Apuntes
sobre la experiencia universitaria I
Alejandro
Kaufman
es
fácil advertir su obstinarse ciego,
el clima general de batalla, el énfasis
de una ocasión en la que no era posible
hablar sin predicar o pensar sin fe,
y así la recomendación de la lectura
de la Apología de Sócrates como manual
técnico se evidencia ingenua y fatal,
lastre de un trajinar de esencias y leyes
moralmente eternas que ponían, otra vez,
la historia del lado del alma y la reacción.
Sergio
Raimondi(*)
Anacronismos. La tentativa de una reflexión sobre la experiencia universitaria
requiere una aclaración previa. Es necesario despejar antes que
nada el eventual impulso del interlocutor a entonar el canto reformista
con ese énfasis con que se cantan aquellos himnos que representan
insurrecciones gloriosas, cuando los bellos tiempos han quedado
atrás y nuevas estructuras de poder o hábitos anquilosados se
ven amenazados por nacientes inquietudes que no consultan ningún
dogma vigente para autorizarse. Semejante situación se presenta
cuando ciertas frases revestidas de encanto (nuestro régimen
universitario –aún el más reciente– es anacrónico) pueden
volver a pronunciarse sin reparar en la mera conservación de lo
que aquellas fundaciones de 1918 instalaron como cuerpo que nos
constituye. La pregunta, como siempre que se trata de mantener
viva una tradición modernista –una experiencia del cambio– remite
a la vigencia de lo postulado casi un siglo atrás. Dicha vigencia
no depende de una disputatio alrededor de las abstracciones,
sino de la consideración intelectualmente libre acerca de las
políticas del saber y la cultura como responsabilidades vivas
que nos imponen interrogantes urgentes en tiempos de conmoción.
Si la Reforma del 18 denunciaba el anacronismo porque intervenía
sobre la perceptible inadecuación entre aquellas instituciones
universitarias y la emergencia del nuevo mundo del siglo XX, no
podría al menos dejar de sospecharse que un siglo después se replica,
actualizada, aquella percepción.
Decepciones. No es sólo que el mundo pudo haber cambiado. De eso nos han
llenado los oídos, para bien y para mal. El cambio es industria
de la innovación, tráfico de adaptaciones, aprendizaje de la creación,
y sistematicidad de la producción. En ese contexto se inserta
el debate más habitual, y no por ello menos necesario, entre “mercado”
y “cultura”, entre “dispositivos procedimentales” y “neoespiritualismos
cultos”. Un punto de partida que actualizara el debate, ante una
interpelación sobre el anacronismo, tomaría nota de que no se
sale del mercado por las invocaciones que se profieran ni por
las escrituras que se entreguen a la imprenta, ya que habrán de
circular junto a los demás bienes, sin dejar resquicio alguno
fuera de la valorización del sujeto productor como sede de capital
simbólico acumulado con todas las acreditaciones que le serán
obligatoriamente concedidas para que siga su re-curso el ciclo
de la producción intelectual, hoy en día indiferenciable de la
producción mercantil e industrial.
Y, sin embargo,
sería un gravísimo error menospreciar ese debate. Todo puede ser
aún peor, y ninguna forma de resistencia ejercida por las mejores
fuerzas espirituales, críticas y poéticas es merecedora de descuido,
aunque no por eso se las exima del escrutinio, con el que por
otra parte mantienen un pacto esencial.
Lo que se nos ha
cambiado de manera drástica e irreversible es lo que recibimos
como legado en nuestra propia enseñanza infantil y juvenil. Nacimos
en un país, crecimos en uno que vaticinaba inminencias que no
podíamos imaginar, y vivimos en otro, que aún nos tenía reservadas
sorpresas despiadadas.
Sólo un punto
de partida irreductible e insobornable de amarga felicidad y exigencia
ética radical puede augurarnos un futuro, por módico que sea.
Ser optimista es creer en esa posibilidad. Si hay algo que recordar
de diciembre de 2001, ello radica en esa sed de reparación, reconstrucción
y refundación. El último año que transcurrimos nos habla una y
otra vez del reconocimiento de esa necesidad. Más allá de la magnitud
de las satisfacciones alcanzadas.
Constataciones. Si la universidad sobrevivió a la catástrofe, fue sin duda
a pérdida y sin alegría. No se sobrevive a las catástrofes, a
los genocidios y a las destrucciones autoinducidas con alegría.
Cuando la supervivencia no termina de identificarse con un camino
recorrido por el sujeto. Cuando el azar parece más bien una razón.
Sin embargo, algo había en la universidad, y en la institución
educacional en general en la Argentina, ciertas fuerzas que contribuyeron
a que nos mantuviéramos a flote. Incluso desde una perspectiva
moral.
Aseveraciones
que en otro contexto serían meras crueldades e inclemencias pueden
escucharse en forma matizada cuando se refieren a la escuela:
“lugar para aprender, no para comer”. Como si fueran actividades
distintas. Como si no se aprendiera precisamente para “comer”.
¿Para qué otra cosa se podría justificar la escuela si no es para
“comer”? Le debemos a la lengua castellana la pérdida de una significación
solidaria entre comer y saber que en cambio está presente en otras
lenguas.
Si todos no comemos,
si millones no comen, es porque había, hay algún problema con
nuestros saberes. Nuestros saberes no saben algo que necesitamos
saber. ¿Será por eso que no sabemos que los necesitamos? ¿Será
por eso que el poder, en la matriz cultural argentina que regula
nuestra historia reciente está divorciado del saber? Para quien
tenga presente la distinción griega entre libertad asociada al
pensamiento y esclavitud asociada a lo “práctico”, habrá que enfatizar,
mientras desviamos la mirada del menesteroso más cercano para
mantenerla en línea con la de nuestro interlocutor, fuera de “los
ojos de los pobres”, que los esclavos, en aquella antigüedad clásica,
comían lo necesario.
La coexistencia
entre hambre y democracia formal, por si hubiera que recordarlo,
nos retrotrae a algún limbo inasimilable a una historia emancipatoria
cualquiera.
Progresos. En la Argentina también fracasó la dimensión biopolítica de la modernidad.
En cada uno de los aspectos en que el impulso hipermoderno argentino
fue pionero, abordamos décadas más tarde una regresión incalculable.
Si Buenos Aires acompañó a las “grandes naciones” en la construcción
iniciática de los subterráneos, un siglo más tarde vive uno de
sus mayores dramas políticos en relación y por el fracaso de aquel
impulso modernizador transportista. Si en algo tienen razón los
transeúntes y automovilistas de Buenos Aires es en aquello en
lo que carecen de ella. Ven a los piqueteros y los imaginan sacrificados
–exigen su sacrificio– como chivos expiatorios de la parálisis
urbana. Si el movimiento piquetero conlleva un conflicto para
el porteño, no lo presenta sólo por su problematicidad social
y culposa para el que se salvó, sino porque antes que ninguna
otra cosa, en la vida cotidiana, es un problema de tránsito, que
altera los nervios, y que paraliza aún más a una ciudad que no
merece el tránsito violento que la atraviesa. Durante décadas
aquellos subterráneos pioneros pasaron a convertirse en ruinas.
No deja de ser un signo auspicioso su actual renacimiento.
¿Estábamos pensando
en la Universidad? ¿Acaso invocamos casi sin querer a alguna de
sus facultades?
¿La pensamos como
Parnaso, como Jardín?
En la modernidad,
la universidad representa a través de la fuerza bruta de sus recursos
masivos la articulación entre lenguaje y técnica. Constituye
la base de la existencia en el capitalismo. Y en tiempos más recientes,
no ha hecho otra cosa que volverse más funcional, más racionalizada
y más industrial. ¿Qué todo ello nos resulta desolador? Tanto
como lo que vemos a nuestro alrededor. ¿Es así? ¿O es mayor la
conciencia de la desolación en lo que concierne a aquellos que
participamos con una responsabilidad cercana, mientras el mundo
circundante de los quehaceres humanos y sociales nos resulta lejano,
precedido de coberturas retóricas, de paneles que ocultan elegantemente
las entrañas de las máquinas? ¿No será que pertenecer a las entrañas
de esta máquina, finalmente heredera de la autoconciencia
crítica, por maltrecha que se encuentre, nos hace regodear con
nuestras íntimas desventuras, descuidando lo que alrededor sucede?
El sistemático
y exhaustivo interés y pertinencia de lo que la universidad abarca
parece desmentir esta sospecha, porque, aparte de los medios de
comunicación y las prácticas estéticas, no hay ningún otro campo
cognitivo y lingüístico que abarque el conjunto de los trabajos
y los días. Y dado que la universidad se complace en acoger en
su seno también a los medios de comunicación y a las artes,
concluiremos en que, dado que nada de lo humano le es ajeno, para
pensarla como un monstruo aislado, enclaustrado,
deberemos definir ese enclaustramiento como una singular forma
de autonomía. Dependiente en sus temas y problemas, anticipatoria
en sus configuraciones pragmáticas, indiferente a las coyunturas,
dotada de recursos de gran alcance, aún en el peor de los casos,
la universidad está más acá y más allá de la “realidad”.
Saber y oralidad. (Biblioclastia I). Prevalece la transmisión oral, de manera
natural y legitimada. Los concursos docentes exigen la ficción
de la “clase” pública, el despliegue exhibitivo, locuaz y erudito
de la dicción. De un modo que en la actualidad equivaldría a pedir
una prueba de caligrafía, el escrutinio del desempeño verbal está
fuertemente instalado en la cultura universitaria. Al alumno se
le habla para que registre el saber y se lo escucha para que demuestre
si el registro fue consumado. El examen oral es la contrapartida
del monólogo magistral de la clase teórica. Son estos los gestos
mejor desempeñados. Otras actividades y elaboraciones son puestas
en tela de juicio, asociadas con baja calidad o con imposibilidades
de evaluación por parte del docente. La nuestra es una universidad
que menoscaba la escritura, porque en el fondo es negligente con
el fundamento mismo del saber universitario que es el libro.
Es una negligencia
denegatoria, verificable en las acciones, no en los dichos, desde
luego. No es ajena a la facilidad con que queda establecida la
sinonimia entre “cultura” y “promoción de libros recién editados”
en algunos medios de comunicación. Como si hubiera alguna equivalencia
entre comprar libros y leerlos (o incluso poseerlos –por las mismas
razones profundas por las que “comer” y “comprar comida” no son
equivalentes–).
Las bibliotecas,
la conservación y adquisición del patrimonio bibliográfico, los
usos del libro muestran todos ellos un lugar último, arrinconado,
situado al final de las prioridades. Se trata de un estigma cultural
afincado en las creencias profundas. Los estudiantes no sienten
necesidad de acceder, consultar ni poseer libros, porque el régimen
de enseñanza no lo requiere. Lo que se les exige, asimilar rápidamente
la información vertida en forma oral para reproducirla en el examen
oral, se vería obstaculizado severamente por la indagación bibliográfica.
El estudiante que se propusiera profundizar en los textos originarios,
y recorrer por sí mismo el proceso que lleva al digesto oral de
las clases teóricas no será acompañado por sus pares ni recompensado
por sus profesores.
Mil síntomas indican
la precariedad y la ausencia del libro. Adquirir libros es desalentado
por las prácticas efectivas. Si la propia institución presenta
bibliotecas exentas de toda atracción libidinal, es comprensible
que los estudiantes no asocien la vida universitaria con la formación
de bibliotecas personales, ni exijan, cuando establecen sus demandas,
nada que se relacione con los libros. Cuando se organizan política
y gremialmente, los estudiantes se dedican a la confección de
esas ediciones efímeras, destinadas al basurero desde su impresión.
La vida universitaria
homologa a los medios de comunicación. Transmisión “en vivo”,
absorción instantánea y acrítica de lo audible, lectura de un
material efímero, sin destino más allá del ciclo lectivo. En esta
situación radica un ejemplo de cómo prácticas con origen tan antiguo
como las ediciones que los estudiantes emprenden para facilitar
sus estudios (y que se remontan a la “pecia” medieval) pueden
adoptar rasgos –en el contexto posfordista massmediático– que
las asimilan a nuevas significaciones, en cierta medida nocivas
para sus propios fines, tan legítimos como venerables.
Recientemente,
a un profesor de derecho romano, frustrado por el escaso rendimiento
de sus alumnos, se le ocurre la feliz idea de interrogarlos sobre
“cultura general”. ¿Cuáles son las partes de un caballo? ¿Qué
fue “Auschwitz”? Los alumnos resultan incapaces de responder a
esas preguntas improvisadas por un inconsciente programador de
entretenimientos de preguntas y respuestas televisivas o palabras
cruzadas. Una idea de cultura general arraigada en el sentido
común massmediático de la industria cultural menos ambiciosa que
se pueda imaginar. En esos días se produjo un cierto revuelo mediático.
La prensa gráfica y audiovisual incorporaba a su agenda la “crisis
de la escuela”. Con los métodos característicos de las noticias
de la farándula, ahora se encaraba tema tan importante para el
destino del país. Los medios, con su capacidad para atrapar intelectuales
y docentes en su agenda. Docentes universitarios y estudiantes
que componen presurosos sus presencias para las luces del estudio
de televisión, mientras profieren desinteresados diagnósticos
basados en sencillas y comprensibles comprobaciones, especialmente
accesibles al gran público, sobre la grave situación que atraviesa
uno de los escasos ámbitos que aún merecía alguna credibilidad
para ese mismo público.
En un programa
de TV aparece el profesor, invitado con sus alumnos preferidos.
Una joven recién salida de la adolescencia se lamenta de la ignorancia
de sus desafortunados compañeros. ¡Cuán desaliñados son ellos,
cuán descuidados en su formación, si es tan fácil cumplir con
las exigencias del profesor! No es necesario siquiera consultar
ningún libro, basta con escuchar atentamente sus exposiciones
orales, y se podrá aprobar sin problemas. ¿Cómo es entonces, se
pregunta la niña, que no puedan responder a preguntas tan simples?
La implicación es que la cultura general invocada ha de ser entonces,
tiene que ser así por lo dicho y comentado, y por el contexto,
algo que se absorbe, como se absorben las lecciones universitarias,
de los medios de comunicación. Si no es necesario leer ningún
libro para estudiar Derecho Romano, porqué habría que leer acerca
de las partes del caballo. De lo que se debe tratar entonces,
es de que estos alumnos, en lugar de cultivarse con fruitivos
documentales de animal planet, seguramente habrán de descender
un escalón por fuera de la cultura general: en el mejor de los
casos ¿han de estar ocupados con videojuegos?
Que el libro sea
un objeto formal de sacralidad más limitada a la obligación
ritual que a su inscripción en la vida práctica. Ahí se nos muestra
el síntoma, el problema.
Biblioclastia II. Dos rasgos caracterizan la fundación de la universidad: una
asociación defensiva y funcional entre enseñantes y estudiantes,
y una congregación alrededor del libro, a los fines de la consagración
del culto de la lectura. Estos dos rasgos, el claustro y la lectura
–cuya condición social de posibilidad es el claustro–, definen
a la universidad desde que existe, y permanecen intactos a través
de los siglos. Sin ellos veremos muchas otras actividades culturales
inequívocas, pero no una universidad. Son estos los rasgos que
subsisten en la universidad contemporánea, aun cuando las tramas
del saber estallaran en mil pedazos, y ya no hay siquiera una
lengua común que los saberes puedan comunicarse recíprocamente.
Amenazas, imposiciones
y decadencias desasosegaron a la universidad muchas veces. Sin
abandonar su sentido esencial, las universidades atravesaron los
tiempos. Podría decirse que cada vez que se encuentren en peligro
esos dos rasgos fundamentales de la universidad, surgirán los
correctivos, sean revolucionarios, sean conservadores, si es que
ha de persistir la universidad como institución.
El actual proceso
civilizatorio somete a la universidad a desafíos que le exigen
las consiguientes acomodaciones, no sin señalar de inmediato la
paradoja: es la universidad el protagonista que agencia a la vez
esos nuevos desafíos. Reconocemos en ello la naturaleza inquietante
del saber, siempre negándose a sí mismo para volver al punto de
partida y confirmar el llamado a un renovado exilio.
Ese carácter conflictivo
no es ajeno a las series de paradojas que habitan las tensiones
existentes entre el claustro y la exterioridad, entre el maestro
y el alumno, entre la memoria y el olvido que posibilitan el descubrimiento
de horizontes vírgenes.
El libro, lejos
de constituirse en una identidad, en una esencia o en un objeto
autosuficiente, atraviesa a lo largo de los siglos todos los avatares
de las luchas culturales. Es sede de lo mejor y lo peor, transforma
la mente humana e invoca nuevas formas de transmisión y soporte,
recorta la subjetividad moderna y la destituye, se instala como
unidad y como multiplicidad al mismo tiempo. Se lo escribe y se
lo borra, se lo promueve, pero también se lo destruye.
El gesto biblioclasta,
que la vieja historia menoscababa por su limitada dedicación a
lo monumental, y que las nuevas historias exploran con miradas
rejuvenecidas, se reitera numerosamente a través de las épocas.
Incluso hay, si no libros, al menos lecturas que son destructoras
de libros, invocando aquellos libros que se alegan como sustitutivos
de todos los demás. Varios libros sagrados han sido leídos de
esa manera, y en el siglo que dejamos algunos se han escrito con
ese sentido.
El gesto biblioclasta
es sintomático, susceptible de olvido y negador de sí mismo, dado
que supone la sustitución del libro como tal, o de algunos libros,
por otros libros o, como sucede en la actualidad, por las imágenes
pretendidamente autosuficientes de los medios de comunicación.
No es ocioso recordar aquí que va quedando bien claro que no hay
nada esencial en los medios de comunicación que los formule como
biblioclastas. Como siempre ocurrió, se trata de considerar las
interpretaciones, las recepciones. No es necesario replicar la
inanidad del colgamiento talibán de los televisores, en tanto
que tampoco se justifica quemar las ediciones de “Mi lucha”.
Biblioclastia III. Digamos por ahora, y para no abundar, que la biblioclastia
no depende del uso del fuego ni del instrumental del inquisidor.
Hay una biblioclastia, sólo posible junto a una bibliofilia trémula
de pasión, que se comporta por omisión, por olvido, por negligencia
y por desinterés. Por ello se vuelve más difícil de identificar
pero no menos destructiva. Es nuestra biblioclastia.
Difícil de identificar
porque quien ame los libros se verá acompañado por una legión
de bibliófilos, lectores, coleccionistas, bibliotecarios, escritores,
libreros y editores. No hay pasión bibliófila que pueda verse
frustrada en el Río de la Plata. Más acá y más allá de la universidad.
Sin embargo.
Dado que la biblioclastia
es una suerte de enfermedad autodestructiva, autoinmune, se trata
de reconocer los síntomas, en el marco nosológico de aquello que,
por íntimo, familiar, resulta entonces, siniestro, y consiguientemente
imperceptible.
El libro siempre
fue un bien escaso y de difícil acceso. La razón principal que
justifica esta afirmación no radica en ningún aspecto técnico
de los que conciernen a la evolución material del libro. En tanto
que sólo somos capaces de comer lo que estamos en condiciones
de ingerir y digerir, el libro supera cualquier medida previsible
para un lector. Un lector es siempre lector de todos los libros
existentes, no sólo de aquellos que es capaz de leer, hojear,
atesorar o vislumbrar en las estanterías. Las bibliotecas tienen
la relación con la lectura que tienen los sembradíos y los campos
de crianza con la alimentación: son una promesa, un regocijo para
el espíritu, una profecía. Contemplar los libros alineados en
sus filas o expuestos en las mesas y vitrinas nos informa, más
que sobre lo que vamos a leer, sobre lo que no podremos leer nunca,
aunque no habremos de resignarnos tampoco jamás. Pero la cuestión
del acto de lectura en este sentido es casi secundaria. La visión
de las bibliotecas nos informa sobre el conocimiento de una manera
que desborda cualquier lectura. Vislumbrar un tema o un autor
desconocido, concurrir a la biblioteca y apreciar en escala humana,
corporal y arquitectónica la magnitud de un campo del conocimiento
y de la obra de un autor son experiencias insustituibles. Ver
que sobre tal tema, campo o argumento existen decenas de libros:
“bibliotecas enteras”. Hallar en la sala de lectura de una gran
biblioteca nacional obras de referencia cuya sola posibilidad,
por su composición temática, nunca se nos hubiera ocurrido. Es
la razón por la que una biblioteca adecuada exige el pasaje del
lector por cada uno de los anaqueles, la posibilidad de tocar
y abrir cada uno de sus volúmenes. Sin exagerar la sensualidad
y corporalidad de semejante experiencia, se destaca su calidad
cognitiva, inescindible de sus parámetros físicos, corporales,
incluso olfativos.
Es biblioclasta
(podría decirse: en tanto que “política cultural”) privar a los
lectores del acceso físico a los libros. Es por ello que las bibliotecas
universitarias seleccionan a sus lectores por una parte, pero
una vez que han ingresado, ese ingreso es libre e irrestricto.
La clausura de la universidad habilita la creación de innumerables
bibliotecas no universitarias, dotadas del mismo acceso físico
a los libros. Con excepción de los tesoros¸ aquellas bibliotecas
y libros que poseen características singulares de valor o precariedad,
que los colocan fuera del alcance directo de los lectores. En
las bibliotecas universitarias, los tesoros pueden albergar una
parte del patrimonio, en tanto que en una biblioteca nacional,
es el conjunto del patrimonio el que debe mantenerse alejado o
poco accesible al contacto directo con el lector. La biblioteca
nacional tiene como finalidad recordarnos el conjunto de la producción
de un país. Como dijo el actual subdirector de la nuestra: es
un yacimiento. Algo muy valioso que se extrae con cuidado, y que
en su generalidad permanece reunido al abrigo de la luz y el ruido.
Por eso la biblioteca nacional no requiere la visita predadora
de los niños y jóvenes, que necesitan a su disposición, antes
que la nacional, muchas otras bibliotecas (en cada escuela, en
cada barrio, en cada manzana, en cada casa). Por otra parte, las
bibliotecas nacionales son las más accesibles de todas, pero no
en forma directa, física, sino a través de los medios modernos
de transporte y comunicación. Ayer, el correo para la consulta
del catálogo y el préstamo interbibliotecario, hoy, las redes
informáticas y las fotocopias accesibles desde cualquier parte
del mundo. El catálogo y el carácter público del catálogo de una
biblioteca nacional es una función próxima en importancia a la
disponibilidad y aún a la existencia física del volumen. En este
tipo tan singular de biblioteca la función del libro es más similar
a los bienes que garantizan el valor de una moneda, custodiados
por el Banco Central de un país (que no se tocan), que al circulante
(que fluye y se intercambia).
De una manera
similar a la desarticulación de los desarmaderos de autos que
se llevó a cabo recientemente en la provincia de Buenos Aires
para desalentar el robo de automotores, es el acceso global a
una biblioteca nacional aquello que puede desalentar el tráfico
internacional de libros infrecuentes (sin contar con los coleccionistas,
depredadores de cualquier tesoro).
Desde luego, nuestra
actual realidad, con bibliotecas universitarias cerradas a sus
propios usuarios, no alienta la superación de esta, que de hecho,
resulta una realidad biblioclasta, por negligente, aun cuando
no se piense a sí misma como tal.
Biblioclastia IV. No somos responsables de las destrucciones de libros que
ejercieron nuestras dictaduras, pero tenemos plena responsabilidad
por la memoria del odio antiintelectual y el brutalismo del que
hemos sido víctimas. Y al respecto hay que decir que el signo
biblioclasta se encuentra en el olvido de aquellos actos de barbarie.
En el sentido de que la memoria, en este caso, requiere no sólo
la reparación, sino también el desagravio.
Si los docentes
de todos los niveles de la educación argentina estamos sometidos
a una condición menesterosa desde hace años, si coexiste casi
como hábito una serie de gestos de los sucesivos gobiernos sobre
la restauración de una condición digna perdida hace ya tantos
años, siempre después denegada no obstante todas las buenas intenciones
y las infinitas y reiteradas protestas, hemos de ver en ello un
arco de actitudes que van desde la destrucción antiintelectual
del libro hasta el respectivo descuido, inexcusable por injustificado,
pero también alarmante por ausente, de las agendas públicas.
La noche de los
bastones largos, mucho más allá de un castigo político a sectores
sociales de oposición a ciertos poderes, tiene que ser considerada
como un signo de antiintelectualismo, de anticultura y de biblioclastia
que pide a gritos ser reconocido en el conjunto de los avatares
de la vida política argentina desde entonces. Acto dirigido contra
la universidad, es casi de sentido común la conciencia de que
la institución no se recuperó desde entonces. ¿No habrá allí una
vacancia de la memoria, la reparación y el desagravio?
¿No estará sumergido aquel gesto en la vida cotidiana universitaria
desde entonces como un germen destructivo que requiere un abordamiento
sistemático y deliberado?
La destrucción
de libros en la dictadura siguió dos caminos concomitantes. Peor
uno que el otro. La imagen del camión volcador que disponía para
la destrucción el fondo editorial del Centro Editor de América
Latina (CEAL). Aquella foto. ¿No pide su monumento, su registro
de inscripción en una instancia refundadora? No resulta casual
que el CEAL, por diversas razones, fuera una editorial eminentemente
universitaria, con un proyecto de resolución radical de las carencias
y síntomas de biblioclastia que hemos mencionado aquí.
La segunda forma
de destrucción de los libros nos aporta seguramente una clave
de lectura final de la desazón que sobrelleva la no obstante sobreviviente
bibliofilia rioplatense. El terror provocó una inmensa destrucción
de libros por parte de los propios lectores.
Desaparecidos, sustracción de niños, destrucción y autodestrucción
de libros.
Redención. El Museo de la Memoria de Rosario alberga en su iconografía la imagen
de un libro deteriorado después de haber estado enterrado, en
un desolado intento por salvarlo.
Esa fotografía
que encoge el corazón nos proporciona un signo final de reparación.
Alguien se abstuvo
de quemar un libro propio. Alguien se abstuvo de arrojar un libro
a las cloacas. Alguien intentó igualar un libro a una vida humana,
un libro a un alimento del espíritu y por lo tanto del cuerpo.
Alguien, en el
Museo de la Memoria de Rosario, vio en esa imagen el signo apropiado
de una esperanza.
(*) “De un discurso de E.M.E. en la Universidad Nacional del
Sur con motivo del vigésimoquinto aniversario de la publicación
de Radiografía de la pampa, 1958”. Poesía civil. Vox, Bahía
Blanca, 2001, pp. 76-77.
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Pensamiento de los confines, n. 14, junio de 2004 / Págs.
63-69.
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