramarse sobre el pasto tuvo la visión ambigua entre el blanco y el rojo. O colorado, como le dicen los finos. La sangre nunca ha sido colorada. La sangre siempre es roja. Los finos no se manchan con sangre o se cuidan de hacerlo. En la historia argentina, la sangre ha sido camuflada con símbolos. Otros símbolos. Y una vez más: hay veces que los símbolos no sirven para nada.
       En los debates que se televisan hay muchas voces que siguen acalladas. Se invita a los debates a los que garpan. Debe ser gente de lengua afilada y si en el aire la lengua se afila más, mejor. Así De Angeli ha trepado al rol de referente social de choque, y el choque les ha garpado a los grandes medios, que recién ahora están midiéndose, después de tres meses de andar desbocados, tan irresponsables como los dirigentes empresarios que aunque defiendan a los pequeños productores no dejan de ser racistas ni discriminadores. El mismo De Angeli se negó a las retenciones con el argumento de que no es justo que le saquen “al que trabaja” para calmar a “la vagancia”.
       La leche de las vacas, la leche de los hombres, la leche que equivale a la suerte, la leche retenida que equivale al deseo postergado, la leche que viene en copa y que es cedida por el Estado los niños cuyos padres no pueden alimentarlos, la leche que no se puede comprar y que desvela al pobre nuevo, al que no está preparado para no poder darles leche a sus hijos, la leche que fortalece al bebé, la leche ahora derramada sobre el pasto.
       Las proporciones de este conflicto sólo puede explicarse porque es un conflicto de dueños de cosas. Los conflictos de los que no son dueños de nada duran menos y nunca llegan a tal grado de sadismo social. Estos dueños de cosas llevan internalizado el hecho de no ceder ni dialogar como dicen que quieren. No quieren. Está visto. El que no tiene nada no presiona con algo tan pesado como la leche. La leche pesa. Es un símbolo denso, agresivo, tan pero tan agresivo que la imagen de la leche cayendo sobre el pasto duele en los ojos del espectador que no ha comprado la versión oficial del conflicto, y que esta vez no es la del Estado. Los términos están invertidos. La versión oficial del conflicto no es la del gobierno. Es la de los grandes medios, que insisten en dar por hecho y aceptar por cierto que “una parte”, el Estado, “no cede”. Puede que los dirigentes empresarios del campo den por válida esa versión, que es la que difunden y con la que machacan. Pero, ¿y los medios? Compran. Compran por lote los argumentos falaces de cualquiera que se declare en rebeldía contra el gobierno democrático. Y difunden. Y confunden. Y haciéndolo, mienten.
       Acá ya no hacen falta símbolos, le digo a D’ Elía que se propone no sé qué en el Monumento a la Bandera. Que se guarden la bandera, que no es esa bandera la que importa. La bandera real es la leche. El alimento. La línea que separa la vida de la muerte. La línea que separa la expectativa de vida de la nada. La línea que separa la dignidad de la bajeza. Quien derrama la leche y quien contribuye a que la leche se derrame no derrama sangre pero se asocia con ese gesto de pura mierda argentina.
       Lo que hay en el aire es eso, pura mierda argentina. Una falta de respeto abismal, inenarrable por la vida de tantos niños que no pueden hacer demostraciones de la fuerza que no tienen. Un pecado original que nunca les será perdonado. Hay cosas que no se pueden perdonar. No creo en el perdón por sí mismo. Que se lo guarden los católicos o los evangelistas o los creyentes en la salvación de sus almas. No hay alma que se salve si no se ocupa de salvar una vida.
       La leche seminal, la leche masculina, la leche materna, la leche envasada, la leche en sachet, la leche descremada, la leche enriquecida con hierro y vitaminas, la copa de leche de los pobres pibes que no tienen ni padres ni madres que puedan ofrecérsela en sus casas, la leche social que se distribuye como paliativo cuando un país no es capaz de darle la oportunidad a cada padre o madre de sentarse en la mesa a ver beber a sus hijos la proteína indispensable.
       Todo lo demás es carroña. Intereses. Bolsillo. Especulación. Más mierda. Este no es un gran país ni mucho menos. Es todavía, a la luz de los hechos, un territorio habitado por desesperados. Unos, por hambre. Otros, por ambición.
       La leche es un símbolo mucho más poderoso, por sus implicancias reales, que una bandera argentina. Que se guarden la bandera argentina. Celeste y blanca, ha flameado en acontecimientos vergonzantes y ha sido utilizada por gente de mala leche.
       La leche derramada es un colmo inaceptable, un límite increíble traspasado para demostrar poder. Ni hombres ni mujeres ni animales ni criaturas humanas con reservas de mínima moral pueden tolerar ese espectáculo que implica que lo que necesitan tantos para sobrevivir sea derramado sobre el pasto. El campo está lleno de pasto y de muerte diferida, de muerte ignorada y naturalizada. Serán buenos vecinos los que sostengan esos símbolos, pero que se los guarden. El mundo está lleno de buenos vecinos que se cagan rotundamente en el prójimo.

*Publicado el lunes 9 de junio de 2008 en Página/12.