Caute. Sobre arte y artistas
Diego Tatián

I. Quisiera componer la exposición siguiendo de manera asistemática algunos problemas que están a la base de toda reflexión filosófica sobre el Arte, para lo cual resulta pertinente una referencia a la primera frase de la Teoría estética de Adorno, que dice: “Ha llegado a ser evidente que nada en lo referente al arte es evidente: ni en él mismo, ni en su relación con la totalidad, ni siquiera en su derecho a la existencia. En el arte todo se ha hecho posible, se ha franqueado la puerta a la infinitud y la reflexión tiene que enfrentarse con ello”. Debemos entonces pensar algo que ha dejado entrar dentro de sí a la infinitud, algo frente a lo que se desmoronan todas las evidencias.
       Una primera cuestión en la que las evidencias han quedado suspendidas es esta: ¿hay o no un objeto llamado Arte que designe algo de manera inequívoca y que sea digno de una reflexión filosófica? Este interrogante nos remite al problema de la definición, a la necesidad de poner límites para estabilizar así de algún modo un objeto a pensar: ¿De qué hablamos cuando hablamos de Arte? ¿Es posible demarcar -bajo el nombre de Arte- un dominio de objetos, ideas, experiencias, etc., que formen un conjunto de parecidos semánticos, que presenten entre sí un cierto aire de familia, o bien no hay ninguna pauta que nos permita realizar razonablemente una agrupación semejante y hablar de ella con sentido? ¿Hay un continuum entre las figuras de las cuevas de Lascaux y una pieza cinematográfica como Hurlements en faveur de Sade de Guy Debord o la música de John Cage, un continuo en el que se inscribe toda esa infinita variedad de objetos producidos por los seres humanos y que forman el catálogo de lo que se llama Historia del Arte? ¿O bien se trata de una dispersión inasimilable de objetos que no guardan entre sí ninguna conmensurabilidad?
        Contra las posiciones analíticas, pragmáticas o escépticas que niegan el continuo histórico del arte y definen a este como un efecto del mercado y otras Instituciones como las Universidades, la Crítica, etc., encargadas de construir y demarcar un imaginario social llamado Arte (de tal modo que algo no es una obra de arte en sí misma sino en cuanto legitimada de tal modo que sea capaz de producir un efecto de arte), pero también contra toda comprensión demasiado sustancialista del arte, el filósofo español Félix de Azúa sostiene que es posible considerar que, desde siempre, en todo tiempo y condición, los mortales han sido capaces de emitir significados prescindiendo de conceptos, capaces de dar una forma no-conceptual a sus ideas. Hay una manera que los hombres tienen de pensar sin recurrir a conceptos y, lo que es más importante, ese pensamiento de ningún otro modo podría realizarse sino así. Un pensamiento que se lleva a cabo en y por lo que nosotros llamamos obras de arte.
        Esta idea es de matriz romántica y se extiende hasta las vanguardias; permite estabilizar un término en singular, “Arte”, y diferenciarlo del plural “artes”. Es el Arte, no las artes (caligrafía, vitraux, objetos de porcelana, tejeduría, fotografía, etc.) lo que ha perdido hoy toda evidencia de sí.

II. Tomemos el problema de otro modo. Los griegos no tenían una palabra que corresponda a nuestra noción de Arte. En el marco de la reflexión acerca de las “formas de vida”, los griegos, y luego los medievales distinguían entre bíos theoretikós, vida contemplativa o teorética –filosófica-, que era la mejor vida, la vida buena por excelencia, y la vida práctica, que los medievales llamarán vita activa. Aristóteles establece dos dominios de reflexión racional, operación que será crucial para la historia de la filosofía. Hay, decía Aristóteles, una parte del mundo, una porción de la realidad, frente a la cual los silogismos apodícticos -los que parten de premisas verdaderas y llegan a conclusiones verdaderas- son impertinentes, o más simple, un aspecto de lo real que no deja aprehenderse científicamente, que no puede conocerse por medio de la razón teórica. Esa parte de realidad que escapa a la ciencia son los “asuntos humanos”, lo que los hombres hacen. Frente a ellos, que no son necesarios como los objetos científicos (la naturaleza, los astros, el mundo animal y vegetal, etc.), sino contingentes -esto es que pueden ser o no ser, y, de ser, ser de un modo o de otro-, frente a los asuntos humanos, no es posible aplicar la razón racionalista que conoce, sino una especie de razón razonable que comprende. ¿Y qué es lo que los hombres “hacen”? Aristóteles advierte dos tipos de acciones. Unas pertenecen a un ámbito que él designa con la palabra poíesis (normalmente se traduce como producción o fabricación), que se lleva a cabo por medio de una téchne (palabra de la que deriva “técnica” pero que es la que más se aproxima a nuestra noción de “arte” -de hecho suele traducirse por “arte”-) y es un tipo de hacer que tiene por resultados erga, “obras”, productos como mesas, casas pero también obras de arte. En realidad una de las definiciones más antiguas del término la encontramos en Platón: “...toda causa que haga pasar algo del no ser al ser es poíesis” (Banquete, 205b), es decir todo desocultamiento de algo operado por medio de un trabajo humano; y este “por medio de” es la diferencia con la Physis, en la que se produce un autodesocultamiento, un pasaje del no ser al ser sin intervención del trabajo de los hombres. Para los griegos entonces las obras de arte son el resultado de una poíesis que se realizan por medio de una téchne por un technites, un artista o artesano. Lo importante aquí es que la poíesis es un tipo de hacer que produce o crea una obra -de arte o no-, un producto independiente de quien la hace. El artista o productor es causa trascendente y no inmanente de la obra.
        Aristóteles distingue otra dimensión de la vida práctica que designa, precisamente, con la palabra praxis. La praxis es lo que intenciona el mundo de la ética y de la política, que no se realiza por medio de la téchne sino a través de un concepto muy complejo e interesante que es el de phrónesis -y que Cicerón traduciría con la palabra latina prudentia-: se trata de una virtud mayor en el mundo clásico, que en la modernidad prácticamente llegará a desaparecer, al punto que es considerada por Voltaire como una “virtud estúpida”. Ahora bien, la praxis tiene por resultado no obras sino actos, enérgeia. Lo propio de los actos es que no son independientes sino que modifican a quien los realiza. El hombre en cuanto ser ético es causa inmanente de sus actos. Un problema muy importante es si la política se considera como una actividad práxica o como una actividad poiética. Todo el pensamiento utópico concibe a la política como una construcción técnica, como obra de arte; también el fascismo y el nazismo la consideran así, más todavía, como una Gesamtkunstwerk, como una obra de arte total. Considerar en cambio a la política como una práctica sería hacer de ella un juego en virtud del cual los hombres se modifican a sí mismos y entre sí por medio de acciones y de palabras, deliberativamente, retóricamente, pero no admite, en este caso, la aplicación de una téchne por parte de un technítes que sería el político en cuanto artista, sobre una “materia” -la vida de los hombres- para lograr una “forma”  armónica o bella u ordenada. Se trataría de una prudencia en el hablar y en el obrar políticos, que discrimina posibilidades e ideas en virtud de una razonabilidad que tiende a una vida buena colectiva.
        Además de la pérdida de importancia de la prudencia para el modo en que la modernidad concebirá la práctica, en el siglo XVIII se producirá una transformación decisiva con la revolución industrial, y que teóricamente encuentra su formulación más acabada en la filosofía de Kant: la invención de la estética. Una multitud de interrogantes emergen de esta nueva condición: ¿porqué la estética, en un momento dado, se hace necesaria al hombre?, ¿porqué la conversión del arte en tema de una estética, el nacimiento de la estética, se opera al mismo tiempo que la irrupción del problema de la “muerte del arte”?, ¿cuál es el significado de la coincidencia entre este nacimiento y esta muerte?, ¿cuál es la relación, si la hay, entre estética y revolución?, ¿cuál la relación entre estética e industria?, etc.
        La primera implicación que es posible advertir aquí es la invención del “gusto” en cuanto forma eminente de la aisthesis, de la sensibilidad, y por otra parte la pérdida de la unidad del hacer humano que era conservada en la palabra poíesis. Las obras de arte y la producción de cosas dejan de compartir un mismo estatuto poiético, en la medida en que las primeras consisten ahora en una irrupción en la presencia de manera original según un estatuto estético, en tanto que toda otra producción es el paso del no ser al ser según un estatuto técnico de fabricación industrial, consistente no en la originalidad sino en la reproductibilidad. (Sabemos a partir de los trabajos de Walter Benjamin que esta distinción entre estética y técnica ha vuelto a hacerse problemática y no sólo en virtud de la transformación operada por el cine, la fotografía y la capacidad técnica de reproducir infinitamente las obras que antes requerían de un ritual -el museo, la sala de conciertos- para su consumo, sino que el arte contemporáneo en general ha roto de manera contundente con esa autonomía; bastaría al respecto considerar los ready made o la idea warholiana del atelier como Factory. A la inversa, toda la producción técnico-industrial tiene un estatuto estético indudable).
       Cuando se habla de un “giro en dirección a la estética” -la expresión es de Odo Marquard, a quien sigo en este pasaje-1 en el siglo XVIII, se alude a la conversión de la estética en “filosofía primera” (podemos pensar en Kant -al menos cierta recepción de Kant-, Schiller, Schopenhauer o el primer Nietzsche). Marquard realiza una reconstrucción interna de la obra de Kant, para mostrar que la Tercera Crítica obedece a razones de orden histórico-político en sentido amplio, es decir articula el arte a la emancipación. Una de las mayores problemáticas kantianas es la de salvar cuestiones que consideraba de suma importancia, por ejemplo la cuestión de la finalidad, los fines que inspiran la conducta, de su confinamiento a lo irracional por parte del positivismo -que consideraba inexistente o falso todo asunto que escapara de las ciencias exactas. Puesto que la cuestión de la finalidad escapa a la razón racionalista de las ciencias empíricas, la tarea de Kant será la de poner de manifiesto una razón que esté a la altura del problema de la finalidad de la vida humana; esa razón, continúa Marquard, será en principio la razón moral, que dice: “no vivir como un ser interesado sino como un hombre; no tratar a los demás como medios, esto es como instrumentos de nuestros intereses, sino como hombres, tratar dignamente a la humanidad, tanto a la que existe en nosotros como a la humanidad de nuestros semejantes; o también: considérate como una criatura perteneciente al reino de los fines, como si vivieras como hombre entre hombres”. Ahora bien, el condicional, el “como si”, muestra que si bien la razón moral crea el concepto, no puede producir las condiciones de su realización; es, como lo había sido la razón científica, impotente a los efectos de lograr la vida emancipada. El concepto obtenido por la razón moral está indefenso frente al mundo; sus buenas intenciones sucumben ante el poder de los intereses, de la particularidad del interés -que se define, para Kant, por la facultad de desear, siempre subjetiva, nunca universal. Esta impotencia de la razón moral para no corromperse en la violencia de la empiria sería lo que empuja a Kant a un “giro en dirección a la estética”. La Crítica del juicio sería de este modo el resultado de un fracaso de la razón pura y de la razón práctica en lo que concierne al problema del hombre. ¿Es el hombre un ser irremisiblemente interesado, un ser que, en el mejor de los casos, puede tener buenas intenciones pero es impotente frente al mundo, o bien los seres humanos podemos encontrar en alguna esfera de la vida la libertad respecto del interés privado y vivir así como hombres?
        El arte -dice Kant- más que realizarlo simboliza el ser bueno.2 Ahora bien ¿en qué consiste esta “simbolización”? ¿Concibe Kant al arte como una herramienta de realización de la vida buena en la historia, o bien como una “compensación” y como una gratificación alternativa en un mundo desencantado, determinado por la voluntad de poder y por la explotación? ¿La estética, en suma, estimula la realización de la vida moral o bien se constituye en cuanto “carácter afirmativo”, opio y sublimación de las energías emancipadoras de los hombres? Si bien es posible que en Kant este problema permanezca ambiguo y haya quedado irresuelto, la historia de la estética se desarrollaría en el segundo sentido, es decir como sustituto y como compensación de un mundo práctico-vital regido por el principio de interés y la violencia. En cuanto ámbito en el que se interrumpe el principio del máximo beneficio que en la sociedad burguesa en formación rige sobre la totalidad de la vida, la estética deja incólume el funcionamiento del Capital, que ha condenado y condena a muerte a miles de seres humanos; jamás capitalismo y estética se han obstruido en sus propósitos a lo largo de la historia que han compartido y aún comparten. La estética ha cumplido la función objetiva de impedir el retorno de lo reprimido al satisfacerlo de una manera sublimada y compensatoria; sublimación represiva que en la industria cultural se invierte -según la célebre expresión de Marcase- en desublimación represiva, en la medida en que si bien el deseo retorna a su inmediatez, es ideológicamente desviado -por medio de una satisfacción inmediata en la industria de la cultura, justamente- de su potencial negativo de transformación.
        La destrucción de la Institución Arte por parte de las vanguardias históricas tuvo por propósito, como sabemos, una desdisciplinización del arte, una liberación suya de la esfera “estética” en la que había estado confinado en la sociedad burguesa. Las vanguardias tuvieron pues por propósito romper la complicidad del arte -autoconcebido como esfera en la que se puede ser desinteresado y libre- con la violencia del mundo de la vida. También se sabe que esa inspiración acabó en fracaso; las vanguardias fueron disciplinadas por la Institución que buscaron destruir.
        Desde una perspectiva que concierne al arte de manera más estricta -tomando a la vanguardia en su positividad y no en cuanto mera contestación de la estética-, Jean-François Lyotard3 establece una vinculación diferente de las vanguardias con Kant, en particular con la filosofía de lo sublime expuesta en la Primera Parte de la Crítica del juicio. Si bien el criticismo kantiano restringe el conocimiento a la posibilidad de presentar o representar algo -esto es, pensar según conceptos que pueden aplicarse a la sensibilidad y constituir así la experiencia posible-, sin embargo, los hombres tenemos la capacidad -o el desarreglo, según se mire- de concebir cosas que no pueden ser representadas y que no encuentran ninguna verificación sensible. Yo puedo conocer fenómenos de la naturaleza en la medida en que éstos no son refractarios a los conceptos mediante los que conozco, pero por ejemplo no me será nunca posible conocer el mundo, puesto que no se da como fenómeno en ninguna experiencia posible. El mundo, sin embargo, puede ser concebido sin que esto signifique ningún aporte para el conocimiento. Lo mismo vale para la idea de infinito, de lo simple, de lo absolutamente grande, etc. Lo que podemos concebir desborda lo que podemos conocer; podemos concebir cosas que son irrepresentables e impresentables.
        Sabemos que la vanguardia se constituye como ruptura de la representación -o bien, si quisiéramos emplear un término más antiguo, como un abandono de la mimesis-.4 Pero sin embargo, hay un elemento constructivo en la vanguardia -que, por consiguiente, no se agota en su componente crítico-, y este es el punto en el que las vanguardias reconocen, según Lyotard, su matriz en la estética kantiana. Para Lyotard, lo decisivo en el arte moderno -según una comprensión que, por tanto, no opone modernidad y vanguardia sino que establece entre ellas un continuo-, es mostrar lo incognoscible, lo impresentable, lo indecible, lo invisible. El problema del arte moderno-vanguardista es el de presentar lo impresentable. Al evitar la representación -lo impresentable no puede tenerla- la presentación de lo impresentable tendrá la forma de una “presentación negativa” -podríamos pensar aquí en el Cuadrado negro sobre fondo negro de Alexander Rodchenko o en el Cuadrado blanco sobre fondo blanco de Kasimir Malévich, quien por lo demás llamó a su obra teórica más importante El suprematismo como modelo de la no representación-.
        Ahora bien, ¿podríamos pensar esta presentación negativa como desocultamiento? En la medida en que no es ni una “impresión” ni una “expresión”, lo concebible -que si bien ninguna ciencia podrá nunca aprehender con sentido no es menos real que lo cognoscible- es lo que encuentra su lugar en el arte. ¿Se recupera aquí, de manera extraña, lo poiético en el arte? Podríamos pensar el arte moderno como poíesis si, según propone Heidegger, comprendemos esta palabra como “desocultamiento”; “pro-ducción” como veranlassen “hacer venir” y como hervorbringen “conducir hacia lo desoculto”. Sólo que el desocultamiento del que aquí se trata no lo es de una presencia sino de una ausencia o de un impresentable. Poíesis, entonces, como producción de lo que no puede verse, desocultamiento de lo que no se desoculta o también desocultamiento de la imposibilidad de desocultamiento, de lo que no deja ni puede dejar de estar oculto.

III. Nuestra palabra “arte” deriva del término latino ars (“artesano”, “artificio”, “artefacto”, “armonía”, “arma”, “artimaña”, “artero”, “inerte”, pertenecen al mismo campo etimológico). Este concepto abre un mundo de significados diferentes al de la lengua griega; el estoicismo tardío, el estoicismo romano (Séneca, Epicteto, Marco Aurelio...) concibió la filosofía como un ars viviendi y, sobre, todo como un ars moriendi -recordemos también que Ovidio escribió el Ars amandi-. Según el pensamiento aristotélico ni la manera de vivir ni la manera de amar ni la manera de morir tendrían que ver con el “arte” -en la medida en que no son fabricaciones o producciones- sino con la filosofía o, en un sentido amplio, también con la ética; son prácticas. Michel Foucault, en su pensamiento último, toma este aspecto de los estoicos para concebir la ética como una epimeléia theautou, como una cura sui, un cuidado de sí, y habla de la vida como una obra de arte.
        Hacer de sí una obra de arte, una “obra viviente” en la que se articulan, o se desdiferencian, la ética y la estética, es exactamente lo que en el siglo XIX realizó ese estilo de existencia, ese bíos inventado en Inglaterra y adoptado en Francia que se conoce como dandismo, y que consistió, en esencia, en un cultivo minucioso y detallado de la apariencia hasta anular todo resto de naturaleza. Personaje antirromántico por antonomasia, el dandy concibe la ética como invención de sí, como rechazo de todo lo que no sea obra suya, como una supresión de la naturaleza por el arte (o, si se prefiere, por el artificio). Un texto capital sobre el ethos del dandismo es un libro -en realidad una serie de anotaciones, que Baudelaire comenzó a escribir en 1859- llamado Le peintre de la vie moderne.5 El modelo del pintor de la vida moderna que Baudelaire va a escoger en este texto no es ni su amigo Courbet, ni Manet -cuya importancia el poeta no podía desconocer-, sino un dibujante menor, un caricaturista de periódicos que se llamaba Constantin Guys. En el capítulo dedicado al dandismo, Baudelaire nos dice que ese culto de la distinción que consiste en una perfection de la toilette, en un goût immodéré de la toilette et de l’élégance matérielle, “confina con el estoicismo”, es una cura sui, o bien, con palabras del propio Baudelaire, une espece de culte de soi-même.
        El dandy hace de sí, de su apariencia, de su cuerpo, un significado sin concepto, un objeto estético de fuerte contenido moral, una obra de arte provocativa que interpela de ese modo a la multitud que vive inmoralmente, o lo que es lo mismo naturalmente, aceptando la vida tal y como es dada. La vida ética, la vida estética y la vida espiritual son una y la misma cosa, y directamente proporcionales a la negación de la naturaleza.6 Sin duda el dandismo ha tenido una notoria influencia en el arte contemporáneo (podrían invocarse aquí los nombres de Salvador Dalí, Tristán Tzara, Joseph Beuys o Andy Warhol), pero no sólo en el arte, la sociedad toda en cuanto “sociedad del espectáculo” ha internalizado el dandismo. De manera más o menos diluida, en el caso de la cultura mediática en la que políticos, intelectuales o artistas son tales sólo en virtud de la imagen que son capaces de construir; o bien de modo más explícito en las tribus urbanas del punk y sus variedades, pero sobre todo en ese modo radical de irrupción de la libertad en la naturaleza que son los transexuales -o mejor dicho la vanguardia transexual-: puro desplazamiento de la biología por la “obra” tecno-estética. El griego pareciera más adecuado para decir esto: la vida desnuda (zoè)7 como poíesis.
        Nuestro continuo inicial se ha vuelto más complejo; incluye ya no sólo objetos sino también existencias y acciones. Podríamos extremar la invitación dandy-foucaultiana de hacer con la existencia una obra de arte e imaginar -el poder de la ciencia sobre el genoma humano nos permite creer razonablemente que será así-, imaginar que en muy poco tiempo los seres humanos tendremos la posibilidad de autoconstruirnos libremente, esto es de irrumpir poiéticamente en la physis, en la naturaleza, y decidir no sólo nuestro sexo sino también el color de nuestros ojos, de nuestra piel, nuestras características temperamentales y psicológicas y nuestros talentos (en este sentido es que me refiero a la transexualidad como vanguardia). La autoconstrucción, la vida como obra de arte en este sentido -como constructio sui- sería la culminación de la autonomía kantiana, del dandismo y del individuo burgués, que de ahora en más podrá decidir su vida libremente al punto de poder sustituir por completo la que le es dada.
        Si volvemos ahora a plantearnos la pregunta inicial -¿hay algún domino de objetos que sean designados por la palabra Arte y del que quepa hablar razonablemente y con sentido?- advertimos que todo se ha tornado más complejo. Tal vez incluso ese dominio ya lo incluye todo y no hay nada, ninguna cosa, ninguna vida, ninguna acción que no pertenezca a él. La realidad devenida “obra de arte total”.

IV. Quisiera, por último, permitirme algo así como un momento propositivo, aludir a una especie de investigación existencial que concierne a la idea de persona. También podría decirse, a una dimensión ética (incluso política) atinente al arte en el mundo de la estetización total. Se trata de un asunto que adelanto bajo el modo de una pregunta simple y espero poder explicitar en lo que sigue; sería ésta: ¿cómo no ser persona?, ¿cómo destruir la personalidad?, ¿cómo despersonalizarse? Ante todo me parece que habría que desmarcar esta pregunta del tópico que tiene que ver con la crisis del sujeto, con la superación filosófica de la idea moderna de sujeto, que es uno de los problemas centrales de buena parte del pensamiento actual.
        El vocablo latino persona probablemente sea una deformación de la voz griega prósopon, que significa “máscara”, concretamente la máscara que cubría el rostro de los actores en la tragedia. Los “personajes” que representan la obra son así dramatis personae. Pero la noción de persona no será elaborada en su significado teológico y antropológico hasta el comienzo del cristianismo; más precisamente, fue un concepto forjado en el Concilio de Nicea (325) para salvar el problema de la doble naturaleza de Cristo, divina y humana. La idea de persona permitirá reunir estas dos naturalezas en una unidad: la naturaleza del Cristo será doble, pero esta dualidad quedará conciliada en una persona única.
        Por tanto, como sucede a menudo con algunas palabras importantes, el término “persona” es anfibio. En cuanto “máscara” presupone la idea de ocultamiento y anonimato que se vincula a ella; pero también -y esta me parece que es hoy su connotación principal- tiene que ver con la aparición: según nuestra manera de hablar, tener una personalidad fuerte, o también ser considerado un “personaje”, significa no pasar desapercibido, llamar la atención sobre sí. Quizás ningún otro dominio como el del arte promueva tanto la construcción de la personalidad y la producción de personajes. En la época heroica del arte contemporáneo, me refiero a las rupturas que se extendieron desde los primeros Manifiestos en torno a los años 20 hasta la autodisolución de la última vanguardia con la Internacional Situacionista en 1972, la provocación -que no es sino una forma extrema de aparecer, de ser persona- estuvo decisivamente vinculada a la manera de pensar el arte y los artistas.
        Un concepto, de reciente aparición en la historia de las ideas, que funciona casi como un principio de personalización en materia de arte -y me refiero tanto a quienes lo producen como a quienes lo “disfrutan”- es el concepto de gusto. Esta idea presupone ya la formación del sujeto moderno y la institución de la estética. En arte clásico “lo bello” nada tiene que ver con el gusto, ni con el placer -puesto que si así fuera el sujeto sería la medida de lo que contempla-; antes bien, lo bello clásico requiere un asentimiento, el acceso mediante un reconocimiento de algo que es bello en sí mismo y no por los sentimientos -de agrado, de placer, etc. - que ocasiona en el contemplador. La idea de gusto nace en el siglo XVIII. Y es también un concepto anfibio, ambigüedad que se registra en el uso cotidiano que hacemos de la palabra. Por un lado intenciona una cierta subjetividad y hasta una cierta arbitrariedad, cada uno puede tener el gusto que desee, todos somos diferentes en materia de gusto, etc.; pero por otra parte se trata de una dimensión que puede formarse y convertirse en fuente de juicios universales. Las dos grandes posiciones modernas en lo relativo al gusto serán la de Hume y la de Kant. En el primer caso el gusto se fundamentará sobre un sujeto empírico -será una igualdad de hecho de la constitución humana lo que permite la comunicación en materia de gusto, aunque los juicios alcanzarán sólo un cierto nivel de generalidad y nunca podrán ser necesarios ni universales-; Kant por su parte busca fundar los juicios de gusto sobre un sujeto trascendental, lo que permite a nuestra capacidad de juzgar aspirar a la universalidad.8
       Dejando por el momento esta reflexión sobre el gusto de extraordinario alcance antropológico que se desarrolla en el siglo XVIII, en nuestros días el gusto, o más bien el “buen gusto” -relativo al arte, pero también a la manera de vestir, a los sabores, etc.-, funciona como uno de los principales capitales simbólicos de la personalidad, como dispositivo de distinción por antonomasia y es connatural a la lógica del mercado. La despersonalidad, por consiguiente, presupone la pérdida del gusto, el abandono del buen gusto que es, otro más, un criterio de segregación y de jerarquía. El gusto -bueno o malo- que se expresa como tal habla sólo de sí mismo, es esencialmente narcisista. Creo que quien de manera intensa habitó en nuestra época ese espacio sin personalidad ni gusto fue Marcel Duchamp. Tal vez nadie como él advirtió que no sólo es necesario trabajar y vivir más allá del arte, de la obra de arte, sino también más allá de la idea de artista; no sólo trabajar contra la obra sino también contra el personaje. En su notable escrito sobre Duchamp escribía Octavio Paz: “...la práctica del ready made exige un absoluto desinterés. Duchamp ha ganado sumas irrisorias con sus cuadros -la mayoría los ha regalado y ha vivido siempre con modestia, sobre todo si se piensa en las fortunas que hoy acumula el pintor apenas goza de cierta reputación. Más difícil que despreciar el dinero es resistir a la tentación de hacer obras o de transformarse uno mismo en obra”. Y en otro pasaje decía Paz: “El silencio de Duchamp es abierto: afirma que el arte es una de las formas más altas de la existencia, a condición de que el creador escape a una doble trampa: la ilusión de la obra de arte y la tentación de la máscara del artista. Ambas nos petrifican: la primera hace de una pasión una prisión y la segunda de una libertad una profesión”.9
       ¿Qué significa que el arte es la forma más elevada de existencia a condición de no volverse artista  -o de dejar de serlo? Podríamos también decir que el arte es el más grande placer a condición de no ser un culto, ni lo que se llama un entendido. El arte como forma de vida y como placer es lo que se abre en ese espacio de no personalidad donde los seres humanos podemos encontrarnos, componernos, formar comunidad; donde podemos entender, crear, disfrutar y pensar. Ese espacio es una promesa. Una promesa de felicidad que se extiende tras la producción y el consumo de personas y de obras exigida por el mercado. Una promesa de felicidad por la desaparición, y una libertad por la falla, por lo que, en nosotros mismos, no ha sido construido ni está en nuestro poder. Hace poco decía Agustín García Calvo: “La persona (del artista o cualquier otra) se fabrica en sumisión al principio de Realidad. Cuando hay algo de verdad, de revolvedor, es que no nace de la persona sino de lo mal hecho que está, de lo que le queda por debajo, lo que le queda de niño, de sentido común, y eso es lo único que puede dar lugar a obras verdaderamente descubridoras: a través del artista y a pesar de él”.10 Lo que está por debajo es lo común, lo impersonal, la existencia. Pero la existencia no en sentido existencialista, no como ser auténtico ni como ser sí mismo. No una existencia propia sino más bien impropia -pero que puede ser poblada; un estado-de-población. Un pueblo, que nada tiene de popular. Una comunidad de huérfanos, de solteros, de desocupados, sin padres ni profesores ni patrones; una “comunidad de los sin comunidad”. Una comunidad ausente o, como decía Deleuze en su ensayo sobre Bartleby,11 un “pueblo que falta”, un pueblo que nos falta. No un pueblo por venir ni un pueblo por construir, sino un pueblo que está exactamente detrás de las máscaras y al que se llega por despersonalización y por impersonalidad, condiciones indispensables de la experimentación; un pueblo ocluido y reprimido por la fabricación permanente e ininterrumpida de personas. En efecto, el Bartleby melvilleano es un antipersonaje absoluto, una no-persona radical, lo contrario al proyecto de hacer de la vida una obra de arte y de sí mismo un hombre con atributos, un artista.

V. Ni buen gusto ni provocación. Contra ambas cosas quisiera emplear una palabra que presenta una cierta sinonimia con otra que ya hemos empleado antes -antes hemos hablado de la prudentia, vocablo latino usado para trasladar el término griego phrónesis, que según Aristóteles concierne siempre a la praxis pero nunca a la producción ni al arte-. Se trata en este caso de la palabra “cautela”. Cautus es el participio del verbo latino cavere, que significa “guardarse”, “tener cuidado”. “Caverna” y “cavar”, por ejemplo, comparten su procedencia etimológica con cautela. Volverse invisible sin dejar de hacer; trabajar, crear, pensar, no contra sino fuera del mercado y el espectáculo. Hacerse topo, recuperar así la figura de un animalito que tiene una larga historia (Shakespeare –“Hamlet: Bien dicho, viejo topo: ¿tan de prisa puedes cavar por la tierra?...”-, Goethe, por supuesto Marx...); ser capaz, como el topo, de no dejarse encontrar pero cavar siempre. Volver a las cavernas y hacer como nuestros antepasados de Altamira o Lascaux, elegir el lugar más oscuro y menos expuesto para poner el pigmento, trabajar justamente allí, para nadie, para que algo se desoculte, para “presentar” lo impresentable, que nunca es privado y siempre es público en sentido fuerte, más allá del consumo, del mercado y la comunicación mediática, esfera que carece por completo de importancia en relación a la cosa misma pero impide cualquier desocultamiento con la propaganda y reprime el placer con la diversión. Si lo que -a falta de una expresión mejor- llamamos arte se vincula por naturaleza a lo que es público y común, el mercado, convertido en imperio de la comunicación total, es por naturaleza privado, es lo privado mismo elevado a sistema. Lo común y lo público, según el sentido que busco darles en este juego de lenguaje, se vuelven así posibles no por la publicidad sino, tal vez, por el secreto. Habría que pensar, me parece, en esta dimensión del secreto, en las posibilidades políticas del secreto por relación al arte y en general a la forma de vida.
Frente al mercado, que tanto se instituye por la lógica del gusto como se alimenta de la provocación; frente a la espectacularidad total de los hombres y de lo que los hombres hacen; frente a la figuración a cualquier costo y al terrorismo de la apariencia, la cautela podría ser referida -de manera antiaristotélica tal vez- al trabajo con los materiales que lleva el nombre de arte; cautela como despojo de los atributos y de las atribuciones en quien realiza ese trabajo -que lleva el nombre de artista-; cautela como una parsimonia, tales son, a mi modo de ver, las condiciones que abren la posibilidad de ese pueblo que nos hace falta, en el que los hombres recuperemos la capacidad de afectar y ser afectados, de hacer sin importar para qué y de abrirnos a que lo que los otros hacen haga algo con nosotros.



1 Odo Marquard, Aesthetica und Anaesthetica. Philosophische Überlegungen, Paderborn, Schöningh, 1989.
2 “Pues bien, yo digo que lo bello es el símbolo de lo moralmente bueno... Es lo inteligible hacia lo cual... dirige su mirada el gusto”. Crítica del juicio, Losada, Buenos Aires, 1993, p. 205 (cfr. todo el pár. 59, “De la belleza como símbolo de la moralidad”, pp. 203-206).
3 L’inhumain. Causeries sur le temps, Galilée, Paris, 1988.
4 Desde esta perspectiva, el cubismo y el atonalismo shönbergiano por ejemplo se inscribirían en una fase pre-vanguardista, no pertenecerían en sentido estricto a la vanguardia en cuanto que si bien operan una deformación de la figuratividad ocasionando una crisis de la representación que desembocará en las experiencias de vanguardia, sigue habiendo en ellos un elemento narrativo y representativo. El rechazo cubista de la reducción sensitiva de la realidad por los impresionistas, instaura un figurativismo de otro orden, intelectual, que busca aún representar las cosas como son más allá de cómo nos impresionan.
Cfr. Peter Bürger, Theorie der Avantgarde, Suhrkamp, 1974.
5 Le Peintre de la Vie moderne, en Oeuvres complètes, Bibliothèque de la Pléiade, Gallimard, Paris, 2 vol., 1976, t. II, pp. 683-724. Como consulta, cfr. el libro de Félix de Azúa, Baudelaire y el artista de la vida moderna, Anagrama, Madrid, 1999, algunas de cuyas ideas he seguido aquí.
6 En 1955, ante un pedido de Desnoyers para que escribiera poemas sobre el bosque de Fontainebleu, Baudelaire respondía en una carta con un texto radicalmente anti-hölderliniano: “Querido Desnoyers, me pides unos versos sobre la Naturaleza, ¿verdad? Bosques, castaños gigantescos, prados, insectos, incluso el sol, ¿no? Lo siento, pero ya sabes que soy incapaz de enternecerme ante los vegetales y mi alma se revela ante esa nueva religión que siempre tendrá algo de shocking para alguien realmente espiritual, me temo. Nunca creeré que el alma de los Dioses habite en las plantas, y aunque allí habitara, me importaría más bien poco, pasando a considerar la mía mucho más preciosa que la de esas hortalizas sacralizadas”, cit. por Félix de Azúa, op. cit., p. 55. Los subrayados son de Baudelaire.
7 Cfr. los trabajos más recientes de Giorgio Agamben sobre la politización de la nuda vita connatural al surgimiento de los Estados nacionales, que permiten una comprensión de los exterminios contemporáneos a la luz de la filosofía política moderna (Homo sacer. Il potere sovrano e la nuda vita, Einaudi, Torino, 1995, y Mezzi senza fine. Nota sulla politica, Bollati Boringhieri, Torino, 1996).
8 Cfr. el trabajo de Valeriano Bozal sobre “Orígenes de la estética moderna”, en Historia de las ideas estéticas y de las teorías artísticas contemporáneas, V. Bozal (comp.), vol. I, pp. 15-29.
9 Octavio Paz, Apariencia desnuda. La obra de Marcel Duchamp, Era, México, 1978, p. 101.
10 Agustín García Calvo, “Contra el arte”, en revista Archipiélago, n1 41, abril-mayo de 2000.
11 Gilles Deleuze, “Bartleby, o la fórmula”, en La literatura y la vida, Alción, Córdoba, 1994.


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Pensamiento de los confines, n. 9/10,
agosto de 2001 / Págs. 99-106.