Umberto Eco: de la apertura a la sobreinterpretación
Fabián Beltramino
Introducción
Este trabajo surge como resultado de un recorrido de lectura
a través de la obra de Umberto Eco. El eje de dicho recorrido es la noción de
interpretación. Mi intención es dar cuenta del pasaje que se produce desde una
noción de interpretación total y absolutamente abierta a otra mucho más
restringida, en la que la libertad del intérprete o lector se ve
progresivamente acotada a partir de la consideración de los límites que imponen
las marcas que tienen que ver tanto con la intención del autor como con la de
la obra misma.
La hipótesis de lectura consiste en
que Eco va “cerrando” su noción de interpretación inicialmente abierta a partir
del reconocimiento de dos “intencionalidades enunciativas” correlativas a la
libertad interpretativa del lector: en primer lugar la de aquella instancia
denominada “Autor Modelo” y, fundamentalmente, la de la obra, a partir del
reconocimiento y la valoración de la materialidad sígnica que implica tanto
unas instrucciones de lectura como una carga de sentido histórico imposibles de
ignorar.
Como afirma Hugo Mancuso, “la visión
del primer Eco… es una visión positiva, optimista: la obra es abierta, tiene
muchas cosas para decirnos, según los lectores y la situación de lectura”(1) Este optimismo
inicial, sin embargo, se ve contrastado con los límites que progresivamente Eco
va estableciendo con respecto a la apertura total, hasta llegar a la noción de
“sobreinterpretación”, que implica un cierre pragmático respecto de la
totalidad de las lecturas posibles. En términos del mismo Mancuso, “uno puede
leer todo lo que quiera con un límite… no se puede decir que un texto dice lo
que explícitamente dice que no dice”(2). Por otro lado, este sentido negativo o pesimista permite
reintroducir la noción comunicativa de ruido o interferencia, estrechamente
unida a la consideración de la competencia de los lectores empíricos concretos
involucrados en el proceso. Así, la multiplicidad de interpretaciones puede estar
determinada, sencillamente, por competencias lectoras diferentes(3). A través del
recorrido propuesto se verá cómo de un planteo inicialmente estático de la
relación entre texto y competencia lectora Eco pasa a un modelo mucho más
dinámico en el que reconoce que el texto contribuye a producir la competencia
que necesita para lograr la interpretación más adecuada en función de sus
propias intenciones.
Eco efectúa lo que podría denominarse
un “giro textual”, pasando de enfocar la multiplicidad de interpretaciones
posibles a dar cuenta de los límites que el propio texto impone a la
interpretación, sobre todo desde su “literalidad” en tanto “restricción
preliminar” que permite distinguir si no interpretaciones más aceptables que
otras sí aquellas que resultan “inaceptables” o “aberrantes”.
Obra abierta
En este texto de comienzos de los años 60 Eco se dedica, por
un lado, a tratar de definir qué cosa es una obra de arte o, mejor, qué es lo
que hace que un determinado objeto sea considerado de tal índole. En cuanto a
este tópico, aparecen ya los conceptos definitorios que serán más adelante
desarrollados en el Tratado de Semiótica
General: las nociones de “ambigüedad” y “autorreflexividad”. Afirma Eco ya
en Obra abierta que “la obra de arte
es un mensaje fundamentalmente ambiguo, una pluralidad de significados que
conviven en un solo significante”(4) Esta ambigüedad, en tanto cualidad percibida por el
receptor, hace que inmediatamente el objeto concentre la atención sobre sí
mismo y se interrumpa cualquier vínculo de referencialidad directa y “natural”
con el mundo. Dicha cualidad estructural, además, es la que permite, en primera
instancia, la postulación de un número casi infinito de interpretaciones
alternativas. Así, la obra, en tanto “forma”, es “el punto de partida de un
consumo que… vuelve siempre a dar vida a la forma inicial desde diferentes
perspectivas”(5).
Es notable, sin embargo, que Eco otorgue a la obra en tanto forma la cualidad
de consistir en una “irreproductible singularidad” que no se ve alterada por
las múltiples interpretaciones posibles. En el recorrido que intento se verá
cómo el péndulo conceptual va a desplazarse desde el reconocimiento de una
cuasi-plena libertad de la instancia de interpretación hacia el reconocimiento
de las determinaciones inexorables que la historicidad de las interpretaciones
impone tanto a la obra misma como a cada nuevo lector.
De cualquier modo, en este momento de
su obra Eco todavía cree en la posibilidad de una actitud plenamente “libre e
inventiva” por parte del intérprete, a quien otorga incluso la potestad de ser
quien, en el acto de lectura, “reinventa [la obra] en un acto de congenialidad
con el autor mismo”(6),
lo que conlleva la posibilidad de dar lugar a una serie de lecturas posibles
virtualmente infinita.
Esta caracterización del acto de
lectura e interpretación es, en principio, indiferente al hecho de que la obra
sea “cerrada” o “abierta”, según la disquisición fundamental que recorre todo
el texto. En función de la modalidad de interpretación descrita, la “apertura
interpretativa” funciona para cualquier clase de obra ya que “ninguna obra de
arte es de hecho ‘cerrada’, sino que encierra, en su definición exterior, una
infinidad de ‘lecturas’ posibles”(7) Así, es posible afirmar que Eco pasa de tratar de definir
cuándo una obra es cerrada y cuándo no a caracterizar la apertura inherente a
toda obra (cerrada o abierta) a partir de la instancia de interpretación.
Incluso las nociones de placer y de goce
estético pasan a estar atadas a esta apertura receptiva radical.
Lector in fabula
Más de una década después del planteo optimista antes
descrito, Eco empieza a poner en cuestión la legitimidad de la totalidad de
aquellas interpretaciones en principio posibles dando lugar, en su reflexión, a
figuras y roles de importancia igual o mayor a la del lector: al autor del
texto y a las marcas que de su intencionalidad el texto acarrea.
La lectura pasa, entonces, de ser
concebida como un acto que si bien parte del texto se dispara hacia territorios
y conexiones insospechadas, a ser pensada como una actividad que no puede dejar
de realizarse “con” el texto. Así, la lectura se homologa en gran medida a la
conversación, al diálogo conversacional, y no es casual que, entonces, Eco
aluda al concepto de “cooperación”, remitiendo implícitamente a la teoría de
Paul Grice, en la que el “Principio Cooperativo” constituye la base de la
relación comunicativa que se establece entre cualquier par de interlocutores(8). Y lo hace,
concretamente, afirmando que la cooperación textual implica la “actualización…
de las intenciones que el enunciado contiene virtualmente”(9)
Por otro lado, el texto mismo, que en Obra abierta era concebido como
invariable más allá de las lecturas o interpretaciones que sobre él se
hicieran, pasa a ser conceptualizado como fundamentalmente incompleto, “plagado
de elementos ‘no dichos’… no manifiesto[s] en la superficie, en el plano de la
expresión”(10),
lo cual obliga al lector, en la instancia de la lectura, a no salir disparado
en cualquier dirección sino, por lo menos en una primera instancia, a cooperar
activa y conscientemente en la actividad del llenado de esos “espacios en
blanco” que el texto le propone. Como se ve, lo que podría denominarse, en este
caso, libertad o iniciativa interpretativa no consiste en un movimiento que va
del texto hacia el infinito sino en un retornar, en un volverse hacia el texto,
hacia sus intersticios, en pos del descubrimiento de sus enunciados implícitos.
Es en este punto en el que Eco
postula por primera vez la existencia de interpretaciones “aberrantes”,
vinculadas sobre todo con el desencuentro que puede producirse entre las
intenciones y las competencias del emisor –presentes en la forma textual misma
a través de las marcas que configuran aquella imagen denominada Autor Modelo– y
la competencia y “voluntad de cooperación” del destinatario, quien puede
acercarse o alejarse de aquella imagen de Lector Modelo correlativa a la
mencionada –que también surge de marcas y huellas materialmente identificables
en el enunciado–. Es el propio texto, entonces, el que define “el universo de
sus interpretaciones, si no ‘legítimas’, legitimables”(11), a partir de las “instrucciones de
lectura” que contiene, universo cuya amplitud depende del tipo textual en el
que se encuadre.
Los tipos textuales básicos definidos
por Eco son el kit, cuyo modelo es el
rompecabezas, que “hace trabajar al usuario sólo para producir un único tipo de
producto final”, y el mecano, cuyo
modelo es la caja de lápices, el cual “permite construir a voluntad una
multiplicidad de formas”(12).
Cabe señalar que lo dicho con
relación a la atención hacia la demanda que el texto efectúa al lector es
válido siempre y cuando la lectura tenga la intención de efectuar una
“interpretación” del texto. Eco reconoce, sin problema, la existencia de todo
un universo otro respecto del de la interpretación: el universo de los “usos”
posibles de un texto que escapan, por definición, a cualquier propuesta de
sistematización y a cualquier intención o instrucción que pueda aparecérsele al
lector desde el propio texto. El ámbito de la interpretación es aquel en el
cual se produciría la confluencia de una doble intencionalidad: la del texto,
de ser interpretado en determinados sentidos y no en otros, y la del lector, en
tanto quien pretende llegar a la mejor de las interpretaciones posibles.
Podría establecerse aquí un paralelo
entre esta distinción uso/interpretación y aquella que la pragmática del
lenguaje surgida de la filosofía de John Austin(13) efectúa entre lo ilocucionario y lo
perlocucionario. El terreno de la interpretación se asemejaría al ámbito de lo
“ilocucionario”, en el que las intenciones surgen de evidencias concretas
rastreables tanto a partir de datos del enunciado como de la situación de
enunciación igualmente concretos. El uso, en cambio, se asemejaría a lo
“perlocucionario”, al más allá de la situación de enunciación, al terreno de
los efectos puramente pragmáticos que en el receptor puede tener una locución
que conlleva una determinada intención.
Los límites de la interpretación
Ya hacia fines de la década del 80, Eco refuerza todavía más
la idea de que el texto mismo es insoslayable a la hora de la interpretación,
de la lectura que es, al fin y al cabo, la lectura de un texto que no es un
mero objeto sino algo que tiene sus propios derechos y presenta una serie de
exigencias. Ahonda, así, en la índole de las restricciones que el texto impone
a la instancia receptora. Y lo hace, en primer lugar, recuperando y defendiendo
una noción bastante problemática a la luz de los estudios surgidos a partir de
la filosofía postestructuralista y deconstruccionista: la noción de “sentido
literal”. Eco re-legitima el sentido que, en el contexto de una lengua que no
comienza de cero en cada momento sino que carga con su propia historia, que es,
a su vez, la historia del grupo, de la comunidad y de la cultura a la que
pertenece, re-legitima, reitero, ese sentido “que es el que encabeza los
diccionarios o el que todo hombre de la calle definiría en primer lugar cuando
se le preguntara por el significado de una palabra determinada”(14). La libertad
interpretativa aparece, en este caso, como una interpretación de segundo nivel,
como un acto que acontece a posteriori y que carga con las implicancias de la
lectura del sentido literal. Por otro lado, en esta instancia Eco vuelve sobre
la importancia de la estructura del texto para el desarrollo de una mayor o
menor libertad interpretativa. Si en Obra
abierta había reconocido, en gran medida, que la índole abierta o cerrada
de la obra resultaba indiferente al momento del desarrollo de una actividad
interpretativa que podía, en ambos casos, extenderse hasta el infinito, a esta
altura de su reflexión pasa a sostener que “la invitación a la libertad
interpretativa [depende] de la estructura formal de la obra”(15) Así, entonces, son
los textos los que construyen el universo de sus interpretaciones, definiendo
los límites entre la ortodoxia y la heterodoxia, entre aquellas lecturas que
pueden aceptarse hasta un límite crítico y aquellas otras que deben rechazarse
por aberrantes.
En esta instancia Eco reconoce,
además, dos tipos de interpretación, dos modalidades básicas de cooperación del
lector para con el texto: una interpretación a la que denomina “semántica o
semiósica”, del tipo de la que venía describiendo, la cual es “resultado del
proceso por el cual el destinatario, ante la manifestación lineal del texto, la
llena de significado”, y otra a la que denomina “crítica o semiótica”, que
intenta, además, “explicar por qué razones estructurales el texto puede producir
esas (u otras, alternativas) interpretaciones semánticas”(16) la cual consistiría en una especie
de interpretación “meta”, de segundo nivel.
A esta altura del recorrido es claro
que el proceso de lectura e interpretación de un texto consiste en un trabajo
de proposición y contraste de hipótesis por parte del lector, trabajo a lo
largo del cual el texto funciona alternativamente como punto de partida,
objetivo e instrumento de validación. La operatoria consiste, concretamente, en
la formulación, por parte del lector, de “conjeturas interpretativas” que
“deberán ser probadas sobre la coherencia del texto”(17). La lectura y la interpretación se
asemejan, así, a la actividad científica dentro de un marco epistemológico
hipotético-deductivista. Toda interpretación es hipotética, conjetural, y se
basa en una evidencia textual que es siempre parcial, provisoria, cuya
legitimidad persiste mientras no aparezca una nueva lectura que, a partir de
nuevas evidencias también textuales aunque no contempladas anteriormente, la
refute. Dentro de este marco, y en sintonía con la postura de Eco, puede
decirse que es mucho más factible demostrar la falsedad y la incorrección de
una determinada hipótesis o conjetura que postular una lectura o interpretación
absolutamente verdadera y acertada.
Ahora bien, es importante señalar que
en el proceso interpretativo el texto no aparece como un objeto acabado y
terminado, invariable. El texto es un “objeto que la interpretación construye”(18) en su intención
de convalidar no sólo las conjeturas que efectúa con respecto a él sino también
con respecto a las intenciones del Autor Modelo. Así, el lector re-construye el
texto y re-formula la imagen del Autor Modelo a cada instante re-construyéndose
a su vez en tanto lector empírico que busca sintonizar en el mayor de los
grados con la imagen de Lector Modelo prevista y demandada por cada una de las
otras dos instancias. Este proceso consiste, para Eco, en un “círculo
hermenéutico”(19),
el cual está basado, como puede observarse, en una radicalización de la
“cooperación” más arriba descrita, cooperación que, a esta altura, está
explícitamente prevista para ambos polos de la relación de interlocución.
El mejor lector es, para Eco, aquel
capaz de entregarse al acto interpretativo en plenitud, hasta el punto de
adquirir la forma que tanto el texto como el autor implícito en él le demandan.
La intención del lector consistiría, dicho de otro modo, en responder de la
mejor manera a las intenciones del texto y del autor que, sin embargo, de modo
aparentemente paradójico, no son estáticas e invariables sino dinámicas, que a
su vez se adaptan y se dejan hacer, que “juegan a favor” de la llegada a buen
término de la voluntad lectora.
Interpretación y sobreinterpretación
Este texto, de comienzos de la década del noventa,
constituye el punto de llegada de los recorridos reflexivos –el de este trabajo
y el de Eco mismo–, basados en el concepto eje de “interpretación”.
Aparece aquí una reafirmación de la
relación circular que se da entre texto e interpretación, relación de
determinación mutua, en el que el texto es ese “objeto que la interpretación
construye en el curso del esfuerzo circular de validarse a sí misma sobre la
base de lo que construye como resultado”(20) Este “círculo hermenéutico” ya descrito conceptualiza
la interpretación en términos de “estrategia”, de operación si se quiere
“formadora” en el polo de la recepción. Así, el lector empírico realmente
entregado a la tarea interpretativa no haría otra cosa que ir configurando,
reconfigurándose, a ese lector modelo propuesto y requerido por el texto.
En cuanto al otro concepto central en
este texto, al punto efectivo de llegada tanto de la reflexión sobre la
interpretación como de la interpretación misma, el concepto de
“sobreinterpretación”, Eco lo reafirma en el sentido de que si bien un texto
“puede tener varios sentidos” no puede tener “todos los sentidos”(21), ya que “hay al
menos un caso en que es posible decir que determinada interpretación es mala”(22) Ese límite,
vinculado sobre todo con los enunciados negativos, implica la noción de
“respeto”. Hay un límite que la interpretación no puede cruzar y ese límite es
el “no” del texto. En tal sentido, afirma Eco que “si no hay reglas que
permitan averiguar qué interpretaciones son las ‘mejores’, existe al menos una
regla para averiguar cuáles son las ‘malas’”(23), con lo cual reafirma la posibilidad de la
existencia de “interpretaciones aberrantes”.
La cuestión del respeto, por otro
lado, se vincula con la postulación de la existencia de una especie de “núcleo
duro” del texto, de un “algo” a interpretar de manera más o menos adecuada, lo
cual impide –por definición–, la postulación de cualquier “deriva”
interpretativa libre e indeterminada.
Seis paseos por los bosques narrativos
En este texto, trascripción corregida de una serie de
conferencias dictadas por Eco en Estados Unidos, no hay avances respecto de la
última versión de su teoría de la interpretación. Se trata de una especie de
reformulación coloquial de los conceptos fundamentales en el estado tal cual se
encontraban en el último de los estadios descritos.
En lo que hace a la distinción entre
interpretación y uso, Eco reafirma la posibilidad de las múltiples lecturas
siempre y cuando dicha actividad sea considerada dentro del segundo de los terrenos.
Afirma Eco que “el lector empírico puede leer de muchas maneras, y no existe
ninguna ley que le imponga cómo leer, porque… usa el texto como recipiente para
sus propias pasiones”(24).
Por otro lado, retomando el concepto
de cooperación como clave de la actividad interpretativa, Eco reconoce que a
través de dicha actividad los lectores “pueden inferir de los textos lo que los
textos no dicen explícitamente…pero no pueden hacer que los textos digan lo
contrario de lo que han dicho”(25), reafirmando así el límite pragmático ya establecido a
partir del concepto de “sobreinterpretación”, basado en la imposibilidad de
postular que el texto afirma lo que explícitamente niega.
Quizás el punto más interesante de
este texto sea el modo en que retoma la cuestión de la competencia necesaria
para la interpretación adecuada, competencia que el texto mismo debe ser capaz
de generar. Eco extiende, en este abordaje, la competencia referida a las cosas
del mundo “real” –vinculada con el contexto concreto al que tanto el texto como
su lector pertenecen–, al mundo “ficcional”, respecto del cual el autor induce
al lector modelo “a creer que debería hacer como si conociera cosas que, en
cambio, en el mundo real no existen”, acercándose así a las poéticas y
filosofías “discursivas” más radicales, basadas en la no-diferenciación
absoluta entre los mundos real y ficcional en tanto objetos de referencia, y
centradas sobre todo en los efectos pragmáticos que cualquier tipo de relato
–referido a cualquiera de ambos mundos– produzca en los lectores. La literatura
se asemejaría, desde este punto de vista, a lo que Juan José Saer define como
el arte de “almacenar recuerdos falsos para memorias verdaderas”(26).
Otro de los puntos teóricos que este texto de
Eco retoma es la cuestión planteada ya en Obra
abierta y en el Tratado de semiótica
general: la definición de obra de arte. En este caso, a los conceptos ya
aludidos de “ambigüedad” y “autorreflexividad”, Eco incorpora el de “estrategia
formadora” en tanto indicador. Así, la obra de arte existe en tanto tal si el
lector, además de concentrarse en un objeto a partir de su ambigüedad y del
llamado de atención que efectúa sobre sí mismo, puede “imaginar detrás de esa forma casual la
estrategia formadora de un autor”(27). Si bien la presuposición de esta estrategia es casi un
implícito en el caso de la obra literaria, esta cualidad indicativa, junto con
las otras dos, resulta sumamente útil para el abordaje de objetos mucho más
ambiguos que en el presente –y ya desde el ready
made de Duchamp y los 4’33’’ de
John Cage– se producen en los campos de la plástica y de la música, por
mencionar sólo dos terrenos artísticos a modo de ejemplo.
Conclusión
El recorrido efectuado permite obtener una serie de
conclusiones que, en principio, complejizan la imagen ofrecida inicialmente,
esto es, la idea de que lo que se produce en la obra de Eco consiste, apenas,
en un estrechamiento de los límites del territorio de interpretaciones posibles
de un texto.
Es así, pero es más que eso. Junto a
ese estrechamiento ocurren otros tantos movimientos conceptuales. Movimientos
en el sentido literal del término. Lo que Eco efectúa es, sobre todo, una
progresiva dinamización de las instancias intervinientes en el proceso de
lectura. Las polaridades autor-lector dejan de ser lugares para convertirse en
imágenes cambiantes que se ajustan y desajustan en un permanente juego de
expectativas que el lector va tejiendo en torno a un núcleo si bien dinámico al
mismo tiempo duro: el texto mismo.
Si Eco limita el campo interpretativo
no es tanto en función de las limitaciones de la actividad de interpretación
sino sobre todo en función de los límites que el texto proyecta sobre ella. Las
propias imágenes virtuales a través de las cuales representa los roles de la
relación comunicativa (Autor y Lector Modelos) surgen, dependen y varían en
función del texto: de los matices y de los perfiles que va habilitando al
lector empírico, cuya complejidad y profundidad dependen, al mismo tiempo, de
las competencias y de la enciclopedia que sea capaz de activar en él.
Con respecto a los márgenes concretos
del campo de lectura, es posible afirmar que Eco establece dos límites. Uno
bien concreto, el límite pragmático que implica la noción de
“sobreinterpretación”, que permite establecer con claridad cuándo una lectura
“viola” o va más allá de los sentidos que el texto habilita. El otro límite,
más discreto y discutible, tiene que ver con la defensa del “sentido literal”
como lectura básica e insoslayable según el estado de la lengua y de la cultura
en la que el texto funciona como objeto en un momento histórico determinado. En
términos peirceanos, el sentido literal funcionaría como “interpretante
inmediato”, en tanto abstracción o posibilidad fundada “en el hecho de que cada
Signo debe tener su interpretabilidad peculiar antes de obtener un Intérprete”(28). Las
interpretaciones subsiguientes serían un “interpretante dinámico”, en tanto
evento singular y concreto “que es experimentado en cada acto de
interpretación, y en cada uno de éstos es diferente de cualquier otro”(29) pero que, sin
embargo, no puede soslayar la instancia primera. Respecto de la instancia
tercera, que Peirce denomina Interpretante Final, en tanto “el único resultado
interpretativo al que cada Intérprete está destinado a llegar si el signo es
suficientemente considerado”(30),
no habría, desde el modelo propuesto por Eco, posibilidad de establecerlo más
que en su negatividad, a través de la contundencia con la que pueden rechazarse
las interpretaciones aberrantes.
Puede afirmarse, para terminar, que
lo que en la obra de Eco se produce es un cambio en la caracterización de la
actitud del lector: si en los sesenta era concebido como alguien que en el
ejercicio de su libertad podía llegar a territorios insospechados a través de
la lectura, en los noventa esa libertad queda reservada a los usos meramente
pragmáticos, mientras que la verdadera vocación interpretativa prevé una
actitud de entrega y dedicación, un gesto casi religioso de devoción por la
exégesis de ese sentido que, si bien no yace en él como cristalización inmóvil,
se conforma y se reforma siempre en el ámbito del texto.
Marzo de 2006
Notas
1) Mancuso, Hugo: La
palabra viva. Teoría verbal y discursiva de Michail Bachtin, Buenos Aires:
Paidós, 2005, p.49
(2) Op.cit.,
p.168 n.23
(3) Op.cit.
p.166 n.19
(4) Eco, Umberto: [1962] Obra abierta, Barcelona: Planeta-Agostini, 1992, p.34
(5) Op.cit.
p.40
(6) Op.cit.
p.75
(7) Op.cit.
p.105
(8) Grice, Paul: “Logic and conversation”, en P.Cole
& J.Morgan (eds.), Speech Acts (Syntax and Semantics), Vol.3,
New York
: Academic Press, 1975, pp.41-58
(9) Eco,
Umberto: [1979] Lector in fabula,
Barcelona: Lumen, 1999, p.90
(10) Op.cit.
p.74
(11) Op.cit.
p.86
(12) Op.cit.
p.81
(13) Austin,
John L.: Palabras y acciones,
Buenos Aires: Paidós, 1971
(14) Eco, Umberto: [1990] Los límites de la interpretación, op.cit., p.14
(15) Op.cit.
p.26
(16) Op.cit.
p.36
(17) Op.cit. p.41
(18) Ibíd.
(19) Ibíd.
(20) Eco, Humberto: [1992] Interpretación y sobreinterpretación, Cambridge: University Press,
1995, p.69
(21) Op.cit.
p.153
(22) Op.cit.
p.27
(23) Op.cit. p.55
(24) Eco,
Umberto: [1994] Seis paseos por los
bosques narrativos, Barcelona: Lumen, 1996, p.16
(25) Op.cit.
p.101
(26) Saer,
Juan José: El arte de narrar, Buenos
Aires: Seix Barral, 2000, p.83
(27) Eco,
Umberto: [1994] Seis paseos por los
bosques narrativos, Op.cit. p.126
(28) Peirce, Ch. S.: Obra lógico-semiótica, Madrid: Taurus, 1987, p.146
(29)Ibíd.
(30)Ibíd.
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