Cromañón: crítica de la sinrazón doliente (*)
Alejandro Kaufman

Cualquier reflexión requiere condiciones de tranquilidad y una atmósfera propicia no relacionada con la felicidad: también se reflexiona alrededor del dolor, la tragedia y la desgracia. Sin embargo, la actividad reflexiva sólo puede tener lugar en forma independiente y libre respecto de toda circunstancia vinculada directamente con el dolor. Esto se verifica con las circunstancias más horrorosas y desgraciadas de que se trate. Las lágrimas podrán nublar la visión y la voz podrá temblar, pero incluso el testimonio requiere, para verse en condiciones de ser otorgado, el mayor dominio posible sobre el dolor y sobre la ira.
        Quien ha sido objeto de un daño sólo podrá comparecer como testigo si su relato es animado por la voluntad de verdad y justicia, y no por el ánimo de venganza. Para ello deberá encontrar un auditorio propicio, animado por idénticos propósitos. Aun cuando aquellas son situaciones ideales, cualquier resultado concreto se evaluará por su distancia respecto de un móvil de verdad y justicia. Cuando se trata de cuestiones técnicas, la verdad y la justicia son sustituidas o acompañadas por la racionalidad instrumental, y se impone cierta frialdad, por ejemplo, para analizar la caja negra recogida de entre los restos de un avión caído. No será una multitud rugiente y nocturna, provista de antorchas y sogas anudadas, el interlocutor electivo para saber qué pasó en un accidente aéreo, ni para adoptar medidas conducentes a prevenir su repetición. Como se sabe, hacer lo posible por producir o propiciar una multitud semejante es algo que moviliza a ciertos sectores de la industria del espectáculo y de las prácticas político culturales de algunas derechas. Hay que decir entonces, y antes que nada, que la situación que se produjo en nuestra esfera pública desde la noche misma del evento Cromañón dista inaceptable y desgraciadamente de la menor condición propicia según los términos que venimos describiendo. No nos encontramos tan solo ante una deficiencia en las condiciones apropiadas para una atmósfera adecuada para el duelo de los familiares. No se trata tan sólo de la carencia de espacios de intercambio sobre la investigación de la justicia, ni de la ausencia de un debate público sobre el problema general de los riesgos y peligros de la vida urbana. Lejos de ello, a cinco meses del desastre, día a día hemos asistido a una sistemática manipulación, un tétrico espectáculo, una obscena exhibición, una completa inercia a los fines de la justa naturaleza del problema.
        En otras palabras, la agenda pública está sistemáticamente saturada por contenidos que sirven a fines espurios y perversos. De hecho están ausentes casi todos los aspectos que requeriría una agenda sensata sobre el desastre Cromañón. La agenda que sería esperable en una sociedad dispuesta a superar la profunda crisis social, política, cultural y económica en la que la nuestra está sumida desde hace años.
Uno de los signos característicos de la agenda pública a la que asistimos es la práctica ausencia de todo debate, reflexión o problematización de lo acontecido. En lugar de ello, gran parte de los medios de comunicación hegemónicos, desde el momento mismo del desastre, se dedicaron de manera metódica a construir un actor excluyente: los padres de los jóvenes muertos en Cromañón. Resulta notable no sólo la ausencia de la amplísima diversidad de temas que ni siquiera se sospechan o sugieren, sino también el sesgo restrictivo y arbitrario, aunque no caprichoso, con que se encarnó al actor testimonial del desastre. De los potenciales –numerosísimos– entrevistados, testigos, protagonistas, técnicos, expertos, conocedores de acontecimientos similares en otras partes, se seleccionó solamente a un limitado grupo, principalmente compuesto por algunos de los progenitores de las víctimas. Se seleccionaron a aquellos que estuvieran animados en sus intervenciones por el dolor más desgarrador, por el llanto incontenible en muchos casos, y en otros por una ira vindicatoria puesta en palabras y en actos. No es que alguna vez no debieran estar presentes estos actores entre otros, sino que estos actores y solamente estos actores determinaron un discurso que se constituyó en el único discurso público sobre el desastre Cromañón. Un discurso que no admite, comprensiblemente en semejantes condiciones, ninguna réplica, ningún debate, ninguna disidencia, que sólo apunta al encarcelamiento incondicional e indeterminado de todos aquellos que la opinión publica señaló como culpables de las muertes de la discoteca. Y no es que esta imputación se resolviera dentro de los términos de la responsabilidad, por mayor negligencia y descuido que pudieran incriminar a los señalados, sino que son sistemáticamente acusados de los peores crímenes, asesinatos y genocidios, de maneras tales que nunca crimen alguno de los horrorosos que hemos padecido como sociedad tuvo tratamiento semejante. Asistimos a una situación que no habíamos experimentado ni por asomo en las condiciones de la historia reciente, que por pudor y discreción ni siquiera juzgaríamos atinado reseñar aquí.
        No sólo son tratados de esta manera los imputados, sino también cualquiera que insinúe siquiera alguna concomitancia real o imaginaria. No sólo no se puede reflexionar u opinar en forma divergente o dubitativa, sino que también los jueces que fallan en tramos parciales de la causa se convierten en seres sujetos a linchamiento si sus fallos no complacen a los damnificados.
         Entre las consecuencias significativas de la grave condición política y social que atraviesa el tratamiento del desastre Cromañón, no resulta menor la politización del dolor que intimidó a unos (sobre todo a los actores políticos profesionales e institucionales) y embargó los subyacentes intereses de otros (sobre todo los medios de comunicación hegemónicos). Cada vez que se presenta cualquier diferencia de opinión o sugerencia divergente, hay un periodista o un familiar de la víctimas que nos va a preguntar “de qué lado estamos” si de los dolientes o de los “asesinos”. Como si pudiera tener alguna pertinencia declarar que se comprende o compadece uno del dolor por la pérdida de un hijo. Como si se pudiera esperar que cualquier ser humano en sus cabales fuera indiferente a semejante desgracia. Y en esto radica lo trágico de nuestra crisis moral y cultural: una sociedad en la que ha ocurrido lo que ha ocurrido en los últimos treinta años, ante el consentimiento y la pasividad -si no la justificación- de millones de personas, es a la postre una sociedad en que no se puede dar por sentada la más elemental solidaridad con una desgracia que le puede pasar a cualquiera. Un motivo semejante, y la sospecha generalizada de indiferencia y complicidad, se tornan ejes de las acciones públicas.
         Así, diversos actores sociales, por acción o por omisión, contribuyeron durante el primer semestre de 2005 a apañar un estado de linchamiento permanente y un estrechamiento brutal de la conciencia colectiva, que sumerge las representaciones de la esfera pública en un estado de reducción y pobreza propios de las sociedades totalitarias y fascistas, en lo que concierne al episodio y a sus ramificaciones y consecuencias. Si estas ramificaciones totalitarias y fascistas no tienen un éxito más señalado es porque encarnan una política de derechas, orientada a poner en jaque a diversas líneas de la administración pública (a veces con alguna razón parcial en los fundamentos, enseguida desmentida por el curso de los acontecimientos mediatizados) y a los sectores democráticos y progresistas de la sociedad argentina que, como se sabe, están lejos de constituir una mayoría. No están organizadas desde el estado, que no sabe muy bien cómo responder de otro modo que mediante un asentimiento paralizado y estupefacto (es el caso de los poderes ejecutivo y legislativo; para el judicial, resistirse a las lógicas demagógicas del linchamiento es su condición de supervivencia).
        No hay aquí una estrategia conspirativa de un actor coherente y centralizado, sino una serie de concomitancias, convergencias, omisiones y negligencias. Se puede advertir que el tratamiento del desastre Cromañón asume una lógica en cierto modo similar a las condiciones en que se produjo el accidente (para usar por una vez el término que corresponde) y que, por la complejidad de la causalidad plural que lo produjo vuelve de segundo orden –en términos de sensatez– la cuestión de la responsabilidad jurídica –sin por eso anularla, ni siquiera atenuarla–, pero sí la deja en un plano muy diferente de la agenda que sería de esperarse en una esfera pública democrática y en una sociedad en que imperara un grado mayor de sensatez colectiva.
        Es menester enfocar aquí la cuestión de la supuesta excepcionalidad del desastre Cromañón. Para ello es necesario abordar el problema de la complejidad urbana en las culturas técnicas del capitalismo avanzado. Son sociedades de riesgo, biopolíticamente regimentadas, en las que los individuos tenemos un escaso acceso directo a las condiciones de producción de nuestra existencia urbanita. En este sentido, si bien lo ocurrido en la discoteca es “la mayor catástrofe” ocurrida en Buenos Aires, lo es sólo –y nada menos– porque tuvo lugar, pero no porque estemos a salvo de la posibilidad de que desastres como ese o de magnitudes inconmensurablemente superiores puedan tener lugar.
        Una conciencia apenas advertida de las reales condiciones en que vive un sujeto urbano a comienzos del siglo XXI sólo podría proferir las desgarradores y coléricas afirmaciones de los familiares de las víctimas de Cromañón en el más íntimo de los resguardos, en el contexto del más cuidadoso y contenido de los duelos, y aún, en un cauteloso y discreto movimiento de reclamo de justicia y derechos civiles. Todo ello, como siempre que se produce un desastre de esta naturaleza o incluso cualquier amenaza potencial de las innumerables que nos circundan en la civilización técnica.
        La condición urbana en el capitalismo tardío presenta una especificidad que no podría reseñarse en el espacio de un artículo, ni por su complejidad, ni por su extensión, que requiere bibliografías enciclopédicas. Abarca cuestiones arquitectónicas, del derecho, las estadísticas, la bromatología, la higiene, la epidemiología, los seguros, el transporte, la bioética, las cuestiones ambientales. Las circunstancias técnicas que configuran las formas de vida contemporáneas atraviesan todos los campos del saber y las prácticas, y no pueden ser dominadas, ni siquiera abarcadas por un solo individuo. Todos los emprendimientos estatales y privados que dan cuenta de las condiciones de riesgo y seguridad de la vida contemporánea no son sólo falibles. Además son permanentemente cambiantes, y cuanto mayor la complejidad, en mayor medida se requieren experiencias que ponen a prueba vidas y bienes de maneras catastróficas.
        En las sociedades avanzadas, buena parte de la vida política y cultural está relacionada con la gestión del riesgo, pero también con los movimientos civiles por los derechos ciudadanos que conciernen a estos aspectos, tan abarcadores, así como con contraculturas que expanden los límites establecidos por las restricciones lucrativas de los intereses empresariales. Los debates sindicales, las éticas y estéticas de la vida cotidiana, los seguros contra todo tipo de riesgo, las investigaciones científicas y la apertura de nuevas experiencias y sus respectivos efectos adversos, las problemáticas ambientales, todo ello configura una “condición Cromañón” constitutiva de la urbe moderna. El accidente singular y local o “general”, según la definición de Paul Virilio, pasa a formar parte de la “normalidad” postindustrial, sin aventura ni tragedia, sin sorpresa, de modo banal, pero con un fondo latente de pánico y temor que se oculta en la matriz urbana desde mediados del siglo XIX por lo menos.
        En un país periférico como el nuestro, en grandes ciudades como Buenos Aires, se suma la precariedad, el retraso, la regresión de las crisis, las contradicciones entre normas articuladas por estándares internacionales y prácticas locales no concordantes, irregulares, asediadas por el desconocimiento, el trasplante de dispositivos y tecnologías desligados de los procesos históricos que les dieron forma en otras partes. Las problemáticas de la corrupción y la deslegitimación política son casi, en realidad, notas al pie de página de una red intrincada y controvertida. Al revés de cómo se disponen nuestras agendas culturales y mediáticas.
        Lo que hay para decir desde una perspectiva comprometida con una ética del conocimiento apunta a un cuestionamiento radical, por lo tanto, de las agendas que nos dominan. Nuestras agendas responden a intereses que apuntan, de manera sistemática, a la estructuración de una subjetividad atada al desconocimiento y a la distracción expiatoria y judicializadora, reductora de problemáticas complejas a matrices represoras y regresivas. Todo ello en forma concomitante con narrativas que resultan lucrativas para las grandes corporaciones multimediáticas que compiten entre sí con brutalidad por captar a las audiencias de las maneras más sensacionales e intimidatorias. El pánico colectivo, la ira vindicatoria, la protesta estereotipada e inocua alimentan un negocio de ganancia fácil e inmediata, garantizada en el corto plazo, pero que degrada a los públicos en sus condiciones de ciudadanía y recepción, por lo que adquieren una homogeneidad pavloviana. Piden lo que se les condiciona a pedir mediante la exhibición metódica de recursos viscerales, como la ira, el llanto, la angustia, la humillación.
        De esta manera, en lugar de la constitución de una agenda constructiva, susceptible de aportar a procesos de consolidación de los vínculos intersubjetivos, entre nosotros aconteció otra cosa que, desde el punto de vista ético político, podría alcanzar similar gravedad a la del propio desastre de Cromañón. Las derechas mediáticas y políticas, lejos de propiciar el tono y la importancia que este acontecimiento debería haber adoptado en la esfera pública, lejos de resguardar y proteger el pudor del duelo de los familiares, lejos de todo ello, se dedicaron a exhibirlos, provocarlos, incentivar un festival de la ira, la venganza y el desgarro inconsolable. Una atmósfera de linchamiento, intimidación y supresión de todo pensamiento y, por fin, una suspensión y desaliento de una verdadera línea de acción en procura de la prevención de accidentes semejantes. Es demasiado extendida la implicación de un número muy grande de actores mediáticos y políticos que han protagonizado o consentido esta gran operación, cuyas consecuencias afectivas y políticas son nefastas para una sociedad con alguna vocación de convivencia democrática.
        Lamentablemente, este debate seguirá ausente de la esfera pública, porque la ubicua presencia de algún familiar doliente, a quien no se ha procurado contención ni consuelo, ni se le ha otorgado la discreción y el silencio necesarios para el duelo, vuelve inviable el inicio de un debate que exige en forma indispensable otras condiciones e interlocutores.
         Por dar solo un ejemplo, el hecho de que los editores de la revista Ramona y sus allegados se vieran obligados a difundir una suerte de petitorio para reunir adhesiones que los defendieran de acusaciones por completo absurdas y carentes del menor fundamento es una de las consecuencias grotescas y patéticas de lo que venimos exponiendo.
         En conclusión, una agenda política de resistencia sociocultural ha de establecer una tarea compatible con las verdaderas necesidades del colectivo social, y por lo tanto, con la apertura de debates abiertos y libres alrededor de dichas necesidades. Una tarea de difícil realización si a la vez no se ejercen prácticas críticas de desmontaje de las narrativas dominantes.


(*) Reproducido de revista Extramuros,
Año I, Nº I Abril-Junio de 2005