Vinos y comida: el gusto de los otros
Matias Bruera

P ara el investigador universitario Matías Bruera, la sofisticación del mundo gourmet amenaza con uniformar y empobrecer nuestros placeres.

Ana Laura Pérez: Los placeres de la mesa, ¿han desplazado a otros placeres a un segundo plano?
Matías Bruera: No, forman parte de la exacerbación actual de todos las satisfaciones privadas. En el plano ideal, la comida se asimila a la convivencia, aunque en lo concreto alimenta las diferencias de clase. En la actualidad, la distancia entre los diferentes sectores sociales se completa y profundiza, como nunca antes, a partir de la distinción en la sensibilidad. El placer de comer y beber, así como el refinamiento de las cosas consumidas se expresa en la presentación de los platos y en el packaging de los vinos que los ha estilizado y convertido en productos más de orden visual que material.

A. L. P. : La aparición de nuevos sabores y la capacitación para su disfrute (las catas de vinos o tés, por ejemplo), ¿expanden o limitan los goces individuales?
M. B.: La diversificación de sabores expande los goces individuales pero la capacitación producida por la crítica la limita pues es más retórica que sensible. ¿Qué significa la "magia" de un vino? Cuando uno bebe un vino o degusta un plato no bebe ni come palabras. Se trata de la imposición de comportamientos y formas que organizan el consumo alimentario a través de regulaciones delicadas e indirectas. Y producir formas es, además de disciplinar el consumo, una manera de negar la verdad del mundo social y la inequidad de sus relaciones.

A. L. P. : El tirano Polícrates, un personaje de Marcel Schwob, degusta el vino según sus recipientes, ignorando que guardan la misma bebida. Del mismo modo, ¿cuánto hay de real y cuanto de apariencia en el mundo gourmet?
M. B.: En principio diría que comer es un acto animal y así todos los intentos de refinamiento -desde el uso más elemental del fuego para cocinar a la utilización de utensillos- persiguen como meta el enmascaramiento del instinto de alimentarnos. Sublimar ese acto y convertirlo en algo social, culto, limpio y espiritual, que nos permita trascender nuestra naturaleza animal sólo ha sido posible mediante un imaginario estético o formas reguladas de comportamiento. Así, en términos generales, la cocina es una maquinaria de ilusiones pues en ella todas las resonancias de lo natural son encubiertas. Ahora, el mundo gourmet exacerba esto con la retórica expuesta en sus menús y con la ornamentación de sus platos.

A. L. P. : ¿No se trata sólo de un capricho aristocrático?
M. B.: No. Deja de serlo cuando se transforma en una industria: en la actualidad existen en la Argentina, un canal que trasmite las 24 horas, un cúmulo de publicaciones y clubes de vinos que lo sostienen. Hasta las cadenas de comidas rápidas recurren hoy a los chef de moda para armar sus combos.

A. L. P. : ¿Es sólo una moda?
M. B.: El exacerbado estímulo gourmandise es un programa, una estética y una ética frente a la desprotección, al hambre y al reparto de alimentos. Es también un suplemento cultural de la culpa.

A. L. P. : ¿De la culpa? ¿Cómo?
M. B.: Así como antepone lo individual a lo social, privilegia la apariencia a realidad. La mesa es una microsociedad en la cual se comparten valores y estímulos que se estrechan en el diálogo. La sociabilidad vigila los placeres de la mesa asistida por supuestos "maridajes" entre bebidas y comidas, como modo de reproducir un modelo y ofrecer testimonio de una sociedad armoniosa. Comiendo y bebiendo con otros, compartiendo placeres y deseos, cada uno se reconcilia con uno y con los demás corroborando en ese círculo reducido la escena política.

A. L. P. : ¿Se puede transmitir algo tan personal como el gusto, aunque sea el gusto por la comida y la bebida?
M. B.: Así como la Modernidad ha tenido como misión ordenar el mundo y adecuarlo a nuestra comprensión, Brillat-Savarín ha intentado, por primera vez en el siglo XIX, hacer una fisiología del gusto estipulando diferentes tipos de sensaciones. Una de sus conclusiones centrales es que “el número de sabores es infinito pues cada cuerpo tiene el suyo, que no se parece en nada a ningún otro”. Así queda planteado el problema de la recepción, que adquiere un valor relativo, aunque sugerente, pues cualquier sentencia dice mucho más sobre la propia persona que sobre la comida o la bebida que se juzga.

A. L. P. : Pero el gusto existe...
M. B.: Sí, pero el goce gustativo escapa a toda reducción y por lo tanto a toda ciencia, pues sólo da cuenta de valores excluyentes: me gusta o no me gusta. El gusto implica una filosofía sobre la nada, una teología -si se quiere-, o en definitiva, una ética. Esto queda claro cuando el personaje de Proust recobrando tiempos y sabores a través del té y las magdalenas concluye diciendo -en Por el camino de Swann- que la verdad que busca no está en esos alimentos sino en él. Hay pocas ideas tan burguesas como la del gusto, pues da por hecho que existe una absoluta libertad de elección y anula, así, la cuestión primaria de la necesidad, instituyendo que el hambre es el gusto y la condena de los necesitados.

A. L. P. : Si el gusto es arbitrario y personal, ¿cómo se construyen las autoridades, los que dicen qué es exquisito y qué no?Ç
M. B.: Todos los pregoneros de la cultura del consumo -en este caso del vino y la comida- recurren a objetivar los sentidos e idealizar las cosas. Pocas frases definen tan claramente esta idea como aquella que expresó Miguel Brascó, cuando se dedicaba a la literatura y no a la crítica gastronómica: “Ni siquiera somos hijos de las circunstancias sino de las apariencias”. Ahora, los conocedores abusan de juicios absolutos que tienden, por un lado, al reconocimiento y por otro, a la división entre las clases, pues la distinción concede valor a la exquisitez y al “poder de apreciación”. Los periodistas gastronómicos repiten axiomas esteticistas sin caer en la cuenta de que se trata de productos de naturaleza linguística propias de las modas y transacciones económicas.

A. L. P. : ¿Cree que este boom actual rompe la tradición de los sibaritas, aquellos hombres y mujeres tan refinados en sus gustos gastronómicos, como en los artísticos e intelectuales?
M. B.: No tengo ninguna duda, pues una cosa es el business gourmet y otra muy diferente los paraísos artificiales de aquellos sibaritas que veían en la alimentación y el vino una posibilidad de meditar sobre la cultura y enunciar su agudo disconformismo.

A. L. P. : ¿Por ejemplo?
M. B.: El dandysmo en Charles Baudelaire denuncia la productividad como principio moral; para James Joyce, el vino es apaciguador de su tragedia existencial y fuente de recursos metafóricos; en el italiano Italo Svevo, estimula el monólogo interior y sirve de denuncia contra la enajenación del mundo moderno, o en el contemporáneo Claudio Magris es asimilado a la existencia, fuerte y generosa, tristemente embotellada por la vida burguesa.



*Entrevista publicada en la Revista Viva del diario Clarín, el domingo 13 de noviembre de 2005.