“No hay muerte más bella en el mundo”.
Karl Kraus y la guerra estetizada

Marcelo G. Burello

La guerra es primero tener la esperanza de que a uno le irá mejor; de ahí, tener la
expectativa de que al otro le irá peor; entonces conformarse con que al otro tampoco le vaya
mejor; y luego sorprenderse de que a los dos les haya ido peor.
                                                                                                           
Karl Kraus1


En 1919, mientras el centro de Europa rezumaba aún los hedores de la Primera Guerra Mundial, el ex combatiente Ernst Jünger se apuró a publicar –costeándolo de su propio bolsillo– una esmerada “evocación” de sus recientes experiencias en el frente bajo el sugestivo título de In Stahlgewittern (en castellano, Tempestades de acero).2 Al comienzo del libro, que empezaría siendo todo un succès de scandale y que a la postre, como a veces sucede, acabaría siendo un succès d’estime, el autor rememora la euforia de la movilización inicial –recordemos que cuando los respectivos gobiernos convocaron a sus tropas, en muchos países se presentaron más voluntarios de lo previsto– y cita una vieja canción popular, cuya primera estrofa reza: “No hay muerte más bella en el mundo / que la del que, derribado por el enemigo, / en un verde prado, a la intemperie, / ya no debe oír más grandes lamentos”.3 Que el polémico autor se transformaría en el paradigma de estetizador literario de la guerra ya se preanunciaba aquí, en esta non-fiction probélica, con cierta cándida elocuencia.4 ¿Pero hasta qué punto podía hablarse de un “proceso de estetización”5 consciente en un alegato en pos de lo primitivo y lo anti-intelectual? La obra terminaba invocando al “guerrero” primordial como ser elemental y anónimo, en nítido contraste con las fuerzas degenerativas y reblandecedoras promovidas por la civilización burguesa, que en el mejor de los casos engendra meros soldados y obreros. ¿Habría que pensar, acaso, que en el origen de la humanidad se esconden elevados parámetros éticos y estéticos, por así decirlo, o acaso se trata –como sospecho que la mayoría piensa– de una vulgar idealización, de un típico exabrupto pseudo-romántico a favor de un improbable (e indeseable) “buen salvaje”, con el que ni el buen Juan Jacobo Rousseau soñó?6
        Comentando la posterior compilación Krieg und Krieger (1929), del propio Jünger, Walter Benjamin diría a comienzos de los años treinta que las propuestas de éste no consistían sino en una “irrestricta transposición de las tesis de l’art pour l’art”,7 idea que, como es fama, reverbera aún en el clásico La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica (1936) y su consecuente visión de la nueva guerra imperialista –que por entonces apenas se dejaba avizorar– como un epifenómeno esteticista. En el análisis benjaminiano, los pregoneros de la guerra reducían el ser humano a mero objeto de contemplación, llevando al paroxismo el pensamiento autonomista con relación a la esfera estética, al punto de aplicarlo a mansalva y por doquier.8 En 1927, por su parte, el ya oficialmente escritor en ascenso Ernst Jünger había dicho, advertido de las posibles y eventuales críticas a su doble rol de escritor y hombre de acción: “Claro que el intelectual, es decir, el hombre que no es capaz de concebir la vida como un todo, sino sólo como un reflejo de su cerebro, no sabe ni qué hacer con la guerra. Sus valoraciones se quedan apenas en lo superficial, en lo bueno y lo malo del momento, algo sobre lo que podemos dejar que hablen los respectivos partidos. El poeta, en cambio, no toma partido: él sabe que todos los fenómenos profundos de la vida no quieren que se los censure ideológicamente, sino que se los capte en su verdadero sentido. Por eso, jamás ha visto la guerra y los combatientes con los ojos de un Secretario de Partido, ni como algo sometido a la moral burguesa o al esteticismo literario, sino al contrario, como poderes dignos de la más alta capacidad de creación poética”.9
        La falacia de consignar la guerra como un “fenómeno profundo de la vida”, en efecto, contaba a la sazón con muchos fiscales, pero ninguno tan incisivo, ninguno tan insidioso como Karl Kraus (1874-1936), a quien el excelso poeta George Trakl bautizó –no sin ironía– “sumo sacerdote blanco de la verdad”, y a quien su entusiasta –aunque lejano- discípulo Elias Canetti institucionalizaría como nada menos que “escuela de resistencia”.10 Ya en la temprana fecha de noviembre de 1914, cuando al aparatoso Estado “real e imperial” austrohúngaro apenas si llegaban, indiferentes, las noticias de las primeras bajas en el frente, Kraus había apostrofado desde su revista Die Fackel (“La antorcha”), que contradictoriamente tenía una tapa color rojo sangre y un cañón por emblema: “¿Qué saben ustedes, los que están en la guerra, de la guerra? ¡Ustedes combaten, claro! ¡No se quedaron aquí! También a quienes sacrificaron los ideales por su vida les está concedido alguna vez sacrificar la vida misma”.11 Con ese célebre discurso, irónicamente titulado “En esta gran época”, Kraus comenzaba una abierta batalla –con perdón de la metáfora– contra la fácil y torpe aplicación que alemanes y austríacos hacían de la consigna de Clausewitz según la cual “la guerra es la continuación de la política por otros medios”.12 En rigor, esa enconada campaña –ya perdida de entrada– había comenzado antes, por lo menos con la Guerra de los Balcanes, y se prolongaría luego por años hasta contener incluso la apelación a la ultima ratio periodística, una medida extrema para un personaje público: la de llamarse al silencio total. En un contexto que Habermas ha descripto más que bien,13 Kraus, el denominado “antiperiodista”, que al fin y al cabo no era sino un periodista, aunque un destacado periodista de ideas y no un mero cronista, y en todo caso, el supremo meta-periodista,14 supo transformar su publicación propia, que había fundado tras colaborar con diversos diarios austríacos y alemanes y que a partir de 1911 redactaría íntegramente en solitario, en el gran bastión antibelicista de un Imperio agonizante, cuyo último paroxismo consistía, predeciblemente, en precipitarse de cara a la muerte. Una escritura densa –en el buen sentido de la expresión– y una periodicidad irregular fueron algunos de los puntales desde los que buscó consolidar un espacio contrahegemónico, en abierta lucha contra la prensa liberal, liderada entonces por la Neue Freie Presse y su director Benedikt, alegorizado en el “señor de las hienas” del monumental Los últimos días de la humanidad.15 Al parecer, en el ámbito germano parlante al que Kraus enfrentaba la guerra era la sola idea del político y el gran negocio del periodista; a tal punto, que “el satírico vienés” –como lo apodaban a la sazón– se permitió sospechar si acaso la contienda no era producto de las “negociaciones” de los esbirros del periodismo, como por ejemplo S. Münz.16 En todo caso, la guerra nutría la avidez de novedades y aumentaba más aun las ventas de diarios, constituyéndose en el vehículo de inserción social total y consagración definitiva del periodismo, una lamentable institución contra la que Karl Kraus ya embestía desde largo tiempo atrás (“...ése es el peor signo de esta crisis: el periodismo, que se ha llevado los espíritus a su redil, se apropia ahora de los pastos”).17
        En efecto: la guerra era una aventura heroica, como lo quería Jünger, una compleja puesta en escena de la originaria institución del duelo, como lo quería Clausewitz, pero también era un negocio, y ante todo, un espectáculo, que podía disfrutarse tanto desde adentro como desde afuera.18 La industria bélica, la Kulturindustrie (pensemos en el cine norteamericano ya desde la década de 1920) y hasta el turismo19 le habían notado enseguida su generosa productibilidad, por no decir rentabilidad. Y aun prescindiendo de la finalidad crematística, la guerra ofrecía, como el mismo Jünger no se cansaba de celebrarlo, un material temático de riqueza incomparable, capaz de reavivar el heroische Element de “una nueva Alemania”.20 Kraus lo había advertido enseguida, y en las preciosas gemas de barbarie que extraía de cuanta publicación caía en sus manos, no dejaba de llamar la atención sobre ese entusiasmo belicista y pomposo.Por ejemplo, en aquella Glosa del primer número de 1916 en la que un orgulloso aviador alemán describe su tercer vuelo exitoso por sobre los campos de batalla del frente francés, muy al estilo que el propio Jünger daría a conocer luego: “Fue una sensación especial para mí, como un rey, cargado con bombas, sobrevolar los mismos sitios donde mi padre había combatido cuarenta y seis años atrás y donde se había ganado la Cruz de Hierro”.21 Y cuando las guerras así emprendidas fatídicamente se acababan, Kraus sabía que no pasaría mucho tiempo hasta la próxima: “No, en el alma no quedan cicatrices. A la humanidad, la bala le entrará por un oído y le saldrá por el otro”.22
        Se ha contrapuesto equivocadamente la figura de un pacifista como E. M. Remarque, el célebre autor de Sin novedad en el frente (1929), a la de Ernst Jünger: ambos fueron al frente y plasmaron noveladamente esa vivencia, salvo que uno la pintó con colores mejorativos, y el otro, con tonos peyorativos. Pero la verdadera antítesis, se me ocurre, es Karl Kraus, que ni admitió movilizarse (una incapacidad física le evitó la deserción) ni aceptó, siquiera, que la conflagración tuviera lugar, dedicándose en cambio a denunciar a quienes iban a combatir y a quienes se quedaban a lucrar con eso. Kraus pertenece, de hecho, al mismo signo de los tiempos que Emile Zola y su Yo acuso, es decir, al resurgimiento de la figura del moderno intelectual, algo que Europa ya había conocido gracias a los philosophes ilustrados, con Voltaire a la cabeza: un modelo de heroísmo contrapuesto al del combatiente, activo y sumiso. Sus municiones son la ironía y la denuncia, y su campo de batalla, la “opinión pública” (concepto particularmente escandaloso para el caso de Kraus, como nos advierte Benjamin),23 una opinión pública siempre proclive a permutar verdad por belleza e información por diversión. Debemos agradecer, en este sentido, que los periodistas italianos que entrevistaran a Jünger en su centésimo aniversario le hayan preguntado si había leído a Karl Kraus y cuál era su opinión sobre él. Porque el ilustre anciano procedió entonces a hacer un encomio formal del mismo, señalando una proximidad que no era sino una lejanía: “Por supuesto, lo leí sobre todo en los años veinte. Me cautivaba su estilo, lúcido y excitante”.24 Es decir, rescatando desde el aspecto estético a quien había rechazado de plano cualquier mera valoración estética: “El único objetivo que parecen tener los valores estéticos del ser humano es cautivarnos para alguna canallada. (…) Sólo acepto las incomodidades de la vida sin una reparación estética”, Kraus dixit.25 Así como leía la esencia humana a través de las figuras de Shakespeare y la realidad vienesa a través de las farsas de Nestroy, Kraus era un incansable detective de los procesos de estetización, una estetización que a veces era mera hipocresía barata, y otras, homicidio en masa. Pero justificar el arte a expensas de la vida, jamás; “El sentido del arte no puede alcanzarse cuando el sentido de la vida se vacía”.26 Porque además, una vida insana sólo puede engendrar un arte nefasto: “El arte malo y la mala vida se prueban en una identidad atroz”.27
        
Y en este juego de posicionamientos, Benjamin, que había advertido tempranamente que los soldados que volvían del frente ni siquiera podían contar decentemente lo que les había ocurrido,28 estaría en el medio de ambos: materialista y mesiánico, la única vez que pensó en alzar un arma fue contra sí mismo, pero soñó el sueño de la revolución, que para Jünger por supuesto era una pesadilla inconcebible y para Kraus, sólo útil como inspirador de miedo para la burguesía hipócrita. De esto último ha sido el propio Benjamin, uno de los mejores lectores de su época en general y un atento lector krausiano (la afinidad se explica ante todo en el gusto, común a ambos, por el montaje y la cita), quien nos trae las palabras exactas (¡cuándo no!) en su artículo sobre el satírico, cuando reproduce el dictum krausiano según el cual “el comunismo como realidad no es más que la otra cara de su propia ideología mutiladora de la vida (…) Que el diablo se lleve su práctica, pero Dios nos lo mantenga como amenaza constante sobre las cabezas de quienes poseen fincas y, para conservarlas, enviarían a todos los demás a los frentes del hambre y del honor patrio, diciéndoles, a modo de consuelo, que la vida no es el supremo de los bienes”.29 (De paso notemos, con Adorno, que Kraus sustituye el fetiche burgués de la propiedad privada por el de la privacidad en sí.)30
        
Estos tres “intelectuales”, además, también representaban situaciones bien distintas ante otro dato que al fin y al cabo sería trágicamente crucial: la extracción nacional y religiosa. Jünger era el germano nato, de estirpe intachable; Kraus, oriundo de Bohemia, era el descendiente de judíos asimilados e instalados en una Viena crecientemente antisemita, de suyo furioso con los judíos en general por su liberalismo y con los sionistas en particular por su nacionalismo; y Benjamin era el típico judío alemán de la época, que había perdido contacto con sus viejas raíces y que procuraba recuperarlas conscientemente. El alemán de pura cepa, el vienés por adopción y el berlinés cosmopolita constituyen otro triángulo posible desde el cual entender los posicionamientos del mundo germano parlante ante esa primera Gran Guerra, más absurda aun que todas las otras.
        
Hasta qué punto ese mero dato genético-genealógico determinó la trayectoria de sus respectivos itinerarios intelectuales, como sea, es por supuesto difícil decirlo. La guerra, en todo caso, es un excelente barómetro para medir los estados de ánimo personales y las perspectivas culturales de una generación, a la vez que supone una forzosa toma de partido en la arena política. Más sutil, más indescifrable, es la cuestión de las respectivas adscripciones a ciertas prácticas escriturales. Porque obviamente, los modos discursivos, los recursos retóricos y los géneros literarios también permiten clasificar a quienes los utilizan para expresarse. En el plano metodológico y formal, así pues, no ha de ser casual que Jünger haya preferido la épica de largo aliento, Kraus, la sátira, y Benjamin… bueno, algo que podríamos calificar de “prosa experimental”. Jünger quería seguir cantando los eternos mythoi, Kraus quería acabar con ellos, y Benjamin quería imaginar los nuevos relatos propios de una humanidad redimida o renacida. Desde los antiguos griegos, la épica es el modo con el que la casta guerrera recuerda sus hazañas, y la sátira es el de los ciudadanos indignados con el estado de cosas; en las novelas de los veteranos de guerra casi siempre hay un tufillo a ese precepto del que Kraus se burlara, según el cual “es indisputable que le corresponde a la educación militar contarle algo al soldado acerca de los logros militares de las previas generaciones militares”.31
        
Como sabemos, la disolución de los respectivos imperios alemán y austríaco tuvo su correlato teórico en una sociología que –aunque con estricta “neutralidad de valores”– supo dar cuenta de la disgregación social y cultural. Las teorías sobre la modernidad de Georg Simmel y, sobre todo, de Max Weber, no son sino la lúcida constatación de que a la todavía desfasada cultura germánica habían llegado definitivamente los fenómenos que los propios pensadores alemanes –de Schiller a Marx– habían anunciado: “división del trabajo” o “especialización del saber” se reformulaban ahora como “tragedia de la cultura” o “autonomía de las esferas de valor”, diseñando el horizonte racional y secular donde se movía el moderno sujeto occidental. Los aportes de esta nueva teoría social alemana se dan casi en paralelo con los desarrollos intelectuales de los tres conspicuos personajes que estamos confrontando, por lo que a la vez que permiten contextualizarlos, también permiten contrastarlos. En esta línea, habría que preguntarse acerca de los motivos profundos de las preferencias o simpatías personales de cada uno de ellos ante cada campo del quehacer cultural: Jünger y la ciencia, Benjamin y el arte, Kraus y el derecho.32 Como en el caso de cualquier otro ser humano, la afinidad con una determinada esfera de valor en desmedro de las otras expresa un rasgo identificatorio de la persona, un rasgo que se hace más nítido ante un divisor de aguas como lo es la guerra, y en particular la Primera Guerra Mundial, que por sus alcances y sus métodos equivalió a un cambio profundo, profundísimo, en los presupuestos de la civilización occidental: la entrada en la “era de la guerra total”.33
 
       Con esa guerra ya en curso es que el propio Max Weber, por su parte, diría en 1915, anticipando ya a los Frontsoldaten del futuro inminente: “La guerra como amenaza de violencia concretada engendra, justamente en las comunidades políticas modernas, un pathos y un sentimiento comunitario, suscitando una devoción y un sacrificio comunitario incondicional del combatiente, y más aún, un trabajo de compasión y de amor –un amor que atraviesa todas las barreras de las asociaciones naturales– ante el carenciado bajo la forma de un fenómeno de masas (…). Además de eso, la guerra y su sentido concreto proveen al guerrero mismo con algo único: la sensación de que la muerte tiene un sentido y una sacralidad que le son propias. Hoy en día, la comunidad del ejército en el campo de batalla se siente, como en los tiempos del vasallaje, una comunidad hasta la muerte: la máxima comunidad. Y de esa muerte que no es sino ordinariamente inhumana, un destino que los alcanza a todos sin que se pueda decir por qué a alguien y por qué en ese momento (…): de esa muerte sencillamente inevitable se separa el morir en combate porque sólo en él, sólo en esa masividad, el individuo puede creer que sabe que muere ‘por’ algo”.34 En efecto, se imponía lo que un historiador especializado ha denominado –aliteración mediante– el Western way of warfare, el “modo occidental de hacer la guerra”, que implica a la vez el enfrentamiento personal y el fuerte aditamento de componentes tecnológicos.35 Y de esa experiencia fue que Jünger “sólo escapó él para contarla”, more bíblica, por mucho que Benjamin insistiera en que –como luego señalaría Primo Levi de los campos de exterminio– allí lo normal sólo eran la muerte o la afasia, siendo el testimonio más o menos inteligible una gran excepción. Kraus, por su parte, que nada había podido hacer por evitar el conflicto (“¿Qué hay más impotente que su humanidad?”, se preguntaba Benjamin)36 y que lo había hecho todo por denunciarlo, se dedicó luego a estudiar las consecuencias sociales e individuales del mismo, tanto en aquellos que habían combatido como en los que no. Acaso su mejor producto en este sentido sea el diálogo entre el optimista y el criticón de Los últimos días de la humanidad (Parte I, Acto I, Esc. 29), que nos pone ante una dialéctica de ingenios antagónicos. Mientras terminaba esa obra magna y asistía, ensombrecido, al previsible fin de la guerra, no se privó de decir, asimismo: “Si no se me quiere reconocer ningún logro positivo en esas dos mil páginas de guerra de Die Fackel –un fragmento de lo que me vedaron los obstáculos técnicos y estatales–, en todo caso se me tendrá que acreditar que rechacé sin esfuerzo día a día las asquerosas proposiciones del poder al espíritu: sostener mentira por verdad, injusticia por derecho, y rabia por razón. ¡Pues no hubo valor como el mío, ver al enemigo en las posiciones propias!”37 De aquí que el por muchas razones jocoso comentario “Sobre Hitler no se me ocurre nada” al comienzo de La tercera noche de Walpurgis38 implique la continuidad de un belicismo vocinglero sobre el que en realidad no había nada esencialmente nuevo que Kraus, de hecho, pudiera decir, no obstante las innúmeras páginas que seguirían a ese comentario.
        
Porque decir, hablar, escribir, era lo suyo, y no la acción, no la movilización, no la militancia entendida en forma práctica. Como lo quiere Schorske, Kraus fue el “defensor de la pureza innata del lenguaje y la palabra”,39 pero no en un contexto cándido y desinformado, sino precisamente en el epicentro de esa genial intuición vienesa: la de que no somos sino las palabras que decimos y que nos decimos (los nombres de Mauthner, Wittgenstein y Freud bastarán para formarse un cuadro de situación). Palabras, palabras, palabras…: la resignación de Hamlet cobra nuevos ecos en Kraus, el más grande seguidor de Shakespeare de toda su época (por lo demás, esencialmente shakespereana). Porque son palabras-acción, palabras con significado profundo, o como dice la jerga terapéutica, con sentido latente, pero no con vistas a una hermenéutica infinita, sino a un efecto inmediato en la praxis (un efecto que es un desideratum, nunca un logro). Kraus, que pudo haber sido abogado o actor, y en cierto modo fue ambas cosas sin ejercerlas profesionalmente, conocía el rango estético y también el rango ético de la palabra, un saber que le suministró “ese puesto de guardián de la lengua” movido por la convicción de que “el mundo pasa por el tamiz de la palabra”.40 En octubre de 1933, justo cuando los lectores querían que se explayara sobre el ascenso del nacionalsocialismo en Alemania, el siempre escurridizo polígrafo editó el número más breve de su “Antorcha”, el 888, que contenía un pequeño poema (“No pregunten”) donde podía leerse: “Das Wort entschlief, als jene Welt erwachte” (“la palabra dormía cuando ese mundo despertó”).41 Que dijera “palabra” donde el pensamiento occidental –y sobre todo el germánico– tradicionalmente habría dicho “espíritu” expresaba el temprano “giro lingüístico” del autor (un giro en el que, insistamos, no estaba para nada solo en la Viena fin-de-siècle). La progresiva contaminación de la lengua alemana por parte de los nazis no era un síntoma de la corrupción espiritual, sino la degradación humana misma, que roía el instrumento quintaesencial del hombre. En el poema intitulado “Confesión”, por ejemplo, se hace evidente que Kraus se autoconcebía como un paladín de la lengua en tanto causa noble y antigua, amenazada por la chusma: “Soy sólo uno de los epígonos / que viven en la vieja morada de la lengua. / Aunque allí transcurre mi existencia / me abro paso y destruyo Tebas. / Si bien llego después de los maestros antiguos, tardíamente, / vengaré con sangre el destino de mis padres. / Hablo de venganza: he de vengar a la lengua / de todos aquellos que la hablan”.42
        
Señalemos, ya para concluir, al menos dos problemas intrínsecos a su posición intransigente ante la sociedad y su visión lingüística de la cultura. Por un lado, es evidente que Kraus se tomaba demasiado en serio, por así decirlo, todas las palabras que leía en la prensa y en la “opinión pública”, sin entender el leve cinismo retórico que supone la vida moderna. El periodismo es, normalmente, un género para cerebros atribulados (ya que no cansados), y por ende ofrece su fetiche de la novedad cotidiana con un léxico deliberadamente empobrecido y una serie de artificios rimbombantes y repetidos que guían la lectura como se guía a un sonámbulo. Él mismo lo sabía, cuando una y otra vez machacaba con que el lenguaje periodístico por definición es phrasenhaft, o sea, de frases hechas, o mejor, de frases vacías. La lectura indignada del periódico prueba que se tienen expectativas demasiado grandes ante él; es una lectura seria, comprometida, como lo era la lectura familiar de la Biblia en tiempos remotos y como lo sigue siendo, quizá, la lectura nocturna y silenciosa de Poe o Dostoievski. El lector habitual de periódicos, que los lee con una ligera mueca irónica en los labios, sabrá a qué me refiero. Kraus lee los periódicos como un detective, sí, pero también como una suerte de radical que toma todo al pie de la letra, al punto de atribuir su actitud –por lo general escandalizada– a los demás. Valga como ejemplo perfecto el pequeño poema Die Zeitung (“El periódico”), que reza: “¿Sabes, tú que lees el periódico, / cuántos árboles sangraron / para que, cegado por las cotizaciones, / veas tu rostro en ese espejo, / y vuelvas a despachar tus negocios? ¿Sabes, tú que lees el periódico, / cuántos hombres mueren / para que unos pocos compren placer / y para que la criatura humana disfrute / la inefable ruina de la criatura?”43 Y acaso fue esta lectura maximalista del periodismo, por así decirlo, lo que determinó su férrea convicción de que la prensa era la causa del horror cotidiano y ya no un organismo que meramente lucraba con él; en otro poema leemos: Im Anfang war die Presse / und dann erschien die Welt (“En el principio era la prensa / y luego apareció el mundo”).44
        
Por otro lado, no habría que dejar pasar el detalle, no menor, de que el parámetro de Kraus es –muy a su pesar– absolutamente literario, a veces hasta la exageración (como en los exabruptos “Existe cultura allí en donde las leyes del Estado son paráfrasis de pensamientos de Shakespeare” o “Shakespeare ya lo previó todo”).45 Para acusar lo que se dice y lo que se escribe en el ámbito público, Kraus apela siempre a los fiscales de lujo William Shakespeare y Joseph Nestroy, valiéndose de textos literarios para elaborar argumentaciones morales, y a menudo presuponiendo en los autores una intención que no es sino la suya propia. A la aparente contradicción de ser el bromista que se toma todo en serio, se agrega aquí la del que denuncia la ornamentación degradante de la vida real desde un tribunal estético. Viena es lamentablemente como Nestroy lo predijo, y el mundo es como Shakespeare lo previó; el presente no es sino la concreción de la literatura del pasado, de algo que debió seguir siendo sólo literatura y desgraciadamente se encarnó. La constatación, sin embargo, surge del devoto amor de Kraus por esos escritores, que le permiten organizar su experiencia, y no de su desdén por ellos. Pero es la concepción premoderna que tiene del arte literario la que lo lleva a forzar esta hermenéutica, la concepción de quien siente que el arte antiguo es ante todo un bastión moral, y por lo tanto no es sólo arte;46 ya en 1903, hablando sobre la Salomé de Oscar Wilde, había declarado su programa ético-estético: “No me ha sido dado disfrutar las obras de arte como un contemplador”.47 Pongamos en negro sobre blanco la pregunta de rigor: ¿es posible calar hasta el hueso de la realidad cuando se la concibe como un theatrum mundi al estilo barroco? ¿Puede desmontar las falacias quien todo lo mira con un velo estético? A lo cual un buen austríaco acaso replicaría, apoyando la tacita de café en la mesa: no existe la realidad, sino sólo el discurso; no existen una ética y una estética por separado, porque todo es ficción, todo es construcción mental –y la mente sólo piensa en palabras–.
        Hijos de una modernidad que se presenta ante todo como una autoimagen y que desde su entrada en crisis sobre nada gusta teorizar más que sobre sí misma, solemos pensar las relaciones entre política y estética con las trilladas metáforas de la encrucijada o la intersección (por no valernos de la pedestre bocacalle), y no como un continuum. Esas figuras mentales delatan, a pesar de –o justamente debido a– su cansancio, la angustia de una ecuación que no satisface a nadie pero que suena elegante. Creo que en la actual “sociedad de la información”, la vida y la obra del polémico Karl Kraus, sacerdote y detective de la palabra, son una excusa más que propicia para repensar las relaciones peligrosas entre política, poesía y periodismo. Jamás exento de narcisismo (no hay estudio de su persona u obra que no destaque su aspecto histriónico y narcisista, empezando por el de E. Timms),48 Kraus había conjeturado: “Mis lectores creen que escribo para el día porque escribo desde el día. Así pues, habré de esperar a que mis textos envejezcan. Entonces quizá sean de actualidad”.49 La “actualidad” genuina de Kraus, sin embargo, más allá de su ingenio y su –con Jünger– “cautivante estilo”, reside en la continuidad de la política liberal y su respectiva prensa liberal, que marcan un clima de maximalismo retórico y violencia solapada bajo el velo de una democracia verborrágica. La persistencia del liberalismo burgués –por sobre las tendencias socialistas o fascistas, que en su época se presentaban como genuinos candidatos a la hegemonía del poder– lo hace actual, sobre todo en vista de que la guerra no era sólo el asunto privativo de las políticas imperialistas, sino de cualquier política que se sustente en un aparato industrial. Sus fuentes estéticas (de las que abreva y a las que vuelve) lo hacen memorable, pero un poco equívoco. Y su tono ético lo vuelve anacrónico, porque tendemos, mal que nos pese, a juzgar la política con una neutralidad de valores weberiana: muy moderna, sí, pero también muy cínica.

Notas

1    Karl Kraus, Auswahl aus dem Werk, ed. por H. Fischer, Munich, Kösel, 1957, p. 228.
2    Trad. de A. Sánchez Pascual, Barcelona, Tusquets, 1987. Esta edición reproduce la última revisión del texto hecha por el autor y deja afuera, lamentablemente, los prólogos y otros paratextos de versiones previas. La historia de cómo Jünger fue reelaborando el libro conforme el espíritu de los tiempos es ya una verdadera novela en sí misma.
3    Kein schön’rer Tod ist in der Welt, / Als wer vorm Feind erschlagen, / Auf grüner Heid, im freien Feld, / Darf nicht hör’n groß Wehklagen.
4      Cfr. al respecto Wilhelm Krull: “En el vestíbulo de la muerte. Acerca de Tempestades de Acero y otros textos de Ernst Jünger sobre la IGM”, trad. de M. G. Burello, en AAVV, Selección de Artículos Críticos (Böll, Schnitzler, Th. Mann, Grass, Jünger). UBA, Fac. de Filo. y Letras, OPFYL, Bs. As., 2001, p. 43-54.
5    Cfr. Wolfgang Welsch, Grenzgänge der Ästhetik, Stuttgart, Reclam, 1996.
6    Cfr., en castellano, J. L. Molinuevo, La estética de lo originario en Jünger (Madrid, Tecnos, 1994), en especial el cap. 1: “El soldado desconocido”.
7    W. Benjamin, “Teorías del fascismo alemán”, en Para una crítica de la violencia y otros ensayos (Iluminaciones IV), introd. y sel. de E. Subirats, trad. de R. Blatt, Madrid, Taurus, 1998, p. 47-58.
8    Sobre las posibles contradicciones inherentes a los planteos de Benjamin me detengo un poco más en “‘Estetización de la política’ y literatura actual”, ponencia a ser incluida en las Actas del Congreso Internacional “Transformaciones Culturales: Debates de la Teoría, la Crítica y la Lingüística”, Fac. de Filosofía y Letras, UBA, noviembre de 2006.
9    “Soldaten und Literaten”, en E. Jünger, Politische Publizistik. 1919 bis 1933, ed. por S. O. Berggötz, Stuttgart, Klett-Cotta, 2001, p. 310-315; la cita, 313-314.
10 Junto con los comentarios que al respecto hace en su autobiografía, el ensayo homónimo de Canetti y su discurso titulado “El nuevo Karl Kraus”, ambos incluidos en la compilación La conciencia de las palabras (trad. de J. J. del Solar, México, FCE, 1982), siguen siendo el mejor panorama del papel social y cultural que Kraus jugara en su momento.
11 “In dieser grossen Zeit”, Die Fackel 404 (1914), p. 1-19.
En castellano, “En esta gran época”, en: Escritos, ed. de J. Arántegui, Madrid, Visor, 1990, p. 113-124.
12 Cfr. De la guerra, Libro I, 24; diversas ediciones en castellano. Digo “fácil y torpe” porque, como suele perderse de vista, la consigna presenta a la actividad política como primera instancia, siendo la guerra un recurso ulterior. Esto es algo que hasta el propio Jünger ha advertido, cuando dice, consultado por su opinión sobre la definición de Clausewitz: “Es una sentencia grandiosa, porque afirma con los términos más eficaces la primacía de la política. Pero podría añadir que después de la guerra, en Alemania, también hemos asistido a la inversión de la tesis de Clausewitz, es decir, que la política es la continuación de la guerra con otros medios”. En Los titanes venideros. Ideario último recogido por A. Gnolli y F. Volpi, trad. de A. Pentimalli, Barcelona, Península, 1998, p. 81.
13 Cfr. Jürgen Habermas, Historia y crítica de la opinión pública. La transformación estructural de la vida pública, Barcelona, Gustavo Gili, 1994, en especial el cap. VI y su apartado Nº 20, sobre las tranformaciones estructurales del periodismo y la prensa.
14 Sospecho que el ingenioso epíteto le cabe mejor, por caso, a Kierkegaard (a quien Kraus, por lo demás, apelaba en su cruzada) que al propio Kraus, un reformista de la prensa antes que un destructor. Sin duda Kraus fue antiliberal, y hasta antisemita, pero no antiperiodista. Por sobre la caricatura, vale la pena insistir en que Kraus hizo un cierto tipo de periodismo, aunque no el periodismo como hoy lo entendemos: rara vez entrevistó a alguien o se trasladó para hacer una investigación de campo (todas las opiniones, qua opiniones, le parecían triviales, y casi todos los hechos, falaces). Por lo demás, sobre el antisemita Kraus podemos preguntarnos si hay algo más judío que acusar a Herzl por su falta de sentido del humor, y sobre el antiperiodista Kraus podemos preguntarnos si hay algo más propio de periodistas que dedicar la vida a leer las noticias y editar un periódico personal.
15 Cfr. Los últimos días de la humanidad: tragedia en cinco actos con prólogo y epílogo, trad. de A. Kovacsics, con la colaboración de J. J. del Solar y el asesoramiento de Feliú Formosa, Barcelona, Tusquets, 1991.
16 De la campaña específica contra éste, en castellano puede consultarse “La cuestión cretense”, en Escritos, op. cit., 75-79.
17 “Aus dem Papierkorbe” (1907), incluido en la compilación de 1929 Literatur und Lüge (“Literatura y mentira”). En castellano, “De la papelera”, en: Escritos, op. cit., p. 37.
18 En Los últimos días… (op. cit.), el lector podrá encontrar numerosos estudios del proceso de estetización cultural que padeció la IGM (por ejemplo, en la escena final del acto V, cuando un combatiente exclama “¡Pero hay algo bello en torno a la guerra!”).
19 Véase a continuación el artículo “Viajes promocionales al Infierno”.
20 Cfr. la reseña de Die Geächteten, de Ernst von Salomon, en E. Jünger, Politische Publizistik, op. cit., p. 584-585; la cita, p. 585. Von Salomon, dicho sea de paso, fue un autor ideológica y políticamente aún más ambiguo que el propio Jünger, si tal cosa cabe.
21 “Wie ein König, mit Bomben beladen, wie ein Gott”, en Die Fackel
418-422 (1916), p. 38.
22 Auswahl aus dem Werk, op. cit., p. 228.
23 Cfr. “Karl Kraus”. Dos versiones en castellano: en Sobre el programa de la filosofía futura (Trad. de R. Vernengo, Barcelona, Planeta-De Agostini, 1986) y en Karl Kraus y su época, ed. de B. Marizzi y J. Muñoz (trad. de W. Galán y A. Kovacsis, Madrid, Trotta, 1998).
24 Los titanes venideros, op. cit., p. 101.
25 Dichos y contradichos, trad. y notas de Adan Kovacsics, posfacio de S. P. Scheichl, Barcelona, Minúscula, 2003, p. 63.
26 Cit. por Nike Wagner en “Karl Kraus: La lengua y el mal”, en N. Casullo (comp.), La remoción de lo moderno. Viena del 900, Bs. As., Nueva Visión, 1991, p. 168.
27 Contra los periodistas y otros contras, ed. de Jesús Aguirre, Madrid, Taurus, 1981, p. 44.
28 Cfr. su ensayo “El narrador”, con dos versiones en castellano: en Sobre el programa de la filosofía futura (Trad. de R. Vernengo, Barcelona, Planeta-De Agostini, 1986) y en Para una crítica de la violencia y otros ensayos (Iluminaciones IV), Introd. y sel. de E. Subirats, Trad. de R. Blatt, Madrid, Taurus, 1998.
29 En “Karl Kraus”, op. cit.
30 Cfr. el artículo de Adorno “Decencia y criminalidad”, en T. Adorno, Notas sobre literatura (Obra completa 11), trad. de A. Brotons Muñoz, Madrid, AKAL, 2003, p. 352-371.
31 “Militarische Erziehung”, Die Fackel
697-705 (1925), p. 2.
32 Mientras que la bibliografía que destaca el interés de Benjamin por el arte es gigantesca, acaso sea necesario señalar alguna fuente para los otros dos casos. Para Jünger y le ciencia, nada mejor que sus propios comentarios en Los titanes venideros (op. cit.); para Kraus y el derecho, nada casualmente, cfr. el artículo “Karl Kraus” del propio Benjamin (op. cit.), en especial el párrafo que comienza con: “No se comprenderá nada de este hombre en tanto no se reconozca que todo sin excepción, la leng
ua y la cosa, sucede para él necesariamente en la esfera del derecho” (p. 87). El ensayo de Adorno sobre Kraus, por cierto, es marcadamente tributario de este trabajo.
33 Cfr. Eric Hobsbawm, Historia del siglo XX, Barcelona, Crítica, 1995, cap. 1. No puedo dejar de llamar la atención sobre el detalle de que Hobsbawm hace referencia explícita a Karl Kraus y sus Últimos días de la humanidad al comienzo mismo de ese capítulo.
34 Max Weber, Die Wirtschaftsethik der Weltreligionen, en: Digitale Bibliothek Band 58: Max Weber
, Berlin, Directmedia, 2001, p. 6397-6399.
35 Cfr. John Keegan, A History of Warfare, New York, Vintage Books, 1994; en especial, v. las conclusiones.
36 En “Kriegerdenkmal. Karl Kraus”, en Einbahnstraße (1928), Frankfurt a.M., Suhrkamp, 1955, p. 74.
37 “Weltgericht”, Die Fackel 499-500 (1918), p. 1-5. En castellano, “El juicio final”, en Escritos
, op. cit., p. 141-143.
38 “Mir fällt zu Hitler nichts ein.” En Die dritte Walpurgisnacht (1933), Frankfurt a.M., Suhrkamp, 1989. Aparecido originalmente, aunque con muchos cambios, en Die Fackel 890-905, el libro en su versión expurgada sólo vería la luz después de la guerra. En castellano, La tercera noche de Walpurgis, trad. de Pedro Madrigal, Barcelona, Icaria, 1977.
39 C. Schorske, “La gracia y la palabra: las dos culturas de Austria y su destino moderno”, en Pensar con la historia. Ensayos sobre la transición a la modernidad, trad. de I. Ozores, Madrid, Taurus, 2001, p. 209-234.
40 N. Wagner, op. cit., p. 162 y 163, respectivamente.
41 H. Marcuse cita precisamente esa verso final en su clásico Eros y civilización (cap. “Fantasía y utopía”).
42
Ich bin nur einer den Epigonen, / die in dem alten Haus der Sprache wohnen. / Doch hab´ich drin mein eigenes Erleben, / ich breche aus und ich zerstöre Theben. / Komm´ich auch nach den alten Meistern, später, / so räch´ich blutig das Geschick der Väter. / Von Rache sprech´ich, will die Sprache rächen / an allen jenen, die die Sprache sprechen. Cit. por D. Simon en su artículo “Literatur und Veranwortung”, en Text + Kritik. Sonderband Karl Kraus (1975), p. 105. Kraus remite en el poema al origen del “epígono” como uno de los hijos de los “siete contra Tebas”.
43    Cit. en A. Bloch, German Poetry in War and Peace. A Dual-Language Anthology, ed. por F. Baron, Kansas, Max Kade Center/ U. of Kansas, 1995, p. 62.
44 Ibid
., p. 64.
45    Respectivamente, en “Sittlichkeit und Criminalität”, Die Fackel 115 (1902); en castellano, “Moralidad y criminalidad”, en Escritos, op. cit., p. 17. Y en “Shakespeare hat alles vorausgewußt”, Die Fackel 686-690 (1925), p. 1.
46 Sobre el tema, puede consultarse por ejemplo el muy buen artículo de K. Prolop “Ästhetische Kritik als Kritik der Ästhetik”, en Karl Kraus. Ästhetik und Kritik, ed. por S. H. Kaszynski y S. P. Scheichl, Munich, text + kritik, 1989, p. 29-53.
47 “Salome”, Die Fackel 150 (1903). Debo el hallazgo de la cita a que H. C. Kosler la utiliza como epígrafe a su artículo “Karl Kraus und die Wiener Moderne”, en Text + Kritik, op. cit., p. 39.
48 Cfr. Edward Timms, Karl Kraus, satírico apocalíptico. Cultura y catástrofe en la Viena de los Habsburgo, Madrid, Visor, 1990.
49   Dichos y contradichos, op. cit., p. 162
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Pensamiento de los confines, n. 20,
Julio de 2007