Allende, Guzmán y la estructura mítica de los sueños
(Sobre el film Salvador Allende)

Federico Galende


El último documental de Guzmán sobre Allende, autor por cuya obra anterior no sólo siento una enorme admiración sino que, además, me sigue pareciendo configurador de un pasado que muy probablemente no habría llegado a existir sin su trabajo, no ha logrado esta vez ser inmune a la cadena de omisiones que castiga y sanciona, razón de más para que, a la hora de comentarlo, tengamos en cuenta algunas consideraciones. La primera de ellas consiste en que han pasado los años y que, en virtud de eso, resulta cada vez más difícil forjarse una idea adecuada acerca de quién fue Salvador Allende. La magia del descarte es el truco predilecto de la novedad y la catástrofe, y basta un instante de descuido como pensaba Blanqui, para que a las laboriosas obras de otros días la naturaleza comience apaciblemente a demolerlas. Las hierbas o la arena que ahora las recubren no han llegado sin embargo allí por casualidad; se las ha dejado crecer, se ha colaborado con su reflejo de eliminación desde una cierta pasividad concertada. Y así como Duchamp o Gombrowicz no creían que una obra pudiera existir por sí misma, eximida de la declaración “esto es una obra”, no hay acontecimiento sin la bienvenida que a éste le da una cierta conciencia de época.
        
A la actualidad, en otras palabras, no la trama sólo el traidor ¾-colaboran con ella la ceguera, el conformismo, el desconcierto¾-, y ésta, desde la que ahora el documental que comentamos busca recuperar la memoria perdida de Allende, resulta de un largo proceso histórico al que una amnesia colectiva dejó volcar demasiadas canaladas de piedras. La reconstrucción de Chile ya hizo de Allende una ciudadela arrasada por la desmemoria y vuelta a levantar por ésta, y por supuesto, siempre podrá pensarse que incluso la memoria que nos queda, la misma que en los últimos tiempos ha tenido tan buena acogida en los círculos académicos internacionales, es producto de unas fases sucesivas de liquidación que han coartado de antemano la posibilidad de todo recuerdo elaborativo. En un texto referido al grado de destrucción que alcanzaron las ciudades alemanas después de los bombardeos masivos de los aliados, un tema sobre el que vuelve ahora el film La caída, Sebald cita el caso de una mujer que en Hamburgo, al día siguiente del ataque, limpiaba las ventanas de su casa en medio del desierto de escombros. Creíamos estar viendo a una loca, escribió Nossack, sobre todo porque eso sucedía mientras los reclusos, a los que se utilizaba para eliminar los restos de los que fueron seres humanos, se abrían pasos con lanzallamas hasta los cadáveres a través de nubes de moscas y ratas que se devoraban cuerpos hinchados por el calor de la guerra.
         La escandalosa capacidad del ser humano para olvidar lo que no quiere saber y no ver lo que está ante sus ojos es parte de una historia colosal que avanza arrojando a los leones sus formas anteriores; ese insospechado virtuosismo que le permitió a una porción importante de nuestra izquierda, si es que no a la totalidad del campo cultural, pasar en limpio las fojas negras de su desgracia para dedicarse de lleno al futuro, se expresa hoy en algunos puntos que no estaría mal enumerar a fin de contextualizar el documental sobre Allende. Uno de ellos, el más importante, consiste en la paradójica configuración de un campo crítico al interior del cual cada uno de sus miembros suele darse el lujo de ignorar por completo el trabajo de los otros. Miguel Vicuña comentaba hace poco en una entrevista cómo “ lo que en nosotros ha llegado a primar es una cultura de la crueldad, una que recae no sólo sobre la obra de cada colega, que nadie lee o sólo lo hace con el propósito de destrozarla, sino sobre el campo de lectura en su conjunto, cuyas dificultades para revisarse a sí mismo han sido por lo general sustituidas por el cultivo de animitas menores levantadas al gran poeta exitoso”. No son muchos los países en los que cada persona es capaz de mantener tal grado de reserva, desprecio o sospecha respecto a sus semejantes, ni es raro, por lo mismo, que este cortocircuito lleve a un segundo punto: el de la búsqueda cada vez mayor de un espectador foráneo al que narrar las convulsiones de la historia desde un sospechoso grado cero de los hechos, lo que ayuda a elucidar que en cada país del mundo haya siempre un chileno decidido a animar alguna sobremesa imprimiéndole un protagonismo personal a los dolorosos sucesos de antaño, atrapando al complejo arco del infortunio en una especie de tiempo mítico o infantil. Ambas cosas se apoyan, sin duda, en un tercer punto consistente en la extinción pública del archivo que del Museo, la Biblioteca o la Universidad ha pasado velozmente a la casa del coleccionista, el experto o el curador, como si tras la devastación tácitamente aceptada, algunos hubieran alcanzado a escapar de las ruinas con huellas de historia en sus mochilas. Que muchas de esas huellas se hayan perdido en el camino (a veces, como en nuestro caso, no sólo las cosas se pierden dejando tazas, se pierden también las trazas) muestra que nada grave tiene la desaparición de la bandera o del acta de independencia, emblema histórico que un soldado raso hiciera pedazos en un rapto de malhumor la tarde misma del golpe, comparado con el largo silencio mantenido al respecto.
         Ahora bien, si me permito enumerar algunos de estos problemas (la vana emisión de obras que conforman nuestro presente, la deliberada afición por el tiempo mítico y el espectador extranjero, la recurrencia al archivo privado) es porque el documental de Guzmán, autor cuya obra anterior conociera la aceptación concluyente del público local y cuya obra actual habría ganado mucho en autenticidad si su título fuese Allende y yo, no se los ahorra del todo. Eso introduce, es de esperar, algunas consecuencias, como por ejemplo que a diferencia de lo que sucediera con La batalla de Chile, donde la comprensión de la historia como montaje
¾-es decir, la comprensión cinematográfica de la historia¾- lo había llevado a editar las imágenes que eternizarían la era de la dignidad del país, superponiendo sutilmente coloraciones y primeros planos con rostros en cuya expresión fugaz se revelaba melancólicamente la constitución del pueblo como sujeto, en este documental la dignidad aparezca desarmada, digámoslo así, por las mismas claves de su recuperación. En Salvador Allende, la figura del pueblo como sujeto de ha desvanecido definitivamente en un cúmulo de voces que en el opúsculo de sus vidas enuncian una última pertenencia a la especie. Si en La Batalla de Chile el uso del montaje era una máquina puesta al servicio de la exploración retrospectiva del tiempo, ahora, vaya política, Guzmán daría la impresión de haber decidido utilizar las imágenes como algo por medio de lo cual la nada nos mira. Es la nada de Chile, se entiende, una que, apelando a una vieja humorada de Dubillard, “resultó ser más delgada de lo que pensábamos”.
        
La dificultad está en que para invocar esta nada, ardid que el director logra sacudiendo la cabeza del espectador distraído con golpes de fósiles muy bien articulados, se ha retirado al pueblo del teleobjetivo, reemplazándolo por una voz en off que se arroga el pasado de la UP como un hechizo que sólo ella ha temido romper. Guzmán literalmente privatiza el sueño de aquellos años vigilando ese hechizo por medio del uso de un material decolorado, uno que opone estratégicamente a esta luz californiana nuestra que Ruiz, no sin ironía, solía comparar con la luz de otro hechizo: el cine de Hollywood. El procedimiento no es menos completo, que interesante; por medio de éste, las decoloradas imágenes del archivo buscan interrumpir el cine como máquina de sueños mientras esa máquina de sueños que fue la UP es evocada para interrumpir la decoloración histórica del pasado de Chile. Si esto es así es porque Guzmán piensa que la memoria podría encontrar en la actualidad la colorida clausura que una pálida foto extraída de su bolsillo debe venir a interceptar. Su lucha es en este sentido estrictamente personal, acaso un capítulo más de la guerra del buen archivista contra el baño de barniz al que su país trata de someter la memoria.
         No es fácil estar en desacuerdo con esto, salvo por el hecho de que obrando de esta manera, con el mal humor propio de quien se representa a sí mismo cansado de cachetear en vano la estatua mineral de la inconsciencia con la onírica de un registro privado, Guzmán ha transitado de una Teoría de la Soberanía, forjada en la impecable edición de la propagación colectiva de un proyecto histórico sin precedentes, a una Teoría de la ruina, donde lo que queda de lo que fuimos no son más que delgadas hilachas de humanidad, testigos mudos de la hecatombe y restos taciturnos que, lejos de ilustrar desde su sobreviva el honor perdido de una época, expresan la mera posibilidad de lo humano para habitar lo inhumano. Si se observa bien este tránsito, Guzmán lo ha obtenido a través de un truco en la toma, haciendo que los mismos entrevistados que en La Batalla hablaban mirando de frente a la cámara, extravíen ahora sus miradas incautas en la penumbra del cuarto. Son almas en pena, racimos caídos de un sueño olvidado que, sin recordarse siquiera a sí mismos, acompañan al fantasma de Allende y al propio director en el desconcierto y el desalojo. Sus zapatos empobrecidos, tomados por Guzmán para alegorizar la falta de piedad del tiempo, navegan en el aire mientras sus pensamientos borrosos se retrotraen a un ejército popular de juguete en el que desfilaba con cañas. La nada que desde la imagen nos mira contendrá así miradas de nada en la imagen. Y aunque esto es aceptable en alguien cuyo sentimiento de desahogo ha escogido la lengua del cine para ponerse en evidencia, molesta por momentos que en lugar de ser Allende la reliquia extraviada que el historiador memorioso suma al jeroglífico del presente, sea el objeto dormido que alguien pugna por enrostrarle personalmente una última vez a un país al que no quiere.
         Actuando en nombre de este descargo, lo que el documental reprocha a su época, al parecer su divina inconsciencia respecto del proceso que la teje, se confunde con la propia irritación que al director le causa la indiferencia de un público “ya epocado” respecto de su arte para situarla. El relato de lo confuso, escribió Baudelaire, no tiene porqué ser un relato confuso. Y sin embargo uno podría adivinar en el tono de Guzmán que esa deuda que confiesa tener con Allende es una deuda que siente que el país tiene a la vez con él, no sólo como loable editor de un pasado, sino también como consumador de un género, algo que, por lo demás, ha repetido en varias oportunidades, endilgándonos de paso un reconocimiento que le ha llegado lamentablemente de otras fronteras. Que el público chileno haya dado la espalda a un autor que, gracias a la distancia, le devolvía a través de las imágenes pizcas de su inconsciente óptico, no es ninguna novedad, pero no por eso dejará de ser novedad que ese autor se rinda a la posibilidad de contemplarnos como espectadores y que, en cambio, se consuele esta vez convidándonos sólo la rémora de un éxito cosechado en la lejanía. “¿De dónde saldrá el martillo verdugo de esta cadena?” dice un conocido verso de Miguel Hernández. La respuesta es que seguramente no de alguien que, manteniendo sus justas reservas respecto del imaginario de la Concertación, no lo ha hecho respecto de su primo hermano que es la socialdemocracia europea, un público para el que Salvador Allende ha dispuesto la ruina de Chile de un modo demasiado didáctico, saltándose, por cierto, las muchas páginas, apartados, recortes, dossier y documentales proyectados aquí durante los últimos años. La prueba está en que sobre el final del film, se nos dice que en Chile prácticamente nada se ha escrito sobre Allende, ni siquiera una biografía. O mucho me equivoco o, siendo más fiel al vicio histórico que reprueba que a su condición de investigador memorioso, ha olvidado Guzmán los innumerables testimonios, libros y ensayos publicados por González Camus, Hernán Valdés, Largo Farías, Mónica González, Tomás Moulián, Juan Seoane, entre cientos de otros, por no mencionar el relevo de archivos de tres mil seiscientas páginas de González Pino y Fontaine Talavera, que, podríamos al menos discutir, las varias realizaciones de la televisión chilena a propósito de los treinta años del golpe o la biografía de Jorquera titulada justamente El Chicho Allende.
        
En ésta última, por ejemplo, se nos cuenta que la primera en entrar a la casa de Tomás Moro, unos días después del Golpe, fue Moy de Tohá, quien, apenas franqueada la puerta, según su testimonio, se encontró con los cuadros de Matta y Guayasamín acuchillados y flotando en el agua que entraba por los techos abiertos, los sillones descuartizados, la flor de marfil que les había regalado Ho Chi Minh partida en cuatro pedazos, un sinfín de papeles rotos desparramados por el suelo y, al final del recorrido, en el dormitorio del Presidente, a un soldado acostado con el torso desnudo bebiendo de una botella de whisky mientras a unos pocos metros una perra paría cuatro perritos. “En medio de tanta desolación provocada por seres humanos, la vida pugnaba por imponerse a través de una perra”, escribió Jorquera, quien dos o tres páginas después nos detalla que lo que Tohá buscaba en realidad era un encargo de la ex primera dama, consistente en una “pulsera que se había mandado a hacer con las medallas ganadas por su marido y un billete de cien dólares”. Llama la atención, por decir lo menos, que, descubierto recientemente el patrimonio de otra ex primera dama, uno que ha sido desplazado por la cobertura mediática de un tesoro más cuantioso hallado bajo la isla Juan Fernández (con tesoros así bajo nuestro suelo, ¡para que reparar en patrimonios perdidos sobre la tierra!), nadie haya apelado a aquel testimonio de Tohá para hacer, aunque más no sea, una mínima comparación, seguramente porque nadie conocía el testimonio. Ignoro si lo desconoce también Guzmán; no que, ante la imposibilidad de ilustrar la pesadilla de la historia  por medio de esa escena vergonzante, ha escogido por enésima vez la imagen del bombardeo de la Moneda.
         En virtud de su valor exhibitivo, facultad que a esta altura le ha permitido ganarse un lugar más entre las ofrendas o reliquias de turismo, la imagen de la Moneda en llamas opone hoy muy poca resistencia al “ojo de la patria”, lo que prueba que Guzmán se la ha dedicado a las prudentes expectativas de un público no suficientemente informado. A nosotros, en cambio, nos dedica los restos empolvados del ajuar republicano, reliquias secularizadas que enuncian la experiencia difunta de una vivencia y que, “siendo lo único que ha quedado de Allende”, nos vuelven responsables del módico sitio que han tomado al sustituir la promesa de unas alamedas que se abrirían. Esos objetos están ahí para probar que los procesos sociales sí se detienen. Es la lengua de las ruinas, que arranca a la historia su destino salvífico para restituirle su pobre verdad mortuoria. En este punto la lectura más lógica radicaría en entender lo que mencionábamos unos párrafos más arriba, que a la soberanía, filmada a través del palacio en llamas como alegoría de la excepción, Guzmán la continúa con la lengua de las ruinas, que presenta a través de las reliquias seculares de la república, pero a mí me parece que no es así y que, dado que el litigio resulta de dos modos específicos de disponer el archivo ante el público, de lo que en realidad se trata es de una tensión entre un uso simbólico y un uso mítico de las imágenes. Esos dos usos se comunican entre sí.
         Al uso simbólico lo explica la curiosa voluntad de Guzmán por volver una vez más, siendo tan rica nuestra era en imágenes de la destrucción, a la Moneda bombardeada, un recurso que, naturalizando un tipo de percepción sensorial ya modificado por la reproducción técnica de la desgracia, le permite envasar el caleidoscopio de la historia en una imagen fetiche. Difícilmente el público europeo esté al tanto del modo en que el blanqueamiento de la Moneda está ínsito ya en la Moneda en llamas, postal que abrevia simbólicamente la destrucción como revés de un jeroglífico epocal más complejo. El fin de la soberanía es un proceso, no un ejemplo, que como tal excede las pistas visuales que encierra el estuche burgués. ¿Intuye Guzmán tal cosa? Por supuesto que sí; por eso no ha tenido problemas en poner a circular el incendio simbólico de Chile, reservando para sí, como vanita de ese cuadro social inanimado, una lectura mítica del pasado. Esta lectura mítica radica en la preservación de un sueño infantil como momento pasivo de la recepción del inconsciente histórico de Chile. Si nos permitimos antes hablar del hechizo, es porque resulta notorio que este documental sobre Allende tiene un lejano aire de infancia, membrana onírica inconsútil de la que el director se rodea a la hora de resistir la insoportable adultez del país. Esto hace que la excesiva dieta de citas, evocaciones y referencias al espacio crítico que le es contemporáneo, dieta que antes nos planteábamos como síntoma de una forma nacional de narrar, quede justificada si la pensamos como la manera que tiene Guzmán de protegerse de la crueldad de la historia, crueldad abierta por un despertar colectivo al que Salvador Allende sigue enfrentando un intocado sueño de infancia.
         Para dar cuenta del tiempo mítico, decía Benjamín, debemos considerar que cada época tiene un lado dirigido hacia los sueños, el lado infantil. Ese lado es el que Guzmán nos impone, perdurando en la experiencia física de un acontecimiento apabullado por el triunfo de una actualidad sin magia. Así los mismos objetos de los que podríamos extraer su líquido ruinoso, aparecen filmados como materiales transitorios de una onírica que ha dejado  su huella en la memoria. Las imágenes son arsenales, criptas, museos. Pegatinas que atrapan la medialuna de la historia en el tiempo del ensueño. Pero ocurre –y por ningún motivo habría que dejar de decirlo- que el tiempo mítico antiburgués es también el tiempo infantil del tirano caprichoso, el del rey que dispone sus enunciados lúdicos sobre la tierra provisto de un énfasis despótico. No hace falta agregar que a este  pequeño tirano, meritorio enemigo de los impulsos futuristas de Chile, de su sórdido paisaje burgués, de las arrogancias de una izquierda que despertó demasiado rápido de la siesta emancipatoria, hace años que lo vemos tomarse el dorso de la historia como una sustancia personal. No se trata, por cierto, sólo de Guzmán, aunque si ahora lo llamamos es porque esta posición corre siempre el riesgo de adoptar repentinamente el tono equívoco de un gran Apocalipsis civil. José María Valverde definió alguna vez a Elliot, versión de derecha de este legado, como un poeta en negativo, en el sentido fotográfico del término, un poeta que retomando por momentos extractos de Pound y del Conrad del Corazón de las tinieblas (Mistah Kurtz- he dead, es la dedicatoria que aparece en el poema de 1925, Los hombres huecos) hizo la alegoría de una civilización nihilizada y dispersa respecto de la cual el poema debía funcionar como un conjuro de fragmentos, citas, restos de objetos y de voces que, en una fulguración instantánea, “abrieran grandes agujeros al vacío y a la muerte”. Del infante que halla en los pliegues de sus sueños la forma mítica de la historia al apocalíptico que lee en las ruinas pórticos invisibles hacia la muerte, hay un paso. Nada de ese paso rozará la planicie burguesa. De eso Guzmán acaba de asegurarse, pero ¿qué importancia tiene si para hacerlo ha dejado a un lado el collage de la historia? Entre el “tiempo mítico” y el “tiempo burgués”, un rumor ha quedado; ese rumor pesa seguramente menos que el sueño de Allende, más que Allende como sueño.