Un
olvido memorable
Matías
Bruera
Él
escribió, “Pasaré mi vida entendiendo para qué son los recuerdos,
que son opuestos al olvido, sólo su esencia. No recordamos, rescribimos
los recuerdos... ¿Pues cómo recordar la sed?”.
Chris
Marker. Sans Soleil
La
historia es el desván de la memoria. En esa zona alta de la casa
–más cerca de la tierra que del cielo– y no habitable, suelen
guardarse objetos inútiles o en desuso que no se desechan en beneficio
de la memoria o vaya a saber por que otras curiosas razones.
La historia nos
hechiza como un fantasma omnisciente. En tanto desván, no es un
lugar de paso sino un arcón al cual se recurre y que se abre cuando
necesitamos hacer de la ausencia y la pérdida una presencia omnímoda.
Ahora, somos conscientes de que toda perspectiva histórica es
una lente que deforma, pues otorgar un significado autónomo o
un valor absoluto a un acontecimiento del pasado es servir de
víctima a la más profunda ilusión, hacer de la vigilia un sueño.
Lo que ocurrió recientemente o hace varios siglos está irremediablemente
perdido. Indescifrable y huidiza es la naturaleza de lo que ya
ha sido. Sin embargo nos aferramos al pasado como un náufrago
a su balsa a sabiendas de que el quejumbroso mar no tiene compasión
ni memoria y que es impenetrable y despiadado. No queremos perder
lo transcurrido ya que creemos en nuestra existencia a modo de
un eco que se propaga hasta al presente como una resonancia, aunque
desvanecida.
Nietzsche, a pesar de haber profesado en su juventud cierto antihistoricismo,
nunca consiguió exorcizar el hechizo de la historia. Más allá
de presentir diferenciados espacios exteriores e interiores tomó
la decisión de “contarse su vida a sí mismo”. En Ecce homo
–trazo enigmático y trágico de su trayectoria intelectual,
pues dos meses después de finalizarlo perderá sus facultades mentales–
escribe: “las cuatro intempestivas son íntegramente belicosas.
Demuestran que yo no era ningún ‘Juan el soñador’, que me gusta
desenvainar la espada, –acaso también que tengo peligrosamente
suelta la muñeca.”1 El joven filósofo hace oír sus
convicciones. No podemos sumirnos en un conocimiento que no se
traduzca en acción. “De tiempo en tiempo me invade una repugnancia
infantil por el papel impreso, que me parece entonces tan sólo
papel ensuciado. Me figuro muy claramente una futura época en
que se lea poco y escriba menos, pero se piense mucho y obre más.
Todo parece ya aguardar la venida del hombre de acción que arranque
de sí mismo y de los demás las costumbres seculares y dé un nuevo
y mejor ejemplo que imitar. Se hace de noche y tengo que pensar
en mi partida”2 ¿Hacia dónde? Hay que cambiar el curso
del mundo. ¿Quién lo sabe? El problema es como hacerlo pues este
carece de devenir.
Más adelante especifica
sus intenciones al escribir De la utilidad y de los inconvenientes
de los estudios históricos para la vida: “la segunda Intempestiva
(1874) descubre lo que hay de peligroso, de corrosivo y envenenador
de la vida, en nuestro modo de hacer ciencia: –la vida enferma
de este engranaje y este mecanismo deshumanizados, enferma de
la ‘impersonalidad’ del trabajador, de la falsa economía de la
‘división del trabajo’. Se pierde la finalidad, esto
es, la cultura: –el medio, el cultivo moderno de la ciencia, barbariza...
En este tratado el ‘sentido histórico’ del cual se halla orgulloso
este siglo, fue reconocido por primera vez enfermedad, como signo
típico de decadencia”.3 A Nietzsche le preocupa la
educación. Por eso condenará uno de los dominios claves del espíritu
de su época que es esa excesiva educación histórica de la cual
Alemania esta orgullosa.
Continúa su tarea autobiográfica con la descripción de la misión
restauradora de una cultura superior en la tercera y cuarta
de sus Consideraciones –tenía planeado originalmente escribir
trece (en ocasiones, el número se eleva a veinte)–, que marcan
el comienzo de un distanciamiento de los que habían sido sus maestros,
Schopenhauer y Wagner.
Nietzsche se cincela
con su propia pluma, que parece extraerlo del tiempo pero que
no hace sino lo que todo hombre representa, una apariencia de
lo insondable. Sus consideraciones lo retratan como un activista,
un buscador de polémicas y un denunciante poco cauteloso de las
complacencias de la cultura de su época. En cierta medida, sus
“cuatro atentados” marcan cierto itinerario de transición entre
El nacimiento de la tragedia –en donde desarrollará además
de su concepción del mundo, una noción directriz de la cultura–
y su etapa aforística.
Ya en su primer
grito intempestivo Nietzsche había alertado a los alemanes acerca
de como el filisteo –antihombre de cultura– y el cultifilisteo
–iluso hombre de cultura– se hacen uno, y conforman –Strauss,
prototipo modelo– la época alemana de la cultería, o sea un sistema
de la no–cultura cuyo pilar fundamental es la “enfermedad histórica”
–“inmortalidad del intelecto”–, que encierra un elemento barbarizador
que debilita el obrar, diviniza lo mediocre de la vida cotidiana
e imposibilita la construcción de una cultura alemana. Este es
el humus sobre el que se asentará la crítica a la historiografía
desarrollada extensamente en la Segunda Intempestiva.
“Schopenhauer
y Wagner, o en una palabra Nietzsche”, sus últimas intempestivas
trazan la imagen del genio como focalizador esencial de una cultura,
en este caso no presente, pues este se relacionaría intempestivamente
con la presunta cultura, si no para una futura cultura. Nietzsche
procuró formular y sentar las bases de un ideal de la cultura
en función del fomento y desarrollo de la personalidad creadora,
en tanto grandes individualidades. El joven filósofo se sintetiza
a través de esas dos grandes personalidades creadoras pues ambas
se opusieron con una furiosa fe en sí mismas a todo el mundo cultural
mediante una “energía ilimitada”. Nietzsche hechizó a su época,
siendo al mismo tiempo enemigo de sus instintos. El modelo de
artista trágico tiende a ese fin pues revitalizaría la cultura
alemana de su época y la dotaría de un sentido prospectivo. “Vistas
en conjunto las Intempestivas, pertenecen al primer período
de Nietzsche: la metafísica del artista de El nacimiento de
la tragedia se encuentra también a su base, aunque de manera
inexpresa. Con el problema de la ‘cultura’ no se ha separado Nietzsche
todavía de su primer punto de partida metafísico, formulado por
él en seguimiento de Schopenhauer. Aún cuando aquí el hombre se
encuentra en el centro, no se trata todavía de una antropología
desligada de la metafísica, tal como aparece en el segundo período.
La cultura no es sencillamente una obra humana, sino que el hombre,
como salvador, como artista, como sabio, como genio que crea y
define una cultura, es el instrumento de un poder sobrehumano,
el medio que el fondo del mundo se crea para encontrarse consigo
mismo. El genio es el lugarteniente de la verdad del fondo primordialmente
uno del mundo, es el lugar donde ese fondo se patentiza.”4
A estos escollos,
obturadores de la heteronomía cultural y del surgimiento de todo
lo nuevo y original consagra su De la utilidad y de los inconvenientes
de los estudios históricos para la vida. Frente a este escrito
uno imagina un Nietzsche altivo y no una “criatura creadora” desanimada,
incomprendida y melancólica, como él mismo se describe en una
epístola enviada desde Basilea al Barón de Gersdorff en abril
de 1874. “¿No es verdad que mi libro ofrece buen aspecto? ¡Pero
no habrá un cochino que lo entienda! ¿Son en realidad mis escritos
tan oscuros e incomprensibles? Yo pensaba que cuando se hablaba
del dolor, le entenderían a uno los que sufren. Esto es, seguramente,
cierto; pero ¿dónde están los que sufren?”5 Además
de apuntar las consecuencias inmediatas y visibles de este fenómeno
traduce su carácter oculto: si bien su crítica se centra en el
“sentido histórico”, entendido como síntoma de una decadencia
cultural, el tema de su escrito es la historicidad del hombre.
Su crítica cultural parte de una degeneración del sentido histórico,
de una saturación de la vuelta atrás, tras la cual se desvanece
el programa vivo de una cultura.
Su convicción
íntima es que si una generación no puede respirar, es porque tras
de sí arrastra como una carga que le asfixia un pasado demasiado
largo. La educación histórica impide que las nuevas generaciones
obren y gocen, ya que quien es incapaz de concentrarse y vivir
eternamente el instante, no puede ni experimentar un sentimiento
de felicidad, ni realizar actos susceptibles de hacer felices
a los demás. Sin la posibilidad de sentir de una manera antihistórica
no es posible la felicidad. Y la acción exige igualmente el olvido,
o, más exactamente el desconocimiento del pasado. El olvido, la
discontinuidad, constituyen en cierto modo ese aire envolvente,
ese ambiente nebuloso en el cual puede nacer la vida. Cierto grado
de conocimiento histórico es funesto para la energía del hombre
y ruinoso para las fuerzas creadoras de los pueblos.
En contraposición
al animal, poseedor de una vida estática y menguada en su ritmo
temporal –no histórica–, el hombre está condenado a recordar y
a sojuzgarse bajo el lastre creciente del pasado como si tuviera
tras su espalda “un fardo oscuro e invisible” que hace moroso
su andar. Así concluimos de forma ineludible que la existencia
es un pasado que no acaba, una cosa que vive de negarse y contradecirse
a sí misma y no admite, en apariencia, esta fatalidad, pero por
inercia solemos resignarnos a ella. Sin embargo, un hombre que
quisiera sentir de una manera puramente histórica sería como alguien
a quien se privase del sueño y se lo impeliera a vivir en un eterno
insomnio. “Es posible vivir casi sin recuerdos, y hasta vivir
feliz, a semejanza del animal; pero es absolutamente imposible
vivir sin olvidar.”6 El exceso de vigilia, de sentido
histórico, perjudica al ser viviente, ya sea este un hombre, un
pueblo o una cultura. Para no hacer del presente un monumento
funerario es necesario determinar el grado de sentido histórico
tolerable, y así, estipular los límites en que lo que ha sido
tiene que ser olvidado, a fin de permitir mediante la “fuerza
plástica” desarrollarse y crecer más allá de sí misma, de una
manera peculiar, transformando e incorporando lo extraño y lo
heredado.
De esta manera
el posible surgimiento de algo verdaderamente humano, grande y
sano, puede ser factible mediante la aptitud de poder sentir,
en un cierto grado de una manera a-histórica. Para que el hombre
llegue a ser hombre, la consigna es tener la capacidad de utilizar
el pasado para la vida y de transformar lo acontecido en historia.
Entregado al exceso de los estudios históricos y abrumado por
el recuerdo del pasado el hombre cesa de ser tal.
Saber olvidar
y recordar oportunamente, saber sentir cuándo es necesario de
manera histórica y cuándo de manera no-histórica es importante
pues “el punto de vista histórico, tanto como el punto de vista
no-histórico son necesarios a la salud de un individuo, de un
pueblo y de una civilización”.7 La historiografía en
tanto ciencia pura
enajena
inevitablemente a la descripción histórica y la aleja de la praxis
vital. Contrariamente, la cultura histórica
sólo es saludable y promisoriamente prospectiva cuando sigue y
se pliega a una poderosa corriente de vida, lo que implica que
ella esté sometida por una fuerza superior y no sea la que nos
somete. “La historia, en cuanto es puesta al servicio de la vida,
se encuentra al servicio de una potencia no histórica, y, a causa
de esto, en este estado de subordinación, no podrá ni deberá ser
nunca una ciencia pura, tal como lo es, por ejemplo, la matemática.”8
Nietzsche ataca la teoría según la cual la civilización basada
en la historia surge en nuestra conciencia como la más justa de
todas. Se ama al historiógrafo que no busca más que el conocimiento
puro y cuyos descubrimientos no arrastran consecuencias. Pero
existen muchas verdades indiferentes y es una desgracia si los
batallones de sabios se arrojan sobre ellas, aún haciéndolo con
la mejor intención. Se considera imparcial al sabio que evalúa
el pasado teniendo como medida las ideas preferidas de sus contemporáneos
y como parcial al que no ve en esas ideas la norma de todo. Se
cree como más hábil para descubrir un período del pasado aquel
a quien ese período le es indiferente. Pero en realidad, es solamente
aquel que trabaja en la creación del porvenir el que comprende
lo que fue el pasado, y es únicamente transformada en arte como
la historia puede alimentar, suscitar energías. La historia pertenece
principalmente, al tipo de hombre activo y poderoso, al que ha
empeñado sus fuerzas en una gran lucha, y también al que necesitando
de maestros y de modelos no puede encontrarlos entre los hombres
del presente. En este sentido y con relación al nihilismo podría
decirse que “la filosofía de Nietzsche implica, pues, una concepción
de la historia en la que la acción renovadora que se desea promover
no significa un corte, el final de la historia y el comienzo de
un más allá, sino tan sólo un cambio que se produce dentro de
la historia, una transformación cuya estructura no es sustancialmente
distinta a la estructura misma del devenir histórico y del devenir
del mundo en general. Nietzsche piensa en efecto la transvaloración
como invalidación radical –mediante un conjuro– de las pretensiones
de absoluto hechas valer por las concepciones y sistemas axiológicos
que se trata de superar. La piensa, pues, básicamente como una
confrontación entre interpretaciones, o sea, como un acontecimiento
más en la cadena de luchas y enfrentamientos entre centros desiguales
de poder, en torno a los que gira, como sobre su eje, el conjunto
de todo lo que existe”.9
Además de ese
seductor aspecto en que pertenece la historia al hombre, él por
su esencia instaura con aquella otras relaciones, que son aspectos
de dicha pertenencia, y todas ellas delatan el complejo y delicado
problema de la relación fundamental de la historia con la vida
en general, con sus grandes intereses y supremas preocupaciones.
Es incuestionable que la historia decae y su cultivo se vuelve
tedioso y rutinario cuando ella, en vez de mantener un saludable
equilibrio con los intereses vitales, predomina en demasía sobre
la vida, y esta degenera y se disgrega bajo el peso inerte del
pasado. Si la historia debe estar al servicio de la vida, ésta
a su vez necesita de los servicios de la historia. Ahora, podría
realizarse alguna consideración o marcar una ambivalencia acerca
de su pensamiento intempestivo: si el impulso histórico nos hace
infelices y el constante rememorar nos aleja de la vida ¿cómo
puede sostenerse con Nietzsche que aquello que nos distancia de
la vida es a su vez aquello que conduce a la vida? Colli ofrece
una respuesta a este interrogante diciendo que “Nietzsche demuestra
atracción y repulsión al mismo tiempo ante ‘aquella ceguedad e
injusticia en el alma del que actúa’. La repulsión es propia del
hombre que llama sobrehistórico (Schopenhauer), de aquél para
el cual ‘el pasado y el presente son la misma e idéntica cosa’,
y que condena historia y vida en nombre de la sabiduría. Pero
la atracción es más fuerte que la repulsión: después de haber
contrapuesto historia y vida, Nietzsche las reúne contraponiéndolas
a la sabiduría, y ya que la vida importa más que la sabiduría,
necesita elegirla como primera, y por lo tanto también a la historia,
que conduce también a la vida. La historia era condenada por la
vida, y ésta, en tanto injusta, por la sabiduría: pero ahora se
reniega de estos juicios en virtud de la identificación schopenhaueriana
entre vida y obrar ciego y es dejado de lado el pensamiento más
original de Nietzsche, el más suyo: el recuerdo como decadencia
de la vida”.10
La historia pertenece
al hombre, en tanto ser viviente y temporal, en tres aspectos:
como ser activo que aspira, porque conserva y venera y porque
sufre y esta necesitado de consuelo. “A esta trinidad de relaciones
corresponden tres especies de historia, si es licito distinguir,
en el estado de la historia, un punto de vista ‘monumental’, un
punto de vista ‘anticuario’ y un punto de vista ‘crítico’.”11
Las
tres se ajustan al principio de que el conocimiento del pasado
es buscado en servicio del presente y del futuro. Reaccionan a
necesidades que proceden de la misma trama objetiva de la vida
y requieren determinadas formas de elaboración de la tradición.
La historia monumental,
que alienta la grandeza del pasado y se contrapone al presente
con la fuerza imperativa del modelo,
inflama e inspira, pero en tanto está protagonizada por héroes,
su mensaje sólo tiene valor para los poderosos de este mundo o
para los que aspiran a la grandeza. ¿Es posible la grandeza? La
historia no nos revela una respuesta.
Ante la continuidad
de tradiciones muertas que paralizan la vida del presente, el
hombre activo que se ve obligado a convivir con los desesperados,
débiles y ociosos, se vuelve hacia la historia monumental
y tiene necesidad de mirar tras de sí para no sentirse asfixiado.
El precepto de esta perspectiva reza: lo que sea capaz de dilatar
más el concepto de hombre y realizarlo con más belleza debería
existir eternamente para así siempre poder realizar esta tarea.
Lo grande debe ser eterno, exigencia que engendra una lucha descarnada
pues todo lo demás que vive se opone a esto e impide que lo monumental
pueda surgir. Lo sublime debe encarar una carrera de obstáculos
para llegar a acariciar la inmortalidad, pero superándolos se
transforma en una “carrera de antorchas” a través de la cual únicamente
la grandeza triunfa y sobrevive. Así, la gloria es la fe en la
homogeneidad y en la continuidad de lo grande de todas las épocas,
o sea, la protesta contra la transitoriedad de las estirpes y
la caducidad.
Poseer una visión
monumental de lo que ha pasado, remitirse a lo clásico puede llegar
a ser útil al hombre del presente pues este piensa que la otrora
grandeza fue posible y puede serlo nuevamente. Pero dicha consideración
puede acarrear perjuicios no sólo entre los hombres activos, sino
también, de manera más nociva para la vida del presente, cuando
se convierte en un postulado de los hombres inactivos e impotentes,
eruditos desalmados sin intuición de futuro.
El pasado indefectiblemente
se desfigura cuando la visión monumental de la historia prima
sobre la anticuaria y la crítica. “La historia monumental engaña
por las analogías. Por seductoras asimilaciones, lanza al hombre
valeroso a empresas temerarias; al entusiasta al fanatismo.”12
Todo lo monumental termina queriendo imponerse como matriz interior
respecto de la época –en donde la individualidad quedaría obturada
en aras de una matriz general– y exterior respecto del futuro
–en donde los historicistas impondrían esa visión como a priori
del devenir por los consiguientes efectos similares que produciría–.
Además sus efectos pueden ser perniciosos en el dominio del arte,
en especial en lo que respecta a toda nueva y auténtica creación
artística, desde que las naturalezas artísticas débiles o simplemente
antiartísticas, escudadas en la historia monumental del
arte, suelen dirigir sus ataques contra sus enemigos hereditarios,
los espíritus vigorosamente artísticos, únicos aptos para recoger
de esa historia algo para la vida y de transformar lo aprendido
en una elevada práctica. De esta manera, la historia monumental
vela el odio contra los grandes y poderosos del presente tras
la profunda admiración por los grandes y poderosos de épocas pasadas.
Merced a ese engaño trastocan “el verdadero sentido de la historia
en un sentido absolutamente opuesto. Dense o no cuenta, proceden
en todo caso como si su divisa fuese: Dejad a los muertos que
entierren a los vivos”13 y el modelo perseguido
desahuciara la importancia del presente.
También hace referencia
Nietzsche a la historia que conserva y venera. Así la historiografía anticuaria procede
en cambio justamente cuando se desafía romper la continuidad de
la historia y las interpretaciones de la vida que sólo son capaces
de dar sentido al presente amenazan ser oprimidas o niveladas
en una conciencia a-histórica. Pues la historia, a su vez, pertenece al hombre
que es fiel a su pasado y vuelve su rostro hacia el lugar de donde
es oriundo, experimentando un piadoso reconocimiento por haber
advenido en él a la existencia. La erosión de lo tradicional es contrarrestada por un pensamiento
vinculador, el cual sirve a la vida a través de su espíritu de
conservación de lo que ha existido antiguamente, manteniendo abierta
la dimensión del recuerdo. Su
opuesto es el hombre que se deja seducir por el espíritu de aventura,
por la fiebre migratoria, que adoptado por todo un pueblo puede
derivar en una infidelidad a su pasado y en una incesante búsqueda
de lo novedoso y de lo exótico tras la marca del cosmopolitismo.
A este peligro se encuentran expuestos los pueblos jóvenes, de
corta tradición y que no poseen instituciones totalmente cimentadas
en su idiosincrasia, o sea, no poseedores de su sentido histórico.
Ahora, independientemente
de quien lo posea –pueblo, ciudad u hombre– el sentimiento anticuario
es de perspectiva corta y de horizonte próximo y limitado, lo
cual provoca un restrictivo criterio valorativo y de proporción
para evaluar justamente las cosas del pasado. El peligro es entonces:
“todo lo que es antiguo, todo lo que pertenece al pasado y que
está dentro del horizonte termina por ser considerado como igualmente
venerable; por el contrario, todo lo que no reconoce el carácter
venerable de todas las cosas de otro tiempo, por consiguiente,
todo lo que es nuevo, es rechazado y combatido”.14
El sentimiento anticuario conspira contra la vida presente, pues
si bien la preserva no la genera, a la manera del “embalsamador”
que quiere venerar a toda costa, incluso en desmedro de la propia
vivificación del presente, momificándola. Dicha proclividad, al
convertirse en manía, puede dar lugar a una forma degenerativa,
el coleccionismo. A través de la reunión de un repertorio vetusto
el hombre anticuario cree familiarizarse con la vida de épocas
pretéritas y rendirle el debido culto manteniéndose aferrado a
esos vestigios y detritus que ha depositado a su paso la corriente
vital. Es más, aunque eso no se produjese, siempre existirá bajo
esa visión el peligro de que se atiende a conservar la vida y
no a engendrarla. Nunca podrá abstraerse de esa subestimación
que posee por el devenir y el desarrollo; carece de ese instinto
adivinatorio del que por ejemplo no se encuentra privada la historia
monumental. La visión anticuaria padece de miopía frente a
lo que surge o está en formación y así anula toda firme decisión
en pro de lo nuevo y paraliza al hombre de acción.
De esta manera
se hace imprescindible recurrir al tercer punto de vista, el crítico,
y ponerlo al servicio de la vida. Esta forma es la más cercana
a la vida misma como potencia “a-histórica”. Así, la
apropiación de la tradición puede subsistir como aplicación viva
a la situación presente solamente si las ideas cargadas de futuro
pueden ser enérgicamente depuradas de lo apologético y sombrío
que arrastren consigo. Vivir u obedecer a las perentorias fuerzas
del presente es en parte tener la fuerza de olvidar de algún modo
el pasado. Indagándolo severamente, juzgándolo y finalmente pronunciándose
contra él se logra ese propósito. Ahora, la instancia que aquí
juzga no es la justicia –amparo de las valoraciones
históricas y de la presunta objetividad del juicio histórico–,
ni la gracia –manto piadoso de los errores y desafueros
del pasado–, sino la vida –potencia oscura que sólo
se apetece a sí misma–. Y es por eso que sus sentencias son inmisericordes
e injustas, pues no emanan de una fuente pura del conocimiento.
“Es preciso mucha fuerza para saber vivir y olvidar, a la vez,
cuánto se parecen estas dos cosas: vivir y ser injusto.”15
La vida, que necesita de olvido, momentáneamente reclama su anulación
y exige someter a las cosas y valores sobrevivientes de tiempos
anteriores a una rigurosa prueba para enjuiciarlos con ánimo implacable
ya que considera que deben desaparecer. Así se los vislumbra históricamente
desde un punto de vista crítico haciendo tabula rasa de todos
los actos piadosos que han contribuido a erigir y consolidar esos
valores y cosas, destruyendo sus raíces. Tarea arriesgada para
la vida cuyo servicio aquélla invoca para justificarse. Cuando
hombres o épocas sirven a la vida de este modo, o sea, enjuiciando
despiadadamente el pasado y atacando en su raíz a las cosas, instituciones
y privilegios a que aquél dio vigencia, ellos son peligrosos y
exponen a graves peligros a la humanidad.
A esa negación
del pasado es difícil fijarle un límite, pero en esa irreverente
forma de desembarazarse de lo tradicional se manifiesta la lucha
por conquistar una dimensión fundamental para que el hombre pueda
alcanzar su vida individual: la afirmación de su personalidad.
Esta potencialidad no la puede proporcionar jamás la razón historicista
que acaba remitiéndonos al hastío de la repetición o al cinismo
de lo consumado, sino que es la vida misma quien la afirma. Pero
no creamos que se aboga por una experiencia “original” de la vida
al margen de la historia. Nietzsche era consciente que al ser
el resultado de generaciones anteriores –tanto de sus errores,
como de sus pasiones y extravíos–, no resulta fácil desligarse
de esa herencia. Aunque solamente la historiografía crítica, en donde
todo pasado es digno de ser juzgado, puede conducir a una liberadora
reflexión sobre la historia como una serie de represiones, deseos
insatisfechos y posibilidades frustradas. Esto se logra si podemos desembarazarnos de la presión del pasado, de lo
innato, de lo transmitido por la educación, hasta crear un nuevo
hábito o segunda naturaleza, que confíe en sí misma, teniendo
en cuenta que la primera fue una vez segunda, es decir, un producto
diluido en el acontecer histórico.
Estas tres formas
posibles de vislumbrar la historia únicamente están en su derecho
y tienen sentido para la vida en un solo terreno y bajo un solo
clima, adecuados a una determinada finalidad del hombre; en cualquier
otra condición ella está fuera de su órbita y se desarrolla como
cizaña devastadora. “Cuando el hombre que quiere crear alguna
cosa grande tiene necesidad de tomar consejo del pasado, se apodera
de éste por medio de la ‘historia monumental’; cuando, por el
contrario, quiere conformarse con lo convenido, con lo que la
rutina ha admirado en todo tiempo, se ocupa del pasado como ‘historiador
anticuario’. Únicamente aquel a quien tortura la angustia del
presente y que a toda costa quiere desembarazarse de su carga,
sólo ese siente la necesidad de una ‘historia crítica’, es decir,
de una historia que juzga y condena.”16 Del irreflexivo
trastrueque de estas tareas, del transporte de la planta a un
suelo que no es el suyo, pueden surgir muchos males.
Si existe un texto
exento de los convencionalismos clasificatorios de las diversas
filosofías de la historia, ese es el de las Tesis de Filosofía
de la Historia, de Walter Benjamin. Sus conceptos no remiten
a abstracciones metafísicas, sino que están vinculados con experiencias
históricas concretas. En este sentido las referencias a Nietzsche
son variadas, aunque hay dos que vale la pena rememorar. La Tesis
VIII, donde Benjamin, oponiéndose al historicismo servil,
nos propone “cepillar la historia a contrapelo”, aunque a diferencia
del pensador intempestivo –que realiza su crítica en referencia
al individuo rebelde, al héroe y al futuro superhombre– se solidariza
con las víctimas de la civilización y el progreso moderno. A su
vez, el autor de las Tesis, encabeza la número XII
con un epígrafe –posiblemente apelando a su memoria, pues reformula
la metáfora nietzscheana de la pinacoteca, aunque intentando expresar
una idea similar,17 extraída del desarrollo que Nietzsche
realiza cuando se refiere a la historia monumental: “Necesitamos
la historiografía. Pero la necesitamos no como el malcriado haragán
que se pasea por el jardín del saber”.18 Es llamativo
que Benjamin no tome la cita del desarrollo de la historia
anticuaria, cuyo fin es el de la conservación de un patrimonio
cultural. La historia monumental, aquella que se nutre
de la fuerza para el cambio en el ejemplo a imitar, en “la posibilidad
de que lo que alguna vez fue sublime vuelva a serlo”, representa
para Benjamin la transformación que suscita una lucha de clases
que debe abrevar en el recuerdo y en el dolor por los antepasados
esclavizados y no en la imagen menos vigorosa de los descendientes
liberados. De esta forma Benjamin invierte el camino progresista
estipulado hacia al futuro por la socialdemocracia, que en su
opinión ha desarticulado las fuerzas de la clase obrera sepultando
las injusticias pasadas en nombre de un futuro incierto. El Angelus
Novus tiene el rostro vuelto hacia el pasado; querría despertar
a los muertos y recomponer la ruina de catástrofes que se amontonan
a sus pies. Justamente la historia monumental tipificada
por Nietzsche, y en la que se inspira Benjamin, es la historia
que hace presentes las desgracias de otros tiempos al hombre que
sufre y tiene necesidad de consuelo: no es ésta una historia de
doblegamiento y conformismo, no se trata de la conservación ni
de la veneración de la historia anticuaria sino de la combinación
de lo que Nietzsche denomina historia crítica, una historia
que juzga y condena las iniquidades del pasado, con una historia
monumental que obra a favor del cambio como remedio contra
la resignación. Es en este contexto, y en el del exceso de ejemplarismo
de la historia monumental, en el que el epígrafe de Nietzsche
incluido por Benjamin evoca al malcriado haragán en el jardín
del saber que concibe a la historia como mera paráfrasis de lo
existente, una historia que inmoviliza y que se resiste al cambio
en la promesa de un incierto futuro.
El epígrafe que
rescata Benjamin del filósofo intempestivo pone de manifiesto
la lisa necesidad del conocimiento histórico. Dicha necesidad
es decidida por el joven Nietzsche desde el punto de vista de
la vida: “...tenemos necesidad de la historia para vivir y para
obrar. (...) Queremos servir a la historia solamente en cuanto
ella sirve a la vida. Pero hay una manera de considerar la historia,
en virtud de la cual la vida se depaupera y se degenera. Es un
fenómeno cuyo conocimiento actualmente es tan necesario como doloroso.
Y es preciso conocerlo según los síntomas que reviste en nuestro
tiempo”.19 Es lo apremiante, lo doloroso de esta necesidad
lo que básicamente interesa a Benjamin. ¿En qué momento y en qué
condiciones se vuelve imprescindible el conocimiento de la historia?
Claramente no se trata de lo “teóricamente necesario” –como podría
ser el caso de la necesidad del conocimiento histórico desde la
perspectiva de la integridad o de la consumación sistemática del
saber filosófico–; sino que se trata de lo urgente. Esta “urgencia”
constituye al sujeto de conocimiento histórico como aquel para
el cual conocer la historia –y conocerla históricamente– es cuestión
de vida o muerte. Y este apremio no sólo tiene consecuencias para
la determinación de ese sujeto, sino también para la índole del
conocimiento mismo. Ella misma es el punto en que la materia de
lo cognoscible afecta irresistiblemente a la propia forma y a
la intención del conocimiento y a la posición y a la actitud de
su sujeto. Es este efecto el que mueve la polémica benjaminiana
en torno al “concepto de historia”.
Nietzsche arremetió
contra la civilización moderna desarticulada. El hecho de que
las expresiones “cultivado” y ”habiendo recibido una cultura histórica”
hayan llegado a ser en su tiempo casi sinónimos, le sugiere un
signo de lo nefasto. Se ha olvidado completamente que la civilización
debería ser lo que fue entre los griegos: motivo, capacidad de
decisión. Puesto que se designa gustosamente la civilización por
la palabra Innerlichkeit, probablemente esto se deba a
que se ha convertido en un peso muerto e inerte que no hace obrar
a su poseedor. Los “hombres cultivados” son especies de enciclopedias
que intervienen únicamente de conformidad con lamentables preceptos
tradicionales y generalmente admitidos, si no es que movidos por
la simple brutalidad.
La cita de Goethe
que abre esta Segunda Intempestiva sirve de sinopsis expresiva
pues para Nietzsche es detestable la instrucción que no vivifica
su actividad. La desmesurada presencia de la historiografía en
la vida moderna paraliza la acción pues “lo superfluo es enemigo
de lo necesario”. El saber desmedido, adquirido aún a costa de
lo necesario y la superabundancia de conocimientos históricos,
no obra como estímulo que nos impulse hacia el exterior de manera
activa, sino, por el contrario esa informe copia queda velada
en una especie de mundo caótico interior. El hombre moderno es
el reflejo de un lujo con un “interior” completamente “caótico”.
Así, cualquier cultura que abreva en tal conocimiento no es algo
vivo, algo verdadero o auténtico, sino que sólo exhibe una especie
de saber acerca de la cultura que se reduce a una idea o sentimiento
de cultura, a una actitud convencional indiferente o pobre imitación,
un lujo superfluo u ornamento a falta de lo más necesario.
En definitiva,
la revulsiva postura de Nietzsche hacia la historiografía de la
época se vincula con sus premisas de “rebelión” frente a los “hechos
consumados” y venerados en tanto “racionalidad del proceso” por
los filisteos y el legado del cristianismo en lo que se refiere
al “tiempo”, ambos temas que hacen a la indagación ontológico-política
de su pensamiento. El espíritu moderno ha necesitado de la historia,
travestida como teodicea cristiana, para contener el impulso subversivo
de lo nuevo, para oponerse a los movimientos revolucionarios y
a las tendencias disconformistas.
La historiografía es la forma en que
las ciencias del espíritu se independizan de la praxis y disuelven
el último vínculo entre conocimiento e interés, vulnerando la
personalidad y evitando a los pueblos madurar e ir en búsqueda
de su plenitud vital. La narración histórica trocada en ciencia
relega las tradiciones vigentes a un área ausente de compromisos,
difunde la creencia negativa de que todos somos seres tardíos,
tornando la actualidad escéptica y egoísta, en vez de invitarnos
a apropiarnos del pasado para realizar una reflexión rica en consecuencias
para la praxis. La crítica de Nietzsche se dirige por igual contra
el concepto contemplativo del conocimiento y contra el concepto
de la verdad como correspondencia.
La salida que
propondrá Nietzsche apunta a una nueva concepción de la cultura,
desligada de la visión ornamental y decorativa, en tanto nueva
“phycis perfeccionada” donde el hombre se ponga nuevamente a la
altura de la vida –concepción ontológica prefigurada en El
nacimiento de la tragedia (1872)–, “naturalizando” al hombre
y redimiendo al mundo del cristianismo. A escala ontológica la
“desnaturalización” de la cultura puede vincularse con una noción,
a su vez desnaturalizada del tiempo, en la cual la metafísica
ha actuado como teleología. Políticamente, se vincula con el historicismo,
en la medida en que el cristianismo ha hecho de los despersonalizados
hombres rebaños dóciles al servicio de la pseudocultura y de los
poderes que la promueven.
La miseria interior del hombre moderno se debe a una absoluta
falta de personalidad para oponerse a los poderes, a la relación
de servidumbre que se establece entre el pasado y la actualidad
por parte del historicismo acrítico y nihilista. En este sentido,
sólo aquel que construye el porvenir puede juzgar el pasado, impulsado
solamente por la fuerza suprema del presente. Nietzsche nos propone
“saber olvidar”, o sea, dejar de ser epígonos y revivir la voluntad
de oponernos a lo convencional.
Notas
1 Nietzsche,
F.: Ecce homo, trad. cast. A. Sánchez Pascual, Madrid,
Alianza, 1991, p. 73.
2 Nietzsche,
F.: Epistolario inédito, trad. cast. L. López-Ballesteros
y de Torres, Madrid, Biblioteca Nueva, s/f, p. 133.
3 Nietzsche,
F.: Ecce homo, ed. cit., pp. 73-74.
4
Fink, Eugen: La filosofía de Nietzsche,
trad. cast. A. Sánchez Pascual, Madrid, Alianza, 1989, p. 45.
5 Nietzsche, F.:
Epistolario inédito, ed. cit., p. 136.
6 Nietzsche,
F.: Consideraciones intempestivas, “De la utilidad y de
los inconvenientes de los estudios históricos para la vida”, Obras
completas, vol. II, trad. cast. E. Ovejero y Maury, Madrid,
Aguilar, 1949, p. 55.
7 Ibíd. p. 56.
8 Ibíd. p. 59.
9 Sánchez
Meca, Diego: En torno al superhombre, Barcelona,
Anthropos, 1989, pp. 231-232.
10 Véase Colli, Giorgio: Introducción a Nietzsche, trad. cast. Romeo Medina, México,
Folios, 1983, p. 36.
11 Nietzsche,
F., op. cit., p. 59.
12 Ibíd. p. 62.
13 Ibíd. p. 63.
14 Ibíd. pp. 64-65.
15 Ibíd. p. 66.
16 Ibíd. p. 63.
17 Véase ibíd. pp. 59-60.
18
Benjamin,
W.: La dialéctica en suspenso. Fragmentos sobre la historia,
trad. cast. Pablo Oyarzún Robles, Santiago, ARCIS-LOM, 1997, p.
58.
19 Nietzsche, F.: op. cit., p. 53.
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—Consideraciones
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—Ecce
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trad. cast. A. Sánchez Pascual, Madrid, Alianza, 1991.
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inédito,
trad. cast. L. López-Ballesteros y de Torres, Madrid, Biblioteca
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Sánchez Meca, Diego: En torno al superhombre, Barcelona, Anthropos,
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Pensamiento de los confines, n. 13, diciembre de 2003
/ Págs. 75-83.
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