La rebelión de las palabras
Javier Sádaba

Motto: ¿Por qué no hacer una retórica de la Revolución?

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Lo que sigue no intenta ser, desde luego, una aportación teórica a la Revolución. Se inscribe, más bien, en una reflexión personal y directa sobre lo vivido. Al mismo tiempo se sugieren, de manera vaga, ciertos aspectos necesarios para no perder de vista lo que debe significar un concepto de Revolución que no se ahogue en sí mismo. Por eso las propuestas tienen más de recordatorio que de análisis pormenorizado. Por supuesto que hubiera sido interesante haber dicho algo sobre la Revolución de las costumbres o sobre la Revolución en la vida cotidiana. Pero es éste un tema por sí mismo que el buen lector sabrá intercalar sin duda en el texto que entrego. Creo que fue Bourdieu quien dijo que se había convertido en un izquierdista triste. Por mi parte prefiero ser melancólico. La melancolía, como indicó Freud, va más allá de los hechos y se recrea en imágenes más apegadas a nuestros deseos que a la realidad. Pienso que tales deseos son inseparables de una idea de Revolución que no sea de libro o tan realista que acabe como el poder al que dice combatir. Con ese espíritu comienzo este breve artículo.

Cuando pienso en mi idea de revolución, y muy especialmente la que coincide con la década que va del final de los sesenta a mediados de los setenta, no puedo menos que volverme a mi interior y analizar allí lo que conceptualmente me sucedía. Creo que encuentro, hoy, una semejanza entre la revolución y la teología; semejanza que explica en parte los fracasos y en parte la permanencia de la idea de revolución.
        Hay conceptos o semiconceptos con una enorme carga emotiva. Un término cargado de emoción es, por ejemplo, Dios. Como lo es Democracia. Cuando se usan tales términos el individuo cree erróneamente que ha atrapado una idea clara. Dicha idea, por el contrario, está hecha de retazos, con muchas aristas y llena de agujeros. Pero una emoción profunda encadena los fragmentos dispersos, formando así una aparente unidad. Se me objetará que no es lo mismo Dios que Democracia. Efectivamente, no lo es. Dios es una extraña ficción, concebida para aliviar nuestros males, mientras que la democracia es una construcción racional humana que se muestra empíricamente. Aun así, las paradojas e insuficiencias de la democracia son tan evidentes y han sido tan probadas que necio sería aceptarla como se acepta una ley de la naturaleza. El concepto de revolución, más claro que el de Dios y tal vez más oscuro que el de democracia, parecía asentarse en un profundo sentimiento que soldaba todas las partes inconexas. Por eso, los que en el tiempo citado hablábamos de la revolución, teníamos una idea muy oscura de ella, por muy revestida que estuviera de emociones. O, expuesto de otra forma, el concepto consistía en un vago fin, cercano o lejano según los temperamentos, al que había que aproximarse, mientras que en lo que atañe a los medios el caos era casi total. La emoción o el sentimiento mediaban entonces para que quedaran enlazados el fin y los medios. Sabemos que los fines, como, por ejemplo, la felicidad, son más fáciles de compartir por todos. Nos diferenciamos los humanos, sin embargo, en los medios. Pues bien, si nuestro difuso fin era la consecución de una sociedad sin clases y liberada del pecado capitalista, su concreción y sus adecuados medios eran mínimos. De ahí, repito, que el fervor, el deseo y una necesidad presentida mediaran para que el fin no se desdibujara del todo. Y esto se parece, obviamente, a la teología.
         La teología es la ciencia de Dios. Bakunin, no sin gracia, la llamó la ciencia del absurdo. El término Dios funciona como una referencia última que varía según culturas. Desde un punto de vista conceptual es sumamente inestable. Pero reúne un conjunto de anhelos, de deseos, de recompensas y de, en suma, cumplimiento de felicidad. Los medios para lograrlo dividen a las distintas iglesias. Todas se consideran las medianeras para alcanzar el momento escatológico y el final absoluto. Volviendo al lenguaje de los fines y los medios. Dios aparece como algo vago, último, misterioso y que, alcanzado, revelará todos los bienes y venturas. Los medios, por el contrario, son tantos y tan variados como religiones y ficciones existen en este mundo.
         Exagerado sería concluir que la revolución  en la que pensábamos era del todo semejante a lo que acabo de decir acerca de Dios. Creo, sin embargo, que las semejanzas son de importancia y que ignorarlas es entrar en la propia oscuridad respecto a los que desde una izquierda revolucionaria intentábamos actuar políticamente. Y creo igualmente que el defecto radical de aquellos días consistió en no tener ni siquiera medianamente claro cuál era el concepto último de revolución, cuál era el medio apropiado y hasta qué punto las emociones suplían nuestra ignorancia. Es éste el drama de la revolución incumplida o traicionada. Es ésta la razón de por qué muchos llamados revolucionarios ocupan hoy los puestos más reaccionarios, se mofan de su pasado o lo interpretan a su antojo. Y es ésta la razón de que no hayamos sabido progresar en el terreno de la emancipación, de la conquista real de los bienes materiales e intelectuales que una auténtica revolución promete.
         He hablado de auténtica revolución. Efectivamente, es el momento de exponer qué es lo que tendría sentido en nuestros días como auténtica revolución. Es eso lo que voy a confesar –puesto que tiene aire de confesión– a continuación. Se trata de un concepto mínimo de revolución que, por un lado, no se aparte demasiado de lo que en otro tiempo deseamos y, por otro, tenga la viabilidad suficiente como para no caer en el campo de la fantasía. O, si se quiere, de un mero recordatorio. Y no es ni mucho menos un intento de imitación a tesis sobre la historia de la revolución tal y como nos lo entregó, por ejemplo, Walter Benjamin. Sería, como mínimo, una pedantería.
         Un primer paso consiste en una autocrítica profunda. Mucho más profunda de lo que acabo de esbozar en las líneas que anteceden. Autocrítica que no tiene por qué ser negación o total arrepentimiento de lo que fuimos. La autocrítica debe comenzar por situar y analizar lo que nos traíamos entre manos. Y concluir que casi todo era a medias, cogido por los pelos, confiando en el azar, en la necesidad histórica, en algún buen militante y en los supuestos errores del enemigo.
          Un segundo paso quiere recuperar la idea de resistencia. Cuando las cosas no están claras, no hay más remedio que pasar por una noche oscura, de reflexión y de lejanía respecto a aquello que no va a aportarnos sino más oscuridad. Dicho de otra manera, no se puede conceder al sistema de poder nada que destruya el cambio radical que quiere la revolución. El entrismo, el pragmatismo sin límites, la buena vida como expediente de progreso son incompatibles con la recuperación de la auténtica revolución. Por cierto, es el punto en donde tendríamos que volver a entroncar el marxismo y el pensamiento libertario.
         Un tercer paso tiene que ver con la rebelión. La noción de rebelión suele ser descartada del proceso revolucionario por anarquizante y subjetiva. Y no tiene por qué ser así. De la misma manera que objetivar es necesario a la hora de enfrentarse con el mundo, desarrollar los aspectos singulares de cada uno de los individuos es esencial si no queremos perdernos en pseudociencia. Ser un revolucionario auténtico comienza por desobedecer, no aceptar lo que no se cree, desconfiar de las grandes consignas y, cosa fundamental, saber perder. El rebelde –Camus nos lo dejó escrito espléndidamente– no está dispuesto a ganar a cualquier precio, no dimite nunca de sí mismo y transforma el mundo transformándose a sí mismo. Es probable que un revolucionario de hoy no tenga más remedio que atrincherarse en la rebeldía; a riesgo de que le llamen de todo o le confundan con lo que no es. No convendría olvidar las palabras de Nietzsche: “Lo profundo ama la máscara”.
         En cuarto lugar, y se sigue de lo anterior, el revolucionario, que no lo es por profesión sino por convicción, es ecléctico. Se ha dicho que el eclecticismo es cobardía o defunción del pensamiento. Y eso no es, sin más, verdad. El revolucionario de nuestros días está obligado a beber de las experiencias plurales de la antiglobalización, de los movimientos autónomos, de los análisis independientes sobre la economía o de la psicología de la gente. Este último punto es esencial. Porque los revolucionarios de mi generación pensaron, idealmente, en un pueblo que, compacto, aceptaría los bienes de la revolución. Y no es verdad. La gente, por encima de todo, es cómplice con quien manda en cuanto mejora mínimamente su situación social aunque para ello tenga que traicionar lo que más dice querer.
         Finalmente la revolución exige un componente moral especial. El revolucionario rebelde no debe renunciar, ocurra lo que ocurra, a algunos principios. En caso contrario actuará de manera formalmente idéntica a aquello a lo que combate. Naturalmente que no todo el mundo desea ser moral. Y es ése el drama de los que aman la revolución. Que no se puede imponer a nadie. En su mano está, desde luego, saber motivar. Y eso supone una pedagogía de la que los revolucionarios, al menos los de mi tiempo, carecieron.
        La conclusión es que tal vez no consigamos nunca la auténtica revolución. O que se expresa mejor en metáforas como las de aquel filósofo francés para el que la revolución es “la imposibilidad de ser feliz sin los demás” que en viejas fórmulas difícilmente recuperables. Todavía más. La revolución, en tanto es un movimiento utópico (y hasta ingenuo) que si gana lo hará contra pronóstico, se fija más en la música que en la letra. Cada uno conocerá cuál es la música que le ha tocado vivir. Desde mi país estoy convencido de que la semilla de la revolución únicamente dará algún fruto si no nos empeñamos en desvelar lo que sabiamente Chomsky llama lo tácito, lo que no se toca, los tabúes en los que se basa lo que después se llama democracia. No hace falta mucha imaginación para saber a qué me estoy refiriendo. Naturalmente que así se pasa por una noche oscura. Pero en esa oscuridad no sólo puede florecer el futuro sino que se hacen claros los errores del pasado. La revolución en el corazón es la garantía de que algún día exista en la realidad. Y en este punto la revolución se parece a Dios. Porque Dios no es sino el deseo de descansar, de ser acogido, de una salvación universal. Los que no creemos en ese Dios no hemos dimitido, sin embargo, de añorar una humanidad más justa y feliz. Humanidad que no es, desde luego, la que nos toca vivir.

                                                                                                                                      Madrid, agosto de 2001 .