El Pensar Administrado
Ileana Stofenmacher

El movimiento vital del pensamiento, implica la pregunta inasible por el sentido de la existencia humana y  por la singularidad de la propia vida. Hasta en el problema filosófico, sociológico o literario en apariencia más nimio, habita de un modo más o menos latente, esta interrogación tan pretenciosa como simple a la vez. Y en su complejidad inherente, muta y muta sin detenerse, impidiendo a la que piensa ese tranquilizador gesto de recostarse en verdades inamovibles. La verdad existe como movimiento incandescente, primigenio y en permanente cambio en sintonía con la propia esencia de todo lo que es.
         El sinsentido del pensamiento me aterroriza. Y no me refiero al sinsentido existencial, ese cosquilleo de miedo y de goce simultáneo que me provoca la oscilación pendular desde lo incognoscible de la existencia –esa imposibilidad constitutiva de aprehender las verdades del universo– hacia lo más tangible de nuestra vida. Eso más bien me desafía a ejercer en su plena potencia mi capacidad de existir, de sentir y de pensar poniendo a prueba mi voluntad de trascender lo trivial, que para mi no es lo que suele llamarse lo “pequeño de la vida”, esos objetos en apariencia menores. Por el contrario, en una flor, en un rayo de sol o en la materialidad de un objeto de aspecto intrascendente, es posible bucear las preguntas más íntimas, más universales y más conmovedoras que pueda una formularse y que muchas veces no se visibilizan en la construcción de esos grandes y respetables objetos, aquellos acerca de los cuales –dicen– sería pertinente y respetable pensar.
         Así, suele confundirse el pensamiento que nace inspirado por las astillas de la vida, con el ¿pensamiento? adscrito a la trivialidad en su costado más banal y estúpido. Ese estado de repetición de los discursos de otros, esa obligación de fundirse en la marejada de pensamiento aquietado, sin ningún oleaje de curiosidad fundacional que provoca una sensación de “falsa seguridad” y crea autómatas del pensamiento convencidos de la importancia de su movimiento de repetición mecánica de ideas, palabras y discursos faltos de cualquier chispazo de esforzada (o no) vitalidad creativa.
         El sinsentido que me preocupa, es aquel que yo asocio con la instrumentalidad del pensamiento administrado, ese que yo llamaría falso pensamiento frente al pensamiento verdadero. Y su falsedad no radica en proponer mentiras o inventos que nada tendrían que ver con la “realidad”. Su falsedad reside en carecer de cualquier anclaje en alguna pregunta nacida, transformada o retomada desde algún resquicio de pasión o de conmoción, por lábil que sea, que atraviese a la sensibilidad y al intelecto de la que piensa. Si en la pregunta no titila siquiera algún eco lejano de una duda, una conmoción previa, una experiencia a ser contrastada o una verdad construida a medias, la pregunta es apenas una formulación vacía. El sinsentido productivo e instrumental. Si se pregunta partiendo de una formulación estrictamente correcta, gramaticalmente correcta, disciplinarmente correcta, se obtendrá una respuesta en consonancia: correcta y tranquilizadora presta para desparramarse en los circuitos de circulación administradora de los saberes. Y así, en la utilización consciente o no de ese recurso, se disipa el peligro de la aparición fantasmática de aquello que no puede ser nombrado, que se niega a ser apresado por formulismos, modos pre- hechos de apretar a las palabras y sus sentidos posibles, obligándolas a decir, desde la misma formulación de nuestras dudas, sólo aquello que nos tranquilizaría escuchar.
         Hay quienes dicen que eso es una utopía, ¿acaso no está todo inventado?, ¿acaso  no es un valor “demodé” ?, ¿de un siglo XIX muy lejano a nuestra posmodernidad periférica?; me dicen con sorna. Pero la originalidad del pensamiento no radica en la invención de nuevas verdades, de palabras nunca dichas con anterioridad. No. La originalidad que yo intento ejercer radica en un remitirse a los orígenes de las preguntas más antiguas que residen en potencia en cada uno de nosotros, en un abismarse en ellas desde lo más descarnado de lo que somos. Es un ejercicio constante de diálogo con otras voces anteriores y contemporáneas, ensanchando el margen para la formulación de otras dudas. Es un movimiento ondulatorio y concomitante entre la tradición y la originalidad: entre el reconocimiento del eco de otras voces que laten con una fuerza vivificante en mi pensamiento, y la dimensión singular que inevitablemente le imprimo a partir de lo que soy, de lo que hago, creo y deseo. Y más aún si de lo que se trata es de  nosotros en tanto  sujetos que vivimos de y en un mundo que se supone el mundo de la circulación y producción del saber y del pensamiento: el mundo de la academia.
         Pero el escalofrío que me recorre y provoca cierta desazón, no es tanto la frustración por la falta de “calidad” de mi propio pensamiento, sino el acrecentamiento de la fisura entre la búsqueda del conocimiento y ese terreno supuestamente  propicio para plasmar ese movimiento de interrogación: el mundo académico en una de sus versiones: la universidad.  El conflicto no es nuevo, pero sí persistente y de actualidad tangible en el tránsito por las aulas. Si el saber, el conocimiento, el pensamiento y hasta el “pensamiento crítico”, pasan a ser apenas productos nomenclados y debidamente etiquetados, la desesperanza reina. Una de las batallas que prima, no es la batalla de las “ideas” ni “por la defensa de las ideas”, sino la batalla por la propia existencia en el campo académico-administrativo elegido, a partir  de la consiguiente adscripción militante y militarizada a ciertas ”ideas”.  Entonces, muchas potenciales formulaciones de inquietudes genuinas y de prometedora voluptuosidad inquisidora, son relegadas  o muertas de indiferencia en función de un hacer obediente. El hacer desligado al deseo, a la interrogación profunda, al desmenuzamiento de la duda irreverente e “irrelevante” suele resistir apenas frente a los embates del saber pertinente y eficaz, el saber ligado a la repetición, al armado prolijo de rompecabezas de exquisitas citas legitimadoras o verdades ajadas de tan manipuladas. Un sofisticado catálogo de estrategias e instrumentos necesarios de dominar para transitar  ciertos circuitos ligados a la producción de saberes “científicos”.
         Hay cuestiones que al estar tan introyectadas en nosotros mismos –cuando las exteriorizamos, las traducimos en palabras y las formulamos como preguntas– suelen despertar hileras de burlonas sonrisitas deslegitimadoras. Algo así como la marca de la resignación traducida en un epíteto fatal: la acusación por la simpleza, “el infantilismo” o lo utópico del planteo. Algo de esto suele despertar este tipo de debates traducibles a muchos problemas de la vida social: el tironeo entre la fuerza de las instituciones –materiales ellas o en su emplazamiento fantasmático–, operando como fuerza represiva en el espíritu de la que piensa (en este caso), frente al desbordamiento de un pensamiento que por su fuerza de interrogación vital, por la llamarada de fuego que es muerte y vida a la vez, tendría la potencia de arrasar (o no) con la mediocridad  de lo que somos. Y no por medio de la creación de objetos deslumbrantes o la formulación de ideas innovadoras, geniales o eruditas, sino simplemente por medio del abismarse al peligro sutil de formular las preguntas más genuinas –por más simples que resuenen– asumiendo la responsabilidad de oír los ecos que sus respuestas provoquen en nuestras vidas singulares y en las de nuestras instituciones colectivas (del saber).