Dicho de memoria
(Sin dictadura no hay relato)
Inés de Mendonça
“Desde
que me negué a dormir entre violentos y asesinos los años pasan. Todo parece
simple y
claro a lo lejos, pero al recordarlo mis palabras se convierten en piedras
y soy como un borracho
que hubiera asesinado a su memoria.”
Héctor Tizón, La casa y el viento.
Héctor Tizón escribió dos
novelas en el mismo período —según ha dicho en diversas entrevistas y en el
prólogo de El viejo Soldado (1) —, al comienzo de los años 80, en
España. Ambas relatan historias de exilio, de arraigo y desarraigo, de recuerdo
y transmisión de una memoria. Ambas podrían leerse como biografías ficcionales
que rozan tanto la dimensión testimonial como la reflexión metatextual sobre el
acto de escribir.
Hay distancias, sin embargo, que arman un arco significante de una a
otra. En primer lugar, lo evidente de la decisión de publicación. La casa y
el viento (2) es publicada en Argentina en 1984, a la vuelta del exilio del
autor, en esos días de incipiente democracia; El viejo soldado habría
sido un libro olvidado si no hubiese salido del cajón para entrar en la
imprenta recién en el año 2002.
Frente a estas fechas podemos armar una cronología que cuestione las
teorías literarias de la inmanencia del texto, en nuestro país, para los
últimos treinta años. Tres marcas, una por década, e improvisar una red
histórico-política de presión textual: 1976-1983-2001. Un año después de cada
una suceden los hitos reales con los que descifrar el sentido de esa
distancia. Primero el viaje del autor hacia su exilio, luego la publicación de
los dos libros. Uno después del fin de la dictadura, el segundo siguiendo el
cimbronazo cultural que significó el quiebre de un ciclo, con las
manifestaciones sociales de fines del 2001.
Existe un consenso crítico, repetido en múltiples trabajos académicos,
acerca del modo en que los narradores argentinos trabajaron la relación entre
historia y literatura en los primeros años de la década del 80(3).
Se trataba de obras producidas
en los finales de la dictadura, a la sombra del terror o del silencio y que
aludían de manera cifrada o elusiva a la represión y la censura.
Esta escritura críptica de la historia es la que aparecía en las favoritas de
todos: Respiración artifical de Ricardo Piglia y Nadie nada nunca de
Juan José Saer; en las que el tratamiento fragmentario de tiempos y sujetos
ponía en escena tanto un ambiente trágico y enrarecido como la desconfianza por
la capacidad mimética del lenguaje. La reformulación del género policial
funcionaba, entonces, como forma de plantear enigmas narrativos que sugiriesen
un quiebre teórico en el modo de representación —y comprensión— de la realidad.
Las novelas de Tizón, sin embargo, proponían un abordaje diferente: un
discurso estetizado en el que la dictadura funciona como motor dramático
explícito.
En La casa y el viento, escrita en 1982, un hombre decide, frente a la presión del contexto, abandonar
su casa en un pueblo jujeño y emprender la huida caminando por la puna y
anotando en un cuaderno las cosas que ve, piensa y oye para conformar el
inventario de su adiós (4). El viejo soldado, escrita un tiempo antes e
inédita por veinte años, situaba a un escritor en España viviendo su desarraigo
condicionado por su memoria, las relaciones con otros exiliados y su trabajo
como biógrafo de un viejo soldado franquista.
No es nuevo
señalar la relación fundamental que el espacio geográfico y los relatos
históricos tienen con las estrategias de construcción narrativa de Héctor
Tizón. La descripción detallada y los vínculos entre la subjetividad de los
personajes y sus tradiciones, así como el manejo complejo de la temporalidad
construyen una poética intrincada y audaz que, sin resignar su poder evocativo,
se opone al regionalismo paisajista, inscribiendo contextos que son
simultáneamente naturales e históricos, atravesados por la cultura de quien los
ve y de quiénes los habitan. Él mismo
ha explicado una y otra vez que un escritor procesa lo que conoce y lo que ha
leído y que eso no lo convierte en un autor regional. Aun así, las
lecturas críticas de La casa y el viento se han centrado principalmente
en su carácter marginal, entendiendo por margen la ubicación provincial en el
desarrollo de la trama y el lugar de nacimiento del autor. Todavía hoy la
crítica lo presenta disculpándose de sus
temáticas regionalistas, encajonándolo en el noroeste y cercenando la
posibilidad de leer la dimensión nacional y humanista de su obra, explicándonos
que, a lo largo del tiempo, sus novelas han ido menguando las referencias
contextuales e históricas.
Es cierto que, en las obras
de este autor, escribir es una actividad privilegiada para el reconocimiento de
la identidad y la ligazón con el origen. En ese sentido, el entramado textual
que posibilita el verosímil se distancia de lo meramente mimético puesto que
aquello que ocupa el lugar de referente no es ya una realidad dada observable y retratada, sino un constructo colectivo, de voces oídas, de
relatos superpuestos. Y esta sumatoria, lejos de ser como podría suponerse, un
cuestionamiento de lo real, es un ensanchamiento de esa dimensión a la luz de
las posibilidades narrativas.
La preocupación por los
alcances de la representación literaria estaba presente en su escritura antes
de los 80 —sin necesidad de reacciones ante el silencio o como respuesta ante
la censura del discurso autoritario— en la rica concepción del sujeto y su
conexión con la historia, tal como podía leerse, por ejemplo, en Fuego en
Casabindo su primer novela de 1969.
No es distinto en las obras
que estudiamos. Tanto en La casa y el viento como en El viejo soldado la alusión al afuera del texto es elaborada poéticamente, sin por ello ser
críptica, con la fuerza de un condicionante para la acción. La relación entre
historia y literatura no está cifrada: sin dictadura no hay relato. El
viaje y la temporalidad de las novelas no puede comprenderse sino en
contigüidad con la serie no literaria del pasado argentino reciente.
El problema
parece ser, en textos que tematizan la cuestión del terrorismo de estado, la
inmediatez de ese acercamiento entre el acontecer histórico (colectivamente
experimentado), la memoria individual de ese acontecer y el devenir propio de
la textualidad. ¿Podemos leer, como planteaba la crítica que trabaja el
período, una fragmentación de la subjetividad?. Deberíamos pensar las
manifestaciones de esa naturaleza fragmentaria. ¿Qué es lo que estalla en el
texto? ¿Cuál es el sujeto? ¿El narrador? ¿El protagonista? ¿El autor?. Tal vez
sea pertinente, para este caso, examinar no la fragmentación sino la
superposición de esas instancias subjetivas y su efectiva realización textual.
El desafío que nos presenta este modo de leer es incorporar la experiencia
vital como matriz subyacente de lo narrado.
Repetirlo
de memoria
—¿Basta?
Con eso lo borramos, ¿verdad?. Total todo fue hecho por patriotas que daban una
lección a una puta subversiva. ¿Con
qué grandes palabras narraríamos esto, mi querido coronel? (El viejo soldado,
p.182)
En los prólogos de estas dos novelas el autor expresa
su deseo de contar en términos de necesidad testimonial. Transmitir la
áspera historia de su pueblo,(5) no escamotear este fruto amargo
y balbuciente de una época en la que todos fuimos víctimas.(6) Un intento
de dar sentido a la experiencia que, en el cuerpo de las novelas, aparece como
necesidad interna de los protagonistas: lo inevitable de una historia que
quiere retenerse frente al paso del tiempo, el cambio o el olvido.
Tizón ha
dicho que un escritor debería ser alguien que tenga la cautela de contar cosas
irreales que parezcan reales y cosas reales que parezcan ligeramente irreales,
que el escritor tiene que hablar
siempre de lo que más conoce(7).
En este compromiso
narrativo con la experiencia, la escritura es política. Al decir de su palabra,
la violencia simbólica —y material— de un contexto opresivo es algo que debe
compartirse. La pregunta en ambas novelas es cómo contar el amor y el odio por
un país que sufre —y hace sufrir— una dictadura. No es lo mismo, sin embargo,
describir sesiones de tortura que los colores del terruño amado. Tampoco lo es
que un personaje reflexione antes de escapar o después de haberse ido, en la
tierra natal o en el exilio, sobre lo que ya no verá o sobre lo que no quiere
volver a ver.
En La
casa y el viento, la primera persona del narrador es la voz del
protagonista; y su recorrido por la provincia de Jujuy, sus anotaciones en
viaje y las recopilaciones al sentirse ya expatriado, posibilitan detectar una
cercanía estrecha entre ésta y la figura del autor —que Tizón se ha ocupado de
reforzar en ensayos, reportajes y notas periodísticas.(8) Es el trayecto que
parte del recuerdo de su casa cerrada y se zambulle en las remembranzas del
pasado, infantil y ancestral, rescatado de su propia conciencia y de las
memorias de otros, oídas al paso, o en charlas junto al fuego. El paisaje que
se cuenta es, en este marco, escenario y protagonista, reviste distintas capas
de significación y —como la lengua— es histórico.(9)
¿Todo esto es real? Estos cuerpos,
hechuras de almas errantes.
(La casa y el viento p. 55)
Salpicadas en el desierto puneño se agolpan las referencias a un
contexto opresivo que viene del sur. Se trata de un viaje plagado de demoras,
de desvíos, que se sostiene en la experiencia del miedo, narrado en búsquedas
sorpresivas, quema de libros y ausencias inexplicadas,(10) donde la persecución aparece como amenaza a la vez
explícita y latente.(11) Es la sugerencia de lo posible, la lógica extensiva
del terror.
El narrador desea, antes de irse, recordar todo
aquello que lo constituye. Llevarse lo que, supone, nunca más volverá a ver,
para poder decirlo de memoria, más adelante, en el exilio. La novela termina en
la frontera, con la conciencia esperanzada de que, aun en lo lejano, la casa está inscripta en el cuerpo.
En El viejo soldado,
por el contrario, el protagonista no viaja. Está paralizado en el destino
estático del exilio. El cuerpo instalado en un espacio extranjero es en sí
mismo lo extraño. La prosa asordinada de esta novela no abunda en
descripciones; presenta la cotidianeidad de un grupo de exiliados, sus
contradicciones y necesidades y la imposibilidad de Raúl, el protagonista, de
integrarse a esa sociedad distinta. En ese contexto, conoce a un viejo soldado
franquista que lo contrata como biógrafo. El movimiento del personaje está en
la memoria. La narración se excede, por momentos, y relata escenas de lo
sucedido allá, en el pasado. Vedado, pero no en la memoria de los
personajes, cada uno se enfrenta a la dislocación de un modo distinto y siempre
inadecuado.(12) Intercalados en la diégesis irrumpen escenas argentinas, de su
familia, sus amores y del pasado militante.
En lo gramatical, los
deícticos señalan espacios territoriales y temporales que son posesiones
identitarias, el par aquí-allá establece separaciones dialectales y
políticas: la lengua en uso como marca indeleble de la distancia.
La incomodidad que sufre y
refracta el protagonista se transforma en un acto político de rechazo. No
instalarse, no asentarse. El encuentro con el viejo soldado hace evidente su
resistencia y su palabra como escritor se vuelve peligrosa. ¿Quién es el
mal?¿Quién es el diferente? El otro al que tiene que representar funciona como
espejo negativo y, a veces, como coincidencia. En este duplicarse, los ejes que
articulan la novela desde el comienzo, dan un giro y empiezan a reflexionar
sobre el carácter de la narración.
Es el entrecruzamiento de
tres núcleos significantes: Historia, escritura, e identidad. En la modulación
de estos encuentros se explicita la pelea por el derecho al uso de la voz.
Quién cuenta y qué se cuenta, de qué modo y a qué precio. La memoria se
transforma en el material principal en términos constructivos, acaparando
temáticas y procedimientos.
Por estas
mismas cuestiones del derecho a decir circula la serie completa de lo que se ha
dado en llamar narrativa de la pos-dictadura y en la que, injustamente,
no suele incluirse esta novela.(13)
Sostenida en
su valor literario y testimonial, habiendo sido escrita al calor de la
experiencia, es hora de considerar a El viejo soldado como una anticipación del conjunto de obras que, desde la publicación de Villa de Luis Gusmán
(1995) en adelante, han narrado el pasado de la dictadura de un modo más llano, incorporando no sólo la violencia explícita sobre los cuerpos sino la
representación de las voces del otro, de los enemigos.
Las
contradicciones y el odio que mueven la resolución violenta y el ánimo del
protagonista, así como las concepciones políticas de su oponente, que encarna
la figura del opresor y con quien se esboza una posible identificación, nos
permiten vincularla con otra novela publicada en el mismo año: En otro orden
de cosas de Rodolfo Enrique Fogwill. Es así como leyendo desde ese final de
“armas tomar” también podría seriarse, de un modo más indirecto, con Bajo el
mismo cielo (2002) de Silvia Silverstein y Calle de las escuelas número
13 de Martín Prieto (1999). Otras novelas que se han leído como un nuevo
modo de bucear en el pasado, sin los artilugios crípticos de lo que se suponía
había sido la escritura de los ‘80 (de la que hemos mostrado un ejemplo opuesto
en La casa y el viento) son Dos veces junio de Martín Kohan
(2002), El secreto y sus voces de Carlos Gamerro (2002) y Ni muerto
has perdido tu nombre de Luis Gusmán (2002).
“No, no era quizá la vida lo
que hoy estaba en las calles, sino sólo la historia”. (La casa y el viento, p
115)
Habíamos dicho que podía descartarse la mirada
inmanentista, para leer estos relatos, focalizando en tres puntos salientes de
la cronología nacional que por su propio peso nos obligan a ampliar el campo
visual e incluir literatura, autor y lectura en un entramado mayor. Son
momentos históricos que presionan simbólicamente sobre la escritura y su
interpretación. Cuando esos hitos revisten, además, una experiencia
traumática para quien narra, implican necesariamente una responsabilidad.
Llamados a contar la tensión
de la experiencia: ¿qué se elige?. La forma de contar su historia será
también un modo de relacionarse con la comunidad (de lectores). Cuando la
primera persona se hace plural emerge el sedimento de la Historia en la
historia.
Los desplazamientos hacia la
ficción permiten remitir a experiencias no necesariamente individuales sino
colectivas y es en este sentido que lo ficcional adquiere estatuto
historiográfico. (14)
¿Qué implica, entonces,
contar de dos modos distintos el relato de un exilio? Porque, aunque los
dilemas profundos de las obras coincidan, tal como hemos expresado, no se
eligen las mismas escenas ni la misma tonalidad para cada una de estas obras.
Cuál es la necesidad de rescribir ese furor del que habla Tizón en uno
de los prólogos (15) y dejar a un lado, sin publicar, lo que sería veinte años
más tarde El viejo soldado. Cuál es el hiato significativo que implican
el aquietamiento del estilo y las elecciones de una y otra novela. Enfrentarnos
a esta diferencia implica buscar, como diría Adorno, la mediación en el hecho
de que la forma es un contenido sedimentado.
Es conveniente enfatizar que La casa y el viento plantea una figuración sutil, sugerida y mediada de
la violencia, sin abundar en escenas de horror. Para ser más claros: no
aparece nunca en ese texto la palabra tortura. Es que para la
representación de la nostalgia y el miedo, poco importa que los muertos hayan
sido uno, dos o treinta mil; sino que el efecto de verosimilitud se monte en un
clima violentamente expansivo, el de lo potencial. En esa novela, lo
opresivo, está en el presente y en el
futuro.
Tiempo propicio y tiempo cronológico
“Debo aclarar que escribo por el mismo motivo
que un niño pequeño llora, es decir, por los demás y para ellos. Todos lo
hacemos. He aquí el mismo criterio —siempre repetido— de un autor o un artista.
Escribimos para ser oídos y queridos; escribimos para socializarnos, porque,
como dijo no recuerdo quién; si el arte no tiene proyección social, acaba
siendo como el sexo sin amor”. (“Reflexiones y experiencias” en Tierras de frontera)
En El viejo soldado, la enunciación
refiere de un modo directo; sin llegar al exhibicionismo (que encontraría su
clave de eficacia en lo morboso); a las acciones de grupos armados, la tortura,
la desaparición y el asesinato. De hecho, cuando hacia el final se narra la
confrontación con el viejo a quien el protagonista termina pegándole un tiro,
el texto parece mostrarnos que el horror será siempre horroroso,
por más mediación literaria que intentemos y, por lo tanto, imposible de ser
contado en su dimensión total.
Tizón elige publicar su
novela más sugestiva en los 80. Un texto que construía, declaradamente,
cierta noción de pertenencia colectiva y que buscaba comprender el presente en
la conmemoración del pasado. Una novela-recordatorio que dejaba abierta la
herida de lo perdido pero que de un modo explícito, llamaba a tener una
patria compartida con los malos, con los soberbios, con los que sueñan y se equivocan
(16)
Corría el primer año de la
democracia y no era tiempo propicio para mostrar las palabras más crudas de su
exilio.
Este relato permaneció siendo su testimonio narrativo durante todo el primer ciclo democrático de la
Argentina. En el 2002 publica, después de veinte años de escrita, la otra
versión. Ya se han divulgado y leído muchas cosas, casi todo se ha dicho sobre
el terrorismo de estado y el horror y, sobre todo, se han hecho palpables para
el conjunto de la sociedad las causas y efectos económicos concretos de la
dictadura. En este clima de descontento y pérdida final de la ingenuidad ya no es
lo mismo hablar de exilio. Es tiempo propicio ya para el autor de adentrarse en
el horror simbólico para comprenderlo y hacerlo parte de la
representación.
Una novela es la sombra de la
otra y la memoria no se cierra sino con la muerte del final de El viejo
soldado. Tizón no podría seguir siendo quién es si obviase esta novela.
Publicándolas se completa como autor, y más aun, como ciudadano. El Tizón de
los juicios certeros necesitaba mostrar lo emocional en sus dos facetas, darle
al protagonista no tan solo el recuerdo punzante de su comunidad sino también
el arma homicida. Si La casa y el viento era la versión atormentada pero
nostálgica de un viaje que se niega a olvidar una patria y un paisaje, El
viejo soldado es la voz resistente del dolor, no en el momento del oprobio,
sino después, en la calma resentida del que sabe que su infelicidad es el único
gesto digno que le queda por hacer.
Notas
(1)Héctor Tizón. El viejo soldado. Buenos Aires. Alfaguara. 2002.
(2)Héctor Tizón. La casa y el viento. Buenos Aires. Legasa Literaria. 1984. P 9. (todas las citas de esta edición)
(3)Otro modo de vínculo
entre historia y literatura en el período —ya señalado ampliamente— puede
leerse en el libro de Jorge Asís Flores Robadas en los Jardines de Quilmes, así
como también en la serie discursiva testimonial cuya forma más acabada
es el Nunca Más y que se continúa con diversos textos testimoniales
(ficcionales o no) vinculados a la denuncia explícita.
(4) La casa y el viento. P
59
(5) Prólogo a La casa y el viento, edición citada.
(6) Advertencia a modo de
prólogo en El viejo soldado, edición citada.
(7) Charla con Andrés Cáceres
en el ciclo “Conversando con nuestros escritores” de la Subsecretaría de
Cultura de Mendoza, en 2002.
(8) Respecto del juego de
sugerencias de escritura testimonial en la novela sirva como ejemplo el
paralelismo en el modo de escritura, en un cuaderno, de las notas del
protagonista y el autor. “Sé que lo que de noche escribo en estos cuadernos
no es la verdad. O, al menos, no es toda la verdad, sino retazos, trozos de la
vida aparente, de mi vida y la de otros, que de pronto vuelven a narrarse.
¿Pero acaso la historia no es eso?” (La casa y el viento, p. 83)
“Recuerdo la fecha exacta en
que concluí la primera versión de esta novela: 28 de febrero de 1982. Así lo
tengo anotado en un cuaderno, una especie de diario de trabajo que he guardado
conmigo. Eran los últimos años de nuestro exilio pero aún no lo sabíamos.
Si hay páginas mías, de todas
las que llevo escritas, que reflejan mi estado de ánimo son precisamente éstas.
Por aquellos días escribir
era para mí la única forma de salvación personal.” Héctor
Tizón. “La casa a lo lejos” en: Clarín. Cultura Nación. 4/02/2001.
(9) En esta novela los relatos recopilados a lo largo
del camino de exilio construyen una dimensión espacial y dan cuenta de una
Historia. Es una literatura en la que hechos, creencias y mitos son tan
importantes para entender lo que sucede como el viento, las piedras y el cielo. “Porque sabía que llamar realidad sólo a
lo que vemos es también una forma de locura.” (p. 31)
(10) Es el caso del encargado de la mina, o el amante de la maestra, y
los súbitos escondites a los que debe someterse el narrador.
(11) —¿Se lo han llevado? ¿Pero quiénes?
—Vinieron ellos y revisaron por aquí, la casa y la
oficina; urgaron por todas partes y se llevaron un montón de papeles y libros.
El era muy leído y tenía todo eso; y un mapa.
—¿Un mapa?
—Sí, del mundo.
La mujer dijo:
—Por algo será, pues. (p. 29)
(12) Todos los personajes se
ven imposibilitados de instalarse en el nuevo espacio: Raúl se resiste a ceder
ante la felicidad que podría construir junto a su esposa, ella intenta
acercarse al viejo soldado obviando su pasado y negando la distancia que Raúl
ha puesto entre ellos. Inés y Pablo se van a Argelia, para poder matar el romance clandestino entre ella y el protagonista; y Muñóz vuelve, aun a
costa de su vida.
(13)Para revisar las
conexiones en la serie de narrativas pos-dictadura pueden consultarse los
trabajos que al respecto escribieron Miguel Dalmaroni y María Teresa Gramuglio.
(14)Pienso en la estructura
de sentimiento de una época, a través de sus formaciones discursivas,
siguiendo las conceptualizaciones de Raymond Williams.
(15)“...así el impulso que
me ató largas horas a la máquina de escribir estuvo compuesto por la nostalgia
y el furor, estímulos indecorosos que deben confesarse. Éste es, tal vez, el
menos querido de mis libros, si ellos fuese posible. Y detrás de él —ya
aquietado— vino La casa y el viento.” Del prólogo a El viejo soldado.
(16)Héctor Tizón, “Reflexiones y experiencias” en Tierras
de frontera, Editorial Alfaguara, Buenos Aires, 2000. Página 120.
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