Aduanas de la Memoria
A propósito de Tiempo pasado, de Beatriz Sarlo
Alejandro Kaufman
… quizá ha ya sido falso que después
de Auschwitz ya no se podía escribir ningún poema. Pero no es falsa la cuestión menos cultural de si
después de Auschwitz se puede seguir viviendo, sobre
todo de si puede hacerlo quien casualmente escapó y a quien normalmente
tendrían que haberlo matado. Su supervivencia haya menester de la frialdad, del principio
fundamental de la subjetividad burguesa sin el que Auschwitz no habría sido posible: drástica culpa, la del que se salvó.
Th. W.
Adorno, Dialéctica negativa
1.
Los acontecimientos del horror nos ofrecen una profusión ilimitada de
testimonios, representaciones, imágenes y relatos. Una masa discursiva e
icónica se presenta frente a las sociedades y las generaciones como un
interrogante sobre la viabilidad de nuestra existencia como especie. Ese
interrogante no es normativo ni epistémico, sino ético. Por ello afecta a todos
y a cualquiera, y también por ello suscita interrogantes sobre la transmisión
intergeneracional y la pedagogía de la catástrofe. Un debate sobre cómo enseñar
la teoría de la gravedad o la morfología de las hormigas no presenta ningún
problema comparable con el que suscita la memoria del horror.
La densidad que atañe a la enseñanza de esta cuestión es que en nuestra época se
presenta ante cada ser humano como un interrogante sobre su propia existencia,
sobre los límites de lo posible y lo esperable en una vida que se desenvuelva
después de Auschwitz. También por ello la dimensión
factual de este debate y de esta pedagogía no están en el centro de la
cuestión, ya que la pregunta no es ¿ocurrió? o ¿qué ocurrió? sino, ¿cómo pudo
haber ocurrido?, y ¿puede volver a ocurrir?, o aún más: ¿acaso no volvió a ocurrir?
y, además, ¿no sigue ocurriendo?
Entre nosotros sobresale el film Los rubios de Albertina Carri porque se formula esas preguntas, para lo cual
evidencia su afección ante los relatos de la generación anterior sobre lo que
sucedió o la forma en que sucedió aquello sobre lo que se interroga: les da la
espalda, se distrae, porque su interrogante aparece de manera mucho más
flagrante y desgarradora en la imagen del playmobil,
cuando un plato volador se lleva a sus padres desde el cielo. Su testimonio no
es sobre un suceso susceptible de algo tan extravagante en este contexto como
el “control epistemológico”, sino sobre la forma en que ella sobrellevó la
condición de hija de desaparecidos y cómo se situó su devenir vital frente al
lazo social fracturado por el horror. El malentendido no es de Albertina Carri, sino de quien
confunde la inscripción testimonial de una desgracia colectiva con la
descripción o la explicación histórica. Albertina Carri no tiene nada que decir sobre el mundo cultural y
político desaparecido sino sobre las consecuencias de esa desaparición en el
mundo cultural y político actual. Su
relato no es meramente “privado” ni “cotidiano” sino político en grado sumo,
porque retrata las actuales condiciones de posibilidad de la existencia en sus precariedades
y desplazamientos, en sus incertidumbres y perplejidades.
El testimonio nos da fe de procesos de elaboración. Es
subjetivo porque esos procesos de elaboración acontecen en tanto narrativa del
yo. Esas narrativas reclaman su derecho a la existencia justamente cuando Auschwitz hizo lo que hizo con los sujetos. Una vez que la
muerte fue objeto de un proceso industrial sobre cuerpos en los que se
abolieron las condiciones de posibilidad de una existencia subjetiva, los
sobrevivientes directos o indirectos, es decir, la especie humana, se ven
enfrentados a un nuevo problema.
Este nuevo problema tiene una genealogía y un proceso
temporal de elaboración ligado fuertemente a aquellas tramas modernizadoras que
destituyeron al sujeto de sus condiciones de posibilidad históricas como
agencia de su desenvolvimiento en el mundo. El soldado de la primera guerra
mundial no vuelve mudo en el sentido lato de que permanece en silencio, sino en
el sentido de que sus palabras han perdido el referente, que ya no es la
producción de significación, el combate o la acción, sino solo la disposición
de su cuerpo en una máquina abstracta cuyo devenir es la destrucción masiva.
Aquello a lo que se refirió Ernst Jünger con “la movilización total”.
Es esa condición de pérdida de la experiencia aquello
que lleva a una inmensa masa de testimonios a expresar en el terreno discursivo
el equivalente al aullido de dolor, a relatar los pormenores, las minucias, los
detalles del acontecer mortificado de la carne. La contemplación espectacular
de esos relatos no nos hace sensibles a la experiencia como lectores o
receptores, sino que nos coloca en la recepción obscena de la mirada enceguecedora sobre un éxtasis factual. En estas
condiciones, justamente cuanto más nos hablen de los hechos, tanto más nos
veremos empobrecidos de experiencia. Nuestro acontecer no nos volverá más
humanos, sino menos humanos.
No es el relato como texto o acontecimiento discursivo
lo que desaparece sino las condiciones de posibilidad de la experiencia. Lo
cual supone también que no es que desaparezca la experiencia, sino la calidad
histórica que la caracterizó y le dio sentido en generaciones anteriores. De
esta manera, por un lado se verifican experiencias que se presentan como
ajenas, enajenadas de sus agentes, y por otro lado se trata de establecer las
condiciones de posibilidad de un restablecimiento del relato, en el sentido de
la creación de nuevas condiciones de posibilidad, claro, no de un retorno al
pasado. En ello difieren los testimonios, en que no todos procuran o logran esa reconfiguración de las condiciones de posibilidad del
relato y de la experiencia. La paradoja que tiene lugar es que para el
sobreviviente de los acontecimientos del horror, en el tiempo posterior al
acontecimiento mismo tiene lugar un suceso singular: el duelo imposible. Al
haberse sustraído el duelo a las condiciones de posibilidad de la experiencia,
el testimonio (sin por ello negar sus valencias historiográficas o jurídicas)
ocupa su lugar. El sobreviviente cuenta sólo con una palabra vacía para
elaborar lo que se encuentra fuera del orden de la representación. No es sólo
que el duelo sea imposible, sino que se ha sobrevivido a una acción colectiva
exterminadora de la categoría a la que se pertenece. Aunque esa acción
colectiva haya cesado en su realización permanece en la memoria: no deberías haber sobrevivido. Otros han
muerto en tu lugar y tu supervivencia está aún –y estará- sometida a una
caución. La tarea exterminadora no concluyó por razonas ajenas a su propia
naturaleza, porque agentes extraños impidieron la consecución de su meta, pero
aún permanece, entonces, la idea de que pudo haber ocurrido lo que ocurrió y no
terminó de ocurrir, y podría finalmente volver a ocurrir lo que ocurrió, porque
ocurrió.
Es ante este umbral que todo sobreviviente enfrenta su
destino. Considerar “si esto es un hombre” es lo que hacemos cada vez que nos
enfrentamos a un testimonio. Allí se inicia un problema cuya magnitud y
densidad desborda cualquier capacidad analítica o epistémica,
aunque no por ello estaremos privados de ejercer una recepción crítica. Al
contrario, ese será el deber al que se nos convoca con una discusión
ineludible. Pero la crítica no será sobre la relación entre las palabras y las
cosas, sino sobre las relaciones entre las palabras mismas. Evaluará el tenor
del lenguaje y sus significaciones, como por ejemplo lo hace Victor Klemperer.
2.
El libro de Beatriz Sarlo se instala con
mérito y eficacia en esa discusión. Cualesquiera que sean las derivaciones de
tal discusión, y en la medida en que la exposición propuesta se caracterice por
la inteligencia y la destreza analítica que se confirma en la lectura de este
libro, habremos de recorrer sus páginas con la expectativa de ilustrarnos sobre
sus argumentos y esforzarnos en el respectivo debate. Cabría no obstante
preguntarse sobre la posibilidad de un diálogo o, en otras palabras, sobre si
en sus páginas hay relevos o anclajes con los que otras miradas puedan
establecer interlocución, o si nos encontramos ante diversos idiolectos que no
se intersectan. Habría que comenzar porque ese es un
rasgo que estructura buena parte del texto comentado: no pretende dar cuenta de
argumentos alternativos, algo que se justificaría si esos argumentos fueran
supuestamente muy ajenos o incompatibles con las premisas que sostienen la
argumentación del libro. Y habría que señalar entonces que, efectivamente, hay
argumentos alternativos que difieren en sus premisas de lo sostenido por el
libro. De modo que si se comprueba la ausencia de una parte de la biblioteca de
referencia de las problemáticas tratadas, cabe interrogarse sobre si se trata
de una mera omisión o si se trataría más bien de conferir algún significado a
esa omisión.
Una forma de encarar el análisis en
esa dirección requeriría considerar las premisas que sustentan los argumentos
expuestos en este libro. ¿Cuáles son sus referentes? ¿Cuáles son las opciones categoriales que se formulan como premisas? En otras
palabras, si es que hay una discusión, y no hay duda de que se la presenta,
¿quiénes son los interlocutores de esa discusión? ¿Quiénes son los lectores a
los que este libro remite? En la respuesta a estos interrogantes radica también
la dirección que se le requiere al comentario, dado que el comentario no está
animado por el supuesto de que hay una versión mejor que otra, aunque existan
muy buenas razones para optar por una versión antes que por la otra. Pero el
comentario no tiene como premisa que pudiera ser deseable acudir a ningún
recurso exterior a la discusión misma para obtener apoyo o sustentación para
decidir el debate. El comentario, en ese sentido, se identifica a sí mismo como
político, pero prescinde de las instituciones realmente existentes para validar
sus argumentos. Confía en que lo que queda de la ilustración en las instituciones
del conocimiento sea suficiente para que el comentario sobreviva como tal, para
que simplemente sea viable por el peso de su elaboración intrínseca
(entendiendo entonces el ensayo como forma y no meramente como mediación o
género), sin acudir a relevos normativos.
Esto es justamente algo en lo que
el comentario discrepa del libro comentado, cuyas premisas se dirigen a relevos
normativos e institucionales. Es más: allí procura hallar o definir a sus
interlocutores. No es siquiera eso lo que el comentario pondría en tela de
juicio en principio. No se trata de optar entre los relevos normativos e
institucionales y aquello que ¾ imaginariamente¾ estaría por fuera de esos
relevos. Es la misma autora quien observó con perspicacia ¾ alguna vez¾ que la mayoría de los interlocutores posibles de un libro como el
comentado forman parte de las instituciones y cumplen con las normas, por más
que a veces no lo reconozcan o lo nieguen.
El problema es cómo se configura la
validación de las intervenciones discursivas. Cuáles son los criterios, cómo se
los define, y qué tipo de conversación se entabla al respecto. En este libro se
nos propone una conversación orientada a fundamentar una segmentación entre lo
alto y lo bajo, lo académico y lo no especializado, lo experto y lo basto, lo
exclusivo y lo masivo, aquello que se somete al “control epistemológico” y
aquello que no recurre a la supuesta exigencia de semejante mirada. Supuesta
exigencia, porque el libro omite que el “control epistemológico” es también una
forma del sentido común. Hay un sentido común epistemológico, y es a él a quien
se dirige el libro, a quien recurre como interlocutor, o mejor habría que
decir: como receptor y ejecutor de las normas analíticas propuestas en el
ámbito de las instituciones.
3.
En lo que sigue, tan sólo algunos puntos decisivos del texto que nos
sean útiles a los propósitos de la presente discusión, dado que el libro al fin
y al cabo propicia el debate, aunque sólo sea porque formula la propuesta, pero
también porque las premisas sustentadas no admiten una renuncia a la
posibilidad de ser confrontadas argumentativamente, por más que nos parezcan
contrarias a nuestra forma de confiar en la inteligencia (de modo más apegado a
las conversaciones y menos a los reglamentos).
La filosofía de la historia de Benjamin descrita como “una reivindicación de la memoria
como instancia reconstructiva del pasado” (p. 34) sustituye a la razón anamnética –sustento de la sensibilidad redencional hacia el pasado, por un modo subjetivo
que establecería una correlación con el pasado como referente. Como tanto ha
explicado Yerushalmi, no se trata de un modo distinto
(instancia reconstructiva) de recuperar el pasado, sino de establecer una
relación con el presente a través de un proceso de elaboración cuya orientación
temporal apunta al pasado, pero sin establecer con él un vínculo referencial en
cualquier sentido objetual que pueda resultar
familiar al fondo objetivista que recorre la
entrelínea del libro. La percepción benjaminiana no
opta entre “no reconstruir los hechos del pasado” y “recordarlos”, porque no
los “recuerda” sino que experimenta su significado a través de configuraciones
narrativas. Esas configuraciones narrativas, las alegorías, las formas del
ensayo, no dan cuenta de un recuerdo del pasado, sino de lo que los muertos nos
dicen sobre el presente sin palabras ni representaciones. El “pasado presente”
se manifiesta como inquietud y comprensión del presente, como relación con un
aquí y ahora en deuda con el pasado, pero sin satisfacciones referenciales. Por
eso no es un “recuerdo”, sino “razón anamnética”. En
la siguiente página los pliegues y reversos benjaminianos son bruscamente aplanados cuando lo redencional,
cifra de la operación anamnética, se convierte en
“mandato de un acto mesiánico de redención”. Así, la subjetividad benjaminiana pasa a inscribirse en el régimen de la norma y
la obediencia, la legislación, la culpa y el castigo. Lo judío de Benjamin –provocación de la reminiscencia sin solución y
sin objeto- se convierte en avatar católico, proyección sacerdotal del
oficiante escolar cuyo índice se cierne sobre las palabras que fluyen y
circulan entonces en un desorden que hay que remediar.
Después, son interesantes las
páginas (p. 95 y ss.) en que el libro ejemplifica
sobre “otras maneras de trabajar la experiencia” y menciona los textos de
Emilio de Ípola y Pilar Calveiro como aquellos que “comparten con la literatura y las ciencias sociales las
precauciones frente a una empiria que no haya sido
construida como problema; y desconfían de la primera persona como producto
directo de un relato. Recurren a una modalidad argumentativa porque no creen
del todo en que lo vivido se haga simplemente visible, como si pudiera fluir de
una narración que acumula detalles en el modo realista-romántico.” Aquí reitera
el argumento-problema que recorre el libro con relativo acierto diagnóstico. Es
más discutible el desarrollo propositivo que lo
acompaña. La idea de que ambos textos “escriben con un saber disciplinario,
tratando de atenerse a las condiciones metodológicas de ese saber” resulta
curiosísima, aunque la naturalidad con que está expuesta es seguramente
persuasiva para el registro del sentido común “entrenado” al que va destinado
el libro. Es notable el hecho de que pase completamente por alto que ambos
textos sólo pudieron ser escritos por víctimas de la represión que, contra toda
condición metodológica del saber estuvieron presos o secuestrados, sin ninguna
posibilidad de intervenir en forma deliberada sobre el objeto de su reflexión. Fueron
víctimas en el doble sentido de que padecieron como dolientes, pero además
fueron ellos los objetos en manos del régimen disciplinario, para lo cual hay
que recordar ¾ aquí sí¾ el doble sentido del término ¾disciplinario¾ que olvida el libro. De Ípola y Calveiro son testigos
porque fueron víctimas y no pueden volver a donde estuvieron, ni estando allí
tenían ninguna otra opción que padecer la situación que vivieron, dos
condiciones inconciliables con cualquier “condición metodológica” ni mucho
menos un “control epistemológico”. Ellos estaban “controlados” por la
represión. Y ejercieron la única facultad posible en esas condiciones: el
ejercicio del pensamiento que les permitió con posterioridad presentar un
testimonio altamente elaborado, y entonces sí se aplican las observaciones de
Beatriz Sarlo, pero no como criterios vinculados con
los saberes académicos sino como descripciones de elaboraciones reflexivas
sobre la propia experiencia, fuente ineludible y personal de esas reflexiones.
Mucho más se puede decir aún sobre la riqueza y el interés de los textos
comentados. Baste mencionar que de ningún modo de Ípola nos informa sobre un objeto de reflexión y estudio según los saberes
convencionales, porque no podemos acceder a ese objeto, ni él pudo tampoco
hacerlo en su momento. Además, por añadidura, el objeto mismo, intransferible
por fuera de aquella experiencia encarnada en la subjetividad del testigo,
consistió precisamente en una reflexión y un testimonio sobre las creencias,
sobre las formas narrativas con que las víctimas del encierro represivo
alternaban sus días en relación con lo que les era sustraído
(disciplinariamente, al conocimiento, por la pasividad contemplativa de la
mirada en el encierro, y disciplinariamente, al cuerpo, por la pérdida de la
libertad). De Ípola estaba preso, encerrado y en
estado de inacción sociológica. Su pensamiento se asemeja más a la reflexión
contemplativa de un filósofo estoico de la antigüedad que a un sociólogo
moderno, dueño y actor de sus herramientas de observación y análisis. Y porque
se trata a la vez de un sociólogo moderno que se sobrepuso de esa manera sobre
la penuria metodológica en que se encontraba en la cárcel, el hecho de haber
convertido la situación de víctima en un acto de reflexión, suma al testimonio
el acto emancipatorio, reivindicatorio, diríamos redencional, de convertir el padecimiento en texto
reflexivo e iluminador para la sociología. No mediante los “métodos”, ni contra
ellos, pero sí a pesar de ellos.
No es malo someter a juicio crítico
los textos testimoniales. Lo inquietante es el recurso a un procedimiento
normativo universalista que daría cuenta de esos juicios críticos, o los haría
posibles. Y esta es la narración de la que da testimonio el libro: la narrativa
escolar que reivindica la legitimidad de sus doctrinas “después de Auschwitz”, cuando el horror interpela radicalmente a la
vida misma. El lector añoraría más bien el empleo de este mismo aparato
intelectual esforzadamente empleado para la defensa de lo instituido con otro
fin: tal vez una reflexión testimonial que diera cuenta de cómo pudo suceder(nos) que quienes fuimos los que fuimos seamos ahora
los que somos. Esa experiencia, tantas veces rozada en unos y otros textos de
Beatriz Sarlo, es lo reprimido de este libro.
Publicado en Zigurat Nro 6, Carrera de
Ciencias de la Comunicación, UBA
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