Amistad
y escritura
Cecilia Sosa
I
En el pequeño y hermoso ensayo “Libros y amistad”, Bioy
Casares recuerda un cuento que alguna vez planearon escribir con
Borges y Silvina Ocampo allá por 1939. El argumento parece
un clásico de Henry James: un joven literato de la provincia
francesa viaja a la capital en busca de los escritos de su maestro,
muerto unos meses antes. El joven recopila obras y manuscritos
pero no encuentra nada sorprendente. Hasta que, al fin, logra
acceder a sus manuscritos más secretos (brillantes e irremediablemente
truncos), entre los que halla una lista de prohibiciones. Esa
lista, un catálogo “de lo que en literatura hay que evitar”,
es lo único que Borges, Bioy y Ocampo llegaron a escribir
de aquel cuento inicial; y Bioy la incluye en el epílogo
de su ensayo.
La lista es una
obra maestra de la paradoja: un punteo hilarante, pretencioso
y contradictorio de los tics más frecuentes de la literatura
universal. Pero también una apuesta incondicional a lo
literario y a su imposible definición; y el testimonio
de una amistad concebida como juego que encontró en la
escritura su fondo más abismal.
II
Así como Borges y Bioy no dejaron de poner por escrito
su amistad, tantos muchos otros, en los pliegues más lejanos
y escurridizos de la historia, se dejaron ganar por los vaivenes
múltiples del dúo Literatura y Amistad. Pero fue
una cofradía de oscuros ilustres –criticados por su oblicuidad,
su cripticismo, su extraña afición lúdica
y preciosista por la palabra–, la que del otro lado del mundo
intentó pensar (y ejercer) la amistad y la escritura como
un extraño modo de comunidad. Desde ese lugar difícil
e improbable donde la comunidad se niega en sus términos
homogéneos o fraternales; desde una comunidad imposible
y desobrada: la comunidad de los que no tienen comunidad.
III
Una vez más fue Nietzsche el que sembró el primer
plantín. Frente a la idea de amistad sostenida durante
siglos como el encuentro fraterno entre iguales fue el más
bigotudo de los filósofos contemporáneos el que
puso la piedra del escándalo. Para él la amistad
no es ya el amor al prójimo (sobre el que Kant coronó
gran parte de la metafísica occidental) sino el lugar de
la diferencia, la distancia, la crítica y hasta del rechazo.
Antes que el lecho seguro de descanso o el mullido espacio de
la confesión desinteresada, la amistad es el territorio
abismal donde la tensión entre el amor y el odio libra
su batalla infinita.
IV
“¿Habrá hombres capaces de no sentirse mortalmente
heridos si supiesen lo que sus amigos más fieles piensan
de ellos en el fondo?” Provocadora, casi insoportable pregunta
del insoportable Nietzsche. Y es Derrida, acaso su mejor traductor,
el que lleva la pregunta hasta sus límites más extremos.
La amistad se guarda en el silencio, en el fondo sin fondo de
su propio abismo. “¡Amigos, no hay amigos!” Recuperado por
Nietzsche, el grito aristotélico muestra sus nuevas resonancias
y redibuja el campo de batalla. Por fuera de toda ilusión
de igualdad, la amistad es diferencia y desamparo. Y opone desequilibrio
y derroche a la lógica de la conservación que rige
las fuerzas del mercado. “Sé al menos mi enemigo”. La opción
en Niezstche no parece poca cosa.
V
La idea de amistad sugerida por Nietzsche hace blanco en el pez
más gordo de la modernidad: la idea misma de sujeto moderno,
esa “sombra” que acecha persistentemente buscando sostener la
ilusión de “fundamentos” luego de la muerte de Dios. Si
“autonomía”, “conciencia”, “representación” e “igualdad”
eran atributos hasta contrastables para el sujeto kantiano, toda
garantía se desarma a martillazos bajo la puntuación
de la amistad nietzscheana. Y la ruptura no podría ser
más espectacular. Como si aquel sujeto autónomo
y libre que contemplaba el mundo al abrigo de su propia interioridad
pudiera sentir cómo cuadro, marco y balcón se abren
bajo sus pies y caen al vacío (con él incluido)
en un único instante.
VI
¿Y a dónde va a parar tanta astilla? A ese inquietante
espacio de las fuerzas del “entre”, el territorio remoto e inasible
que irrumpe cada vez que se entra en contacto con lo distinto.
Porque, en todo caso, el sujeto sólo podrá pensarse
a partir la lucha de fuerzas con lo Otro y esas uniones estarán
siempre sometidas a un proceso de ruptura y disgregación.
Si más allá de toda “sombra” la antigua comodidad
balconera se vuelve irrecuperable, lo que adviene –lo que nos
toca y provoca– es el tembloroso reino de la amistad. Frente al
otro/amigo, el sí mismo se oblicua, se expone, se ve compelido
a comparecer. Frente al reaseguro ya perdido de toda identidad,
la amistad es fuga y evasión obligada de la certeza del
sí mismo. La amistad no podría ser ganancia sino
pérdida, gasto, desobra. Siempre riesgo y peligro. Y así
lo entenderán Bataille, Blanchot, Nancy y Derrida.
VII
¿Los poderes de la nueva amistad? Enormes. La amistad deconstruye
logos, deconstruye centro y deconstruye falo. ¿En qué
sentido? Claramente paradojal. En “Carta a un amigo japonés”
(1985), Derrida hace su mejor intento de aproximarse al significado
de la palabra “deconstrucción”. Apenas tres páginas
donde el francés (acaso releyendo a Heidegger) escribe
al célebre islamita nipón Toshihiko Izutsu. Y cada
una más improbable que la otra. Desde el vamos la intención
no podría sonar más absurda. ¿Regalar, como
quien dicta una receta, la fórmula secreta de una palabra
que atormenta todo pensamiento y que como regla elude toda definición?
Y para colmo... ¡¿a un japonés?! Derrida asume
el riesgo y advierte: “Querido amigo, me doy cuenta de que, al
intentar aclararle unas palabra con vistas a ayudar a su traducción,
no hago más que multiplicar con ello las dificultades”.
En los extremos de la lengua y de la escritura, Derrida se mide
con su mejor ficción. “Ojalá que en japonés
deconstrucción tenga una palabra más bonita”, sonríe
hacia el final.
VIII
Ahora bien ¿ese extraño lugar de la diferencia,
de silencio, del abismo de la noche, no es acaso también
el lugar de la escritura? Si “no hay nada fuera del texto”, del
mismo modo se podría arriesgar que no hay nada fuera de
la amistad, que no hay nada fuera de la voz del otro, circulando
y acechando (más o menos hostil) la vida ajena. Somos huéspedes
del texto, del diálogo incesante con los maestros pero
también con los que están por-venir. La amistad
es cosa de lejanías y de fantasmas; de ausencias más
que de presencias. La voz del amigo es la voz del espectro.
IX
Es claro: exceptuando ciertos profesores universitarios (en su
mayoría norteamericanos) y rápidos imitadores locales
a ninguno de los amigos de Borges y Bioy les gustó el listado
de prohibiciones literarias. No es para menos. Sin embargo, “he
comprobado –dice Bioy– que la palabra de Borges confiere a la
gente más realidad que la vida misma”. ¿Qué
mayor poder se le puede otorgar a un amigo?
X
La palabra, la escritura del Otro es lo que convoca, lo que nos
hace comparecer. Sólo se comparece ante el Otro; ante lo
que en sus más múltiples y literales sentidos, nos
arrebata. Amistad y escritura… ¿una y la misma ficción?
Ambas comparten esa vida espectral, ese obligado diálogo
con lo que estando encriptado (antes que muerto y enterrado) no
puede más que darse en aparecer. De allí, todas
las ficciones posibles.
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