Elixires
de olvido
Gregorio
Kaminski
77477, al principio como al final
Un número de un dígito empieza y termina
en sí mismo, finaliza donde comienza. Un número de varios dígitos
empieza en el primero y termina en el último de los dígitos. Su
lectura empieza por la izquierda y termina en la derecha, aunque
los números no tienen izquierda ni derecha: tienen comienzo y
fin; su lógica es serial y segmentaria. Un número de cinco dígitos,
en el que el primero y el segundo son iguales al cuarto y al quinto,
es un número “capicúa”. Este término ha sido tomado del catalán
y no se refiere a números que guarden misteriosos secretos eleáticos,
aunque sí tienen algo propio de cierta cabalística popular. I
Treinta y más años
atrás, el número capicúa de un boleto de los colectivos
de Buenos Aires era objeto de inocultable valor ritual. Existía
una creencia: nadie o casi nadie dejaba de mirar el número del
boleto que le había tocado en suerte.
Si llegaba a “tocarme”
un capicúa, mi mano se sentía “tocada”, portadora de un peculiar
objeto inusual. Aunque no fui demasiado afortunado en obtenerlos,
no los arrojaba porque podía ser causa de infortunio y los almacenaba
cuidadosamente, intercalándolos entre las hojas de los libros
y revistas acompañantes. Así, tocado por ellos, los afamados capicúas
también oficiaron de originales señaladores literarios.
Su precisa aunque
modesta funcionalidad subsidiaria consistía en que, con ellos,
a veces marcaba una página o referencia bibliográfica; otras sólo
registraba un parágrafo o frase de un autor; y otras veces –las
menos–, simplemente algo escrito en los márgenes.
Esos objetos antes
atesorados –ahora desaparecidos– también fueron índices, memoria
de lo que antes marcaban; hoy, sólo constituyen curiosidades propias
de lo que ya nada significa. Y lo que es más curioso, y triste
paradoja, es que no me remiten –ya no lo recuerdo– a ninguna de
las páginas o escrituras que antes parecían señalar. En sí mismas,
no significan nada y no significan para otra cosa, sólo son una
memoria evanescente.
Pero ¿es posible
que haya algo que no signifique absolutamente nada, al menos un
recordatorio del mundo olvidado? Se dice que el tiempo pasa,
que el olvido corroe la memoria; sin embargo, queda cierto consuelo:
hay “otra” memoria, es la del olvido que se recuerda,
una suerte de involuntario recuerdo evanescente: porque hay algo
inolvidable en la vida olvidadiza.
Si bien es cierto
que el pasado –lo que ya no es– es el territorio de la
memoria, para el olvido existe una vibración procedente del pasado.
Dentro de la simetría del boleto insiste cierto augurio in-olvidadizo
de lo que sigue siendo. Bien mirado, ocurre que esta otra
memoria –aunque fugaz, disipada, imperceptible– es diferente
de nada, es un conjunto de evocaciones, de imágenes intercaladas,
consiste en un poco de algo; parecido a la forma turbulenta
y errática de lo humano mismo.
La memoria tiene
sus adeptos, sus mitologías y sus liturgias; el olvido se les
aparece siempre como la infausta maldición, hasta con alcances
teológicos.
“En toda la Biblia
sólo se hace oír el terror del olvido. El olvido, reverso de la
memoria, es siempre negativo; es el pecado cardinal del que se
derivarán todos los demás”. II
Existen, claro está,
quienes no padecen el problema de la memoria o, mejor dicho, del
olvido, tales como el porteño Funes, quienes cuentan que recuerdan
todo lo que han vivido en sus innumerables vidas. Grandes acopiadores
del dato nada desean más que olvidar, porque son seres
abrumados por la memoria continuada y la acumulación de recuerdos
que deben soportar, sobrellevar, eternamente. Recuerdan demasiado,
su vida está hecha de memoria, una carga que no les da
reposo; añoran y sueñan con disponer de la liviana dulzura
del olvido.
También es el problema
genuino del historiador: ¿cuál es el límite entre la memoria y
el olvido, entre lo excesivo y lo demasiado escaso del “archivo”?
Quienes olvidamos,
no nos debemos hacer ilusiones; sucede que la memoria se borra
y se disipa: se pierde. El recuerdo mismo del olvido se
torna también olvido y es así que ignoro, incluso, dónde se guarda
lo inolvidable. Dulce o amargo, el olvido tiene el rostro y el
sabor de la ignorancia y, en muchos casos, es la semejanza de
la traición. A la vez que la pérdida de la memoria oficia como
sinrazón, la falta del recuerdo se inviste en un puro presente
perpetuo.
No era frecuente que su amigo se detuviera en lo que yo
mismo le criticaba como “naderías”. Encontraba, en esa convulsiva
fogosidad que le conocía, una fuerza de atracción, la repentina
instalación de una mirada, de una imaginación de eso que é1 mismo
no sabe cómo surge o si re-surge. Le parecía que era el libro
el que evocaba al número y no el número al libro, número que por
otra parte le recordaba a su padre. Era el libro el que servía
de momentáneo cofre para la preservación de ese impreciso talismán,
el recurso para no olvidar el boleto. Pero, eso sí, el cofre debía
ser hermoso: Borges o Saer, Spinoza o Deleuze...
Toda esta reflexión sin recuerdo me sobrevino
cuando encontré el boleto número 77477 intercalado entre las páginas
92 y 93 de Más allá del bien y del mal de Friedrich Nietzsche.
Nada estaba escrito en los márgenes de esas páginas, tampoco algo
subrayado o marcado. Me detuve a buscar alguna pista; se trata
de la sección cuarta del texto,
denominada “Sentencias e interludios”. Todo parecía un signo de
la casualidad; al menos no reconocía otra cosa que la coincidencia,
más aún cuando me encontraba orientado hacia otra tarea: la búsqueda
de material referido al “recordatorio” del tiempo más doloroso
que vivió el país, la guerra sucia declarada a la sociedad civil
con los métodos más oprobiosos del terrorismo de estado. Buscaba
material que recuerda esos hechos, la memoria de ese pasado reciente,
pero me encontré por azar sólo ante un incisivo, mordaz aunque
retenido texto nietzscheano.
Recorro –releo– esas páginas que sostienen la ignorancia
de la memoria perdida (¿desmemoria traidora?) respecto
de ese curioso pero inútil boleto. Busco pero no encuentro sino
completamente borrados los recuerdos aunque sé que están ahí.
Sólo contaba con palabras: recordatorio, memoria, olvido, traición,
recuerdo...
Se sorprendió cuando supo que su amigo iba a escribir sobre la memoria.
Precisamente él, que tenía esos paréntesis de la memoria que lo
tornaban particularmente singular o extraño para los demás, que
creían que siempre estaba con ellos cuando en rigor no lo estaba.
Que no entendían sus “idas y venidas”, sus olvidos. Él lo había
visto varias veces en ese estado, y le fascinaba ese juego de
presencia-ausencia con que jugaba en su vida, esa oscilación entre
la memoria y el olvido.
Alguna vez le preguntó ¿adónde iba cuando se iba...?
Hay quienes subrayan que esa pérdida no es un cautiverio
sino, al contrario, una memoria poderosa, una inteligencia que
descree de la racionalidad mnemotécnica: “Una experiencia que
tiene lugar en la memoria involuntaria. Aquí el recuerdo, que
nos devuelve la cosa olvidada, la olvida a su vez y este
olvido es su luz. De aquí sin embargo su bagaje de nostalgia:
una nostalgia elegíaca vibra tan tenazmente en el fondo de cada
memoria humana que, al final, el recuerdo que no recuerda nada
es el más fuerte”. III
No recordar nada
de algo; recordar que hay un algo que no se recuerda. Esto
nos remite a una opción muy fuerte, muy dura: que...
...el olvido no es lo otro, el antónimo, sino in-herencia
de la memoria... “no es que lo que hemos vivido y luego olvidado
vuelva ahora, imperfectamente, a la conciencia, sino que se trata,
más bien, de que nosotros accedemos en este momento a aquello
que no ha sido nunca, al olvido como patria de la conciencia”. IV
Es lo in-memorable,
“lo que se precipita de memoria en memoria sin salir nunca al
recuerdo, es propiamente inolvidable. este inolvidable olvido
es el lenguaje, la palabra humana”. V Y, lo in-memorable
es in-olvidable...
¿Adónde va cuando veo que se fue, cuando dice que recuerda
tan sólo que olvidó?, ¿cuál es la residencia de sus recuerdos
y la de sus olvidos; ¿cuáles las órbitas de su memoria? ¿Qué ocurre
con las palabras y los gestos que desaparecen?
¿Qué escribirá de la memoria si es poco lo que puede recordar, incluso
de ella? ¿Recordará que no recuerda? Irse, quedarse: el exilio
de/en su memoria. ¿Será que todo lo transforma la memoria, el
recuerdo? Sólo que así son otra cosa, formas de la des-memoria
y del olvido. No lo recuerda...
También él tiene algo de desaparecido.
No hay, propiamente, herencia del pasado de los muertos,
sino in-herencia de su lucha cuando
estaban vivos. También Marx reclama un espacio respirable en la
memoria: dejad que los muertos entierren a sus muertos. La comunicación
se produce por los medios más profundos: “...un pueblo ‘olvida’
cuando la generación poseedora del pasado no lo transmite a la
siguiente, o cuando ésta rechaza lo que recibió o cesa de transmitirlo
a su vez, lo que viene a ser lo mismo”
VI
¿Pero no hay en el in-olvidable olvido otra forma del recuerdo? Aún en el
olvido (pura evocación del cuerpo sin anatomía razonable) el recuerdo
dispone de esa capacidad efectiva de afectar y ser afectado.
Más allá del bien
de la memoria y del mal del olvido. Sobrevienen, a su modo, las
páginas de Nietzsche: intempestivamente aparece con otra explicación,
otra perspectiva acerca de la memoria, el olvido y los rostros
de su afiebrada obsolescencia en beneficio de otras cualidades,
mayores capacidades y valores inmemorables, inolvidables.
“Quisiera escribir
sobre el olvido –dijo Friedrich a su amigo Peter Gast–, sobre
el poder curativo del olvido...” Para los nietzscheanos, el recuerdo no es pura evocación sino la unificación momentánea de distintos
pareceres, un decir en torno, un algo acerca, alrededor de...;
un algo todavía más evocativo que un simple decir “algo de nada”;
(a)cercar y (me)rodear más que atrapar ideas (s)idas. Allí, en
esas páginas nietzscheanas, recordadas por esa in-olvidada
marca señalada, una reflexión sobre los avatares de la memoria
y su proverbial modo de desfallecimiento...
«Yo he hecho eso», dice mi memoria. Yo no puedo haber hecho eso –dice mi
orgullo y permanece inflexible. Al final –la memoria cede. VII
La memoria
es una labor de cuerpo presente. Alguien que soy yo mismo me dice
que he hecho eso, mi memoria lo registra, documenta eso.
Pero alguien que también y además soy yo mismo me dice que eso
no puedo haberlo hecho yo. Habitan en mí al menos dos instancias,
frente a las cuales una es dominada por la otra porque una de
ellas es desmentida, expropiada. Mi orgullo –que no es el de la
dignidad sino el de la soberbia y la altanería– adquiere su fuerza
y poder cuando abate los registros de mi propia memoria, misma
que cede, se afloja, se tuerce, y que no cede. Esta ceremonia
de torcedura, la “que no sale nunca al recuerdo”, no se atreve
porque se siente atemorizada por esa fuerza de inhibición, entonces
calla y otorga. ¿Qué y cómo es el orgullo, esa fortaleza de lo
que permanece en el desmentido y el rechazo, que extrae de la
memoria toda su fuerza? Lo encuentro, ¿casualmente para mi recuerdo?,
en esas mismas páginas olvidadas.
Más de un pavo real oculta su cola a los ojos de todos
–y a esto lo llama orgullo. VIII
“No puedo soportar, no puede ser cierto, que yo haya hecho eso”...
Me parece redescubrir,
aquí también, el sentido de la ley abstracta que gobierna la memoria.
La búsqueda referida a estos más de treinta años también rondaba
el miserable orgullo de esos entorchados que repudian el testimonio
de la memoria, a la que fuerzan a ceder y torcer.
El olvido –fuerza
inolvidable– recuerda. Ellos, al final, saben que
al principio han hecho eso, y lo ocultan promiscuamente; pero
eso que ocultan reaparece al final igual que al principio bajo
la forma insoportable del terror, sólo que ahora infundido contra
ellos mismos. El odio de ese falso orgullo transfundido en miserable
memoria culposa.
Le contó, no sin cierto pudor, que cuando intentaba reconstruir
su historia, parte importante de la misma la conformaban sus olvidos
y ausencias. Originaban vacíos y lagunas que le impedían generar
un hilo, un desarrollo. Quiebres de historias, fragmentos estallados
de algo que a lo mejor alguna vez, años antes pudo ser unidad.
Otras historias se rompían a medida que la suya estallaba.
Sabía que en su país existían desaparecidos y muertes, pero él estaba lejos.
En esos momentos –¿porque sabía?– se iniciaron sus ausencias:
no estando presente en su país, también se exiliaba en el otro.
¿Dónde se guarda la “memoria” de veinte años atrás? ¿Qué carpeta
soportaría esos datos, esos registros?
¿Qué ojos podrían leer –sin quemarse– las historias de esos años,
qué manos se atreverían a dar vueltas las hojas –sin avergonzarse–
del después, del olvido, del punto final, del indulto?
Recuerdos prisioneros, forzados, no como los otros.
Veinte años, al final como al principio
Podemos hablar de nuestro holocausto porque “la fenomenología
de la memoria y del olvido colectivos son esencialmente los mismos
en todos los grupos sociales; sólo los detalles cambian” IX
Se trata de la dramática
ley, la lógica unívoca, que hace del olvido otro modo implacable
de la memoria de lo que pasó, sin atenuantes, contextos ni indulgencias: los asesinos son... asesinos, es ingenuo o despótico creer
que el olvido es indulto de la memoria.
“¿Acaso en la amnistía,
obliteración institucional de esos palmos de la historia cívica
de los que la ciudad teme que la duración resulte impotente para
constituir pasado, puede verse realmente algo así como una estrategia
del olvido? Sería preciso entonces que se pudiese olvidar por
decreto”. X
“Los hombres ven lo
mejor y lo aprueban, pero hacen lo peor”, dice el judío holandés.
¿Qué es lo que olvidan y de qué sirve el recuerdo en esta abigarrada
máxima? ¿Qué lugar cabe a la razón y a uno de sus instrumentos,
la luz iluminista de la memoria, para que los hombres vean
cada vez mejor y hagan cada vez peor? Ver, pensar, recordar...
también para el judío Freud el recuerdo puede ser un acto de encubrimiento.
También la historia documenta que la memoria es un decisivo
territorio político, una forma peculiar de ejercicio del poder,
un instrumento de lucha, un ámbito de combate, una zona de
disputa, un territorio a ocupar y también un espacio a confiscar.
Existe fiscalización, que se funda en el acto de olvido y
también en lo in-memorial: la prohibición de recordar
las desgracias y el juramento de no recordarlas.
Para los antiguos,
el olvido es fundante porque el olvido nunca es la pura y simple
ausencia de memoria o de saber; se trata de la mayor caída en
el vacío y la im-permanencia, despeñarse en el vértigo
infinito; mientras que la memoria nos pone a resguardo del mal
de lo evanescente, es poseer “las llaves del universo” porque
retiene las cosas ante la línea de lo irrevocable.
Sin embargo, la repetida
memoria de la desgracia no facilita ningún presente y reinstala
el juego histórico-político de la adversidad permanente; esa memoria
es todavía más grave que el vacío irrevocable del olvido mismo.
Cada Renacimiento,
cada “Reforma”, regresa a un pasado a menudo distante para recuperar
episodios olvidados o dejados de lado para los cuales hay un súbito
acuerdo, una empatía, un sentimiento de gratitud. XI. El Barroco
es el tiempo de la alegoría, en el que las cosas aparecen en su
terrible desnudez, simulacro de sí mismas... hasta comenzar a
desear el olvido... de querer perder el recuerdo de su estado
auténtico.
Este sesgo será liberado
por el fulgor iluminista, anuncio del mundo acelerado donde todo
es tan repentino y fugaz que debe ser vivido de apuro, como pasado.
Baudelaire protesta:
“Tengo más recuerdos que si tuviera mil años”; también Montale,
para quien la conciencia “es un montón muerto de memorias”; y
Flaubert: “El pasado nos devora en exceso”.
La memoria histórica
se convirtió en la simple acumulación originaria del recuerdo,
esa inteligencia despoblada que nos abandona en la frenética carrera
hacia el futuro, “oasis de horror”.
Y de nuevo Nietzsche,
quien, decíamos, reflexiona del olvido como poder curativo:
“El hoy y el pasado sobre la tierra –ah, amigos míos– esto
es para mí el máximo de lo que no puedo soportar”.
“Lo que ocurre es que la suya es una memoria desmesurada”.
“Es cierto, contestó Friedrich, recuerdo todos y cada uno de los
días en que estuve mal y no pude escribir ni dictarte una línea.
Pero esos trescientos veintidós días del año empalidecen y se
convierten en nada cuando pienso en los otros días, en aquellos
en que estuve bien, en esos días en que con una mente clara y
despejada podía pensar y podía escribir, y además lloraba y reía
y entraba en éxtasis con mi propia escritura...”
“Entonces, es mejor el olvido...”
También
la historia nos provee una política del Olvido. “Como Joseph
K. en El Proceso de Kafka, deseamos con ansia el acceso
a la Ley, pero ella no nos es accesible. Lo que durante mucho
tiempo se llamó crisis del historicismo no es sino el reflejo
de la crisis de nuestra cultura, de nuestra vida espiritual”.
XII
Es posible que el antónimo de “memoria” no sea “olvido” sino
“justicia”. “¿Qué pretende lo Olvidado? Ni memoria ni conocimiento,
sino justicia”... La justicia es, por tanto, la tradición de lo
Olvidado. La justicia parece el recurso del Olvido, reparación;
no es borrar lo ocurrido sino devenirlo justo con el acontecimiento
actual, presente.
Treinta años, el acto de justicia de los presentes ausentes
presuponen el tiempo adecuado para no perder la vista esos trágicos
acontecimientos, poner en ejecución las valoraciones –incluso
críticas y no menos apasionadas– de los juicios políticos,
jurídicos, éticos.
La política empieza
allí donde cesa la venganza, donde no hay impunidad porque se
hace justicia... “Ni el conflicto, ni el asesinato, ni el resentimiento
(o el rencor)”. XIII Treinta años, como se dice, no son nada,
y no obstante ya presuponen una indisimulable tensión cuya distancia
formal todavía no obnubila ese puntillismo poseso de la memoria,
todavía fresca. ¡No matar!, clamor de justicia que
también nos reclama: no matar a quienes ya están muertos y a quienes
parecen ya estarlo en sus miserables vidas actuales; nuestros
muertos presentes en vida, esa que no olvida y no trabaja
de memoria.
Los desaparecidos están ausentes, pero quien conoce de ausencias
sabe que son presencias diferidas.
Su memoria remonta
años atrás pero su fuerza reside en el presente, espaciado y temporalizado.
Memoria in-olvidable; no se trata de un mero recordar sino
mucho más, un doloroso traer a la presencia algo que desde el
vamos ya no es presente, sino diferencia, huella de alejamiento.
El desaparecido es presencia todavía vital dentro de los avatares
de este mundo presente-ausente, experiencia de la muerte en vida.
El indulto no es
olvido, no hay equivalencia entre ellos porque el indulto no es
“perdón” sino cesación de pago, condena condicionada, no es tanto
un fraude a la memoria sino un fraude de justicia. Este indulto
es in-justicia.
El presente en el
que nos instalan estos treinta años es el de muchos muertos que
siguen –inolvidables– vivos, y el de otros vivos –junto con los
que la sociedad hizo lo peor– que han matado mucho más que muertos, mataron vida colectiva.
Sus ausencias representaban una desaparición temporaria, como
un decir “no” al presente. En ese tiempo de sus ausencias en otro
país, en el suyo había otros desaparecidos-ausentes, pero que
carecían, como él, de esa posibilidad de volver. La oscilación
entre la presencia y la ausencia había sido para ellos quebrada
abruptamente, y entonces, como una marca de la memoria, desde
hacía veinte años seguían horadando la conciencia del presente.
La
ausencia del desaparecido es un tiempo detenido y alejado pero
detenido y alejado no en ellos sino en nosotros mismos,
nosotros ausentes; un tiempo no muy distante del que ahora vivimos,
expropiado, creyendo que estamos presentes: mundo virtual de la
pura representación, escena del simulacro, insaciable vaciedad
del mundo de lo peor...
El ausente, oscilaciones de su memoria, escansión en la que
arrulla no el recuerdo sino el juego de la presencia que se espacia
más y más, como si se alargara el tiempo de la espera. Un tiempo
vejatorio en el que los esperamos, tiempo detenido; como si quisiéramos
forjar las evidencias del olvido tornando difusos los límites
de su frágil presencia. El fuego de sus ojos, de la mirada desaparecida,
ausente, revela que no puede apresar el tiempo, que la memoria
es mala residencia, una inteligencia anacrónica.
¿Es
posible que una sociedad pueda emprender la tarea de su propia
justicia, cuando ve, razona y aprueba lo mejor, pero concede lo
peor, lo ominoso? No es una mala, inconveniente o impertinente
pregunta, precisamente en este, un país que se ha abanderado de
muchos otros tantos tiempos infames, trágicos, nazis, “sucios”,
a sus espaldas, detrás y antes que estos. ¿Qué, cuánta memoria
se necesita de todo ello? No es tanto por olvido, sino de justicias
y de impunidad de lo que se trata.
El caso peculiar de los veinte años de la experiencia argentina
no es paradigmático, pero lo es para nosotros. Decenas y miles
de muertes por aquí y por allá, ahora y entonces. Nuestros veinte
años aspiran, como es usual en el país de los argentinos, a cierta
original soberbia, ya no sólo en la suma de los mismos acontecimientos
sino también en los actos de memoria reflexiva que están ocurriendo
desde hace un tiempo.
“Es cierto, hace años hablé de la memoria y del olvido –señaló
Friedrich–,
y critiqué el simple recuerdo y la memoria que conservan la vida
pasada sin activarla a partir de las fuerzas del presente. Para
que el pasado sea algo más que un lastre, es necesario reavivarlo
desde el presente...”
Manifestación
expansiva que recrea la fuerza colectiva disponible de una sociedad,
misma fuerza que se encontró enmudecida, o que hizo lo peor,
expropiada bajo los únicos medios que la pueden acallar: el miedo,
el horror, el terror: la muerte.
¿Es la simple ausencia la huella de la muerte, amenaza del límite
para la presencia, un autoritarismo del instante? ¿Qué debemos
recordar cuando el empavonado orgullo militar de ayer se traduce
en las formas de impudicia jurídica, política y económica de hoy?
“Al
final como al principio”. Sabe que sus daños son irreversibles,
los hemisferios terrenales y cerebrales tienen izquierda y derecha,
no principio y final.
“...ninguna operación
de memoria logró cerrar la llaga: tan profundo era el tajo introducido
en la ciudad por el conflicto” XIV
“...quien sobrevivió
con el cerebro intacto al hecho de haber sido testigo de los acontecimientos
de la época”.XV
----------------------------------------------------------------------
Pensamiento de los confines, n. 3, septiermbre de 1996
/ Págs.73-83.
|