Ni
siquiera un rostro donde la muerte hubiera podido estampar su
sello(reflexiones sobre los desaparecidos y la memoria)
Héctor
Schmucler
1. Un texto de Hanna Arendt publicado en 19461
describe, con rara intensidad, la aniquilación de los judíos en
los campos de concentración: “Después vinieron las fábricas de
la muerte y todos murieron no en calidad de individuos, es decir
de hombres y mujeres, de niños o adultos, de muchachos y muchachas,
buenos o malos, bellos o feos, sino que fueron reducidos al mínimo
común denominador de la vida orgánica, hundidos en el abismo más
sombrío y más profundo de la igualdad primera; murieron como ganado,
como cosas que no poseyeran cuerpo ni alma, ni siquiera un rostro
donde la muerte hubiera podido estampar su sello”. Hay un acto
que es peor que la muerte y que no encuentra explicación en ninguna
contingencia histórica: negar la posibilidad de morir como ser
humano, desdibujar la identidad de los cuerpos en los que la muerte
puede dejar testimonio de que ése que murió había tenido vida.
Si la vida, en los hombres, sólo se manifiesta en sujetos únicos,
la muerte genérica es incapaz de mencionar la muerte humana; por
eso es inagotable la necesidad de saber cómo murió cada uno2
y, por eso, la incertidumbre no tiene consuelo.
2. No nos urge saber a cada instante que alguien está vivo;
en cambio, es perentoria la exigencia de confirmar la muerte.
Porque cada uno tiene una muerte propia, sólo el muerto es testimonio
de su muerte. Sin muerte propia, no es verdaderamente un muerto.
El sustantivo, “muerto”, no casualmente, evoca únicamente al hombre.
En todos los otros casos la muerte es percibida como un momento
particular, pero uno más, del acontecer temporal. Así, un animal,
un vegetal, hasta un espíritu, pueden estar muertos, pero “el
muerto” siempre habla de un ser humano: la muerte, para los seres
humanos, es un absoluto. Negar el derecho de morir como “cada
uno”, nos coloca en presencia del mal superlativo. Mientras “no
matarás” es una orden fundante de nuestra concepción del hombre,
no permitir la muerte es algo extraño al pensamiento. La shoa
implementada por los nazis y la técnica de “desaparición” practicada
en la Argentina durante la dictadura instalada el 24 de marzo
de 1976 tienen en común el no permitir la muerte de cada uno.
Ambas resultan incomprensibles3 y, sin embargo, nada
pone tanto en juego el sentido mismo del pensar como la necesidad
de saber de qué forma lo impensable se hizo posible.
3. Es probable que el Golpe de Estado sin los desaparecidos
y el nazismo sin la shoa, hubieran adquirido significaciones
distintas a las que ahora se les otorga. Los recorridos de la
historia no coinciden, obligadamente, con la presencia de acontecimientos
que adquieren relevancia propia y que por su magnitud iluminan
el sentido de una época. No hay continuidad necesaria entre el
Golpe Estado y los desaparecidos, aunque se acepte que el Golpe
tuvo como motor y objetivo central el extirpar una guerrilla que
había impuesto su marca en la vida de la Nación. La desaparición
–técnica consciente y exitosamente utilizada por las fuerzas represivas–
va más allá de la crueldad que implica: está en la zona
de lo no calculable, de lo que la imaginación ni siquiera
debería proponer si es que en ella aún persisten rasgos de humanidad.
No se trata de la muerte de los “enemigos” porque –si esto es
escuchable– en la aborrecible contabilidad de la guerra, las muertes
no fueron gratuitas4. El Golpe de Estado, en cambio,
está teñido por los desaparecidos. De la misma manera las cámaras
de gas son indisociables del hitlerismo, aunque numerosos trabajos
tratan de indagar si el genocidio hace o no a la naturaleza del
nazismo.
4. Los sucesos del Golpe de Estado, así como la historia
del nazismo, son narrables. El acontecimiento de los desaparecidos
o la decisión de que los individuos de un pueblo pueden ser eliminados
sólo por pertenecerá ese pueblo, carece de palabras. Pero,
dijimos antes, el silencio no es tolerable aunque la apuesta sea
el fracaso. El riesgo de hablar es manifiesto: si aquello a lo
que se alude es inabarcable, toda palabra será defectuosa y estará
marcada por la desesperación. El que da testimonio no espera nada,
pero no puede dejar de ofrecerlo y, en ese sentido, las palabras
–éste, mi propio discurso– tienen algo de desesperado, abierto
al riesgo. También existen riesgos menores, más mundanos,
pero igualmente inquietantes: las palabras son ambiguas y, a la
vez, implacables. Cada una marca al mundo y nos hace responsables
de lo que decimos y de lo que no decimos. Tal vez por eso antes
de cada afirmación nos vemos empujados a señalar lo que no se
quiso decir y, aun así, el riesgo es grande: el tener oídos no
es siempre garantía del oír. Tengo conciencia que entre la shoa
y los “desaparecidos” median tantas distancias que, históricamente,
son incomparables. Salvo en un punto: en esa presencia incomprensible
del mal.
5. Rigurosamente, en el mal no hay causalidad. Nada lo
explica ni es posible instalarlo en un lugar previsible de consecuencias
encadenadas. La shoa y los “desaparecidos”, en su insoportable
dimensión, se desadhieren de un origen y construyen un valor en
sí. Con todo, es admisible una pregunta que nos arrastra, es decir,
que nos instala en el rastro de nosotros mismos: ¿cómo pudo ocurrir?
Porque si el mal en sí mismo es ininterrogable desde presupuestos
estrictamente humanos, no es menos plausible sostener que el mal
se hace posible en condiciones determinadas. Aquí –en la indagación
sobre las circunstancias que hicieron admisibles el estallido
del mal– nuestra responsabilidad es indelegable. Hay que reconocer
que, sin embargo, en nuestro caso aún no hemos comenzado a reconstruir
sistemáticamente la historia y que los análisis políticos están
cargados con prejuicios intolerantes, intereses coyunturales y
miedos que paralizan e impiden indagar cómo y en qué medida la
sociedad estuvo comprometida5.
6. En la Argentina, las multitudes acompañaron muchas veces
los cambios políticos promovidos por los militares, desde el primer
golpe de estado en 1930. Las fuerzas armadas ocuparon en el imaginario
social un lugar de privilegio como articuladoras de la Nación
y salvaguardas de los más rectos principios. En todo caso, cuando
eran pasibles de crítica, se les reprochaba no cumplir con el
verdadero papel que les correspondía de acuerdo a esencialidades
que las definían. No otro era el sentido de las acusaciones formuladas
por el General Perón cuando fue derrocado en 1955. En 1924,
mientras el fascismo crecía en el mundo, Leopoldo Lugones se adelantó
en proclamar que había sonado “la hora de la espada” y las reacciones
en su contra fueron minúsculas. La figura más significativa
de la política argentina durante medio siglo, Juan Perón, elegido
tres veces presidente de la República, había surgido del Golpe
Militar de 1943 y en 1976 no resultaba sorprendente que las fuerzas
armadas fueran consideradas protagonistas relevantes en prácticamente
todas las combinaciones elaboradas para salir de una situación
que nadie deseaba mantener. La atmósfera se había llenado de presagios,
desencantos, miedos y pólvora. Roberto Cossa –entonces secretario
de redacción de El cronista comercial, un diario
que en aquel momento estaba estrechamente vinculado a los
Montoneros– recuerda, veinte años después6, la jornada
del 24 de marzo: “En uno de los corrillos, un periodista de larga
militancia en la izquierda combativa arriesgó la teoría
de que, por fin, se terminaría la violencia imprevisible del gobierno
de Isabel Perón (…) Es probable que esa sensación la compartiéramos
muchos de los integrantes del diario”. Algunos meses antes del
golpe, el 13 de agosto de 1975 y recién regresado del exterior
a donde había marchado tras amenazas de la Triple A, Tomás Eloy
Martínez describía lo que había encontrado7: “No he
oído sino frases abatidas. Nadie sabe hacia dónde el país navegará
mañana, a qué tabla de salvación encomendarse, en qué rincón de
la noche recuperar la fe que se ha perdido durante el día”. El
Golpe de Estado de 1976 podría haber sido uno más de los tantos
sucedidos desde 1930. La diferencia radicaba en que, como nunca,
la sociedad toda estaba involucrada. Es cierto que las fuerzas
armadas actuaron por decisión propia, pero todos los caminos se
habían abierto para el paseo triunfal. El golpe parecía cerrar
brutalmente un tiempo de confusión y angustia, inclusive para
gran parte de la guerrilla que se ilusionaba con tener, en adelante,
un enemigo con rostro claramente reconocible. Estamos atravesados
de olvidos8 que oscurecen las minucias de la historia.
7. El mal, sin embargo, seguirá inexplicable luego de saber
cómo se hizo posible. Porque cuando se pretende nombrar el escándalo
de no permitir la muerte de cada uno, sólo se escuchan balbuceos.
El desaparecido no es el “no muerto”, sino el privado de la muerte.
El cortejo fúnebre no puede regresar del cementerio porque la
fosa está vacía: no es posible el duelo, que exige enterrar un
cuerpo; ni es posible la cólera que requiere señalar a un responsable
del asesinato9. La tragedia se ha instalado, pero “ha
marcado la historia como terror mucho más que como destino”10.
Terror a reconocer que la tumba permanece abierta esperando que
algún orden sea posible. La tragedia en la que ningún destino
parece cumplirse, se interroga a sí misma para doblegarse frente
al mal sin aditivos. Los hombres han ido mis allá de los dioses
al establecer que “todo es posible”: se han vencido las fronteras
de lo imaginable y hasta la posibilidad de preguntarse “por qué”,
ha cesado.
8. David Rousset11 encuentra el universo de
los campos de concentración como un “astro muerto cargado de cadáveres”
que seguía viviendo en el mundo. En la Argentina hay muertos en
una tierra muerta, invisible. La que reconoce al muerto, lo
acoge, lo reintegra, es una tierra viva que permite a los deudos
retirarse sabiendo que el mundo continúa. Entonces, recién entonces,
la memoria se hace posible. La memoria enraíza sobre heridas cerradas,
se edifica sobre la convicción de que algo irreversible, y por
lo tanto irreparable, ha acontecido. Los desaparecidos, en cuanto
tales, no propician una memoria. Son una espera; son, en todo
caso, un puro dolor que vive en el doliente y que amenaza disolverse
cuando el deudo desaparezca o cuando agote su capacidad de dolor.
El duelo tiende al consuelo y en el consuelo se realiza, “hace
de la vieja desdicha el ingrediente que enriquecerá una experiencia
mía”, escribe Vladimir Yankelevitch.12
La
memoria es ajena al orden del consuelo, aunque presupone el duelo.
Está después del duelo: es una decisión voluntaria de recordar
y, por lo tanto, es patrimonio de la ética. Prescribe, es tributaria
de la Ley que hace hombre a los hombres y, como la Ley, no concluye
a condición de que sea transmitida. Sin duelo, sin cuerpo donde
la muerte se asiente y sin tierra viva que lo cobije, la memoria
no logra realizarse; estrictamente, no tiene qué recordar.
Notas
1 Hanna
Arendt, “L’image de l’enfer”, en Auschwitz et Jerusalem,
París, ed. Deux Temps Tierce, 1991 (citado en Myriam Revaultd
d’Allones, Ce que l’homme fait à l’homme, París, ed. du
Seuil.
2 Pierre Vidal-Naquet, en Los asesinos de la memoria
(Siglo xxi ed.,
1994, p. 136) cita una página de Tucídides en la que se narra
la eliminación de dos mil ilotas 400 años antes de Cristo y en
la que subraya esta frase: “poco después se los haría desaparecer,
y nadie sabría de qué manera cada uno de ellos había sido eliminado”.
Vidal-Naquet fija su atención en el “cada uno” del escrito de
Tucídides y en el hecho de que los “ilotas «desaparecen», son
«eliminados» (…) pero las palabras que designan la matanza, la
muerte, no se pronuncian, y el arma del crimen permanece desconocida”.
3 En el apéndice agregado en 1976 a Si esto es un hombre
(Muchnik ed., 1987), Primo Levi sostiene: “Quizás no se pueda
comprender todo lo que sucedió, o no se deba comprender,
porque comprender casi es justificar. Me explico: «comprender»
una proposición o un comportamiento humano significa (incluso
etimológicamente) contenerlo, contener al autor, ponerse en su
lugar, identificarse con él. Pero ningún hombre normal podrá jamás,
identificarse con Hitler, Himmler, Goebbels, Eichmann e infinitos
otros. Esto nos desorienta y a su vez nos consuela: porque quizás
sea deseable que sus palabras (y también, por desgracia, sus obras)
no lleguen nunca a resultados comprensibles. Son palabras y actos
no humanos, o peor: contrahumanos, sin precedentes históricos,
difícilmente comparables con los hechos más crueles de la lucha
biológica por la existencia. A esta lucha podemos asimilar la
guerra: pero Auschwitz nada tiene que ver con la guerra, no es
un episodio, no es una forma extremada. La guerra es un hecho
terrible desde siempre: podemos execrarlo pero está en nosotros,
tiene su racionalidad, lo «comprendemos»”.
Pero en el odio nazi no hay racionalidad:
es un odio que no está en nosotros, está fuera del hombre, es
un fruto venenoso nacido del tronco funesto del fascismo, pero
está fuera y más allá de su propio fascismo. No podemos comprenderlo;
pero podemos y debemos comprender dónde nace, y estar en guardia.
Si comprender es imposible, conocer es necesario, porque lo sucedido
puede volver a suceder, las conciencias pueden ser seducidas y
obnubiladas de nuevo: las nuestras también.”
4 En la edición del 24 de marzo de 1996, Página
12 publica una entrevista al general Rodolfo Mujica, en
la que afirma: “a la subversión, entre la que había gente equivocada
pero idealista, valiente, porque hubo quien murió en los montes
tucumanos gritando en favor de sus ideas mientras enfrentaba al
enemigo que lo reprimía, se la podía combatir de dos formas. Una
era el combaste oficial, que se logró recién con la firma del
decreto que autorizaba la participación de las fuerzas armadas
en la represión, y la otra, con la que no podía coincidir nunca
un militar de verdad: actuar por izquierda, como actuó la triple
A, dirigida, para nosotros por el señor López Rega, habrá tenido
sus adeptos dentro del ejército, como pudo tenerlos dentro de
los médicos, los ingenieros o los periodistas. Pero la triple
A empezó a actuar subvirtiendo el orden militar. Y para los militares
que tenían relativa jerarquía eso no era admisible. Tanto es así,
que con fecha del 18 de junio de 1975 hago saber mi inquietud
por la existencia de estos grupos a mi comandante de cuerpo, que
la recibió y elevó a las autoridades militares. Si luego el combate
a la subversión cegó a quienes se dedicaron a luchar de igual
a igual con 1a guerrilla y con ello se perdió mucho del prestigio
militar, es otra cosa. Los encegueció pensar que el país podía
tener zonas liberadas, los encegueció ver la hipocresía de los
que no querían que se procediera con franqueza, con total lealtad,
imponiendo la pena de muerte. Así, en un país donde estaba muriendo
tanta gente, en vez de aplicar la pena máxima a quien lo merecía,
se mató con la triple A o con lo que fuera, por izquierda.”
5 Esta afirmación no desconoce algunos intentos rigurosos
aunque fragmentarios. El libro A veinte años del golpe (Homo
Sapiens ed., Rosario, 1996), por ejemplo, ofrece trabajos vinculados
a la última dictadura argentina. Allí mismo los compiladores,
Hugo Quiroga y César Teach, reconocen que “la comprensión de un
tiempo complejo como el nuestro, cubierto de incógnitas, implica
–parafraseando a Hanna Arendt– la ineludible apertura de un proceso
de autocomprensión. La comprensión del autoritarismo militar no
podría, entonces, quedar separada del proceso de autocomprensión
de la sociedad argentina”.
6 Roberto Cossa, “La respuesta va a ser terrible”, Página
12, Suplemento cultural, 24/3/96.
7 Tomás Eloy Martínez, “El miedo de los argentinos”, La
Opinión, 13/8/75.
8 Ver Héctor Schmucler, “Formas del olvido”, Confines
Nº 1, Buenos Aires, 1995.
9 Ver Nicole Loraux, Madres en duelo, Buenos Aires,
Ed. de la equis, 1995, el sugerente estudio que realiza a partir
del lugar que ocupan las madres en la tragedia.
10 Myriam
Revault d’Allones, Ce que l’homme fait á l’homme, op. cit.
11 David
Rousset, L’univers concentrationnaire, París, ed. de Minuit,
1965.
12 Vladimir Yankelevitch, La mala conciencia,
México, Fondo de Cultura Económica, 1987.
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Pensamiento
de los confines, n. 3, septiembre de 1996 / Págs. 9-12.
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