Violencia, vigilancia y sin sentido
Ricardo Forster

“Vivimos en la era de los eventos sin sentido. Gente desquiciada abre fuego y dispara al azar en un supermercado y ¿qué hacemos? Limpiamos la sangre de los muertos y seguimos comprando.” Así describe, desde su mirada ácida y apocalíptica, J. G. Ballard la escena contemporánea; lo que antes parecía encerrarse en la ficción literaria, apenas como novela de anticipación que nos describía un mundo futuro desbordado por una violencia ciega, se ha derramado por las calles de las principales ciudades del mundo. Hace tiempo que la cruda realidad le viene ganando la partida al esfuerzo de la imaginación, como si aquello que antes surgía de las páginas de la ciencia ficción, extrañas descripciones de una sociedad envuelta en la locura de una violencia sin sentido, pura expresión de un nihilismo sobrecogedor, fuera, ahora, lo que se va desplegando en nuestras existencias cotidianas.
      Si bien el 11 de septiembre de 2001 señaló una inflexión, un momento de no retorno, lo que sucedió ese día fatal ya estaba, de algún modo, escrito en el cuerpo de una época del mundo que se apresuraba para llegar a su cita con la barbarie. No deja de ser sorprendente que una civilización que cerró el último siglo descargando dosis inéditas de violencia, se muestre extrañada ante el retorno, en su propio seno, de aquello mismo que supo distribuir por los cuatro puntos cardinales. Y, sin embargo, estamos asistiendo a un giro en el núcleo mismo de la historia, allí donde las nuevas formas de la violencia se han escindido de las antiguas gramáticas ideológicas y políticas para ofrecerse a través de una crudeza amplificada por los lenguajes comunicacionales. Parece tratarse, ahora, de una puesta en escena que responde a las necesidades de las estéticas massmediáticas y que, también, se corresponden con los itinerarios descentrados de subjetividades vacías.
        Siguiendo a Ballard, en un reportaje que le hicieron inmediatamente después de los atentados del 7 de Julio en Londres, descubrimos la profunda vinculación que se da entre estas nuevas formas de terrorismo y las lógicas propias del show y de los medios de comunicación. “La noción de los 15 milisegundos de fama –dice Ballard– puede atraer a estos jóvenes. Muchos de ellos no tienen un centro en sus vidas, a diferencia de sus padres que han sido trabajadores esforzados. Estos terroristas han estado atrapados entre la sociedad de consumo, que es todo lo que conocen, y la tradición del Islam, que sólo tiene sentido en sociedades más primitivas. Volarse en pedazos con una bomba y matar a muchos inocentes en ese proceso es su manera de ser modernos.” Cuando nada parece tener sentido, cuando lo que se ofrece cada día es una infinita repetición de lo mismo pero acompañado de una proliferación de objetos que se van consumiendo sin dejar ninguna huella, simplemente desvaneciéndose para multiplicar una y otra vez la danza insustancial forjada por la alquimia de mercado, medios de comunicación y fetichismo consumista, lo único que aparece, en el interior desbordado de esos jóvenes dispuestos al suicidio espectacular, es la perversa empatía entre sus actos destructivos y la escenificación mediática que domina la trama de sus existencias cotidianas, al igual que la de otros millones de jóvenes a lo largo y ancho del planeta.
         Lo que ha mostrado, entre otras cosas sorprendentes, el 7 de julio es que ya no hace falta ir a buscar en los arrabales miserables del Tercer Mundo, en esos vertederos en los que la sociedad opulenta arroja sus desechos, a aquellos que están dispuestos a inmolarse en nombre de Alá o de lo que sea; por el contrario, los cuatro jóvenes que partieron de sus hogares en el interior de Inglaterra provenían de familias paquistaníes que habían alcanzado un buen pasar económico, ofreciéndoles a sus hijos la posibilidad de realizar estudios universitarios y hasta dándoles la oportunidad de viajar a Paquistán para embeberse de las tradiciones musulmanas en la tierra de sus ancestros. No se trata, entonces, de marginados, de desclasados, de hombres carentes de toda chance de ingresar en el mercado laboral. Y allí radica lo inesperado, lo que termina por multiplicar la lógica de la sospecha y la vigilancia al conjunto de la sociedad, sea de origen islámico o de cualquier otra creencia. El poder necesita vigilarlo absolutamente todo; miles de cámaras controlan todos los movimientos de quienes cruzan el umbral de sus casas y, también, se meten en su privacidad revisando líneas telefónicas y correos electrónicos. De ahora en más, y exacerbando los mecanismos desplegados desde la caída de las Torres Gemelas, nada ni nadie quedará exento del “Gran Ojo” ni podrá sustraerse a la terrible paranoia que atraviesa de lado a lado el discurso oficial. Sencillamente nos preparamos para entrar en una época dominada por el miedo irracional, por el golpe inesperado, por el grito brutal que simplemente anuncia la destrucción. Y lo que todos saben o intuyen es que, más allá de la vigilancia, entre los intersticios de megalópolis desbordadas, seguirán colándose aquellos que están dispuestos a ofrendar sus pobres vidas en nombre de esos “15 milisegundos de fama”.
        El miedo, como decía sabia y anticipatoriamente Spinoza en los umbrales de la modernidad, constituye una pasión negativa que restringe la libertad de los individuos forzándolos al sometimiento, haciendo que la lógica del poder sea vista como la del gran padre protector. Y algo de eso sucedió cuando ante el crimen terrible del joven brasileño a manos de la policía, casi el 85% de la población no sólo que justificó el homicidio si no que destacó la necesidad de tirar a matar ante la supuesta amenaza de encontrarse frente a un terrorista. Literalmente cada uno de aquellos que, llevados por el miedo, le otorgan poderes absolutos al aparato de seguridad, se convierten, aunque no lo sepan, en posibles candidatos a ser fusilados por “error”, sin que aquellos que utilizan el gatillo fácil puedan ser responsabilizados de ningún crimen. Como escribía el filósofo italiano Giorgio Agamben, el poder soberano es aquella máquina que puede al mismo tiempo cuidar la vida y dar la muerte, volviendo a sus súbditos homo sacer, es decir, individuos cuya posible muerte está en las estrategias de la violencia estatal.
        Por qué no finalizar con otro texto escrito por Ballard en Milenio Negro: “Nadie estaba a salvo del psicópata sin causa que rondaba los estacionamientos y las cintas de equipajes de nuestra vida diaria. Un aburrimiento feroz dominaba el mundo, por primera vez en la historia de la humanidad, interrumpidos por actos de violencia sin sentido. El avión volaba sobre Twickenham con el tren de aterrizaje bajo, seguro de que lo esperaba tierra firme en Heathrow. Imaginé que una bomba estallaba en el compartimiento de carga, esparciendo las chamuscadas conferencias acerca de la psicología del nuevo siglo sobre los tejados del oeste de Londres. Los fragmentos cubrirían como lluvia inocentes videoclubes y tiendas de comida china para llevar, antes de ser leídos por amas de casa aturdidas, la flor marchita de la era de la desinformación.” Y, mientras tanto, la realidad, una vez más, supera a la ficción.