Transmisiones radiofónicas durante la guerra1
George Orwell

Dinero y armas
20 de enero, 1942

Caminando por las calles de Londres, en el poster de algún periódico a menudo se ven noticias sobre una gran batalla en Rusia o en el Lejano Oriente y noticias sobre un partido de fútbol o una pelea de box, una al lado de otra. Y tal vez en alguna pared cercana se vean, también uno al lado de otro, un anuncio del Gobierno solicitándole a las jóvenes que se inscriban en el Servicio Auxiliar Territorial y otro aviso, generalmente bastante intimidatorio y en mal estado, solicitándole al público que consuma cerveza o whisky. Acaso eso hace que uno se detenga y se pregunte: )cómo puede tener tiempo para partidos de fútbol un pueblo que está defendiendo su vida? No hay algo contradictorio en pedirle a la gente que sacrifique sus vidas al servicio de la patria y al mismo tiempo pedirle que gaste su dinero en artículos de lujo? Esto plantea la cuestión de la recreación en épocas de guerra, lo que no es tan simple como parece.
         Un país en guerra y eso aparentemente implica, por regla general, un país que trabaja en condiciones más duras y exigentes de lo habitual no puede seguir adelante sin descanso y entretenimiento. Es probable que estas cosas sean más necesarias durante una guerra que en épocas de paz. Y sin embargo, cuando uno está combatiendo no puede desperdiciar material valioso en bienes de lujo, pues ésta es básicamente una guerra de máquinas, y cada pedazo de metal usado para fabricar tocadiscos, o cada metro de tela usado para fabricar medias, significa menos metal para armas y aviones, o menos tela para globos de combate y paracaídas. Nos reímos del Mariscal Goering cuando, unos años antes de la guerra, dijo que Alemania tenía que elegir entre las armas y la manteca, pero sólo se equivocaba en que no había necesidad de que Alemania preparara su agresión contra las naciones vecinas, haciendo así que el mundo entero entrara en guerra. Una vez que la guerra ha comenzado, todo país tiene que elegir entre armas y manteca. Es meramente una cuestión de proporciones. Cuántas armas se precisan para vencer al enemigo? Y cuánta manteca se necesita para mantener saludable y contenta a la población?
        Garantizado que cada uno esté provisto de suficiente alimentación y descanso, el principal problema de la guerra es desviar las erogaciones de los bienes de consumo hacia el armamento. La población trabajadora, incluidas las tropas que están de licencia o fuera de servicio, sigue necesitando entretenimientos, pero en la medida de lo posible tiene que hacerlo con entretenimientos que no consuman mucho material o tiempo de trabajo. Además, dado que Inglaterra es una isla y el embarque de mercaderías es muy valioso, en la medida de lo posible tiene que hacerlo con entretenimientos que no requieran material de importación. Más allá de cierto límite, no se puede bajar la capacidad de gasto de la población. A raíz de los impuestos, los grandes ingresos casi han dejado de existir y los salarios no se han mantenido a la par de los precios, pero la capacidad de gasto del grueso de la gente quizás se ha incrementado, dado que ya no hay más desempleo. Chicos y chicas de dieciocho años ganan ahora el sueldo de un adulto, y cuando ya pagaron casa y comida, todavía les queda algo para la semana. La cuestión es cómo van a gastarlo sin hacer que se desvíe mano de obra, que es tan necesaria, hacia la manufactura de artículos de lujo. Al responder a este interrogante, se observa cómo es que la guerra está alterando las costumbres y hasta los gustos del pueblo británico.
        Distingamos claramente: los lujos de los que hay que prescindir durante la guerra son las variedades más elaboradas de comida y bebida, la ropa de moda, cosméticos y fragancias todo lo cual o demanda una gran cantidad de trabajo o consume mercadería importada poco común, el servicio personal y los viajes innecesarios, que consumen importaciones tan valiosas como caucho y combustible. Los entretenimientos que hay que fomentar, por otro lado, son los juegos, los deportes, la música, la radio, el baile, la literatura y las artes en general. En la mayoría de estas actividades uno crea su propia diversión en vez de pagarle a otro para que lo haga. Si se dispone de dos horas libres y se las usa para caminar, nadar, patinar o jugar al fútbol, según la época del año, no se consume ningún material ni se distrae a la fuerza laboral de la nación. Por otra parte, si se pasa esas dos horas sentado frente al fuego y comiendo chocolates, se está usando carbón, que hay que extraer del suelo y transportarlo hasta casa, y azúcar y cacao, que hay que transportar por medio planeta. En el caso de varios artículos innecesarios, el gobierno orienta el gasto en la dirección indicada simplemente al suprimir el suministro de los mismos. Durante casi dos años nadie ha visto en Gran Bretaña una banana, por ejemplo, el azúcar no abunda, las naranjas aparecen de vez en cuando, los fósforos están racionados al punto de que ya nadie desperdicia uno, viajar tiene muchos límites, la ropa está racionada muy estrictamente.
        Al mismo tiempo, la gente que trabaja todo el día no puede además fabricarse su propio entretenimiento. Por ende, lo deseable es que se concentrara en el tipo de recreación que se puede disfrutar en común, sin desperdiciar mucho trabajo. Y esto me trae de vuelta a lo que dije hace pocos minutos: el informe periodístico del partido de fútbol al lado de la noticia sobre la batalla. No está definitivamente mal que diez mil ciudadanos de un país en guerra inviertan dos horas mirando un partido de fútbol? En realidad no, porque el único trabajo que acaparan es el de los veintidós jugadores. Si se trata de un partido amateur, y hoy día suele ser así un partido entre el Ejército y la Fuerza Aérea, por caso, a los jugadores ni se les paga. Y si es un partido del ámbito local, los diez mil espectadores ni siquiera gastan carbón o combustible para llegar. Han tenido una recreación de dos horas, que probablemente necesitan, casi sin inversión de trabajo ni materiales.
        A partir de esto, se observa la forma en que las necesidades de la guerra están desarrollando en el pueblo inglés una actitud más creativa para con sus entretenimientos. Un hecho sintomático se dio durante los grandes bombardeos. La gente amontonada en los refugios no tenía nada qué hacer por horas enteras, y no había a mano nada con qué entretenerse. Pero se tenían que entretener, así que improvisaron conciertos amateur, que a veces resultaron ser sorprendentemente buenos y exitosos. Sin embargo, lo que acaso sea más significativo es el creciente interés por la literatura surgido en los últimos dos años. La lectura aumentó enormemente, en parte debido al gran número de hombres que están en combate, en puestos solitarios, donde tienen poco y nada que hacer en su tiempo libre. Leer es una de las recreaciones más baratas y que menos derrochan. Una edición de decenas de miles de ejemplares de un libro no consume ni el papel ni la mano de obra de la tirada de un periódico en un solo día, y cada copia del libro puede pasar por cientos de manos antes de ir a parar a la molienda. Pero precisamente porque el hábito de la lectura se ha incrementado tanto, y la gente no puede leer sin educarse en el proceso, el nivel intelectual promedio de los libros publicados ha crecido ostensiblemente. No se produce gran literatura, sin duda, pero el libro promedio que el hombre común y corriente lee es mejor que el que hubiera leído hace tres años. Un fenómeno propio de la guerra es el de las cuantiosas ventas de Penguin Books, Pelican Books y otras ediciones baratas, muchas de las cuales hubieran sido consideradas refinadas por el público en general algunos años atrás. Y esto a su vez repercute en los diarios, haciéndolos más serios y menos sensacionalistas de lo que eran. Es probable que también repercuta en la radio, y con el tiempo lo hará en el cine.
        Junto con esto se da el resurgimiento del deporte amateur y el teatro amateur en las fuerzas armadas, y el de las recreaciones, tales como la jardinería, que no sólo que no consumen nada, sino que de hecho son productivas. Aunque Inglaterra no es un país básicamente agricultor, al pueblo inglés le gusta la jardinería, y desde que estalló la guerra, el gobierno ha hecho todo para fomentarla. Hay lotes de tierra disponibles por doquier, incluso en las grandes ciudades, y miles de hombres que de otra forma hubieran pasado las tardes jugando a los dardos en el bar, ahora las pasan cultivando verduras para sus familias. Asimismo, mujeres que en tiempos de paz podrían haber estado sentadas en el cine, ahora están sentadas en su casa, tejiendo medias y gorros para los soldados rusos.
Antes de la guerra, el público tenía todo tipo de incentivos para derrochar, al menos en la medida de sus posibilidades. Todos trataban de venderle algo a alguien, y se creía que el hombre de éxito era el que vendía más y obtenía más a cambio. Sin embargo, ahora sabemos que el dinero no tiene valor en sí y que lo que cuenta son los bienes. Aprendiendo esto, hemos tenido que simplificar nuestras vidas y apoyarnos cada vez más en nuestros recursos intelectuales en lugar de recurrir a los placeres sintéticos manufacturados en Hollywood o los creados por los fabricantes de medias de seda, bebidas alcohólicas y chocolates. Y bajo la presión de la necesidad, estamos redescubriendo los placeres simples Bleer, caminar, cuidar el jardín, nadar, bailar, cantarB que casi habíamos olvidado en los años de derroche antes de la guerra.

El sentido del sabotaje
29 de enero, 1942

Tiempo atrás di una charla sobre la política de tierra quemada, que juega un papel tan importante en esta guerra, y el tema del sabotaje naturalmente sale a colación. El sabotaje es la táctica de un pueblo invadido, así como la tierra quemada es la táctica de un ejército en retirada. Pero se entiende mejor cómo funciona si antes se sabe algo sobre su origen.
Todos conocen la palabra sabotaje. Es una de esas palabras que se abren paso en todos los idiomas, pero no todos los que la usan saben de dónde viene. En realidad, es una palabra francesa. En regiones del norte de Francia y en Flandes, la gente o en todo caso los campesinos y los obreros usan unos pesados zapatos de madera que se llaman sabots. Una vez, hace muchos años, unos trabajadores en conflicto con su empleador tiraron sus sabots dentro de una máquina en funcionamiento, ocasionándole daños. Se apodó sabotage a esta acción, y desde entonces se utilizó esa expresión para cualquier acto que tenga el propósito deliberado de interferir con la industria o destruir propiedades valiosas.
        Los nazis gobiernan actualmente en la mayor parte de Europa, y casi ni se puede hojear un diario sin leer que en Francia, o en Bélgica, o en Yugoslavia, o donde sea, fusilaron a mucha más gente por cometer sabotajes. Ahora bien, estas noticias no se leían, o al menos no en tanta cantidad, cuando empezó la ocupación alemana. Son un fruto del año pasado, y se han incrementado desde que Hitler atacó la Rusia soviética. El aumento del sabotaje, y más aun, la gravedad con que los alemanes lo consideran, ya dice algo sobre la naturaleza del gobierno nazi.
Si escuchan ustedes la propaganda alemana o japonesa, notarán que en gran parte está repleta de reclamos de espacio vital o Lebensraum, como lo llaman los alemanes. El argumento es siempre el mismo. Alemania y Japón son países superpoblados, y requieren territorios vacíos para que sus poblaciones puedan colonizarlos. En el caso de Alemania, estos territorios vacíos son la Rusia occidental y Ucrania, y en el caso de Japón, Manchuria y Australia. Si se ignora la propaganda emitida por los fascistas, sin embargo, y se examina lo que han hecho concretamente, se encontrarán ustedes con que la historia es muy distinta. Parece que lo que las naciones fascistas en realidad quieren no son territorios vacíos, sino territorios ya densamente poblados. De hecho, los japoneses se apoderaron de parte de Manchuria en 1931, pero no hicieron ningún intento serio de colonizarla, y en seguida prosiguieron con esta agresión atacando y diezmando las zonas más pobladas de China. En este preciso momento, una vez más, atacan y tratan de asolar las islas de Indonesia, tan densamente pobladas. Los alemanes, análogamente, han asolado y tienen bajo su yugo a las regiones más profusamente pobladas y más industrializadas de Europa.
        Sería completamente imposible que los alemanes colonicen Bélgica y Holanda, o que los japoneses colonicen el valle del Yang-Tsé-Kiang, en el sentido en que los pioneros colonizaron Norteamérica y Australia. Ahí ya hay mucha gente. Pero claro que los fascistas no tienen la intención de colonizar en ese sentido de la palabra. El reclamo de espacio vital es pura mentira. Lo que quieren no es tierra, sino esclavos. Quieren controlar vastas cantidades de habitantes, a los que puedan forzar a trabajar en beneficio propio y con muy bajos salarios. La imagen que los alemanes tienen de Europa es la de dos millones de personas que trabajan todo el día y remiten el producto de su labor a Alemania, obteniendo a cambio lo mínimo necesario para no morirse de hambre. La imagen que los japoneses tienen de Asia es similar. Hasta cierto punto, los alemanes han alcanzado sus metas. Pero aquí es donde entra en cuestión la importancia del sabotaje.
        Cuando esos trabajadores belgas arrojaron sus sabots de madera en las máquinas, demostraron que entendían algo que no siempre se reconoce: el inmenso poder e importancia del trabajador común. La sociedad entera se apoya, en definitiva, en el trabajador manual, que siempre tiene el poder de sacarla de funcionamiento. Para los alemanes no sería útil someter a los pueblos europeos si no pueden confiar en que éstos van a trabajar. Con apenas unos pocos días de sabotaje continuo, toda la maquinaria bélica alemana se paralizaría. Unos pocos golpes de maza en el lugar indicado pueden detener una planta de energía. Tirar de la palanca que activa la señal incorrecta puede hacer chocar un tren. Una pequeña carga de explosivos puede hundir un barco. Una caja de fósforos, o un fósforo, puede destruir cientos de toneladas de provisiones. Ahora bien, no hay duda de que se están llevando a cabo por toda Europa actos de este tipo, y cada vez en mayor cantidad. Las continuas ejecuciones por motivo de sabotaje, que los alemanes mismos anuncian públicamente, muestran esto a las claras. En toda Europa, de Noruega a Grecia, hay hombres valientes que han sabido captar la naturaleza del régimen alemán y que están dispuestos a arriesgar sus vidas para suprimirlo. En cierta medida, esto ha sido así desde que Hitler llegó al poder. Durante la Guerra Civil Española, por ejemplo, a veces sucedía que un proyectil caía entre las filas republicanas y no explotaba, y al abrirlo, se hallaba en su interior arena o aserrín, en lugar de la carga explosiva. Algún trabajador de las fábricas alemanas o italianas de armas había arriesgado su vida para que al menos un proyectil no matara a sus camaradas.
        Pero no se puede esperar que un pueblo entero arriesgue así su vida, sobre todo cuando lo vigila la policía secreta más eficiente del mundo. Toda la clase obrera europea, especialmente en las industrias cruciales, está permanentemente bajo la mirada de la Gestapo. Pero hay aquí, no obstante, algo que a los alemanes les resulta casi imposible de impedir, y es lo que se llama sabotaje pasivo. Aun cuando uno no pueda o no se atreva a romper una máquina, por lo menos sí puede frenarla o evitar que funcione bien, lo que se logra trabajando tan lenta e ineficazmente como sea posible, desperdiciando el tiempo, fingiendo estar enfermo, y derrochando todo lo que se pueda. Incluso para la Gestapo es muy difícil atribuir responsabilidades en casos como éstos, y el resultado es una fricción constante que demora la producción de material bélico.
        Esto revela un dato esencial: que todo aquel que consume más de lo que produce está de hecho saboteando la maquinaria de la guerra. El obrero que haraganea deliberadamente en su trabajo no sólo pierde su tiempo, sino también el de los demás. Porque hay que vigilarlo y dirigirlo, lo cual implica sacar a otros potenciales obreros de un empleo productivo. Uno de los principales rasgos del régimen fascista, y hasta se diría que el rasgo distintivo, es la enorme cantidad de policía que utiliza. Por toda Europa, en Alemania y en los países ocupados, hay inmensos ejércitos de policía, SS, policías de uniforme, policías de civil, espías y agentes provocadores de toda laya. Son extremadamente eficientes, y en tanto Alemania no sea derrotada en el campo de batalla, probablemente puedan impedir una revuelta pública, pero a la par representan una colosal división del trabajo, y su mera existencia delata la naturaleza de las dificultades de los alemanes. En este momento, por ejemplo, los alemanes pretenden estar encabezando una cruzada europea contra la Rusia soviética. Empero, no se atreven a reunir grandes ejércitos de los países conquistados, pues no pueden confiar en que no se pasarán al bando enemigo. La cifra total de los así llamados aliados de Alemania que ahora combaten en Rusia es penosamente exigua. De la misma forma, en realidad no pueden entregarle el gran negocio de la producción armamentística a los países del resto de Europa, porque saben que el peligro del sabotaje existe por doquier. E incluso el mero peligro puede lograr mucho. Cada vez que un componente mecánico se arruina o un polvorín misteriosamente se prende fuego, hay que duplicar las precauciones para que no vuelva a pasar lo mismo en cualquier otro lado. Se necesitan entonces más investigaciones, más policía, más espías, y hay que sacar más gente del trabajo productivo. Si los alemanes de veras pudieran concretar el objetivo que se fijaron al comienzo Bdoscientos cincuenta millones de europeos, todos juntos y trabajando a máxima velocidadB, quizás les sería posible superar a Gran Bretaña, los Estados Unidos y Rusia en cuanto a municiones. Pero no pueden, porque no pueden confiar en los pueblos sometidos y el peligro del sabotaje los confronta a cada paso. Cuando Hitler al fin caiga, los trabajadores europeos que haraganearon, fingieron enfermedades, desperdiciaron materiales y dañaron las máquinas en las fábricas habrán jugado un importante papel en su destrucción.

Jack London
5 de marzo, 1943

Jack London, como Edgar Allan Poe, es uno de esos autores que tienen mayor reputación fuera del ámbito de habla inglesa que dentro de él; pero de hecho, esto se da más aun con London que con Poe, al que en todo caso sí se lo toma en serio en Inglaterra y en Norteamérica, mientras que la mayoría de la gente, si es que recuerda a London, lo considera un escritor de aventuras no muy lejos de las novelitas de misterio.
        Ahora bien, yo no comparto la opinión bastante mala que se tiene de él en este país o en Norteamérica, y puedo declarar que estoy bien acompañado en esto, pues otro admirador de la obra de Jack London no era sino Lenin, la figura central de la revolución rusa. Tras la muerte de éste, su viuda, Nadesha Krupskaya, escribió una breve biografía de él al final de la cual describe cómo solía leerle a Lenin cuando éste yacía paralizado y agonizando lentamente. El último día, cuenta ella, comenzó a leerle la Canción de Navidad de Dickens, pero pronto advirtió que a él no le gustaba; lo que ella llama Asentimentalismo burgués de Dickens era demasiado para él. Así que pasó a leerle el relato Amor a la vida, de Jack London, y eso fue prácticamente lo último que Lenin escuchó en su vida. Krupskaya añade que se trata de una muy buena historia. En realidad sí lo es, y en seguida escucharán ustedes un pasaje de la misma, leído por Herbert Read. Ahora sólo pretendo señalar esta conjunción asaz extraña entre un escritor de thrillers relatos sobre las islas del Pacífico y los yacimientos auríferos del Klondike, y también sobre ladrones, boxeadores y animales salvajes y el mayor revolucionario de la era moderna. No sé con certeza qué es lo que le interesó primero a Lenin en la obra de London, pero debo suponer que fueron sus escritos políticos o cuasi-políticos. Porque London, entre otras cosas, fue un fervoroso socialista y probablemente uno de los primeros escritores norteamericanos en prestarle atención a Karl Marx. Su reputación en la Europa continental se basa fundamentalmente en eso, y sobre todo en un muy destacable libro de profecía política: El talón de hierro. Es curioso que sus escritos políticos hayan casi eludido la atención en su propio país y en Gran Bretaña. Hace diez o quince años, cuando en Francia y Alemania se leía y admiraba vastamente El talón de hierro, en Gran Bretaña estaba agotado y casi no se conseguía, e incluso ahora, aun cuando existe una edición inglesa, poca gente ha oído hablar de él.
        Esto obedece a muchos motivos, y uno es que Jack London fue un autor extremadamente prolífico. Era uno de esos escritores que se fijan una determinada producción diaria en su caso, mil palabras, y en su corta existencia (nació en 1876 y murió en 1916) produjo una inmensa cantidad de libros, de índole muy diversa. Si se examina esa obra como un todo, se encontrarán tres tendencias distintas en ella, las cuales no parecen tener, a primera vista, ninguna conexión entre sí. La primera de ellas, bastante tonta y de la que no quiero hablar mucho, es una veneración por los animales. Ésta dio lugar a sus libros más célebres, Colmillo blanco y El llamado de la selva. El sentimentalismo para con los animales es algo casi peculiar de los pueblos de habla inglesa, y no es de por sí un rasgo admirable. Mucha gente reflexiva en Gran Bretaña y Norteamérica se siente avergonzada de ello, y los relatos breves de Jack London probablemente habrían recibido mayor atención crítica de no haber escrito también Colmillo blanco y El llamado de la selva. La otra tendencia digna de ser notada en London es su amor por la brutalidad, la violencia física y por lo que en general se conoce como aventura. Fue una especie de versión americana de Kipling, por esencia un autor activo y no contemplativo. Por elección propia escribió sobre personas tales como mineros, capitanes de barcos, cazadores y vaqueros, y la mejor de sus obras trata sobre vagabundos, ladrones, boxeadores y toda la baja calaña de las grandes urbes norteamericanas. A esta tendencia de London pertenece la narración que antes mencioné, Amor a la vida, y habré de hablar más aun sobre la misma, pues produjo casi todo lo que todavía vale la pena de leer de este autor. Pero por encima de ésta hay además otra, la de su interés por la sociología y la economía, que lo llevó a formular, en El talón de hierro, una notable profecía sobre el ascenso del fascismo.
        Bien, vuelvo ahora a Amor a la vida y los demás relatos que constituyen el mayor logro de London. Esencialmente, es un escritor de cuentos, y si bien produjo una novela interesante, El valle de la luna, su don es el de describir incidentes aislados y brutales. Digo Abrutales deliberadamente. La impresión que se extrae de los mejores y más característicos relatos de Jack London es la de una terrible crueldad. No es que él en persona fuera cruel o que disfrutara la mera idea del dolor; al contrario, era hasta demasiado humanitario, como lo prueban sus historias de animales. Lo cruel es su visión de la vida. Ve el mundo como un lugar en el que se sufre, en el que se lucha contra un destino ciego, cruel. Por eso le gusta escribir sobre las gélidas regiones polares, donde el hombre tiene que defender su vida contra la naturaleza. El relato Amor a la vida describe un incidente típico de su visión peculiar. Un buscador de oro que ha extraviado su camino en los páramos helados del Canadá lucha denodadamente por llegar al mar, muriendo lentamente de hambre y avanzando sólo por su fuerza de voluntad. Un lobo que también agoniza, hambriento y enfermo, se arrastra tras sus pasos, a la espera de que el hombre, tarde o temprano, esté lo suficientemente débil como para poder atacarlo. Y así siguen andando, un día tras otro, hasta que cuando llegan a divisar el mar, ya sólo pueden arrastrarse boca abajo, sin poder ponerse de pie. Pero la voluntad del hombre es más fuerte, y la historia termina no con que el lobo se lo come, sino con que él se come al lobo. Éste es un típico incidente de Jack London, salvo que en cierto sentido tiene un final feliz. Y si se analiza el tema central de cualquiera de sus mejores relatos, se dará con el mismo tipo de situación. El mejor cuento que escribió jamás se llama Sólo carne. Muestra a dos ladrones que acaban de huir con un gran cargamento de joyas. Apenas llegan a casa con el botín, a cada uno se le ocurre que si matara al otro, sería todo para él. Sucede entonces que se envenenan mutuamente con la misma comida y con idéntico veneno: estricnina. Tienen un poco de mostaza, que podría salvar a alguno de los dos si la usaran como vomitivo; y la historia culmina con ambos retorciéndose en el piso, luchando sin fuerzas en pos de lo último que queda de mostaza. Otro muy buen relato describe la ejecución de un prisionero chino en una de las islas francesas del Pacífico. Van a ejecutarlo por un asesinato que cometió en prisión. Ocurre que el Director del presidio, por un descuido con la lapicera, ha escrito el nombre equivocado, y consecuentemente es otro el prisionero al que sacan de la celda. Los guardias no se dan cuenta hasta haber llegado al lugar de la ejecución, situado a veinte millas de la penitenciaría. No saben bien qué hacer, pero casi ni parece valer la pena volver todo el trayecto, así que solucionan el problema ejecutando al hombre equivocado. Podría dar muchos ejemplos más, pero lo que aquí deseo poner en claro es que la producción más característica de London siempre trata sobre la crueldad y el desastre; la naturaleza y el destino son algo inherentemente malo, contra lo que el hombre debe luchar sin otro apoyo que su coraje y su fuerza.
        Y es con este trasfondo que hay que considerar sus escritos políticos y sociológicos. Como ya he dicho, la fama que Jack London goza en Europa depende de El talón de hierro, con el cual Ben 1910 o por esa fechaB predijo el ascenso del fascismo. No tiene sentido fingir que este libro, como tal, es un buen libro. Es un libro pobre, muy por debajo del promedio de su autor, y los procesos que preanuncia ni siquiera están cerca de lo que en realidad había sucedido en Europa. Pero Jack London sí anticipó una cosa: que cuando los movimientos obreros adquirieran dimensiones colosales y dieran la impresión de dominar el mundo, la clase capitalista reaccionaría y no se quedaría tranquilamente donde estaba para que le expropiaran sus pertenencias, como muchos socialistas habían pensado. Karl Marx, de hecho, nunca había indicado que el pasaje del capitalismo al socialismo acontecería sin luchas, pero sí había proclamado que ese cambio era inevitable, lo que sus seguidores, en gran mayoría, interpretaron como automático. Hasta que Hitler no tuvo el control, en general se daba por sentado que el capitalismo no se defendería, en virtud de lo que genéricamente se llaman sus contradicciones internas. La mayor parte de los socialistas no sólo no previó el ascenso del fascismo sino que ni siquiera cayó en la cuenta de que Hitler era peligroso hasta que éste estuvo alrededor de dos años en el poder. Ahora bien, Jack London no hubiera cometido este error. En su libro describe el crecimiento de unos poderosos movimientos de la clase obrera, y luego a la clase de los que mandan organizándose, reaccionando, triunfando y procediendo a establecer un despotismo feroz, que culmina en la institución de la esclavitud, la cual habrá de subsistir por centenares de años. Quién se atreverá a decir que algo así no ha sucedido en grandes regiones del planeta y que no seguirá sucediendo a menos que el Eje sea derrotado? Y en El talón de hierro hay más que esto. Sobre todo está la percepción, por parte de London, de que las sociedades hedonistas no pueden perdurar, percepción nada común entre los llamados pensadores progresistas. Fuera de la Rusia soviética, el pensamiento de izquierda generalmente ha sido hedonista, y las debilidades del movimiento socialista en parte provienen de ello. Pero el principal logro de Jack London fue el de prever, unos veinte años antes de que sucediera, que la clase capitalista contraatacaría al ser amenazada y que no se dejaría morir sólo porque los autores de manuales marxistas decían que debía hacerlo.
         Por qué un mero narrador como Jack London pudo anticiparlo cuando tantos sociólogos eruditos no pudieron? Creo haber respondido a este interrogante con lo que dije antes sobre el tema central de sus relatos. Pudo predecir el ascenso del fascismo y los crueles combates que tendrían lugar a raíz del componente de brutalidad que había en él como persona. Si quieren ustedes exagerar un poco la cuestión, se podría decir que comprendió el fascismo porque tenía un cierto rasgo fascista. A diferencia del común de los pensadores marxistas, que habían expuesto prolijamente por escrito cómo es que la clase capitalista habría de morir víctima de sus propias contradicciones, London sabía que dicha clase era dura, y que por ende reaccionaría; lo sabía porque él también era duro. He ahí por qué el tema central de su narrativa es relevante con respecto a sus teorías políticas. Sus mejores relatos son sobre prisiones, cuadriláteros de box, mares y páramos helados de Canadá: es decir, circunstancias en las que ser duro lo es todo. Éste es un trasfondo inusual para un pensador socialista. El pensamiento socialista ha padecido grandes carencias por haberse desarrollado casi puramente en sociedades urbanas e industrializadas, perdiendo de vista algunos de los aspectos más primitivos de la naturaleza humana. La comprensión que London tenía de lo primitivo es lo que le permitió ser un mejor profeta que cualquier otro pensador más informado e instruido.
         No tengo tiempo para extenderme sobre otros escritos políticos y sociológicos de Jack London, algunos mejores, como libros, que El talón de hierro. Me limitaré a mencionar El camino, sus recuerdos de la época en que fue un vagabundo en Norteamérica, uno de los mejores libros de su género, y La gente del abismo, que trata sobre los bajos fondos de Londres (sus datos están desactualizados, pero varios libros posteriores del mismo tipo se inspiraron en él). También está La chaqueta, que es un volumen de cuentos pero que contiene al principio una notable descripción de la vida en una prisión norteamericana. Mas es como autor de relatos que Jack London merece ser recordado, y si pueden conseguir un ejemplar, les ruego encarecidamente que lean la compilación de cuentos publicada con el título de Cuando Dios se ríe. Allí se encuentra lo mejor de London, y con una media docena de esos relatos podrán ustedes formarse una buena idea de lo que era este talentoso escritor, que en cierta forma ha sido muy popular e influyente, pero que nunca en mi opinión gozó de la reputación literaria que debió tener.

Macbeth: un comentario
17 de octubre, 1943

Macbeth es probablemente la más perfecta de las obras de Shakespeare. Con esto quiero decir que, en mi opinión, se combinan en ella las cualidades de Shakespeare como poeta y dramaturgo más felizmente que en ninguna otra obra. Sobre todo hacia el final, está llena de poesía de la máxima calidad, pero además es una obra construida a la perfección, y de hecho seguiría siendo buena aun si se la tradujera muy torpemente a otro idioma. No quiero hablar aquí sobre la versificación de Macbeth. En pocos minutos más, podrán escuchar ustedes la representación de algunos pasajes. Simplemente me interesa Macbeth como tragedia, así que será mejor que haga un breve resumen argumental.
         Macbeth es un noble escocés del Medioevo temprano. Cierto día, al regresar de una batalla en la que se ha distinguido particularmente y ha conquistado el favor del rey, se encuentra con tres brujas que le profetizan que él será rey. Otras dos profecías hechas por las brujas se cumplen casi de inmediato, por lo que resulta inevitable que Macbeth se pregunte cómo es que habrá de cumplirse la tercera profecía, dado que el rey, Duncan, está vivo y tiene dos hijos. Es obvio que casi desde que oye la profecía contempla la posibilidad de asesinar a Duncan, y si bien al principio vacila en hacerlo, su esposa, cuya voluntad parece ser más fuerte, lo convence. Macbeth asesina a Duncan, ingeniándoselas para que la sospecha recaiga sobre los dos hijos. Éstos huyen del país, y como Macbeth es el heredero directo, asciende al trono. Pero este primer crimen inexorablemente conduce a una cadena de crímenes, culminando en la zozobra y la muerte de Macbeth. Las brujas le han anunciado que aunque él llegará a rey, ningún hijo suyo lo sucederá en el trono, el cual quedará en manos de los descendientes de su amigo Banquo. Macbeth hace matar a Banquo, pero el hijo de éste escapa. También le han advertido que se cuide de Macduff, el Thane de Fife, y Macbeth sabe en forma vagamente consciente que es Macduff quien finalmente acabará con él. Intenta hacer matar a Macduff, pero una vez más, Macduff escapa, si bien su esposa y su familia son asesinadas de forma particularmente atroz. Una inevitable cadena de circunstancias lleva a que Macbeth, que comenzara como un hombre valiente y de ninguna manera malvado, termine siendo la típica figura del tirano aterrorizado, odiado y temido por todos, rodeado de espías, asesinos y psicofantes, que vive en permanente temor a la traición y la rebelión. De hecho, es una especie de primitiva versión medieval del moderno dictador fascista. Su situación lo obliga a ser cada vez más cruel a medida que pasa el tiempo. Mientras que al principio es Macbeth quien flaquea ante el asesinato y Lady Macbeth se burla de su debilidad, al final es Macbeth el que masacra mujeres y niños sin inmutarse y Lady Macbeth quien pierde la cordura y muere parcialmente demente. Y no obstante y he aquí el mayor logro psicológico de la obraB, Macbeth es siempre fácil de reconocer como la misma persona, que usa siempre el mismo tipo de lenguaje; no es una maldad congénita lo que lo impulsa a cometer un crimen tras otro, sino algo que le parece ser una necesidad insoslayable. Al cabo estalla la rebelión, y Macduff y el hijo de Duncan, Malcolm, invaden Escocia al frente de un ejército inglés. Las brujas han hecho otra profecía, que aparentemente le promete inmunidad a Macbeth. Cómo es que se consuma ese anuncio, y cómo es que acaba con la muerte de Macbeth sin verse desmentido, habrán de escucharlo ustedes en el fragmento que a continuación será representado. Finalmente lo mata Macduff, como Macbeth siempre supo que sucedería. Cuando ve con claridad el sentido pleno de la profecía, renuncia a toda esperanza y muere luchando por mero instinto de guerrero que debe morir de pie y sin entregarse.
        En todas las grandes tragedias de Shakespeare el tema posee alguna reconocible conexión con la vida cotidiana. En Antonio y Cleopatra, por ejemplo, el tema es el poder que una mujer sin dignidad puede ejercer sobre un hombre valiente y dotado. En Hamlet, es el divorcio entre la inteligencia y la habilidad práctica. En Rey Lear es un tema bastante más sutil: la dificultad de distinguir entre generosidad y debilidad. Esto vuelve a aparecer más crudamente en Timon de Atenas. En Macbeth, el tema es sencillamente la ambición. Y aunque todas las tragedias de Shakespeare se pueden traducir en términos de la vida moderna y cotidiana, la historia de Macbeth me parece la más cercana a nuestra experiencia habitual. De forma relativamente inofensiva y a menor escala, todos hemos hecho alguna vez algo bastante similar a Macbeth, y con consecuencias equiparables. Si cabe decirlo, Macbeth es la historia de Hitler o Napoleón. Pero también es la historia de cualquier empleado bancario que falsifica un cheque, cualquier oficial de policía que acepta un soborno, cualquier ser humano que de hecho se aprovecha de alguna ventaja desleal para sentirse un poco más arriba y más adelante de los demás. Se basa en la ilusoria creencia humana de que una acción puede ser aislada, de que uno puede decirse a sí mismo Acometeré este único crimen, que me llevará hasta donde quiero llegar, y luego seré una persona respetable. Pero en la práctica, como lo descubre Macbeth, un crimen deriva de otro, aun sin que aumente la propia maldad. Su primer asesinato es para ascender de posición; los que siguen, incluso peores, son para defenderla. A diferencia de la mayoría de las tragedias shakespeareanas, Macbeth se asemeja a las tragedias griegas en cuanto se puede predecir su final. En general, uno ya sabe desde el comienzo qué es lo que va a pasar. Esto hace que el último acto sea más conmovedor todavía, pero sigo pensando que el principal atractivo de la historia es su carácter de lugar común. Hamlet es la tragedia de un hombre que no sabe cometer un crimen; Macbeth es la tragedia de un hombre que sí sabe. Y si bien casi ninguno de nosotros en realidad comete crímenes, el dilema de Macbeth está más cerca de nuestra vida diaria.
        Vale la pena notar que la inclusión de la magia y la hechicería no le confiere a la obra un aire de irrealidad. En verdad, aunque el clímax del último acto depende de la consumación exacta de la profecía, las brujas no son absolutamente necesarias. Podría suprimírselas sin alterar la esencia de la trama. Probablemente se las introdujo para concitar la atención del rey James I, que acababa de ascender al trono y creía firmemente en la brujería. Hay una escena que casi seguramente fue insertada para halagarlo; dicha escena, o parte de ella, es la única falla de la obra y habría que sacarla de todas las representaciones. Lo cierto es que las brujas, aun así como aparecen, no ofenden el sentido de lo probable. Ni alteran nada ni trastornan el curso de la naturaleza, simplemente predicen el futuro, un futuro que en todo caso el espectador puede predecir en parte por sí solo. Uno presiente que en cierta forma Macbeth también lo predice. Las brujas están, de hecho, sólo para reforzar la sensación de perdición. Si un escritor moderno contara esta misma historia, en lugar de hablar de brujería hablaría probablemente del subconsciente de Macbeth. Lo esencial es el despliegue paulatino de las consecuencias del primer crimen, y la lucidez parcial de Macbeth, incluso cuando lo comete, de que éste debe conducir al desastre. Macbeth es la única obra de Shakespeare en la que el villano y el héroe son el mismo personaje. En Shakespeare casi siempre tenemos el espectáculo de un buen hombre, como Othello o el rey Lear, que padece una desgracia; o un hombre malo, como Edgar o Yago, que hace maldades por pura perversidad. En Macbeth, crimen y desgracia son uno; un hombre que no se deja sentir como completamente malo hace cosas malas. Es muy difícil no conmoverse con un espectáculo tal. Y dado que la obra está tan bien ensamblada que hasta la escenificación más incompetente apenas podría arruinarla, y dado que contiene además algunos de los mejores versos que Shakespeare escribió jamás, creo que se justifica que la haya descripto como lo hice al comienzo: es decir, como la más perfecta de las obras de Shakespeare.

Selección y traducción: Marcelo Gabriel Burello


1 Orwell trabajó para la sección extranjera de la BBC como productor y guionista entre 1941 y 1943. Todo lo escrito y dicho por él que se conserva de esa etapa ha sido compilado en dos volúmenes: The war broadcasts (título en USA: The lost writings) y The war commentaries, ambos publicados por Penguin en 1985.


----------------------------------------------------------------------
Pensamiento de los confines, n. 9/10,
agosto de 2001 / Págs. 99-106.