Temblores
del pensar: Nietzsche, Blanchot, Derrida*
Mónica B. Cragnolini
La vacilación de estos
pensamientos (los de Nietzsche y Heidegger) no constituye una
“incoherencia”, es un temblor propio de todas las tentativas posthegelianas
y de ese pasaje entre dos épocas.
Derrida, De la gramatología
Existen pensamientos que “tiemblan”: oscilando y no
decidiéndose, se mantienen en una zona extraña, indiscernible,
indeterminable, inaferrable, inapropiable. Tiembla lo que está
en peligro, lo que carece de fundamentos sólidos, lo que se expone
al riesgo de la no-seguridad, de la no-conservación.
El término “temblar” indica, desde el latino “tremulare”, la idea
de oscilación. Los poemas escolares nos lo enseñan desde niños:
“tiemblan las hojas al viento”, “tiemblan las estrellas en el
cielo”. Las hojas al viento están sometidas al azar, a lo que
acontece, a lo que no puede ser ni programado ni dominado; las
estrellas que tiemblan en las alturas son casi fantasmáticas,
imágenes, tal vez, del diferimiento de una muerte que nos llega,
siempre, con retardo, porque ya siempre está aconteciendo.
El pensamiento que tiembla es el que se arriesga, el que asume
la incerteza, y desdeña las seguridades. Frente a la figura musiliana
del filósofo como valiente militar sin ejército, o a la nietzscheana
de la tiranía del espíritu filosófico, el temblor aproxima al
pensador al miedo, a la no posibilidad de dominio. Frente a las
seguridades ontológicas, a los fundamentos inconmovibles de los
modos intemporales, el temblor acerca a la posibilidad, al “todavía”,
al “aún no”, al “quizás”.
Más que de “contenidos” de pensamientos, voy a hablar de tonalidades,
de matices, de “modos” de plantear el pensar en autores que se
hallan en esa cercana distancia que alienta la cuestión de la
alteridad. Porque tal vez ante quien se tiembla es, en definitiva,
ante el otro, en el reconocimiento de la fragilidad que desarma
todos los intentos de apropiación por reducción a lo mismo, y
convoca a otros modos de “relación” (o de “comunidad”).
Habrá que pensar por qué las filosofías demasiado seguras de sí
mismas terminan, en muchos casos, por anular al otro. ¿No será
que las sólidas arquitecturas necesitan, para sostenerse, del
aseguramiento de la propia identidad en la homogeneización de
lo otro y los otros, en la reducción de lo otro a lo mismo? ¿No
será que las sólidas arquitecturas, que se autoprohíben temblar,
deben consolidar su seguridad -desde el rechazo de la incertidumbre
que provoca el otro-, conservándose en su identidad, y así, auto-representándose
en una repetitiva mismidad que no admite contaminación, que se
autoinmuniza con respecto a lo extraño?
Temblores nietzscheanos
Que el pensamiento del autor que usualmente se asocia
con la fuerza sea relacionado con el temblor puede resultar extraño.
Sin embargo, la fuerza nietzscheana es la fuerza de la oscilación,
de la no detención. Mientras que las filosofías que considera
decadentes se caracterizan por la necesidad de la detención, de
la seguridad, lo propio del perspectivismo es la elusión de dogmas
y certezas, en la constante transformación de los puntos de vista,
en la continua im-propiedad.
La filosofía nietzscheana puede ser caracterizada, en su movimiento,
como un pensamiento de la tensión (Spannung). Un fragmento
póstumo de la primavera de 1888 que hace referencia al juego del
placer y el displacer se pregunta: “¿Es posible la voluntad de
poder sin ambas oscilaciones de sí y de no”?1
Tanto el “no” como el “sí” atraviesan todo el pensamiento de Nietzsche,
pero lo atraviesan sin jugar el juego de la síntesis. El Nietzsche
crítico, de la filosofía del martillo que dice “no” a la metafísica
fundacional, a los valores últimos, a la moral del Bien y del
Mal, y el Nietzsche afirmador de la vida, tanto en su placer como
en su dolor, no representan dos fases sucesivas de un pensamiento,
ni dos extremos que se sintetizan en una tercera posición. No
hay circuito dialéctico de restitución en este modo de pensar:
paradójicamente, el “sí” y el “no” coexisten, sin síntesis, sin
conciliación, sino en estado de tensión que no se resuelve. Tensión
que caracteriza el operar de la voluntad de poder como fuerza
unitiva y configuradora y, a la vez, como fuerza disgregante y
disruptora. Tensión que da cuenta de un pensamiento que no deja
de ser crítico por ser afirmador, ni viceversa.
La idea de un pensar tensionante que no concluye en soluciones últimas supone la
noción del perspectivismo, como multiplicación de perspectivas
siempre provisorias. Si no hay Grund fundacional, las interpretaciones
se hallan sobre el abismo (Ab-grund) de la desfundamentación.
Ámbito oscilante y peligroso, si los hay. El filósofo crítico,
quien comprende el conocimiento como lucha contra los grandes
ideales, debe decir “no” a los mismos, pero ese “no” tiene el
carácter de “máscara”: no es, en ningún momento, “fondo”, sino
sólo posibilidad.2 Si consideramos que la lucha nietzscheana
contra los sistemas metafísicos apunta más a los efectos que los
mismos producen que a los elementos internos de los sistemas,
el mantenimiento de la tensión del pensar se constituye en uno
de los medios que impiden la sujeción de los hombres a grandes
valores, grandes ideales, ya que rechaza la detención en fundamentos
últimos. Frente a estos grandes fundamentos, instauradores de
la violencia en nombre de sublimes ideales y asépticas razones,
el carácter provisional de las perspectivas implica, por el contrario,
un modo de pensar que no busca seguridades últimas (puntos arquimédicos,
puntos finales) sino que opera a partir de un continuo movimiento,
que genera sentidos como modos de enfrentamiento con lo caótico,
pero que recrea esos sentidos en una tarea continua de disgregación
de los mismos (para que no se transformen en nuevas seguridades).
Este doble aspecto de la voluntad de poder (unificación-disgregación)
significa un modo de pensar “en tensión”, que no detiene la interpretación
en figuras últimas, sino que configura continuamente las mismas,
en ese operar oscilante. Por ello el “medium” de este pensar es
el “entre”: entre las oposiciones de la metafísica, eludiendo
las respuestas últimas.
Los
“pensamientos con pies de palomas” que tanto agradan a Zarathustra,
se acercan así con el paso que arma el camino (ya que “el camino
no existe”3), y no con el paso pesado de la marcha
prusiana (que Nietzsche escuchaba en la música wagneriana). El pensar es “algo ligero, divino, estrechamente afín al
baile”,4 que se permite, entonces, la oscilación posible
de quien no se cree dueño de ninguna seguridad. El pensar tensional deconstruye la metafísica
tradicional en la medida en que instaura la incerteza en el corazón
del principio-arkhé:
no existe restitución del movimiento del pensar a un centro fundante
que lo reúna y justifique, sino que la oscilación da cuenta de
la ausencia en la presencia misma, de la dispersión en la reunión.
Blanchot: la
oscilación de la palabra
Ausencia-presencia es, tal vez, la marca de la escritura en Blanchot,
lugar de tensión, o de presencia siempre desplazada que, entonces,
deja de ser presente. Blanchot se mueve siempre “entre”, en ese
no-lugar entre la palabra y el silencio, lugar de suspensión e
indecisión, sin centro ni cierre. Su escritura se mantiene en
el umbral de la filosofía, como señala Morey,5 desarticulando
la idea de los géneros y los límites de los saberes.
La experiencia de la escritura es la de una expulsión del sitio
propio: la escritura es exilio, el escritor está excluido de la
obra, está muerto desde el momento en que la obra existe. El escritor
cree dominar la palabra, pero ésta “no puede ser dominada ni aprehendida,
sigue siendo lo inasible... el momento indeciso de la fascinación”.6 La escritura es también lo interminable: “El escritor ya no pertenece
al dominio magistral donde expresarse significa expresar la exactitud
y la certeza de las cosas y de los valores según el sentido de
sus límites”.7 Así, quien escribe se halla en medio
de un lenguaje que nada revela, que a nadie se dirige, que carece
de centro. Y quien escribe debe desaparecer: “La obra exige que
el escritor pierda toda ‘naturaleza’, todo carácter y que, dejando
de relacionarse con los otros y consigo mismo por la decisión
que lo hace yo, se convierta en el lugar vacío donde se anuncia
la afirmación impersonal”.8
El “él” de la obra que se escribe no es una nueva subjetividad
frente al yo (desaparecido), sino que es la “desobra” (désoeuvrement),9 el cuestionamiento de toda permanencia de ser. “Él” está en continua
oscilación, en vaivén, no es presente ni presencia, sino movimiento
de sustracción del presente a toda presencia, huella.10 Se podría decir que “él”, con su oscilación, pone en cuestionamiento
toda identidad del yo, todo aseguramiento de la apropiación: está
expuesto en la escritura.
La escritura no es entonces resguardo en la seguridad de un yo,
amparo frente a las dificultades del mundo de la vida, sino exposición
a una amenaza: “la que le viene desde afuera, por el hecho de
estar en el afuera”.11 Y esta amenaza convoca al escritor
al riesgo de convertirse en otro, pero no en algún otro, “sino
más bien en nadie, en el lugar vacío y animado donde resuena el
llamado de la obra”.12
En El diálogo inconcluso Blanchot se pregunta qué es un
filósofo, y señala que no ya el que se asombra, “hoy diré, usando
la expresión de Georges Bataille: es alguien que tiene miedo”.13 El miedo obliga al hombre a salir fuera de sí, lo coloca frente
a un otro que no puede ser apropiado: “el yo se pierde”,14 pero esa pérdida no significa la confusión extática. Hay una experiencia
de la noche, de lo oscuro, que no quiere poner esta noche al descubierto;
una forma de pensar que no es poder y comprensión apropiadora.
Lo oscuro es lo que debe ser preservado, sin intentar develarlo,
lo que debe ser amado como tal.15 La experiencia de
la noche es la prueba de la imposibilidad.16
Si la filosofía es interrogación, y la poesía pura afirmación,
la literatura es “el espacio de lo que no afirma, no interroga,
donde toda afirmación desaparece y sin embargo regresa... a partir
de esa desaparición”.17 Estos tres modos de expresión
se oponen, dice Blanchot, al habla cierta, segura de sí, a toda
verdad sustancial. Suponen un encuentro con lo ajeno, con lo extraño,
pero para mantenerlo en la distancia de la separación. El espacio
de lo extraño, de lo extranjero, es para Blanchot un campo de
fuerza anónimo, donde el ser aparece desapareciendo, se afirma
sustrayéndose. Por eso la literatura y el pensamiento son experiencias
de la extrañeza, movimientos constantes. El diálogo es infinito
e inconcluso, porque no tiende a la unidad, a la recuperación
en sí, sino al continuo alejamiento en esa constante expulsión
de lo propio que nos torna siempre extraños y extranjeros.
Refiriéndose al parricidio levinasiano (el rechazo de la presencia
y de la identidad de la conciencia husserliana), Blanchot señala
que “estamos expuestos, por la responsabilidad, el enigma del
no-fenómeno, de lo no-representable, en el equívoco de una traza
por descifrar, indescifrables”.18 En este sentido,
la escritura nos hace patente, en esa no presencia del yo a sí,
la alteridad.
Temblores derridianos
También
la deconstrucción derridiana es un constante temblor: “solicitando”
el edificio de la metafísica, se experimenta ese temblor de los
muros que, desde siempre, desde el supuesto origen, “ya” se están
deconstruyendo. Mientras que el discurso hegemónico de la tradición
occidental pretende que el edificio es seguro, que sus cimientos
son sólidos, la deconstrucción hace patente la incerteza. De este
modo, pone en jaque a las certidumbres, las nociones de verdadero
y falso, las oposiciones de forma y fondo, o forma y contenido,
los supuestos centros y orígenes. Y a los límites de los saberes:
defenestrada la filosofía en su posición fundacional, los así
llamados “límites” se tornan difusos y el trabajo se realiza en
los bordes. Pero este trabajar en los bordes del texto no significa
el gesto arbitrario de imponer la subjetividad sobre lo escrito,
sino que se trata de seguir los hilos de la trama del texto. No
se “borda” sobre el texto, sino que se sigue la trama de los hilos
de la textualidad, trama que impide la posición directiva de un
sujeto que ordena trayectos, medios y caminos. Viaje, entonces,
por una textualidad, en la que las certezas ya no sirven de orientadoras.
Viaje oscilante, sin télos, sin dirección definida, en
una lengua pensada como sistema de diferencias y huellas.
El pensamiento de la huella está señalando
que el principio, la fuente dadora de sentido, siempre está desplazada,
que no existe un sentido que operaría como origen al cual podría
remitir la cadena de significantes. Este juego de significantes
y huellas genera una relación de presencia y ausencia, que desquicia
a la filosofía buscadora del origen: ¿en dónde asentarse si todo
es marca, y marca de marca, en dónde detenerse, en dónde se halla
el descanso y la seguridad?
Un pensamiento del “ni / ni” asusta, ya que nos ubica en ese
lugar (no-lugar) indiscernible, inidentificable, del “entre”.
Frente a la metafísica oposicional, caracterizada por el binarismo,
el deconstruccionismo se halla ubicado en el “entre” de las oposiciones:
ni verdad ni falsedad, ni presencia ni ausencia, sino “entre”.
El “entre” está signando un ámbito de oscilación del pensar, y
Derrida previene de la comodidad metodológica de convertirlo en
“nuevo lugar” del pensar, o en recurso asegurante del pensamiento.
El “entre” no es un nuevo lugar sino que es no-lugar, imposibilidad
de asentamiento, constante peligro, no presencia, “quizás” nietzscheano.
Mientras que la lógica identitaria nos lleva siempre a uno de
los dos extremos de las oposiciones binarias de la metafísica,
los “indecidibles” (hymen, phármakon, suplemento) hacen
patente que la lengua ya está deconstruida, que ciertos términos
no pueden ser retrotraídos a ninguna de las oposiciones. La lógica
“ex-cursiva” derridiana sale del curso (de la normalidad, de la
identidad) y nos coloca en el ámbito de una lógica paradójica.
La cuestión del sentido siempre remite a la cuestión de la identidad:
a diferencia de la polisemia, la diseminación, como modo excursivo
(salido del curso y del surco de la normalidad) tiene que ver
con la pérdida del sentido, con la oscilación que “marea” y dis-loca.
Toda esta oscilación tiene un fuerte cariz afirmativo: no de una
afirmación como reunificación del sentido, sino de una afirmación
que habita las fisuras del edificio bien construido de la metafísica,
para esperar el estallido del sentido. Mientras que en la historia
del pensar occidental hay una utilización del sema -semen- para la producción, la idea de diseminación supondría
una dispersión del sema-semen sin producción. De este modo, cuestiona
la idea de propiedad, señalando un ámbito oscilante de impropiedad
y des-apropiación. Culler indica que el método deconstructivo
es un “cortar la rama sobre la que se está sentado”19,
un desatino para una lógica de la sensatez, pero no para pensadores
(como Heidegger, Nietzsche y Derrida) que sospechan que si caen
no existirá “suelo” donde caer.
Lo que se “abre” a partir de la deconstrucción, y que se relaciona
con el carácter afirmativo de la misma, es un “porvenir monstruoso”,
ya anunciado al fin De la gramatología: monstruosidad de
lo no-predictible, de lo no-dominable por una subjetividad segura
de sí. Monstruosidad del quizás: también ésta es una afirmación
oscilante, no reapropiable por la lógica de la identidad.
Derrida señala que si hiciéramos una caricatura del hombre moderno,
tal como lo describe Heidegger, tendríamos que decir que es un
animal escleroftálmico,
es decir, un animal que tiene la vista en una posición en la cual
se le dificulta cerrar los ojos, en una posición de dureza.20 Para mantener la vista presente y atenta en todo momento, hay
que estar ante el mundo en la tesitura del objetivador del mismo,
pero también en la del animal depredador, dispuesto a la apropiación.
Vigilar todo, circunscribir todo, reunir todo desde una mirada
omniabarcadora y apropiante y reunidora del sentido. La deconstrucción,
por el contrario, desactiva esta mirada reaseguradora, la hace
temblar acerca de lo apropiado.
La crítica al fonocentrismo es una crítica a la lógica de la identidad
que posibilita la “viva presencia” del sujeto, del sentido. La
viva presencia fundamenta el pensar representativo, modo de conocimiento
de ese animal escleroftálmico que retrotrae toda la realidad al
ámbito de su conciencia. Mientras que la voz de la conciencia
se asegura el dominio de todo desde la presencia, la escritura
quiebra el presente vivo. Instaura diferir, heterogeneidad, alteridad,
no-identidad, desplazamiento y, con ello, imposibilidad de dominio.
Aquel otro que me coloca en el ámbito
de la oscilación
¿Quién
hace patente la imposibilidad de dominio y la incerteza? El otro
que irrumpe en mi supuesta yoidad, señalándome que ya estaba allí,
que antes de todo intento de constitución de mi propia subjetividad,
ya estaba allí: contaminando.
En la filosofía de Nietzsche, esa presencia del otro es pensable
desde una noción de “entre” (Zwischen)21 como modo de
referirse a la constitución de la subjetividad, que se configura
en el entrecruzamiento de las fuerzas: no se trata aquí del yo
cerrado en sí mismo, sino del yo que es, al mismo tiempo, los
otros de sí mismo y del nos-otros. Varias metáforas nietzscheanas
remiten a esta idea: la del ultrahombre como dación de sí que
nada quiere conservar, la del viajero errante, sin télos final,
la del eremita que se “hace dos”; la de los amigos que están en
una relación de proximidad-distancia; o la del mismo Nietzsche
en el Ecce Homo, a la vez vivo y muerto, siempre, por lo
menos, doble. La idea de Zwischen implica “desapropiación”: frente
al sujeto moderno, que se asegura de lo real como disponible en
el modo de la objetualidad, esta noción supone la “inseguridad”
de aquel que se constituye en el cruce con los otros, con las
circunstancias, con el azar. Hace patente el carácter tensional,
que impide la detención en las nociones metafísicas de “interior”
o “exterior”, en el “agente”, o en el “paciente” del obrar; porque
el “entre” pone en cuestión estas diferencias bipolares. En cierto
modo, el otro, los otros, ya estaban desde siempre allí, en ese
yo que se consideraba inmunizado (en la figura de la subjetividad
autosubstante) de la alteridad.
Desde la idea de “entre”,
el otro puede ser pensado como nos-otros: ese “otro” diferente
y a la vez presente en nuestra supuesta “mismidad”. La noción
de amistad nietzscheana patentiza este carácter: Previniendo de
las “confusiones identitarias” yo-tú, el amigo puede permanecer,
al mismo tiempo, cercano y lejano,22 haciendo patente este carácter del nos-otros. El amor al próximo (Nächstenliebe), que siempre supone intento
de reducción, se convierte en Nietzsche en el amor al distante
(Fernsten-Liebe): así el otro ya no es el
mismo.
En Blanchot y Derrida, el tema del
otro remite a una necesaria crítica a Heidegger, en el existenciario
que retrotrae a la más propia propiedad del Dasein, el
ser-para-la-muerte. La analítica del Dasein, que
parte de la pretensión de la superación de la metafísica de la
subjetividad, queda sujeta a la misma en ese hilo que une propiedad
y muerte. Porque en ese hilo el Dasein pareciera quedar
“radicalizado en mismidad auto-posicional”.23
Al caracterizar el ser-para-la-muerte Heidegger señala
la necesidad de conectar el precursar la muerte (como posibilidad
ontológica) con el “poder ser propio”, y “el ser sí mismo propio
se define como una modificación existencial del uno que hay que
acotar existenciariamente”.24 Esta “autarquía del Dasein”,
como la caracteriza Marion, supone un cierto modo de “retorno
a sí” del Dasein, quien es “el vocador y el invocado a
la vez”,25 en esa “llamada a sí mismo” (Ansprecher
seiner Selbst). Por ello Marion destaca la figura del interpelado
(interloqué) como forma de ruptura con el sujeto: el Dasein
no se abandona a la interpelación. A la llamada sólo puedo responder
“Heme aquí”, sin ningún yo. Esa herida que desgarra la mismidad,
esa herida anterior a toda autoconstitución de la mismidad, hace
patente el exilio de la yoidad, la impertinencia del “en cada
caso mío”.
El otro, en Heidegger, se ve privado de su alteridad, en la medida
en que la misma, podría decirse, “depende” del Dasein.
Porque el Dasein es ser-con proyecta el mundo como co-mundo,
lo que posibilita al otro. Pero como el análisis del Mit-sein se hace a partir de la relación con los útiles, en esa referencialidad
que me remite al otro, y, por otro lado, la estructura del Mit-sein está ya, desde siempre, caída (Verfallen) en el modo del
Uno (Das Man), del impersonal, el asumir el ser-para-la-muerte representará un modo de “retorno” del Dasein a sí mismo.
Es entonces que el Dasein tiene la posibilidad del empuñar
(Ergreifen) sus posibilidades,26 haciéndose
cargo de su finitud. El asumir la posibilidad de la muerte rompe
con las referencias a los demás, de allí el carácter irreferencial
del precursar la muerte, y significa la posibilidad de “elegirse
a sí mismo” del Dasein.
En su trabajo sobre el tema de la muerte doble en Rilke,27 Blanchot cita la constante referencia de Rilke a la anémona observada
en Roma, que “se había abierto tanto durante el día que a la noche
no pudo cerrarse”. Así, el poeta se mantiene como punto de intersección
de muchas cosas, expuesto en lo Abierto. Tomando esta imagen,
podríamos decir que el Dasein, en tanto apertura, es la
anémona que necesita retornar a su propia cerrazón para, en ese
ámbito de “retorno a sí”, asumir su propia finitud. En ese “cierre”
el otro parece anulado, olvidado, y la muerte que hay que asumir
es la propia.
Para
Blanchot y Derrida, en cambio, la muerte que hay que asumir es
la del otro. Como señala Blanchot, lo que llama a debate no es el sí mismo consciente
de su finitud, sino el “hacerme cargo de la única muerte que me
concierne”28, la del otro. Quien ve morir a un semejante,
decía Bataille, sólo puede subsistir “fuera de sí”.29 En esa “conversación muda” en la que se sostiene la mano del moribundo,
se comparte la soledad de la desposesión: “Sólo una cosa: al morir,
no únicamente te alejas, estás aún presente, porque he aquí que
me concedes este morir como la concesión que sobrepasa toda pena,
y donde me estremezco suavemente en lo que me desgarra, perdiendo
el habla contigo, muriendo contigo sin ti, dejándome morir en
tu lugar, recibiendo ese don más allá de ti y de mí”.30
Esa muerte del otro ya está presente
en mí desde siempre. Cuando Derrida despide a su amigo Paul de
Man, recuerda que, en su nombre propio, en la medida de la supervivencia
del nombre, ya siempre su amigo estaba muerto para él (como él
para su amigo). El acto de la muerte patentiza lo que ya está
siempre en toda relación con otro: la ausencia y el diferimiento.
En su crítica al existenciario del ser-para-la-muerte Derrida
destaca los elementos en la noción de posibilidad que ya están
deconstruyendo ese carácter de “propiedad más propia” del Dasein,
señalando “inestabilidades”. En efecto, Heidegger señala que “Con
la muerte, el Dasein se espera él mismo en su poder ser
más propio”.31 El Dasein “se espera” en los
límites, pero tal vez, lo que se esté señalando es que “uno puede
esperarse el uno al otro”.32 Así, el esperarse ya no
es reflexivo sino que marca la espera del otro, la heterología
en la supuesta mismidad. Nos esperamos uno al otro en las fronteras
de la muerte, y no llegamos nunca juntos a la cita, porque a esa
cita siempre se llega con retraso, difiriendo en la vida (misma).
De este modo, la posibilidad de la imposibilidad heideggeriana
hace patente que la más propia propiedad del Dasein es
la impropiedad y la desposesión, la muerte, que es (siempre) la
del otro. “Si la muerte, posibilidad más propia del Dasein,
es la posibilidad de su imposibilidad, aquella se convierte en
la posibilidad más impropia y más ex-propiante (...) Desde este
momento, lo propio del Dasein se ve, desde el adentro más
originario de su posibilidad, contaminado, parasitado, dividido
por lo más impropio”.33
Tanto en Blanchot como
en Derrida, el otro es el “extraño extranjero”34, el
distante, por ello mi relación con él escapa al poder de reducción
o aseguramiento. Para Derrida, la alteridad está presente en la
mismidad como huella o diferimiento, con esa presencia que tiene
la muerte en el nombre propio (nuestro superviviente), y la otra
lengua en la “propia” lengua, en tanto lengua heredada y atravesada
por lo otro. Antes de ser ipse,
mismidad, el otro ha irrumpido en mí: “soy en mi casa el invitado
de otro”.35 Y este “ser-con” tiene el modo de la presencia-ausencia fantasmática: “No
hay ser-con el otro, no hay socius sin este con-ahí que hace el ser-con en general más enigmático
que nunca”.36 El fantasma que asedia (hanter)
expresa un modo de la resistencia a la ontologización, el dominio
y la localización del otro: “lo fantasmático” es un modo de referirse
a la alteridad que permite la ruptura con la lógica identificatoria
de la mismidad, con los aseguramientos del pensar.
Final:
comunidades del temblor
El pensamiento del temblor parece llevar, entonces,
al otro, aquel ante quien caen las seguridades, aquel que me convoca,
desde su fragilidad, al amor a lo extraño, a la proximidad que
separa, a la comunidad de los que aman alejarse. Una idea de comunidad
recorre las textualidades de los tres autores, desde la comunidad
de ultrahombres nietzscheanos, a la comunidad inconfesable de
Blanchot -pensada desde la comunidad ausente de Bataille- y la
comunidad de los que aman alejarse de Derrida. “Comunidad” que,
en la medida en que no es pensada desde un lazo social que anude
subjetividades autoinmunizadas con respecto a lo otro, supone
una ruptura con los modos tradicionales de la “unión”.
Todo el Zarathustra está atravesado por el anhelo de los
discípulos y la cercanía de los otros, anhelo que, paradójicamente,
halla su cumplimiento en la separación. Cuando Zarathustra comprende
que no puede arrastrar cadáveres, señala que necesita compañeros
de viaje vivos37, por ello sus posibles discípulos
son los navegantes, los viajeros, los hombres de la audacia, que
se lanzan a mares inexplorados.38 Frente a los hombres
del mercado, caracterizados por la necesidad de seguridad que
considera que ya todo está inventado, los navegantes se lanzan
al mar del riesgo. El “impaciente amor”39 de Zarathustra,
amor que “se desborda” lo lleva a buscar compañeros que “celebren
fiestas” con él, y a separarse de ellos. A diferencia del amor
al prójimo, que busca la cercanía que confunde, el amor zarathustriano
es un amor al lejano, que acerca y separa. Ama al prójimo quien
busca mismidades desde la propia mismidad, quien necesita los
espejos identificatorios que aseguran y conservan la propia identidad;
para amar al lejano hay que saberse desde ya atravesado por la
otredad. Por ello, la comunidad de los ultrahombres es la de la
bandada de los pájaros solitarios, la de los que se unen temporariamente
para celebrar una fiesta, y están dispuestos a la pronta partida.
Así como son paradójicas las enseñanzas de Zarathustra, que habla
en forma de máximas y sentencias precisamente para enseñar a desaprender
de sus enseñanzas, así también resulta paradójica, ajena a las
lógicas del mundo moderno, esta idea de comunidad de los ultrahombres.
Los “iguales” de esta comunidad, los “hermanos” son los que no
comparten similitudes, sino diferencias, aquellos en los que la
única similitud sea, tal vez, la de la diferencia misma. Comunidad
de amistad, entonces, en la que el elemento que anuda es al mismo
tiempo el que desata, el que impide la reificación de la relación.
La comunidad inconfesable de Blanchot, desde la comunidad negativa
de Bataille como “la comunidad de los que no tienen comunidad”,
supone un radical cuestionamiento de la idea de reciprocidad.
La relación del hombre con el hombre no puede ser considerada
en los términos de lo Mismo: el Otro se introduce en ese supuesto
terreno de mismidad, haciendo patente su irreductibilidad, y con
ello, la disimetría de toda relación. El “Ven” no es un ruego
ni una demanda,40 es la aparición de lo heterogéneo
que desborda toda conciencia y mismidad.
La base de la comunicación no es para Blanchot ni el habla ni
el silencio, sino la exposición a la muerte del otro,41 otro cuya presencia implica siempre su “insoportable ausencia”,
que se encuentra inscripta en la vida misma. Es bajo esta condición
que existe la amistad, puesta en juego y arriesgada a cada instante
a la pérdida. Comunidad de amigos o comunidad de amantes, imposible
en la sociedad mercantil, en la que existen comercio y tratos
–pero no amor sin condiciones. Por ello la comunidad de amantes
es “máquina de guerra”,42 amenaza constante para la
sociedad. El amor es siempre excesivo,43 por eso, la
única manera de vivir un amor es en la pérdida: “perdiéndolo antes
de que advenga”.44
También desde el amor piensa
la comunidad Derrida, y este pensamiento hace patente la cuestión
política, con un fuerte matiz aporético,45 es decir,
de experiencia de lo imposible como espacio del riesgo, de lo
indecidible. En los caracteres de la amistad que Derrida destaca en Nietzsche, Blanchot y Nancy, la distancia
infinita, la irreciprocidad, y la asimetría están signando otro
modo de “lazo social”. En términos de Blanchot es “aquello que
separa [que] se convierte en relación”.46
Retomando elementos nietzscheanos
del planteamiento de la cuestión de la amistad y el ultrahombre,
ésta es la “comunidad de amigos solitarios”, “la comunidad anacorética
de los que aman alejarse”. Entre los amigos no existen deudas,
ni deberes: la amistad debe ser pensada como don sin intercambio.
Intercambian los hombres del mercado, dueños de propiedades, iguales
y homogeneizados. La amistad de los lejanos, de los ultrahombres,
supone una economía distinta a la del intercambio, en la medida
en que introduce una lógica (o alógica) del don. El ultrahombre
nietzscheano es el que “se da” en esa virtud que hace regalos,
el que no quiere “conservar” nada de sí.
La pregunta derridiana es qué significa lo “común” en esta comunidad,
que va más allá, incluso, de lo viviente, comunidad, también,
de los espectros, de los que están “entre” (como estamos todos)
la vida y la muerte. Y es que tal vez ese deseo de comunidad,
que nos llama a franquear la infranqueable distancia, ya no es
del orden de la comunidad, de la partición, o de la participación.47 Un amor de amistad (amancia) atraviesa la posible (imposible)
comunidad de ultrahombres, un amor sin deseos de posesión y apropiación
del otro, que experimenta “la condición de abrirse temblando al
quizás”.48 Quizás que signa esa oscilación del pensar
que no puede ser asegurado, del amor que no se transforma en disponibilidad
del otro.
Tal
vez la expresión de Hölderlin, “allí donde está el peligro está
lo que salva” deba leerse en el sentido de que sólo el peligro,
el peligroso tal vez salva. Salva de la ontologización,
de la reificación, del aseguramiento, y con ello, de la conversión
de lo otro y los otros en lo mismo. Y deja al pensar en la intemperie,49 sin resguardo, oscilante y temblando ante la extrañeza no apropiable
del otro.
(*) Este texto representa mi conferencia en el VII
Simpósio Internacional de Filosofia Moderna e Contemporânea
(28 de outubro a 01 de novembro de 2002) Toledo, Paraná, Brasil.
1
F. Nietzsche, Nachgelassene Fragmente, Frühjar 1888, 14
[80], KSA 13, p. 260 (las obras de Nietzsche se citan según
las según las Sämtliche Werke. Kritische Studienausgabe in
15 Bänden [KSA], Hrsg. von G. Colli und M. Montinari,
München, Berlin/New York, Deutscher Taschenbuch Verlag und Walter
de Gruyter, 1980). No quiero dejar de señalar que el 14 [219] asocia la oscilación
con la idea de voluntad débil, “La multiplicidad y la desagregación
de los impulsos, la falta de un sistema que los coordine da una
‘voluntad débil’, su coordinación bajo el predominio de un solo
impulso da la ‘voluntad fuerte’; -en el primer caso, es la oscilación
(Oscilliren) y la falta de centro de gravedad, en el segundo,
la precisión y la claridad de la dirección”, KSA 13, p.
394. Sin embargo, en este punto se está hablando de la dirección
que deben adquirir las fuerzas cuando se densifican, podríamos
indicar que ese movimiento de densificación (que tiene, temporariamente,
un centro de gravedad) debe estar sometido, a su vez, a la oscilación
que impide que la densificación se esclerose.
2 En última instancia, nada es “fondo”
en una filosofía que critica los fundamentos. Véase Jenseits von Gut und Böse, (en adelante, JGB), § 289, KSA 5, pp. 233-234: allí aparece la figura
del eremita que sabe que toda filosofía es “filosofía de primeros
planos”, y que detrás de cada fondo hay un abismo.
3 Also sprach Zarathustra (en adelante, Za),
“Vom Geist der Schwere”, #2, KSA 4, p. 245, trad., Así
habló Zaratustra, (en adelante, AZ), trad. A. Sánchez
Pascual, Madrid, Alianza, vs. eds., p. 272.
4
JGB, KSA
5, # 213, p.148.
5 M. Morey, “No más bien entonces”, en
Anthropos, Rubí, Anthropos Editorial, Nros 192/193,
2001, p. 40.
6 M. Blanchot, El espacio literario,
trad. V. Palant y J. Jinkis, Buenos Aires, Paidós, 1969, p. 19.
7 M. Blanchot, El espacio literario,
ed. cit., p. 20.
8 M. Blanchot, “El espacio y la exigencia
de la obra”, en El espacio literario, ed. cit., p. 49.
9 El désoeuvrement no es consecuencia
de una acción, sino lo que “deshace” la obra desde dentro.
10 Señala Blanchot en Le pas au-delà,
Paris, Gallimard, 1973, p. 14: “(...) él: una palabra de más”.
11 M. Blanchot, El libro que vendrá,
trad. P. de Place, Caracas, Monte Ávila, 1992, p.
242.
12 M. Blanchot, El libro que vendrá,
trad, cit., p. 242.
13 M. Blanchot, El diálogo inconcluso,
trad. P. de Place, Caracas, Monte
Avila, 1996, p. 97.
14 M. Blanchot, El diálogo inconcluso,
ed. cit., p. 99.
15 Véase R. Laporte, “Leer a Maurice Blanchot”,
en Anthropos. Cuadernos de crítica de la cultura, “Pongamos
que se habla de Maurice Blanchot”, Barcelona, Editorial Archipiélago,
Nro 49/2001, pp. 15 ss.
16 M. Blanchot, “La inspiración”, en El
espacio literario, ed. cit., p. 153.
17 M. Blanchot, “L’étrange et l’étranger”,
en La Nouvelle Revue Française, Paris, Nro 70, 1958, pp.
637-683.
18 M. Blanchot, “Notre compagne clandestine”,
en F. Laruelle (ed.), Textes pour Emmanuel Lévinas, Paris,
Jean-Michel Place, 1980, p. 85.
19 J. Culler, Sobre la deconstrucción. Teoría y
crítica después del estructuralismo, trad. L. Cremades,
Madrid, Cátedra, 1992, p. 133.
20 J. Derrida, “Las pupilas de la universidad”, trad. de C. de Peretti, en ¿Cómo no hablar? y otros textos, Suplementos de Anthropos. Revista de Documentación científica de la cultura, Barcelona, marzo de 1989, pp. 62 ss.
21 Para este tema de la constitución de
la subjetividad en Nietzsche como Zwischen remito, entre
otros, a mis artículos “Metáforas de la identidad. La constitución
de la subjetividad en Nietzsche” en G. Meléndez (comp.), Nietzsche en Perspectiva, Santafé de Bogotá, Siglo del Hombre editores,
2001, pp. 49-61, “La metáfora del caminante en Nietzsche. De Ulises
al lector nómade de las múltiples máscaras”, en Ideas y valores,
Bogotá, Nro 114, 2000, pp. 51-64, y “Vivir con muchas almas. Sobre
el Tractat del lobo estepario, el ultrahombre nietzscheano, y
otros hombres múltiples”, en Pensamiento
de los Confines, Nro 9/10, segundo semestre de 2000, Buenos
Aires, Paidós, pp. 196-206.
22 Véase F. Nietzsche, Menschliches, Allzumenschliches, II, I, § 241, KSA 2, p. 487, traducción al español, Humano, demasiado humano de A. Brotons, Madrid, Akal, 1996, p. 82.
23 Jean-Luc Marion, “El interpelado”,
trad. de J. L. Vermal, Taula. Quaderns de Pensament, Universitat
de les Illes Balears, núm. 13 i 14 de 1990, pp. 87-97, la cita
es de la p. 91.
24
M. Heidegger, Sein und Zeit, (en adelante, SZ),
Tübingen, Max Niemeryer Verlag, 2001, 18 Aufl., # 54, p. 267.
25
M. Heidegger, SZ, # 57, p. 275.
26
M. Heidegger, SZ, # 54, p. 268.
27 M. Blanchot, “Rilke y la exigencia
de la muerte”, en El espacio literario, ed. cit., p. 143.
28 M. Blanchot, La comunidad inconfesable,
trad. I. Herrera, Madrid, Arena, 1999, p. 30.
29 M. Blanchot, La comunidad inconfesable,
ed. cit., p. 30.
30 M. Blanchot, La comunidad inconfesable,
ed. cit., p. 31.
31
M. Heidegger, SZ, # 50, p. 250.
32 J. Derrida, Aporías, Morir-esperarse (en) ‘los
límites de la verdad’,
trad. C. de Peretti, Barcelona, 1998, p. 108.
33 J. Derrida, Aporías, ed. cit.,
p. 124.
34 M. Blanchot, El diálogo inconcluso,
trad. Pierre de Place, Caracas, Monte Avila, 1996, p. 116.
35 J. Derrida, ¡Palabra!, Instantáneas filosóficas, trad.C. de Peretti y P. Vidarte,
Madrid, Trotta, 2001, “Sobre la hospitalidad”, p. 50.
36 J. Derrida, Espectros de Marx. El Estado de la deuda, el trabajo del duelo y la nueva
internacional, trad. J. M. Alarcón y C. de Peretti, Madrid,
Trotta, 1995, p. 12.
37 F. Nietzsche, Za, “Vorrede”,
# 9, KSA 4, p.26.
38
Za, III, “Von Gesicht und Räthsel”, KSA 4, p. 202.
39
Za, II, “Das Kind mit dem Spiegel”, KSA 4, pp. 105
ss.
40 M. Blanchot, La comunidad inconfesable,
ed. cit., p. 38.
41 M. Blanchot, Ibidem, p. 68.
42 M. Blanchot, Ibidem, p. 115.
43 M. Blanchot, Ibidem, p. 99.
44 M. Blanchot, Ibidem,p. 101.
45
Como señala Richard Beardsworth, Derrida
& the Political, London, Routledge, 1996, p. XIV, la aporía
es “el lugar en el que se encuentra la fuerza política de la deconstrucción”.
46 M. Blanchot, L ‘Amitié, Paris,
Gallimard, 1971, p. 328.
47 J. Derrida, Políticas de la amistad,
trad. P. Peñalver, Madrid, Trotta, 1998, p. 329.
48 J. Derrida, Políticas de la amistad,
ed. cit., p. 88.
49 También el Er-eignis heideggeriano,
modo de la oscilación hombre-ser, modo del entre, está, como dice
Duque, a la intemperie. Véase F. Duque, “Los humores de Heidegger.
Teoría de las tonalidades afectivas”, en Archipiélago. Cuadernos
de crítica de la cultura, Barcelona, Ed. Archipiélago, Nro 49/2001,
pp. 49-119.
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Pensamiento de los confines, n. 12, junio
de 2002 / Págs. 111-119.
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