Cultura de la intimidad y giro
autobiográfico
en la literatura
argentina actual
Alberto Giordano
I. La actualidad de un ejercicio anacrónico
Hay una fórmula de la que no puedo desprenderme, el paso de la vida a través de las palabras, en parte porque me rindo, como todos, a las seducciones sintácticas y eufónicas de un pensamiento cristalizado, pero también porque esta fórmula expresa, mejor que cualquier otra de las que conozco, el acontecimiento en el que se realizan los deseos de quienes escriben y quienes leemos literatura. Ya la había usado en algunos ensayos como una especie de contraseña para que se me franquease el acceso a la intimidad de este o aquel autor y la volví a usar para apropiarme del argumento que propone María Zambrano en su libro sobre la confesión cuando explica que lo que diferencia a los géneros literarios no es otra cosa que “la necesidad de la vida que les ha dado origen”.1 No son las mismas necesidades de expresión las que satisface la vida cuando pasa a través de las palabras que componen una novela autobiográfica que cuando pasa por las que articulan un ejercicio confesional. La vida que se expresa en la confesión lo hace, según Zambrano, para intentar curarse del desorden y la dispersión que padece desde que la razón abrió un abismo entre ella y la verdad. Mientras que el que se novela manifiesta una cierta complacencia, una aceptación de su fracaso y hasta de su desesperanza, el que se confiesa los trasciende en la búsqueda de una verdad que no humille la vida, que la enamore y la transforme. Incluso para quienes no sentimos nostalgia (al menos mientras razonamos) por ese paraíso perdido que sería, para el pensamiento religioso, la unidad de la persona humana, esta teoría de la confesión como método terapéutico en el que la vida se afirma por su potencia de metamorfosis resulta interesante porque permite identificar el acto confesional como una técnica para el cuidado de sí y también como una de las formas literarias en que la intimidad podría comunicarse sin degradarse en privacidad. Aunque el tono con el que está enunciada me sobresalte por lo excesivo, uno de los puntos fuertes de identificación con los argumentos de Zambrano lo encuentro en la requisitoria dirigida a las autocomplacencias narcisistas: “Objetivarse artísticamente es una de las más graves acciones que hoy se puede cometer en la vida, pues el arte es salvación del narcisismo; y la objetivación artística, por el contrario, es puro narcisismo.
El artista perpetuamente adolescente que se fija, enamorado de sí, en su adolescencia. Mortal juego, en que no se juega a recrearse sino a morirse. Todo narcisismo es juego con la muerte”.2
Tengo que confesar que empecé a leer los textos compilados en Confesionario. Historia de mi vida privada3 con un ánimo exacerbadamente receloso, convencido de que difícilmente podría encontrar en alguna de esas intervenciones siquiera un eco de la intensidad dramática que Zambrano le atribuye a la confesión como acto de desprendimiento y modificación de sí mismo, y mucho en cambio del “sensacionalismo íntimo” (José Luis Pardo) que nos inunda a diario, de esa continua y espectacular banalización de la experiencia que acecha y seduce nuestro consumo de bienes culturales. El recelo había nacido durante la lectura de las notas que sirven como prólogo a la edición de cada mesa redonda (cometí el error de leerlas todas de corrido), por la incomodidad que me provocó su retórica semejante a la de un spot publicitario. “Confesionario, historia de mi vida privada. Máxima intimidad con el imaginario ajeno.” “Confesionario, máxima intimidad con el imaginario ajeno. Siempre entretenido, nunca aburrido.” “Confesionario, historia de mi vida privada. Una propuesta sentimentalmente incorrecta.” Por suerte, casi sin excepciones, la escritura de los textos compilados no responde a la banalidad de estas consignas, aunque es evidente que en muchos casos lo que gobierna es una voluntad de representación, en el sentido teatral del término, en la que se afirma un narcisismo demasiado satisfecho como para dejarse conmover por la experiencia transformadora de lo íntimo (sin esa experiencia, la de los devenires
impersonales enmascarados por los procesos de subjetivación, es imposible que una escritura autobiográfica se convierta en un ejercicio performativo).
La idea de invitar a alguien conocido para que confiese en público vivencias o sentimientos que pertenecen a su vida privada, la suposición de que ese espectáculo es en sí mismo interesante, antes de que se conozcan los contenidos y la forma del acto confesional, presupone la existencia de una muy extendida y consistente “cultura de la intimidad” que a veces reproduce alguna de las más viejas y más ingenuas supersticiones contra las que se pronunció la literatura moderna desde su nacimiento, para comenzar, la creencia en la autoridad de las intenciones. La compiladora recuerda que uno de los invitados, la cantante y actriz Rosario Bléfari, decidió modificar la pregunta propuesta por los organizadores del ciclo, “¿Qué es contar algo personal?”, y se impuso responder a otra más exigente en términos de autoexposición: “¿qué es lo que más vergüenza me daría leer en público?” Como no duda de que la conversación entre dos amigas que escribió Bléfari para lucir sus pesares y sus fantasías por la constante falta de dinero es efectivamente un texto nacido de la voluntad de atravesar el fantasma de la vergüenza, una prueba extraordinaria de coraje y autenticidad, Szperling anuncia desde el prólogo que se trata, “por supuesto, [de] uno de los textos más intensos y vívidos de la colección” (el subrayado me pertenece). La perplejidad que provoca este énfasis se despliega en dos direcciones. ¿Por qué suponer que el recuento infantil de todo lo que le gustaría comprar y no puede, lo mismo que la memoria de algunas penurias e incomodidades debidas a la indigencia, podrían ser lo más vergonzoso de la intimidad de una artista? Además de una chica que se sincera con una amiga, Bléfari, la autora y el personaje de “¿Qué es lo que querés?”, es una artista, que en tanto tal fue invitada a confesarse en público, y sabemos que en toda vida de artista la pobreza también vale como signo de excepcionalidad ya que siempre la rodea el aura prestigiosa de la bohemia. Por otra parte, ¿no es evidente que más allá de cuáles hayan sido sus intenciones, si realmente creía o no que estaba exhibiendo algo vergonzoso, el personaje autobiográfico que compone Bléfari resulta encantador? Frente a esa amiga que sí tiene plata, y que por eso se incomoda cuando sale el tema (y que por eso podría enredarse en estúpidos conflictos morales, como le ocurre a los que tienen plata, cuando la arrebaten las ganas de comprarse todo), con la misma naturalidad con la que confiesa sus temores y sus inseguridades, confiesa que entre tantas cosas que deseó y no tuvo, sin desearlo siempre tuvo amor (“ser amada siempre me pasó”). Está claro que esta otra fortuna no la compensa de las insatisfacciones materiales, para qué engañarse, pero es tan auténtica la inocencia con la que esta chica pasa de una cosa a otra mientras conversa, la plasticidad de la voz hace tan sensible la ausencia de imposturas, que el encanto de su tono compensa al lector por la falta de la intensidad dramática que prometía el prólogo.
El texto de Bléfari es una reelaboración distendida, apacible, sin aquellos regodeos miserables en la infelicidad ajena, de uno de los lugares comunes de la literatura de Manuel Puig: la narración de lo que pasa mientras dos mujeres conversan a solas en clave de juego y lucha de lenguajes. Por esa apertura novelesca al entramado polifónico de los enunciados triviales, es también el más interesante de la serie de textos escritos por chicas-no-meramente-literatas (actrices, directoras o cantantes, además de escritoras) que apuntala, a fuerza de seducción, el recorrido por las páginas de Confesionario.Mas allá de las evidentes diferencias compositivas y del muy diverso grado de eficacia (mientras que algunos se agotan en el gesto testimonial, otros cortejan las ambigüedades de la ficción), el rasgo común a todos estos textos es que parecen haber sido escritos pensando en la puesta en escena no sólo de la subjetividad, sino también de la voz y el cuerpo de las autoras, y por eso es posible que, como sucede con cualquier performance, la sola reproducción del soporte literario no haga justicia a la potencia de lo que pudo haber sido el espectáculo en su heterogénea totalidad. Así como lo recibimos, despojado de corporalidad histriónica, pero también de tensión moral, el movimiento demasiado centrado de estas intervenciones nos recuerda el adolescente enamoramiento de sí mismo del que habla Zambrano para evidenciar los peligros de la auto-objetivación novelesca. (Claro que si se quiere contemplar un caso de rigurosa autocomplacencia narcisista, ahí está el texto en el que Laura Ramos celebra las humillaciones de su condición de exfamosa identificándose nada menos que con John Travolta y David Carradine antes de que los rescatase Quentin Tarantino.)
En tiempos en que la escritura confesional no podía siquiera imaginar el suceso que iba a alcanzar cuando la absorbiese la cultura del espectáculo, aunque ya era (lo fue siempre) una forma de exposición privada sujeta a las expectativas de la esfera pública, su funcionamiento estaba regulado por el principio del “quererser-sincero-consigo-mismo”. Para Valéry, este es un principio inevitable de falsificación e impostura ya que siempre se escriben “las confesiones de alguien más notable, más puro, más sucio, más vivo, más sensible e incluso más yo que lo permitido”.4 Antes que en la verdad, que es informe e indistinta, el que se confiesa piensa en el porvenir de su acto, por eso la expresión de una interioridad convulsa y el cuidado en parecer sincero terminan rebelando un “temperamento de comediante nato”. Mientras que un intimista como Stendhal, o como Tolstoi, tenía que reservar algunas fuerzas de su arte autobiográfico para la disimulación de esta naturaleza de falsario, los egotistas de la época de la cultura de masas pueden jugar con ironía y humor a potenciar el atractivo de su figura de comediantes, advertidos como están de que la sinceridad es sólo un mito que se invoca para regular la circulación de los discursos. Cuando Sergio Pángaro, ese dandy al filo de la autoparodia, le da a la escena de su confesión pública la apariencia de una comedia de enredos en la que desnuda con elegancia su egocentrismo maltrecho de músico al que se le pasó la hora aunque nunca fue su momento, busca menos parecer sincero que resultar divertido e inteligente. La eficacia del relato depende del pacto autobiográfico que establece con el lector (así son efectivamente los días en la vida de un artista decadente), pero sobre todo de su deliberada artificiosidad (la vida de un cantante pop es una “juerga” continua, como la de aquel playboy de historieta que excitó nuestra infancia, Isidoro Cañones, sólo que varias décadas después y en versión para adultos). Como en toda comedia que se precie, la trama está compuesta de pérdidas, desencuentros y frustraciones: el contraste entre la juventud que se va, la propia, y la de los que llegan para desplazar y ocupar lugares; la indiferencia con que la “nueva sensación” responde a la condescendencia del crooner
experimentado; la envidia vergonzante por el éxito de los colegas más afortunados (y acaso más talentosos). Seguramente el momento que más divirtió al público sea ese del comienzo en el que Pángaro imposta el recelo y los caprichos de una estrella para representar el disgusto que le provoca tener que compartir la mesa con un “snob” como Alan Pauls, que no conforme con escribir una novela de seiscientas páginas, fue premiado en España por semejante disparate (“¿Quién se cree que es? ¿Balzac? Debe ser aburridísimo. ¡Por favor! Ni pienso leer ese libro. ¿De qué hablará?”). Libre al fin de la obligación de enmascararse, el comediante nato explora la dimensión teatral de la confesión pública a través de una performance autoirónica que se sostiene, y también se agota, en el gesto seductor.
Las intervenciones de los escritores, me refiero a los que sólo escriben y saben que es necesario sustraerse de la escena discursiva para que las palabras valgan por sí mismas como cuerpos en tensión, son por lo general más discretas, incluso si el contenido confesional resulta provocador, porque el interés está puesto en la búsqueda de un lenguaje íntimo antes que en la conquista del público. Cuando el humor irrumpe, porque es necesario que el comediante señale su máscara si además quiere hacernos presentir la posibilidad de un rostro auténtico, lo hace menos para despertar una adhesión repentina que para aligerar la carga seductoramente dramática de los afectos que moviliza el examen de conciencia. “Hago chistes para expresar mis temores”. Patricia Súarez confiesa que desde que se convirtió en madre primeriza a veces se contrae de miedo, un miedo provocado por la contundencia de una metamorfosis en la que no siempre puede reconocerse, y que por eso tiene que reírse de ella misma mientras cuenta los avatares domésticos de la nueva condición (“Confieso que he vivido. Viernes/Retrato”). Los chistes la ayudan a no desviarse del rumbo que le abre a sus palabras el llamado de algo que desconoce pero que presiente instalado en el corazón ambiguo de su intimidad. “Tengo terror de pensar que algo dentro de mí está agonizando.” Ya lo piensa, y hasta es posible que de a ratos crea efectivamente que con el nacimiento de su hija algo dentro de ella se congeló para siempre. ¿Será entonces, suprema ironía, que el precio que hay que pagar por dar a luz es la extinción progresiva de la “llama” interior? Se lo pregunta una madre que todavía es hija y que a veces, cuando la gana un sentimiento de completa irrealidad, fantasea con regresar sola a su vieja casa, junto a la madre, como si nada hubiese pasado. (Es curioso cómo su otra fantasía, casarse y convivir con el padre de Gala, aunque suponemos que pudo haberla cumplido en la “vida real” hace tiempo, desde el punto de vista de la realidad afectiva que inventa la escritura parece menos ligada a la íntima ambigüedad de su devenirmadre y, por lo tanto, menos realizable, que ésta imposible de la huida hacia un pasado sin responsabilidades ni descendencia.)
Es cierto que la intimidad, que no es nada (nada que se pueda decir, ni siquiera señalar directamente), es en sí misma inconfesable, pero también que sólo resultan auténticas aquellas confesiones que se realizan bajo la presión de algo íntimo en busca de un lenguaje que lo deje ser. Aunque soy de los que siempre están dispuestos a dudar de la sinceridad de una madre, la confesión de Suárez me resulta una de las más creíbles de la compilación porque no busca ni justificación ni complicidad, sino algo más simple y riesgoso: que la ambigüedad que no la deja realizar los ideales maternos (y que por eso la mantiene, aunque inquieta, viva) se exponga en su temible extrañeza. Hace falta coraje para reconocer los propios temores, pero más, o un coraje de otra naturaleza, para dejar que los temores hablen por sí mismos. “Tengo miedo de que mi amor sea dañino para aquellos que amo. Tengo miedo de ser malinterpretada, tengo miedo a la confusión…” Pero es precisamente a través de la confusión de registros que estos apuntes imponen su apariencia de autenticidad, cuando la voz en off del drama psicológico interrumpe el encanto de la comedia romántica. Después de sobreactuar torpeza y culpa frente a la autoridad del pediatra, la madre inexperta descubre, a través de la mirada insistente del chico del video, que todavía resulta deseable. Pero antes de que la escena se cierre, la gracia se funde en estupidez (como quien dice, en algo verdadero) por la enunciación de un malentendido irreductible: “Tengo miedo de estar atada a un hombre; tengo miedo de estar atada continuamente a un hombre distinpensamiento to.” Posiblemente sea el recurso más eficaz con que cuenta esta mujer para soportar el acecho de los fantasmas de infelicidad y agonía que rodean la maternidad.
El paso de la vida a través de las palabras. Las resonancias sobre la superficie del lenguaje de algo íntimo que no puede, pero quiere ser dicho. En cualquiera de las dos versiones, se trata de un acontecimiento misterioso que nada garantiza que vaya a ocurrir, ni siquiera la retórica más sofisticada. Así lo prueba la intervención de Alan Pauls, “Un diario (fragmentos)”. Pauls es quizá el escritor más dotado de su generación, dueño de una prosa elegante que refleja, en la complejidad y la plasticidad de sus articulaciones, la fuerza de una inteligencia superior, y sin embargo a sus textos autobiográficos les falta a veces esa tensión sentimental que es la huella del perseguido encuentro de la literatura con la vida. (Lo mismo sucede con otros escritores de la familia de los hiperliterarios como Enrique Vilas- Mata y Sergio Pitol. No parece que se trate sólo de una coincidencia.) En estos fragmentos de diario con apariencia de verdaderos5 conviven el apunte de algunos incidentes de la vida familiar con el esbozo de una narración amorosa; reflexiones, en el estilo de las de Barthes, sobre la naturaleza adictiva del enamoramiento con otras todavía más ocurrentes sobre el genio paradójico de Peter Sellers; instantáneas de la vida artística y la trascripción de un sueño inverosímil con Fogwill. Hay una entrada que se desprende del conjunto en la que el diarista registra el encuentro, al que asistió como testigo, de su mujer con una amiga de otras épocas. Desde una exterioridad que sólo le permite hacer conjeturas, desenvolver en suposiciones la incomodidad y la perturbación que habría sufrido V. ante la reaparición de ese pasado inquietante, se asoma al borde de un abismo por el que el sentido de lo familiar parece que va desbarrancarse: entra secretamente en intimidad con la intimidad de ella. Pero es otra la entrada que quería comentar, una que ilustra cómo los excesos de literatura pueden, no sólo no favorecer, sino hasta obstruir el paso de la vida por unas palabras que lo reclaman.
No resulta inverosímil que Pauls sueñe con Fogwill y que ese sueño dramatice al mismo tiempo sentimientos de admiración y de odio, muchos menos que la trama onírica (una charla en público) favorezca el deseado ajuste de cuentas, pero se hace difícil aceptar que un ser imaginario discurra con la misma inteligencia y elegancia con las que escribe el autor de El pasado. “…hay dos grandes pasiones que f. cultiva y que conspiran contra su literatura: la inteligencia y la envidia. para f., lástima, a menudo son la misma cosa.” Con estas frases espléndidas concluyen la charla y el sueño que la realiza. La precisión sintáctica y la agudeza del juicio no dejan que perdamos de vista que son frases nacidas para brillar en un ensayo, y que al contrabandearlas en los recuerdos de un sueño ficticio, Pauls se valió de un truco literario legítimo, pero decepcionante. Cuando la literatura se afirma como artificio, la vida y la intimidad quedan reducidas a la deprimente condición de materiales para el trabajo. El lector de diarios siempre espera más.
Sería injusto detenerse con semejante morosidad en el momento más débil de un texto que ofrece otras varias posibilidades de lectura, si no fuese que reencontramos el mismo gesto reductor en La vida descalzo, la contribución más importante de Pauls a lo que llamo el giro autobiográfico de la literatura argentina actual. Dos veces el recuerdo de una vivencia personal sirve como pretexto para que el narrador se precipite resueltamente por el camino de Proust, como si lo más interesante de una anécdota fuese su disponibilidad para anticipar una referencia
libresca. La primera vez, después de recordar lo que le contó otro devoto de la playa: que una vez quedó prendado amorosamente de la imagen de una mujer que entrevió cerca del mar, rodeada de un grupo de amigas; que aunque la perdió de vista en seguida no la pudo olvidar; pero que cuando la reencontró un tiempo después en la ciudad, sola, aunque la reconoció se dio cuenta de que, inexplicablemente, ya no sentía nada. “De haber leído a Proust –interviene el cronista-autobiógrafo-, en particular la segunda parte de A la sombra de las muchachas en flor, mi amigo no hubiera evitado la decepción pero sí, al menos, el impacto de la sorpresa.” 6 Y sigue una paráfrasis admirablemente escrita del encuentro de Marcel con Albertine en las playas de Balbec que ya le sirvió a Deleuze, como ahora a Pauls, para explicar que el grupo dentro del que la joven se recorta y se disgrega es algo así como una condición de posibilidad para que se perciban los signos amorosos. La cita literaria no ilumina de un modo inesperado el fragmento de vida al que
sirve de comentario, más bien lo anula, lo convierte en un artificio retórico desencantador: ya no creemos en la existencia de aquel amigo sometido a los vaivenes de la experiencia amorosa porque Pauls dejó de creer apenas se reencontró con el universo de la Recherche.
La segunda vez el procedimiento opera con mayor sutileza, porque la cita aparece sin comillas, absorbida y disimulada en el despliegue de la última frase del libro, pero su efecto es acaso más descorazonador porque lo que se desactiva es el poder de sugestión de un recuerdo infantil. Casi diría que, después de reconocer el fragmento de “Sur la lecture” en el que el movimiento de la rememoración se consuma,7 también cuesta seguir creyendo en la existencia de aquel mítico día en el que, gracias a un dolor de garganta que lo privó de la playa, el niño Pauls descubrió una modalidad nueva del placer y la enfermedad: la pasión de la lectura. Otra vez parece que la narración autobiográfica desenvuelve las posibilidades de un lugar común literario, y no que la escritura de los recuerdos, que es la forma más intensa que puede tomar el paso de la vida a través de las palabras, necesitó convocar a la literatura para sostenerse en ella un instante antes de la interrupción. Todo parece indicar que llegó el momento de que Pauls olvide a Proust mientras escribe, de que se abandone, proustianamente, a los poderes regeneradores del
olvido. Lo digo como lector de estos textos autobiográficos, pero también de El pasado.
Más que un género específico dentro de las llamadas “escrituras del yo”, la confesión es un movimiento de búsqueda que se realiza a través de distintas formas autobiográficas en el que un sujeto se confronta con la necesidad de transformarse. “El discurso autobiográfico deviene confesional cuando aparece el problema de la verdad”.8 Por eso se puede leer toda la literatura de Pablo Pérez, y no sólo su intervención en este ciclo, como un continuo acto de confesión. ¿Qué cuentan Un año sin amor y El mendigo chupapijas sino la necesidad que tiene el autor de escribirlos, ateniéndose a la rigurosa verdad de los hechos, para probar si ese ejercicio inocente de pretensiones literarias podría aumentar su amor por la vida? En la tradición de los escritores menores, que inventan recursos a la medida de sus necesidades espirituales porque se saben incapaces de hacer “gran literatura”, Pérez compuso cada texto ensamblando de una manera extraña fragmentos de su historia personal. Lo que en un principio parecen resoluciones aleatorias, atribuibles a la falta de dominio técnico sobre los materiales, se revelan después como hallazgos formales dictados por la necesidad de no bloquear la deriva múltiple (erótica, amorosa y mística) de la vida en estado de confesión.
Pérez fue el único de los invitados a confesarse en público que respondió con un auténtico ejercicio espiritual (“Confesiones”), que si a veces se vuelve escandaloso, por desprecio a la “cultura” o por la necesidad de no traicionar el núcleo abyecto de algunas experiencias, siempre se toma en serio como posibilidad de perfeccionamiento y purificación. Hay en el horizonte los recuerdos de un pasado evangélico, pero sobre todo la insistencia de un impulso místico que alimenta la búsqueda de iluminación. “Confieso que tengo fe, aunque no sepa demasiado bien fe en qué.” La incertidumbre respecto del objeto (a veces se trata del “Padre Celestial”, a veces del fantasma de la hermana devenido ángel guardián) fortalece la creencia en lo sobrenatural como una fuerza amorosa que se invoca y convoca a través de la escritura para que cure las aflicciones del alma piadosa o, supremo goce, la aniquile definitivamente. En esta literatura la búsqueda mística se superpensamiento pone y se confunde con la búsqueda erótica, que se realiza en clave sadomasoquista y es búsqueda del placer en el dolor, de protección en la entrega al peligro.
Desde esta convergencia hay que leer el momento en el que Pérez confiesa intempestivamente que “si alguien [le] diera la opción entre vivir y morir, elegiría morir” como el más intenso del ejercicio, el de mayor apertura al poder transformador de la verdad, porque en esa afirmación de la muerte como una posibilidad donada por Otro las figuras del creyente incierto y la del esclavo de las prácticas sadomasoquistas se recubren sin resto.
Culpas (haberle contagiado VIH a un amante); pensamientos estúpidos (que los ricos distribuyan su fortuna para acabar con las injusticias sociales); fantasías eróticas que comprometen al conductor de un programa sospechoso de homofobia; el trauma provocado por la lectura prejuiciosa de un primer cuento. Entre tantas cosas que confiesa, según una lógica metonímica indiferente a cualquier principio de jerarquización, Pérez registra como al pasar algunas circunstancias de escritura que podrían contribuir a que las búsquedas no se desorienten rumbo a la satisfacción de un narcisismo que el examen de conciencia no hace más que fortalecer. Primero anota que mientras escribe está tomando vino y fumando una marihuana excelente: “Estoy en trance.” Un poco después, que para tratar de escribir con el hemisferio derecho, el de las percepciones no verbales, usa dos métodos de autosugestión con reminiscencias de manual de autoayuda: el de “los dos minutos” y el de “la mano que no para”. Por último, que para neutralizar el poder de la conciencia y propiciar una forma de escritura automática, se concentra en el trazado de una caligrafía standard (el mismo ejercicio que practicó Mario Levrero para componer esa obra maestra de la literatura confesional que es El discurso vacío). No hay verdadera transformación sin previo o simultáneo olvido de uno mismo. La intervención de Pérez es extraordinaria, diferente por completo del resto, porque él todavía cree en las virtudes performativas de las escrituras íntimas y en la necesidad de perderse (sin convertir la pérdida en espectáculo) para que se desobstruya el advenimiento de la verdad. Gracias a esta creencia que lo expone a todos los malentendidos (a veces parece que se volvió loco, otras, un poco tonto), no cae en las imposturas de la comedia de la sinceridad ni corre los peligros mortales de la autocomplacencia. Por lo demás, sabe mantenerse a distancia de la literatura, ese “oficio de vanidosos”. Como cuando escribe novelas.
II. ¿Elogio del pudor?
Lo que llamo el giro autobiográfico de la literatura argentina actual no es, en realidad, más que una manifestación particular del masivo giro autobiográfico en el que están comprometidas actualmente un conjunto de prácticas artísticas no sólo dentro de la cultura nacional, sino a nivel mundial. Para identificar la orientación y la fuerza de esta tendencia colectiva, en la exposición de los fundamentos estéticos y políticos del Proyecto Biodrama, Vivi Tellas habla de un “retorno de lo real en el campo de la representación” que sería al mismo tiempo un retorno de lo personal y de la experiencia.9 Desde la perspectiva de este retorno múltiple, cada experimentación con formas autobiográficas en los márgenes de las instituciones culturales (el Cine, el Teatro, la Literatura) significa una tentativa de poner al arte en contacto con la vida para que se fortalezcan y se acrecienten en cada uno las posibilidades de reinvención.
Los que se entusiasman con la hipótesis de que habríamos entrado en la era del fin de la autonomía del arte, de que las literaturas que mejor representan las ambigüedades del presente son las “postautónomas” (Josefina Ludmer), observan con interés la proliferación de escrituras autobiográficas porque ese fenómeno los confirma en la creencia de que el futuro de la literatura (futuro paradójico de disolución) habría quedado en manos de un conjunto de prácticas textuales que minan los fundamentos imaginarios de la diferencia ficción/realidad. Para los que resisten amparados en la nobleza de los valores modernos, todavía es necesario separar la paja del trigo, distinguir los ejercicios autobiográficos que configuran auténticas experiencias artísticas de los que se reducen a la mera exhibición narcisista y la autocomplacencia. “Cuando uno lee autobiografías literarias, que no sean las muy buenas, queda sumergido en una maraña de trivialidades. Como si la primera persona sólo pudiera ser aceptable si es redimida estéticamente. El yo pone un techo muy bajo a la escritura y sólo algunos textos en primera persona, a través de su intensidad estética, ideológica, de experiencia, pueden traspasarlo.”10 Aunque también soy de la idea de que en las escrituras del yo el narcisismo se supera a fuerza de intensidad (este fue el principio que ordenó la argumentación en mis notas sobre Confesionario, el criterio para valorar cuán o cuán poco interesantes me parecían algunas intervenciones), me resulta extraña la reserva moral que despierta en Sarlo la sola presencia de la primera persona, una “violencia” que únicamente puede tolerar si está justificada estéticamente. En ese recelo persiste algo de la exigencia de decoro que dominó nuestra literatura hasta la irrupción de Puig. Como si además de odioso, el yo que no regula su exposición conforme a determinados principios morales resultase obsceno. Porque no sólo se puede hacer buena literatura con una maraña de trivialidades, y sin necesidad de distanciarse críticamente de ese material innoble, sino que además, como lo demuestran los textos de Pablo Pérez, algunas escrituras confesionales se resisten a ser identificadas como literatura “buena”, es decir, como literatura, precisamente a causa de su intensidad.
Además de la redención moral por la vía del distanciamiento irónico y la inclusión de la perspectiva personal en un horizonte de debates públicos, se puede pensar otra forma de superación del narcisismo y la autocomplacencia, esos dos peligros inevitables que corren los escritores del yo, en los términos de un ejercicio ético de autotransformación que en lugar de negar la fuerza de las particularidades subjetivas la afirma, menos para fortalecer la representación de lo privado que para tentar la experiencia singular de su descomposición. En otra intervención sobre el cine documental en primera persona, parafraseando a un realizador norteamericano cuyo nombre olvidó, dice Andrés Di Tella que “el documental personal, para tener legitimidad y no ser una simple expresión de narcisismo, debe representar una especie de coming out del documentalista, como se dice de los homosexuales que se atreven a salir del ropero. Es decir, no debe ser un gesto gratuito para la persona del cineasta, debe haber algún riesgo…”11 Para sortear los peligros de la objetivación narcisista, hay que asumir los riesgos del acto confesional, recrearse a través de la exploración de algo íntimo sin apariencia ni valores definidos, aventurarse en la “propia” impersonalidad. Además del coraje necesario para renunciar, en nombre de no se sabe qué, a la placentera aniquilación de toda posibilidad de vida que no se identifique con una disposición personal, el cumplimiento de este acto requiere de una virtud que, sin retroceder ante el equívoco, algunos llaman pudor.
“No se trata de guardar celosamente un jardín secreto, tampoco de pudibundez, sino del rechazo de la exhibición forzada o de la emoción de encargo.”12 Pudorosa es la escritura de Pablo Pérez cuando confiesa un misticismo extravagante pero auténtico, con absoluta indiferencia de las expectativas que no podía dejar de suponer en la audiencia (esas expectativas a las que se rinde cuando desliza el nombre de una celebridad internacional del mundo literario, partenaire ocasional de una performance fallida, mientras hace el catalogo calculadamente obsceno de sus preferencias sexuales). A riesgo de pasar por idiota o por loco, no sólo ante los demás, sino ante sí mismo, Pérez expone sin distancia la fuerza de su trato continuo con lo misterioso y el más allá, con la presencia tutelar de la hermana suicida, que lo acompaña y acaso lo guía mientras escribe, y con Dios, al que trata de respetar, aunque ignora qué y quién es. La exposición es performativa, porque no interesa sólo mostrar, sino también poner a prueba la intensidad de las creencias, fortalecer a través de la confesión los lazos de familiaridad con lo desconocido. Frente a las demandas de la cultura de la intimidad, el pudor es una fuerza de resistencia al mandato de volverse espectáculo para poder ser. Espectáculo convencional, si se me permite la redundancia, representación de lo privado como fetiche público. En el caso de Pérez, el pudor y el deseo de exposición coexisten y se refuerzan en contacto porque la escritura de sí avanza no sólo con indiferencia de lo que esperan los otros, sino gracias al olvido de que hay un sí mismo que reclama conservación. Para poder cuidar de sí el sujeto de la confesión tiene que perderse y recrearse a partir de la pérdida.
Antes de pensar esta frágil argumentación, experimenté la eficacia ética del pudor, la fuerza silenciosa con que actúa sobre las emociones que despierta una representación autobiográfica, al pasar de la intervención de Edgardo Cozarinsky en Confesionario a otro texto del mismo autor recogido en Idea crónica, “Terreno minado”.13 En la supuesta confesión domina la impudicia, no porque se revele algo escandaloso u obsceno, sino más bien porque no se revela demasiado por
fuera de la voluntad de convertir la exposición de algunas vivencias privadas en un espectáculo sorprendente y divertido, la clase de espectáculo que podían esperar los organizadores y los asistentes al ciclo. “Voy a confesar que lo pasé muy bien durante mi servicio militar”, anuncia Cozarinsky, usufructuando de la potencia aperitiva de un comienzo que se presta a equívocos. Después, la rememoración se desenvuelve en dos secuencias sucesivas: una que pertenece al mundo de la picaresca castrense y otra, al de la erótica cuartelera. Gracias a su oficio de traductor,
el colimba disfrutó de algunos privilegios domésticos y de una iniciación no muy riesgosa en la práctica de la corrupción (participó en el tráfico de cajones de champagne francés para que un superior se beneficiase con la venta clandestina). Pudo acceder secretamente en las noches de guardia a un despacho oficial, para descansar algunas horas sobre un diván de cuero raído, lejos del pestilente hacinamiento de la cuadra, y fue allí donde conoció a Anselmo, el cocinero del Estado Mayor con el que intercambió cohabitación por churrascos y milanesas. “Aquí es donde las cosas se pusieron más interesantes”, dice Cozarinsky subrayando lo obvio, el esperable desvío. Lo que sigue, casi hasta el final, es la reapropiación de algunos souvenires eróticos desprovistos de vida, es decir, de intimidad: coqueteos y exhibiciones que el temor a la delación no dejó prosperar. La impresión con la que quedamos al concluir la lectura es la de haber asistido a una especie de outing anacrónico, cuando ya no quedaba nada para destapar. No creo que se pueda derivar una ley sobre las limitaciones de los ejercicios confesionales a partir de esta intervención de Cozarinsky, pero hay algo en su banalidad que invita a la generalización: rara vez la publicación de intimidades sexuales (que no hay que confundir, claro, con la experiencia de algo íntimo de una vivencia sexual) sirve para otra cosa que el fortalecimiento del narcisismo, rara vez persigue algo más que el reconocimiento, que la aprobación. Como su interés, por demasiado obvio, está garantizado, en seguida se debilita, o desaparece.
Aunque su inclusión dentro de la antología lo asocia con la idea de crónica, “Terreno minado” es una auténtica confesión, de una intensidad performativa acorde con la indeterminación retórica y sentimental que gobierna su realización. Se trata de uno de esos textos que parecen no haber sido escritos pensando en alguien, como una exploración a través de lo desconocido de sí, menos para aclararse (la claridad es siempre un interés de los Otros) que para reconocer la presencia de un núcleo ambiguo y probar su resistencia. Es cierto que Cozarinsky comete varias infidencias y publicita intimidades sexuales y familiares de otro, para colmo, alguien muy conocido, pero igual se nota que escribió con pudor, respetando el modo de ser (de aparecer sin darse) de lo ambiguo.
¿Por qué, por qué razones secretas, por el azar de qué complicaciones afectivas, la amistad que durante un tiempo lo unió al actor Rafael Ferro tuvo que ser “sinuosa, accidentada”? Para exponer la trama pasional que envuelve la pregunta, Cozarinsky escribió unas memorias de esa relación equívoca, que, como toda relación verdadera, es equívoca porque es amorosa, y esto, en el sentido menos convencional del término (el amor como la afirmación de un misterio capaz de transformar simultáneamente al enamorado en hermano menor y en padre del amado). El primer momento es el de la primera revelación: durante el casting para Ronda Nocturna, apenas se ponen a conversar, Cozarinsky descubre que el rostro, la voz y los gestos de Ferro son los del personaje que imaginó para su film. El segundo
momento es el de una revelación todavía más poderosa: “con la inevitable certeza de las decisiones que se forman bajo la superficie de nuestra conciencia”, vuelve a descubrir que Ferro es el actor que está buscando, esta vez para representarse a sí mismo en el biodrama que proyecta escribir (Squash. Escenas de la vida de un actor será el primer biodrama interpretado por la persona cuya vida se dramatiza –a esta variante Tellas la llama “teatro documental”). Después vienen los momentos de complicidad, de mutua identificación, y el juego peligroso de las confidencias que, cuando ya sea tarde, se sabrá que alimentaban de recelo los desencuentros del final. Tal como las revive Cozarinsky, con apasionada discreción, la agresividad y la distancia del último momento son una consecuencia imprevista, que tal vez se hubiese podido prever, de aquella seductora intimidad. “Rafael debe sentir que yo no le he retribuido lo que él me entregó.Acaso confié demasiado en esas cualidades propias de todo actor que son el narcisismo y el exhibicionismo. Acaso no tuve en cuenta otra, la exacerbada vulnerabilidad.”
Una de las historias de amor más interesantes del giro autobiográfico en nuestra literatura es esta en la que el amor ni se declara ni se vive directamente, y no porque se lo niegue o se lo desconozca. También sería aventurado derivar de esta otra intervención de Cozarinsky una ley sobre la eficacia de los ejercicios confesionales en los que la escritura de los recuerdos amorosos transmite lo que ningún hecho evocado representa, pero si cediésemos al impulso generalizador, seguramente tendríamos que comenzar planteando la equivalencia entre lo íntimo y lo sentimental.
Notas
1 María Zambrano: La confesión: género literario, Madrid, Siruela, 1995; pág. 25.
2 Ibíd., pág. 30.
3 Buenos Aires, Libros del Rojas – Universidad de Buenos Aires, 2006. Compilación y prólogos de Cecilia Szperling. Este libro reúne el conjunto de las intervenciones que se leyeron durante el desarrollo del ciclo de mesas redondas “Confesionario. Historia de mi vida privada”, en el Centro Cultural Ricardo Rojas de la ciudad de Buenos Aires, entre marzo y noviembre de 2004. Los escritores, artistas visuales, músicos, cineastas y teatristas que fueron invitados a contar en público algún episodio privado de su historia personal, respondieron a través de la escritura de un texto supuestamente verdadero (un montaje de e-mails, una carta familiar, la trascripción de una charla, relatos y fragmentos de diarios íntimos).
4 Paul Valéry: “Stendhal”, en Variedad I, Buenos Aires, Losada, 1956; pág. 91.
5 En otra compilación de textos autobiográficos, Idea crónica. Literatura de no ficción iberoamericana (Rosario, Beatriz Viterbo Editora – Fundación TyPA, 2006), Pauls publicó también unos fragmentos de diario íntimo, pero esta vez con apariencia de ser transposiciones ficcionales de experiencias verdaderas (sus experiencia de hijo y padre de una hija). “Mi vida como hombre” registra, en clave de comedia inteligente, algunas anécdotas más o menos disparatadas que protagoniza un representante irónico de la “nueva masculinidad” (la de los hombres sensibles, incómodos por las estrecheces del viejo punto de vista genérico). Aunque el substrato ensayístico es en esta ocasión mínimo, lo que recuerdo con más claridad no son los pormenores narrativos de algunas secuencias de acciones, sino la enunciación de una idea con forma de máxima: la masculinidad no es más que un don que sólo pueden conceder las mujeres.
6 Alan Pauls: La vida descalzo, Buenos Aires, Sudamericana, 2006; pág. 75.
7 “Quizá no haya habido días en nuestra infancia más plenamente vividos que aquellos que creíamos dejar de vivir, aquellos que pasamos con un libro…” En algunas compilaciones de ensayos de Proust traducidos al castellano, “Sur la lecture” aparece con otro título: “Días de lectura”.
8 Mónica B. Cragnolini: “Confesión y circuncisión: San Agustín en Derrida o ¿de qué sirve el amor que no se confiesa?”, en Pensamiento de los confines 17, diciembre de 2005; pág. 115.
9 El texto, sin título, está reproducido en www.mundoteatral.com/ar/teatro/verinfo.php?uid=161.
Como se sabe, los biodramas son biografías escenificadas escritas a partir de la historia de una persona real y viva, a la que el autor-director pudo tratar personalmente. Lo que el Proyecto de Tellas hace evidente, con su apuesta por las posibilidades estéticas de las vivencias personales, sean o no autobiográficas, es que el giro que nos ocupa no sólo excede lo literario, sino que se cumple en el interior de un proceso todavía más amplio, el de una revalorización generalizada de las “narrativas vivenciales”, sean o no artísticas, al que Leonor Arfuch identifica como un “retorno del sujeto” (en El espacio biográfico. Dilemas de la subjetividad contemporánea, Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 2002).
10 La frase está tomada de una intervención de Beatriz Sarlo en el debate “Cine documental: la primera persona”, publicado en Punto de vista 82, agosto 2005; pág. 35.
11 En “El documental y yo”, en Milpalabras 5, otoño 2003; pág. 61.
12 Ludovic Assémat, en la presentación del dossier “El pudor, escrituras de lo íntimo”, en Literalia
11, Madrid, 2005; pág. 1.
13 María Sonia Cristoff (Comp.): Idea crónica. Literatura de no ficción iberoamericana, Rosario, Beatriz Viterbo Editora, 2006.
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Pensamiento de los confines, n. 21,
Diciembre
de 2007
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