La única verdad es la poesía
Fraternidades políticas y poetización de la muerte.
Javier Heraud y Francisco Urondo.
Paulo Ricci
¿Qué es
una obra poética? ¿La puesta en palabras de los avatares de un espíritu
complejo e inquieto? ¿El resto lírico de una época, de algunos trozos de la
historia puestos en juego por una subjetividad comprometida con su tiempo? ¿La
exacerbación de los sentimientos de un yo que busca, a toda costa, salir de su
introspección y dar a conocer su mirada sobre el mundo y sus problemas? ¿Una
intervención política hacia el interior del lenguaje y de la literatura, en un particular
momento histórico, que intenta subvertir sus lógicas y formas
institucionalizadas? ¿Una de las búsquedas literarias más personales e
introvertidas que, al mismo tiempo, es imposible leer por fuera de sus diálogos
con los grupos de referencia, con su contexto de producción, con la historia de
la literatura en la que se inserta y, en definitiva, enmarcada por eso que
llamamos la historia con mayúsculas, que, aunque no parezca, también está hecha
de poesía?
La
obra poética de Francisco “Paco” Urondo, que será el territorio que sobrevuele este
texto, es también el resultado de las incesantes búsquedas que el personaje detrás
de ella, el autor, fue atravesando en sus varias y complejas “vidas poéticas”. Desde
la temprana pertenencia al grupo de jóvenes poetas y escritores que veneraban la
obra del admirado Juan L. Ortiz, a una también prematura asimilación de las
búsquedas de los sucesivos grupos generacionales, poéticos e intelectuales de
los que fue formando parte, ocupando, casi siempre, un lugar de destacado
prestigio, hay notorios matices.
Una
de las definiciones posibles que le cabe a su vasta producción poética que comprende
apenas poco más de veinticinco –aunque muy agitados– años en la historia que
dictan los calendarios, es la de tratarse de una obra que siempre encontró sus
lugares de pertenencia, sus referencias y sus zonas, en los proyectos
colectivos a los que su responsable se fuera sumando.
Esto
no significa restarle personalidad a la poesía de Urondo sino todo lo
contrario. Sus poemas, aunque alternen estilos, temas y vayan del minimalismo ungarettiano a las ramificaciones
extensas y a modo de río (tan “a lo Ortiz”), siempre trabajan sobre algunos tonos,
algunas preocupaciones y, sobre todo, algunas pasiones, que definen el núcleo
más reconocible de la voz poética del autor santafesino (1).
Entre
muchas de esas pertenencias o fraternidades nos interesa aquí recuperar el
fuerte vínculo que Urondo encontró con la figura del poeta y revolucionario
peruano Javier Heraud, asesinado cuando apenas tenía 21 años en el río Madre de
Dios de la selva peruana. En particular, y a partir del prematuro
reconocimiento que el poeta argentino hizo de su colega peruano y de su joven
aunque profusa obra poética, trataremos de recuperar los muchos puntos de
contacto que ambas obras –una condensada en pocos y vertiginosos años y la otra
extendida a lo largo de cuarto siglo de historia de un país– efectivamente
poseen.
En
segunda instancia, también buscaremos mostrar los singulares puntos de contacto
entre la poesía de Heraud y de Urondo en lo que respecta a dos cuestiones muy
caras a la problemática intelectual de la década del sesenta: el, a veces
paulatino y a veces intempestivo, ingreso del intelectual en la experiencia
militante y la tematización de ese proceso en la propia obra; y las tensiones
entre la figura del artista o intelectual y la otra figura, cada vez más
reconocida y preeminente hacia mediados de los sesenta, del militante
revolucionario.
Los
dos poetas trabajaron sobre esos recorridos subjetivos en sus propias búsquedas
estéticas, y si Heraud apenas comenzó a construir un seudónimo literario
(Rodrigo Machado) hacia el final de su muy corta vida para volcar en esa figura
su poesía más militante, Urondo también condensa –y quizás resuelve–, en su más
postrera producción poética (aquellos poemas recuperados luego de su muerte que
el poeta santafesino había empezado a elaborar bajo el título de Cuentos de batalla), la disyuntiva tan
conflictiva de la época, aquella que parecía ubicar en lugares antagónicos la
experiencia de una vanguardia poética o una vanguardia política. Sobre estas
coincidencias y fraternidades, así como sobre la compleja y al mismo tiempo fecunda
relación entre aquellas vanguardias intentará reflexionar este escrito.
A contrapelo
Es
inevitable comenzar por el final, sobre todo cuando estamos ante dos finales
tan impactantes. La muerte violenta, temprana, aunque no imprevista, de los dos
poetas, hace prácticamente imposible que una lectura de sus obras pueda ser
emprendida sin tener en cuenta ese dato para nada anecdótico. ¿Cómo puede
eludirse el compromiso político que a ambos escritores les costó la vida, o por
el cual estaban dispuestos a ofrecerla (como dicen en sus poesías con
insistencia), al momento de realizar cualquier tipo de entrada en sus obras
recuperadas y reunidas?
Este
acontecimiento violento y final no es para nada marginal a la interpretación,
la circulación y a la lectura que se hace de sus producciones poéticas. En el
caso de la obra de Javier Heraud, es el propio Francisco Urondo quien participa
activamente de la rápida difusión de sus poesías luego de su muerte. En
momentos de su participación en la revista Zona
de la Poesía Americana,
Urondo presenta al poeta y guerrillero ante sus pares argentinos. Allí vemos
este gesto de reconocimiento a través del cual una obra literaria es recuperada
y leída bajo el prisma de la vocación militante de su autor.
La
fascinación de Urondo con la personalidad y la poesía de Javier Heraud (según
indican sus propios pares) estaba directamente vinculada con la condición de
poeta y militante que el escritor argentino reconocía en su colega peruano.
Esto no significa de ningún modo un detrimento o una negación de su valor
literario, pero sin lugar a dudas la rápida visibilidad que las poesías del muy
joven Heraud tienen para el miembro de la revista Zona...; está directamente asociada a la violenta y temprana muerte
del peruano en el marco de una experiencia guerrillera en la selva peruana.
Con
absoluta conciencia de las distancias que existen entre cada obra, algo similar
ocurre, más de veinte años más tarde, en la recuperación que el poeta Juan
Gelman emprende de la obra de Urondo en la antología publicada bajo el título Poemas de batalla.
Desde
el breve prólogo de esta antología, Gelman explicita que la fundamental puerta
de entrada para el reconocimiento de la poesía de Urondo será “la profunda
unidad de vida y obra que un escritor y sus textos pueden alcanzar” (Gelman;
1998: 7). Sin desmerecer o desdeñar los valores literarios en el uso de la
lengua castellana que el presentador le otorga a su compañero de militancia
caído en combate, esos reales méritos son revalorizados por hacerse presentes en
la poesía de Urondo sin contradicciones con la experiencia militante y el
compromiso político que el autor ejercía en simultáneo con su labor literaria.
Al
ubicar la figura de Urondo junto a las de Haroldo Conti y Rodolfo Walsh
(escritores también asesinados por la dictadura militar argentina) y afirmar
que “para esos pilares de la literatura nacional nunca hubo contradicciones
entre la militancia por una patria justa, libre y soberana, y la condición de
la escritura” (Gelman; 1998: 7), el poeta a cargo del prólogo pareciera resolver
la real y no poco virulenta discusión que atravesó gran parte de las décadas de
los sesenta y los setenta en la que ponía en discusión el rol de los escritores
e intelectuales en los procesos de compromiso revolucionario.
Que
Conti, Urondo o Walsh hayan logrado atravesar la disyuntiva entre la práctica
de la escritura y el compromiso militante, continuando con su labor literaria y
a veces llevando esa aparente contradicción hacia el interior de su producción,
no implica que no hayan existido conflictos entre la escritura y la acción
militante, contradicciones que muchas veces son planteadas en el seno de la
propia obra. Como señala Martín Prieto en su historia de la literatura argentina, “la
obra de Urondo, (…) parece ser una puesta en texto de su singular personalidad,
presentada en el poema “La pura verdad” como una rara suma donde convivían el
dandy (‘no descarto la posibilidad/ de la fama y el dinero;/ las bajas pasiones
y la inclemencia’) y el agitador (‘sé que llegaré a ver la revolución, el salto
temido/ y acariciado, golpeando a la puerta de nuestra desidia’).” (Prieto,
2006: 391).
Este
momento de duda, de aparente contradicción entre el progreso de la propia
carrera como escritor que era tan factible en el contexto del llamado “boom” de
la literatura latinoamericana y el paso a una militancia política que ocupe la
vida toda, enriquece la propia literatura y no es esquivada por la poesía
Urondo. Una distancia entre la pura actividad literaria y el compromiso
político que el propio Rodolfo Walsh atravesó durante algunos años de la década
del sesenta, a su regreso de Cuba, cuando eligió retirarse a su casa en el
Tigre para escribir muchos de sus mejores cuentos. Período de su propia obra
que es juzgado por el autor de Operación
Masacre de manera negativa en la década siguiente, cuando se encuentra
inmerso en la actividad militante. Al reflexionar sobre sus cuentos y obras de
teatro de mediados de los años ‘60, el propio Walsh señala que estos textos
“correspondían a una época de alejamiento de los problemas cotidianos de la
política. Como partícipe del llamado boom del libro argentino, Walsh considera que de algún modo en esos años se habría
incluido en lo que define como la ‘trampa cultural’, ‘haciendo de ganso del
Capitolio’” (Jozami; 2006: 133) (2).
Parangonar
los recorridos subjetivos y los cuestionamientos dirigidos a la propia obra
literaria de Walsh y Urondo no es para nada casual ni arbitrario, durante el
intenso y último tramo de sus vidas ambos escritores fueron cultivando un
vínculo, una amistad, que creció en intensidad y que no sólo está documentada
en sus recorridos biográficos sino también en las conmovedoras páginas que el
autor de Esa mujer le dedica a la
muerte de su amigo poeta, muerte que antecede en apenas nueve meses el propio
final.
La
primacía que tienen en la antología realizada por Gelman los llamados “poemas
de batalla” del último tramo de la producción de Urondo, escritos en el decenio
que va desde mediados de la década del sesenta hasta su muerte en 1976, cuando
su militancia política se había vuelto más activa, le imprime un particular
tono a la lectura de su obra. Aquí los poemas con temas más afines a una mirada
latinoamericanista y política, se imponen a la estética “invencionista” propia
de los años cincuenta, cuando Urondo se reconocía cercano al grupo Poesía Buenos Aires o a la inquietante
búsqueda entre el coloquialismo, una particular práctica del realismo y “esa
amalgama de franqueza vitalista, compromiso político y experimentación artística”
(García Helder; 1999: 230) que se despliega durante toda la década del sesenta.
El
propio título elegido por Gelman para la antología poética de Urondo es toda
una afirmación sobre el modo de lectura propuesto sobre la obra de este último.
La ligera sustitución de la palabra “cuentos” (recordemos que Cuentos de batalla era el título del
libro inconcluso que Paco Urondo estaba escribiendo al momento de caer en
combate) por “poemas” realiza, con un pequeño gesto, una interesante operación.
En primer lugar se pone en un plano de igualdad, de complementariedad si se
quiere, a todos los poemas de la antología con el compromiso militante que late
en la segunda parte del título. Pero en segundo lugar, se engloba un recorrido
posible sobre la obra poética de Urondo con un título que apenas difiere del
que el poeta santafesino tenía previsto para su último libro, aquel en el que
los poemas rescatados permiten vislumbrar una centralidad inobjetable de la
temática militante.
Aunque
esta puerta de entrada, esta premisa de lectura y organización de la obra
poética no solamente es factible sino que también representa uno de los
momentos más intensos y complejos de la poesía de Francisco Urondo, es
importante señalar que es una posibilidad entre otras, para no ocluir la
riqueza y la variedad de matices de las búsquedas del autor de esos Cuentos de batalla.
Dos caminos, un destino
Algo similar
ocurre con el gesto que el propio Urondo emprendió al insistir con difundir la
poesía de Javier Heraud desde las páginas de la revista Zona de
la Poesía
Americana.
Cuando el poeta argentino conoce la obra del peruano, éste recién
había publicado dos libros, El río y El viaje, que apenas alcanzan para vislumbrar una poesía juvenil
que se maravilla, primero, con la naturaleza que intenta asimilar a la propia
vida en la metáfora del río como acontecer y ser vivo; y que en su segundo
libro da cuenta de un reencuentro con el mundo propio y con la sociedad luego
de un regreso sobre el que gira todo el volumen: “He dormido todo/ un año,/ o
tal vez he muerto/ sólo un tiempo,/ no lo sé.” (Heraud, 1989: 46), tal como
reza uno de los poemas que abre el libro y que se titula “El poema”.
Cuesta
encontrar en estos dos primeros libros de Heraud las marcas de una épica
militante que haya podido cautivar a Urondo. En todo caso deberíamos decir que
aquí todavía estamos ante un joven poeta que repite temas y tonos (el río, el
viaje, la muerte, la naturaleza) y que aun está lejos del autor que un par de
años más tarde, en los poemas que serán editados luego de su muerte en el río
Madre de Dios –paradoja que no es menor y sobre la cual volveré más adelante–,
logrará plasmar toda una poética de la militancia revolucionaria y su
descubrimiento tan vertiginoso.
Cuando
Urondo decide publicar algunos poemas de Javier Heraud en el cuarto y último
número de la revista Zona…, apenas ha
pasado un año de la muerte del joven poeta peruano. Para ese entonces, recién
se está editando en el Perú el libro Poesías completas y homenaje, que se terminó de imprimir el 15 de mayo de
1964 al cumplirse el primer año de su muerte. Es difícil saber si para entonces
Urondo conocía los últimos poemas del peruano, en los que ya se había volcado
enteramente a una poesía “de batalla”.
De
todas formas, y aun aventurando la hipótesis de que el rescate y la voluntad de
hacer circular las poesías de Heraud tuvieran más que ver con una valoración de
su compromiso político (el mismo que por esos años comenzaba a insinuarse en
Urondo) que con la admiración por la valía literaria de los poemas editados, ya
en estos primeros libros del poeta peruano se detecta la persistente presencia
de dos elementos que no son indiferentes al universo poético de Urondo: la
recurrente imagen del río como metáfora de la construcción de la poesía, tan
cara a la estética de Juan L. Ortiz, por un lado, y la continua mención de la
propia muerte como eje de varias poesías de Heraud.
Los
citados primeros libros de Javier Heraud se ocupan casi exclusivamente de
presentar al río, sobre todo en el libro homónimo, como metáfora del propio
poeta y de su producción; más tarde, en El
Viaje, el escritor explora diferentes variantes del juego poético con las
imágenes de la ausencia, el sueño y la muerte, todas ubicadas en ese espacio
distante y apartado, nunca nombrado, del que el protagonista de los poemas ha
retornado después de un año y de cuyo retorno, el viaje de regreso, da cuenta
la voz que compone los poemas. “He vuelto. Dormí un/ largo año, descansé/ y
estuve muerto, pero/ gocé de abril/ y de las flores blancas…” (Heraud; 1989:
52) dice el personaje de las poesías, para apenas unos poemas más adelante
escribir: “no tuve miedo/ de la muerte,/ no pude sembrar/ el amor como/
quería,/ recogí algunas/ frutas caídas/ y supuse que/ al final moriría/ alguna
tarde/ entre pájaros y árboles.” (Heraud; 1989: 57), en uno de sus versos más
juveniles y premonitorios.
Ese
ambiente bucólico y casi ingenuo de los primeros poemas comienza a verse
subvertido por la incorporación de un elemento extraño y disonante, la propia
muerte con la que juega como tema en casi todos los poemas del libro El viaje. Sea en la imagen del que
estuvo ausente, del que se aleja de la vida o del que duerme, o bien mentada
con explícitas referencias, la muerte aparece como una constante. La propia
muerte es, desde entonces, el tema central de la poesía de Heraud, y encontrará
en la experiencia militante y revolucionaria que más tarde se incorpora a su
estética una especie de bálsamo que hará de ese final lógica consecuencia de la
propia vida.
Es
allí cuando el breve aunque intenso recorrido de la poesía del peruano comparte
con muchos de los poemas de Urondo una fundamental y definitiva certeza, ésa que
asegura que: “Con toda la vida por delante/ sólo queda
pensar en la muerte.” (S, 375).
Luego
de un viaje por
la Unión Soviética
, sobre el que el autor compone un
puñado de poemas más bien descriptivos, Heraud emprende un viaje a Cuba con una
beca para estudiar cine. A partir de allí, y como ocurriera con no pocas obras
literarias latinoamericanas, su poesía no logrará desprenderse de una nueva y
preponderante temática. “Algunos preguntarán ¿de qué/ se trata, qué ha pasado?/
Nada ha pasado./ Un día conocí Cuba./ Conocí su relámpago de furor/”
(“Explicación”. Poemas de Rodrigo
Machado. Heraud; 1989: 243)
En
el caso particular del joven poeta peruano, sí puede aventurarse la idea de que
es recién en el momento en el que los elementos de sus poemas iniciales (cuesta
definirlos como “de juventud” tratándose de un autor muerto a los veintiún
años) se cruzan y se vinculan con la experiencia que le otorga su compromiso
militante, cuando encuentra una justa medida entre los elementos primigenios de
su poesía (el río, la muerte, el amor) y los nuevos temas que vienen de su
descubrimiento de la experiencia guerrillera con la que se ha comprometido. Es
en esos últimos momentos cuando compone poemas que, al mismo tiempo, logran una
lúcida reflexión sobre la propia experiencia creativa y la práctica militante:
“…nunca sabremos/ si somos hombres tan sólo/ del
pasado o si vivimos/ sólo para el futuro, o si/ sólo para el actual momento./
(…) un descanso/ es siempre perder un poco de/ muerte, (…) el amor es siempre
el río, (…) O quizás mi amor me estará escuchando,/ y así renovará mis palabras
y mi sangre,/ y yo seguiré escribiendo hasta el final.” (“Arte poética”.
Heraud; 1989: 225)
La
obra de Francisco Urondo, aunque en sus últimos libros la experiencia política
ocupe un lugar de notoria importancia, transita por múltiples búsquedas
formales y temáticas entre las cuales cuesta decir que la política ocupe un
lugar mayor que, por ejemplo, la de la propia subjetividad del poeta. De
todas formas, y dando por hecho el conocimiento de los múltiples matices que la
poesía de Urondo ofrece, siendo uno de sus principales valores, también allí encontramos
una singular presencia de dos de los temas sobre los que la poética de Heraud
volverá una y otra vez hasta el final de su recorrido: la figura de la muerte y
el compromiso político, que aparecen en este orden y, también en Urondo aunque
con un grado de complejidad mayor, son resignificados mutuamente en sucesivas
ocasiones.
En
uno de sus primeros libros, Nombres,
Urondo compone uno de sus más bellos poemas en el que precisamente uno de los
ejes es el mentado tema de la muerte. Se trata del poema “Algo” en el que el
poeta escribe:
“con tu muerte/ algo vendrá/ algo que jamás sacudió/
tu conciencia/ (…) no estará en juego/ tu salvación/ tampoco el olvido/ ni el
arrepentimiento/ (…) con tu muerte/ vendrá una nueva/ y desconocida vergüenza”
(N, 152/3).
En
varios de sus primeros libros vuelve a aparecer este tópico, aunque sin embargo
no ocupará jamás el lugar de privilegio que sí tiene en la obra de Heraud.
Ocurre que en la obra de Urondo, y es necesario volver a aclararlo, el
recorrido es mucho más extenso y más complejo. Tengamos en cuenta que recién en
los poemas compuestos y publicados en la década del setenta podemos hablar del
protagonismo de la política y la experiencia militante en muchos de sus versos.
Para llegar a ese punto Urondo atraviesa, a diferencia de Heraud, más de quince
años de incesante trabajo con la poesía y la literatura, años intensos en los
que se suceden diversas búsquedas, fraternidades y pertenencias estéticas que
hacen de su obra un entramado mucho menos lineal y acotado que la del poeta y
guerrillero del Perú.
Como
señalan con claridad las miradas de Prieto y de García Helder sobre la poesía
de Urondo, en el poeta santafesino se pueden observar las marcas de toda una
generación. Inicialmente, y en los primeros momentos de su obra, compuesta en
simultáneo con la de otros escritores santafesinos como Juan José Saer y Hugo
Gola, bajo la mencionada e influyente presencia de la obra poética de Juan L.
Ortiz, la voluntaria construcción de un “imaginario poético centrado en lo que
Saer después llamará ‘la zona’ (el litoral con sus ríos, riachos, playas,
patos, juncos, de origen orticiano), pero resuelto técnicamente no a la manera
de Ortiz, sino de un modo más cercano a la práctica invencionista, con notoria
influencia de los poetas italianos” (Prieto, 2006: 388). Recordemos que el
“invencionismo” es aquella vertiente poética tomada de poetas italianos como
Giuseppe Ungaretti o Eugenio Montale (traducidos por los miembros de la revista Poesía Buenos Aires) en la que se
privilegia la imagen frente a la metáfora y en la que también prima la síntesis
y la brevedad, la condensación, diríamos, por sobre los versos extensos y
generosos.
Es
interesante observar que en esos poemas esmirriados, compuestos con apenas una
o dos palabras por cada línea de verso sí se privilegia –como en los primeros
poemas de Heraud– la observación de la naturaleza, la poetización de las
estaciones y los elementos como el agua, el aire, la tierra. Todo el tramo
final del libro Lugares, que
precisamente lleva por subtítulo “Breves”, está reservado a estos poemas
escuetos y delicados: “buscaba/ infructuosamente/ una rosa/ en el fuego/
líquido/ de la/ tarde” (L, 119).
Luego
vendrá la pertenencia y la apropiación de la gran ciudad, que en su
voluptuosidad y en su incesante proliferación de imágenes, frases, fragmentos
de tangos, nombres de calles y lugares será atrapada por largos poemas de
Urondo en los que el narrador parece convertirse en un flaneur que se deja arrastrar por la urbe y sus palabras. Esta
búsqueda estética alcanza tal vez su punto más alto en el poema “B.A. -
Argentine”, que está dedicado a Clara Fernández Moreno y tiene notorias
reminiscencias de aquel otro poema tan representativo para los poetas del
sesenta como es “Argentino hasta la muerte”, de César Fernández Moreno.
En
ese texto, Urondo se aleja definitivamente de la condensación y la lírica
despojada de los libros anteriores para apropiarse de una poética mucho más
opípara con las imágenes urbanas. Así, el poema “B.A. - Argentine”, nos lleva a:
“subir
los peldaños del bar la escalerita/
salir sometida de tucumán/ buscando
el norte/ para el lado de retiro/ y
trepar por los vapores de la cortada tres
sargentos/ y bajar a los grill de los hoteles de raza/ o sumergirse en 25 de mayo/ como los peces en la soltura
abatida del agua…” (L, 189).
El
trabajo con el realismo a partir de la poesía, sin alejarse de un lirismo que a
esta altura ya es una de las características más fuertes de la voz poética de
Urondo, logra en “B.A. - Argentine” uno de los puntos más altos no sólo en
comparación con el resto de su obra poética, sino también al ser puesto en
paralelo con la poesía de toda la generación del sesenta (3).
Este
recorrido será retomado y ampliado en casi todos los libros que Urondo publica
durante aquella década, alcanzando tal vez su grado mayor de fuerza poética en
el poema-libro Adolecer, en el que el
espacio que se recorre no está limitado por la gran ciudad y sus interminables
recorridos, sino que será el país todo; aunque no solamente en su extensión
espacial sino también en la temporal, al moverse con facilidad por la historia
del país que es puesta a dialogar con el presente tan subjetivo desde el que se
la convoca (4).
En
este largo y complejo poema, la propia vida es puesta en juego como materia
poética a partir de un recorrido personal que es también una subjetiva historia
de las lecturas y de la patria (5). “Soy como este país, como este tiempo,
tengo/ su forma, su decadencia; nunca/ podré quitármelo/ de encima;” (A, 312). Y de la salida de la
adolescencia, de la asimilación de la propia vida al entorno (sea este la
geografía o la historia de un país) que también reconocemos en Heraud
–recordemos el “yo soy el río…” del poeta peruano–, pasamos a un Urondo que
juega con un sinfín de nombres propios y que ordena escenas de la historia
argentina como una sucesión de “adoleceres” constitutivos de la condición que
el poeta le otorga a la patria:
“Francisco
Ramírez y su mujer vivían/ como adolescentes en un país/ que recién despertaba
de la adolescencia, no/ atinaron demasiado, pero sufrían/ de un mal incurable,
por aquellos años/ y por estos: adolecían/ sin remedio.” (A, 325).
Este
poema-libro que señala uno de los puntos más altos de la voz poética de
Francisco Urondo es tomado por Tulio Halperín Donghi como una importante
referencia de una generación que fue testigo en su infancia del desencanto con
la “república imposible” en la década del primer fracaso del radicalismo y la
llamada “década infame” que lo sucedió. A través de un delicado entramado que
combina la anécdota subjetiva, la historia personal de un hijo de clase media
ilustrada y las primeras imágenes que anticipan esos antagonismos que en la
adultez se volverán insoslayables, Urondo vincula en su poema algunos de los
momentos que el historiador destaca como centrales para entender la historia
política del siglo XX argentino y del compromiso de una de sus generaciones
protagónicas.
Del
niño que ve a “los caudillos/ parientes sacados de los cuartos oscuros/ con un
máuser entre las paletas y mi madre/ grita, porque es/ su hermano el que sangra
por el cuello/ y finalmente salva su vida y nadie dice nada” (Halperín Donghi;
2005: 327), ese mismo que luego vive el estupor por el asesinato del General
Risso Patrón en 1940 y recuerda que fue testigo de un Braden “sentado a la
diestra del sitial/ de los próceres coloniales, hendido/ en la adolescencia,
clavado en el mismo patio/ de un Colegio donde detonaron las primeras armas”
(Halperín Donghi; 2005: 327), armas que comenzaban a dividir las aguas del
país, al adulto que luego, algunos pocos versos de por medio, reconocerá que
“faltaba decepción todavía, pasional lucidez, era antes de la sangre de los
plátanos de Guatemala”, que también recibiría “el mareo que movió/ el mundo y
puso todo en orden/ desconocido, y dejamos de conformarnos”. Semejante itinerario en un mismo poema, en
una misma vida.
No
es menor el periplo generacional que Urondo, nacido en el mismo comienzo de la
década infame que Halperín Donghi revisa y en el seno de una familia de clase
media profesional, traza con su poema y que lo lleva, como en la vida, del
temprano desencanto con la inacción ante la violencia política de la década del
treinta, a la idea de extremos enfrentados en los cuarenta y al propio
reconocimiento del lugar que la política ocupó en su vida luego de las
experiencias que tuvieron ubicuidad en el caribe pero cuya onda expansiva
alcanzó el continente todo.
El
río, la muerte y una extraña sensación de adolescencia perpetua en la que la
poesía de Javier Heraud quedó atrapada por la tan temprana muerte de su autor,
son algunos de los tópicos que en muchos puntos se pueden encontrar en varios
de los momentos de la obra de Urondo. Pero, como anticipábamos hace un momento,
hay un punto de llegada que comparten los dos escritores y que se ubica, en
ambos, hacia el final de su recorrido literario.
El compromiso con la poesía
Como se
viene anticipando desde el inicio de este texto, el punto de mayor cercanía
entre los diversos –así se los observe en extensión o en complejidad–
recorridos poéticos de Urondo y Heraud, es el de su compromiso activo con
procesos revolucionarios y la particular manera de dar cuenta de ello, el
personal modo de incorporar esa decisión a una producción poética que no
abandona sus preocupaciones estéticas pero que asume los avatares de la
militancia como materia de sus poemas.
La
interpretación que le daremos a esta manera que tiene Urondo de incorporar la
temática político-militante en su obra poética –ya madura hacia finales de la
década del sesenta–, tendrá que ver con esa diversidad estética que se le
reconoce. Así como Urondo transita por varios de los grupos poéticos más
significativos de las décadas del cincuenta y del sesenta sin por eso caer en
contradicciones o en un estilo que carece de personalidad, vemos cómo en este
nuevo momento, una vez más, el poeta santafesino hace propios una serie de
temas y preocupaciones muy difundidos entre los intelectuales que se habían
acercado a las experiencias políticas revolucionarias.
Del
mismo modo que en los cincuenta o sesenta los cambios de tono, de estilo, de
forma y de temáticas en las poesías de Urondo daban cuenta de sus diversas
inquietudes literarias y, sobre todo, de la vastedad de sus lecturas a través
de las cuales el autor configuraba sus propios versos, en este último tramo de
su recorrido literario el gesto es de apropiación de una serie de imágenes y
temas con las herramientas de un vocabulario y un lenguaje que le es
absolutamente propio y que lo definen como autor. Si hasta aquí la literatura
conocida y referenciada era la herramienta a través de la cual el poeta se
apropiaba de la realidad, ahora su propia poética (que también es su mapa de la
literatura) le sirve como un instrumento a través del cual trabajará con la
política como tema (6).
Al
dar cuenta del nuevo giro que la poesía de Urondo tiene hacia finales de los
’60 y principios de los ’70, Daniel García Helder señala que “en Poemas póstumos (1970-1976), se asume
plenamente como integrante de una reflexión colectiva sobre América latina y el
panorama internacional (…) la actualidad nacional e internacional, los hechos
colectivos, las noticias, adquieren una presencia mucho mayor que en otros
libros y disminuye proporcionalmente lo personal, lo que es particularmente importante
en una obra que hasta entonces se presentaba en buena medida como una revisión
crítica de la propia existencia.” (García Helder; 1999: 231). Aunque esta
lectura es absolutamente posible, cabría preguntarse si la presencia cada vez
mayor de esos hechos, esas noticias y esa reflexión colectiva en la personal
voz poética de Francisco Urondo no sigue siendo consecuente con una obra que,
como bien dice García Helder, hasta allí siempre se había presentado como “una
revisión crítica de la propia existencia” y que en este nuevo giro no hace otra
cosa que revisar la militancia como parte de esa existencia personal, como un
nuevo elemento que ha ingresado a la propia biografía. La poesía no habría
cambiado, en este caso, sus intereses, los que han cambiado son los intereses
del poeta.
En
este idéntico sentido, cuando Heraud ponía en juego la pregunta “¿qué ha
pasado?” y respondía –como lacónica y única explicación en un poema que,
precisamente, se llamaba “Explicación” – “nada ha pasado./ Un día conocí
Cuba./” (Heraud, 243), lo que se pone en el centro es que quien ha cambiado es
el “yo que escribe”, el que articula los textos, sin que eso implique desatar
ninguna contradicción hacia el interior de una obra que bien puede seguir
trabajando, como de hecho lo hace, con sus elecciones temáticas y formales a
las que ahora les incorporará esa nueva mirada tan propia de la poesía
entendida como arma de militancia.
Pareciera,
entonces, que tanto en las figuras de Heraud como de Urondo se hubiera resuelto
(en el caso del primero aun antes de que se desaten los términos mismos de la
polémica que fue posterior a su muerte) aquello que Silvia Sigal llama “el
complejo problema de la relación entre una vanguardia estética y una vanguardia
política”. Para la autora, esta relación, que no estuvo despojada de gran
conflictividad durante el paso de la década del sesenta a los setenta, parece
resolverse “por medio de
la conjunción de ambas en la persona del intelectual: la innovación literaria de Cortazar (o de Tucumán arde, poniendo los medios audiovisuales más sofisticados al
servicio de propósitos políticos) tomaba, a título de garantía de la autonomía
cultural de la obra, las posiciones revolucionarias del autor.” (Sigal; 1991:
197). En idéntico sentido podemos pensar que un intelectual como Urondo también
logró reunir ambas vanguardias en la elaboración de una obra que ya tenía una
línea estética propia y que también contaba con la fuerte presencia
articuladora de su persona.
Al
vislumbrar la particular apropiación de la estética de la “poesía militante”,
que queda subsumida en la voz estética de Urondo, nos fundamos en las propias convicciones
del poeta cuando afirma: “no quiero sugerir la necesidad de
olvidar o ‘superar’ todo el aporte y la experiencia que brindaron el surrealismo
y el invencionismo entre nosotros. Prefiero que estas tendencias sean
incorporadas, más que olvidadas o ‘superadas’ para estar en condiciones de
seguir adelante, de obtener conciencia sobre nuestro proceso artístico y sobre
el ejercicio poético que nos atañe.” (Urondo, en García Helder; 1999: 226). No
es descabellado, entonces, suponer que algo similar se propuso al desplegar una
original poética que contenía los comunes tópicos de la militancia pero que los
incorporaba desde su personal universo literario.
Algunos
de los tramos más inquietantes de la poética de Urondo aquí citados dan cuenta
de esa singular aprehensión que hace el poeta santafesino de la estética
militante. Lo que prima y lo que continúa organizando su poesía es la fuerte
conciencia artística, que no entra en colisión con su cada vez más preeminente
conciencia política. Como asegura García Helder en su aporte a
la Historia
Crítica
de
la Literatura
Argentina
dirigida por Noe Jitrik, “en los varios modos de mentar la revolución que registra Del otro lado puede verse cómo la
creciente conciencia política de Urondo no genera contradicciones a su
conciencia artística: la moral revolucionaria no anula el hedonismo
pequeñoburgués, según lo expone claramente en ‘La pura verdad’, donde profetiza
que verá la revolución, ‘el salto temido y acariciado’, pero no descarta ‘la
posibilidad de la fama y del dinero’. Este es uno de los rasgos fundamentales
de la obra de Urondo: esa amalgama de franqueza vitalista, compromiso político
y experimentación artística.” (García Helder; 1999: 230).
Lo
que conforma entonces Urondo, siguiendo ahora la lectura de Martín Prieto, es
una poesía que prosigue con sus búsquedas “contra todos los presupuestos de la
poesía militante” y que nunca se desprenderá de “su base imaginativa, liberada
de la pura presión referencial” que lo caracteriza como autor que ha alcanzado
una madurez poética difícil de borrar. Tomando la hipótesis de García Helder,
Prieto asegura que una de las características más singulares de la obra del autor
de de Poemas Póstumos es que logra
conformar “esa original ‘amalgama de franqueza vitalista, compromiso político y
experimentación artística’ a partir de la cual construye una de las
manifestaciones poéticas más destacadas de la segunda mitad del siglo XX.”
(Prieto, 2006: 391). Lo interesante de estas lecturas sobre la obra de Urondo es
que ponen en escena de qué manera esta particular poética, en lugar de anular
la discusión sobre la supuesta contradicción entre vanguardias artísticas y
vanguardias políticas que alcanzó ribetes tan ásperos en los setenta, logra
convertir esa dialéctica en materia propia de su literatura.
Últimos poemas, últimas batallas
Cabe ahora
preguntarse qué sucede con los últimos poemas de Heraud, a los que también
podemos definir como “de batalla” si nos guiamos por el grado de compromiso que
tenía el poeta y por su manera de abordar la poesía política. Para ello nos
remitiremos a uno de sus últimos poemas, cuando había asumido para la
producción literaria la identidad de Rodrigo Machado, seudónimo o heterónimo
que el mismo autor define como “poeta y guerrillero” y sobre el que en una
breve explicación anticipa que podría morir preguntándose si esta figura “¿Se
quedará en algún monte regado con una bala en el cuerpo? ¿Seguirá de viaje a la
esperanza o lo enterrarán en el lecho de algún río, entonces enteramente seco?
(…) Porque en el río está la vida de un hombre, de muchos hombres, de un
pueblo, de muchos pueblos.” (Heraud, 239).
Vemos
allí de qué modo en las últimas batallas de su poesía se combinan aquellos
elementos de siempre, de los primeros libros, con esa voz plural que es
característica inconfundible de la poesía militante. Combinando las
preocupaciones sobre la poesía con el entusiasmo reciente por la militancia y
la revolución (aquí también, como en otra “explicación”, la que refería al
cambio que significó el conocimiento de la experiencia cubana, Heraud habla de
“relámpago”), el joven poeta peruano elabora versos que denotan un grado de
madurez y de reflexión sobre estas dos cuestiones poco usuales en un recorrido
creativo tan breve.
“En
verdad, en verdad hablando,/ la poesía es un trabajo difícil/ (…) conforme pasa
el tiempo/ y los años se filtran en las sienes,/ la poesía se va haciendo/
trabajo de alfarero,/ arcilla que se cuece entre las manos,/ arcilla que
moldean fuegos rápidos./ Y la poesía es/ relámpago maravilloso,/ una lluvia de
palabras silenciosas,/ un bosque de latidos y esperanzas,/ el canto de los
pueblos oprimidos,/ el nuevo canto de los pueblos liberados./ Y la poesía es
entonces,/ el amor, la muerte,/ la redención del hombre.” (“Arte poética”, Poemas de Rodrigo Machado. Heraud; 1989:
252)
Pareciera
que la voz poética que reflexiona sobre el arte de la composición con palabras también
ha llegado a cierto punto en el que su poesía, entre sus imágenes más
personales, también ha incorporado a la pluralidad de los “pueblos” y a los
muchos “hombres” que aparecen en estos fragmentos. Aunque lo más llamativo de
estos extractos –sobre todo del que sirve de
presentación al heterónimo de Rodrigo Machado asumido por Heraud– es con qué claridad vuelve a aparecer la imagen de la propia muerte como
posibilidad cada vez más cierta y en un escenario imaginado tan parecido al que
luego, poco tiempo después, le serviría de marco a la trágica muerte del poeta.
La
misma certeza se presenta en los últimos poemas de Urondo. Más que como un
destino, mucho más que como un final heroico, esa certidumbre sobre el propio
destino trágico se explicita despojada de toda épica, de todo drama existencial
y es presentada casi como algo que despierta intriga, enojo y hasta cierto
desdén por la insignificancia que se asume en el propio final. Para graficar
esto elegimos tres momentos de sus últimos poemas, los dos primeros pertenecen
al último (y premonitorio) libro de poemas que Urondo logró terminar y editar, Poemas Póstumos; el restante es uno de
los menos difundidos poemas del libro inconcluso Cuentos de batalla.
“tengo/
curiosidad por saber qué cosas dirán de mí; después/ de mi muerte (…) saludo a
todos, me tapo/ la nariz y me dejo tragar por el abismo./ (“No puedo quejarme”. PP, 437)
“apenas
me siento una memoria/ de paso. Mi confianza se apoya en el profundo desprecio/
por este mundo desgraciado. Le daré/ la vida para que nada siga como está.”
(“Solicitada”. PP, 458)
Tanto
en “No puedo quejarme” como en “Solicitada”, estos temas abordados habitualmente
con tanta gravedad, como la muerte y el compromiso político, son tratados con
una tranquilidad que no se condice con la retórica amplificada y a veces
incluso crispada que la pertenencia a experiencias radicalizadas de militancia
política parecían imprimirle a la literatura producida desde su seno. En el
primer poema de esta dupla, la entrega a la que está dispuesto el poeta es casi
un abandono, no una declamación altisonante. Eso es posible porque ese
abandono, esa vacilación y curiosidad por conocer, por vivir e incluso por
saber cómo será la propia muerte, es absolutamente consecuente con la poética
que durante los veinticinco años previos Urondo ha venido construyendo, en el
marco de la cual un discurso plagado de certezas y verdades absolutas generaría
un notorio ruido.
Durante
gran parte de su obra previa, Urondo había hecho propio el “típico interrogante
existencialista y sesentista que puede formularse como ‘qué hace uno de su
vida’”, esa pregunta, esa búsqueda de respuestas era lo que lo llevaría por
múltiples búsquedas poéticas y la que parece empujarlo a revolver en la
realidad de la poesía y en la otra, la más cotidiana, para luego dar cuenta de
esa pesquisa incesante en sus verborrágicos poemas de los sesenta. Sin embargo,
esa inquietud por encontrar respuestas parece haberse agotado y tenemos la
sensación de que la voz poética ha logrado “encontrar cierta serenidad en la decisión
de arrojarse a la historia colectiva” y en este momento se “considera sin
énfasis la alta probabilidad, casi la certeza, de su muerte inminente” (García
Helder; 1999: 232).
En
el segundo poema, que mantiene en gran medida el tono de los otros versos
citados, la confianza alcanzada no se sostiene en la certeza de contar con
verdades definitivas, no nace de una positiva decisión de embarcarse en la
lucha, sino que surge del explícito desprecio, tal vez de la duda y la búsqueda
que ha caracterizado su poética. Y esa elección estética, la que hace que la
confianza que moviliza al sujeto del poema esté fundada en el negativo desprecio
y no en nobles razones y valores, nos muestra que aún cuando Urondo no se aleja
de estos temas tan propios de su generación, los aborda a través de una
conciencia estética que nunca será puesta en un lugar subordinado al contenido
que se intenta movilizar.
Si
en el centro de la aparente contradicción entre la práctica militante y la
práctica artística se encontraba “la asunción, difundida por igual entre
políticos y artistas, de que jamás los méritos del arte igualarían a los de la
revolución” y esa convicción “se tradujo en una especie de permanente sensación
de déficit frente a la magnitud de la lucha colectiva” (Gilman; 2003: 355), en las composiciones de Urondo parece
afirmarse que los méritos del arte pueden poetizar la revolución sin que esto
signifique desatender el compromiso asumido con la lucha. Ese que hace posible decir, con bellas y justas palabras: “Le
daré/ la vida para que nada siga como está.”
De todas formas es en el tercer
momento de estos últimos versos de Urondo donde encontramos ese gesto tan
personal. Es allí donde el poeta no elude la posibilidad de convertir en
materia literaria la propia caída desde un lugar más cercano a su personal
manera de insertar su poesía con una lectura atenta e inteligente de la
historia precedente de la literatura argentina. Ese es el juego que propone en
uno de sus últimos poemas recuperados luego de su muerte:
“La
partida que vino a/ buscarme tenía mucho/ miedo pero no dio tiempo/ a nada, a
manotear una sola arma./ Lástima que entre ellos no/ había un solo Sargento
Cruz,/ sino más bien cobardes,/ torturadores, violadores,/ cada uno empuñaba
una/ buena arma larga./ Lástima de Cruz y lástima de/ don Martín que tampoco/
estaba./ No hay de qué quejarse,/ entonces.” (“Autocrítica”. CB, 467)
Este
último poema citado –que transcribo completo– da cuenta de eso que García Helder define, al referirse a los versos escritos desde
la clandestinidad, como “una de las síntesis más logradas que conozca en poesía
argentina de contenidos ideológicos y conciencia artística” (García Helder;
1999: 232).
En
primer lugar el título del poema tiene enormes resonancias con una acción que
por esos años de clandestinidad era, al mismo tiempo, requerida y desdeñada en
el seno de los movimientos revolucionarios. No es menor, entonces, que Urondo
elija ponerle “Autocrítica” a un poema que tematiza la propia muerte y la
imposibilidad, en el final, de esbozar alguna queja.
El
poema vuelve, una vez más, al tema recurrente de la propia muerte, sólo que
aquí se escoge un escenario incierto, por demás literario, en el cual no
sabemos con certeza si esa “partida” que viene a buscar al yo poético pertenece a los verdaderos y temidos enemigos del yo que escribe en la lucha política (que
se los defina como “torturadores, violadores”, parece indicarnos que así es) o
sin embargo se trata de esas otras partidas tan propias de la historia de la
literatura argentina (“Lástima que entre ellos no/ había un solo Sargento
Cruz,”).
Es en estos gestos poéticos de
Urondo donde se hace evidente una apropiación inversa a la de los poemas que
fueran adjetivados por su condición de textos militantes. En la poesía del
santafesino, aun en estos últimos poemas póstumos escritos en esos años en los
que la militancia prácticamente lo ocupaba todo, es la literatura la que engloba
la propia muerte y el compromiso político. Como si la historia de la literatura argentina con la que toda la obra
de Urondo dialoga durante un cuarto de siglo fuera el territorio elegido para
el final, en este poema en el que Cruz y Martín (Fierro) son nombrados como
lamentadas ausencias, la propia caída parece querer ser más un nuevo episodio
de la literatura argentina que un avatar del propio recorrido subjetivo del
poeta.
Aun
en sus últimos poemas, compuestos desde la clandestinidad obligada por la
situación política circundante, aun cuando la certeza de la propia muerte y de
la derrota se hace cada vez más presente, el poeta se permite jugar, una vez
más, con el propio devenir entrelazado con la otra historia a la que siempre su
voz pareció haber aspirado, la historia de la literatura argentina.
Si
es cierto, como señala Claudia Gilman, que “el compromiso fue (…) uno de los aspectos centrales de
ese arte de vivir en la época” y también que “la inseparabilidad
vida/obra tiene sin duda una tradición vanguardista” (Gilman; 2003: 148), será justo entonces pensar, al final del
recorrido, que en el centro de dos vanguardias que en muchas ocasiones no
lograban congeniar, pero en su poesía habían encontrado el modo de dialogar sin
contradicciones, Urondo decidió que uno de los legados más profundos de su obra
fuese aquel que nos asegura que el arte de morir por una idea no está sino en
un plano de igualdad con el compromiso de vivir por la poesía.
Notas:
(1) “Los primeros poemas de Urondo
también responden a esa doble tradición, a ese potente compuesto de
representación más invención y resolución técnica ‘italiana’, que puede leerse,
por ejemplo, en el poema ‘Ojos grandes, serenos’ de su libro Historia antigua, de 1956, o, sobre
todo, en el poema “
5”
,
de Breves, de 1959, donde la temática
orticiana (el monte, la cañada, los pájaros) y la mirada, también orticiana, en
tanto impresionista, difusa y leve, está resuelta formalmente no con los
recursos de Ortiz, sino con lo de la nueva poesía italiana: “el secreto/ de
las/ ramas/ vacías/ era/ anaranjado/ las/ cotorras/ no/ eran/ rojas”. (Prieto,
2006: 388/9).
(2) Lo que
debería mencionarse, en contra de la supuesta contradicción tan mentada en la
época, es la relación fuerte y dialéctica que en algunos autores se establece
entre su prosa periodística o de investigación y sus ficciones. El caso de
Rodolfo Walsh es paradigmático en este sentido. Sobre todo si tenemos en cuenta
que es en aquel período, que Walsh juzga de manera negativa, cuando produce
cuentos como “Esa mujer”, que no sólo presentan un enorme valor literario, sino
que, como bien señala Eduardo Jozami, tendrá una considerable influencia en el
modo en el que la literatura argentina trate a la figura de Eva Perón.
(3) “Con ‘B.A. – Argentine’ Urondo
logra uno de los primeros frutos consistentes de la poesía argentina que pueda
calificarse de realista en la segunda mitad del siglo XX (…) Lo
político-social, apenas velado, también empieza a asomar: ‘era el sudor
corrompido por una riqueza que faltaba/ y que no quisieron distribuir’” (García
Helder; 1999: 228/9).
(4)“Contar la patria y el devenir
personal en sintonías y paralelos como una sucesión de crisis de madurez
diferida, renuncias y renuncios recurrentes, agachadas e inminencias de
resolución es la tarea que expone Adolecer –crecer con dolor, los tirones, los
desgarrones de adentro y de afuera–, es el plano minucioso, la visita guiada
por las interrogaciones propias y comunes, las cuestiones de búsqueda de
sentido (se usaba, entonces) que Urondo estaba planteándose, resolviendo dentro
y en los bordes del poema, siempre de parte de la vida, que es “lo mejor que
conozco”, según dijo”. (Sasturain; 2006).
(5)“El
itinerario (…) que Francisco Urondo traza en “Adolecer”, un extenso poema
compuesto en 1965-67, en el que integra un esbozo de autobiografía con uno de
historia nacional y aun mundial.” (Halperín Donghi; 2005: 326).
(6) “La iluminación de la vida por la
literatura es, precisamente, un rasgo importante en Urondo, o, en otras
palabras, en sus poemas el concreto mundo inmediato no cobra toda su dimensión
si no es visto, al menos en parte, a través de las referencias literarias: el
patrimonio de lecturas del sujeto del poema se convierte en un instrumento de
aprehensión.” (García Helder; 1999: 229).
Bibliografía:
· HERAUD, J.: (1989) Poesía completa. Peisa, Lima, 1997. · GARCÍA HELDER, D.: (1999) “Poéticas de la voz. El registro de lo cotidiano” en Historia Crítica de la Literatura Argentina. Dirigida por Noe Jitrik. Tomo 10, “La irrupción de la crítica”. Emecé Editores, Argentina, 1999.
· GELMAN, J.: (1998) “Palabras”, en Urondo, Francisco; Poemas de batalla, Seix Barral, Argentina, 1998.
· GILMAN, C.: (2003) Entre la pluma y el fusil Debates y dilemas del escritor revolucionario en América Latina. Siglo XXI Editores, Buenos Aires, Argentina, 2003.
· HALPERIN DONGHI, T. (2005) La república imposible. 1930-1945. Ariel Editorial, Argentina, 2005.
· JOZAMI, E.: (2006) Rodolfo Walsh. La palabra y la acción. Norma, Argentina, 2006.
· MONTANARO, P.: (2003) Francisco Urondo. La palabra en acción. Homo Sapiens, Rosario, Argentina, 2003.
· PRIETO, M.: (2006) Breve historia de la literatura argentina Taurus, Buenos Aires, 2006.
· SIGAL, S.: (1991) Intelectuales y poder en la década del sesenta. Puntosur. Buenos Aires, Argentina 1991. Colección La Ideología argentina. Dirigida por Oscar Terán.
· SASTURAIN, J. (2006) “Urondo marcaba en zona”. Diario Página/12, Buenos Aires, 28 de agosto de 2006.
· URONDO, F.: (2006) Obra poética. Adriana Hidalgo editora, Buenos Aires, 2006.
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