Populismo: el regreso del fantasma
Nicolás
Casullo
Izquierdas y derechas: “e pur se muove”
Cuando las izquierdas
revolucionarias argentinas de los 60’ y 70’ se desmoronaron o fueron
exterminadas por la dictadura (proceso paralelo a la profunda crisis teórica y
política del marxismo en Occidente) también murió una biografía crítica al
populismo, al peronismo. Crítica dogmática e iluminista sin duda ―pero digna de atención― contra las causas que se pensaban
guías equivocadas y burguesas de las mayorías populares.
Digna de atención, digo, porque existieron en la
larga crónica moderna nacional querellas duras e irreconciliables que remiten a
una crítica histórica entre políticas
progresistas y populares. Posturas que hablaron desde determinadas cosmovisiones,
experiencias, argumentos, teorías y éticas en cuanto a discutir el mundo
injusto. A diferencia de lo que hoy expone y esconde el debate sobre el
populismo en boca de Bush, Condoleezza Rice, José María Aznar, Vargas Llosa,
Berlusconi, sobre quienes se apoyan los defensores de la década menemista y
ahora ciertas voces de una república liberal conservadora perdida, a reponer
moralmente frente a un populismo demonizado.
Aquel cuestionamiento de las izquierdas le planteó
siempre al peronismo, al caudillismo irredento que lo caracterizó, una lectura
de larga prosapia, que dio cuenta de una hermandad fallida entre el clasismo
proletario y el movimientismo nacional. Dos maneras distintas, pero a la vez
concurrentes, de mirar la injusticia social y cultural como dato casi absoluto,
a veces por demás temerario y reductor, desde la política, de importantes
cuestiones. Dos maneras de entender a las masas democratizadoras, de tratar de
involucrarse en su destino. Y de reconocer a los enemigos a superar para
modificarlo. Esa había sido la historia sobre todo desde 1945-55, desde aquel
desenlace.
Lo preocupante es cómo ciertas posturas que hoy se
sienten o se dicen progresistas han perdido todo contacto con ese legado de los
desencuentros entre políticas populares que sostuvieron tales debates sobre el populismo, para deslizarse ―como
muchas otras cosas―hacia el campo ideológico del neoliberalismo y de la cultura conservadora, y
seguir tratando la cuestión del peronismo “como si fuese la misma” pero desde
las antípodas ideológicas. Desde una actualidad donde vuelve a hacerse presente ―perdón
por el anacronismo― una
lectura distinta y rotunda de clase social.
Hoy se describe el populismo de Kirchner, Chávez,
Evo Morales, Lula, López Obrador, desde un claro hegemonismo argumentativo
reaccionario que vuelve bastante patético a cierto progresismo opositor, en
cuanto a que borró toda la elaboración que las izquierdas (las más y las menos
radicalizadas) habían realizado como comprensión afiatada del fenómeno y
significados del populismo latinoamericano, largamente teorizado desde el
primer estructural funcionalismo de Gino Germani y Torcuato Di Tella, luego por
las teorías de la dependencia, más tarde por los estudios gramscianos,
postalthusserianos y ahora por tesis críticas a formas de la globalización.
Esto es, casi medio siglo de debate. Quiebre entonces con este linaje
argumentativo, para retrotraerse ahora ―como progresía reactiva y
antiperonista― a un lejanísimo tiempo de las izquierdas argentinas
sorprendidas y desmedidamente ideologizadas por la cultura oligárquica durante
los acontecimientos de 1945/46 y las realidades de la segunda post-guerra
europea.
En el presente se ha instalado ―a
partir de una supuesta o imaginaria “desaparición” de fuerzas democráticas
drásticamente enfrentadas en lo económico y social― una progresía que analfabetiza la política y termina por corroer la
memoria sobre la espinosa lucha de un pueblo. Enuncia desde un lugar donde las
palabras vuelan por el éter informativo sin necesidad de anclaje alguno en la
realidad, y las diatribas contra el populismo flotan en la massmediática magia
de la extinción de todo referente. Como cuando Elsa “Tata” Quiroz, secretaria
general del ARI, sentenció hace unos días que “siempre nos plantean que López
Murphy está a la derecha, pero resolver el problema del hambre no tiene que ver
con izquierdas o con derechas”.
Este curioso progresismo conservador argentino,
entre otras cosas antipopulista e instalado hoy precisamente en la derecha de
una historia político intelectual del país, es hijo de nuestros años ´90, que
no sólo dieron corruptos peronistas o tarjetas Banelco sino algo similar a eso
pero también desplegado en el todo cultural. Fenómeno que aparece como síntoma
profundo de las pérdidas de ideas sufridas en un largo y reciente período, que
no sólo angostó categóricamente la participación trabajadora en el producto
bruto, sino que de manera concomitante elitizó y a la vez barbarizó la práctica
política que hace referencia a lo popular: a la biografía y lucidez política
del pueblo llano.
Una antigua historia
De remontar la cronología sobre
este tópico político puede llegarse hasta Karl Marx y su discusión crítica
contra el populismo ruso. Intelectuales mesiánicos a los que su propia obra había alimentado, por caminos que solo enigmáticas y
apasionadas traducciones de las militancias hacen posible. Movimiento campesino
populista eslavo sobre el cual Marx sin embargo reconoció, en 1881, que tal vez
podía llegar a ser el punto de partida para un posterior comunismo siempre que
lo acompañase una revolución proletaria en Occidente, tal cual lo afirmó en el
prefacio a la edición rusa del Manifiesto.
El recelo a esas ideas nacionalistas “míticas” sobre
un pueblo homogéneo y compacto amenazado por enemigos internos y externos,
siempre crispó los nervios del marxismo, para el que todo populismo fue
política burguesa que excluía la lucha de clases, conciliaba el conflicto
social, retrasaba la autonomía y el internacionalismo obrero y carecía de base
teórica materialista que lo emparentase con la verdadera revolución en la
historia.
Más tarde el marxismo-leninismo fue todavía más
descreído que el propio Marx en cuanto a esa configuración popular. Lenin, que
lo había sido cuando joven y conocía los latidos del populismo, lo acusó de
“romanticismo económico” y de “utopía conservadora pequeño burguesa” en su
lucha ideológica sin cuartel a fines del siglo XIX contra las llamadas falsas
revoluciones. Aunque en un momento reconoció en Contenido económico del populismo que dentro de ese conglomerado
“había que distinguir sus aspectos reaccionarios de los progresistas”.
Esta línea se prolongó como un clásico de las
polémicas del siglo XX hasta los 70’, donde por ejemplo, en un documento de
esos años bajo rúbrica extremista de Mario Roberto Santucho puede leerse la
necesidad de “luchar contra el populismo y el reformismo, políticas ligadas a
los intereses imperialistas”, para acotar seguidamente: “Montoneros es una
corriente popular infectada por la enfermedad populista y su confianza en el
peronismo burgués”. La discusión se había modernizado, sin perder virulencia.
El populismo hablaba por entonces de revolución socialista.
Sucedía que para esos años hacía décadas que las
experiencias populistas habían fondeado decididamente en América Latina desde
el APRA peruano, para convertirse en políticas genuinas plagadas de presencia
popular contestataria, grandes contradicciones internas y dificultades para una
definición precisa de la criatura en cuestión. El significado del populismo latinoamericano
dejó atrás una vetusta dependencia conceptual que se tenía con Europa. Rompió
con argumentos provenientes de Europa y de su poco envidiable época
nazi-fascista. Por cierto, desde el viejo continente desembarcaron en nuestros
lares y perduraron hasta fines de los ´50 en el credo liberal, una idea de
populismo que ya no fue sinónimo de mujik ruso ni de farmer de USA, sino del ardito del fascismo, el völkisch del nacionalsocialismo y de
guardia de hierro rumana.
Sin embargo, en el nuevo marco político intelectual
latinoamericano que se gestó en los ´60 con el triunfo del castrismo y las
heterodoxias populistas del Movimiento 26 de Julio, las divergencias y
polémicas entre reformismo y revolución, entre socialismo y nacionalismo, entre
clase y movimiento, entre lo rural y las ciudades, entre burguesía e
imperialismo, entre marxismo y peronismo, replantearon la comprensión histórica
de los populismos de Lázaro Cárdenas, Haya de la Torre, Perón, Getulio Vargas o
los adecos venezolanos. En este largo proceso político y teórico se desgranaron
las diferentes lecturas de una de las problemáticas más fecundas y propias que
expuso el continente americano en el siglo de las masas.
Figura latinoamericana
De tal bagaje de discrepancias y
coincidencias entre políticas de izquierda que concibieron los cursos de las
clases subalternas, olvidadas y explotadas, se puede componer una figura del
populismo latinoamericano. Movimiento que diamantizó la noción de pueblo unido,
a pesar de las fuertes contradicciones sociales que lo atraviesan. Constitución
política alentadora de un tiempo de fuerte movilización popular de sesgo
antiimperialista a partir de un liderazgo o figura carismática ―el caudillo― que reúne planteos objetivos
junto con categóricos emocionalismos de masas. Emergencia populista en paralelo
a encrucijadas nacionales de excepción (industrialización o crisis societales
agudas) que desarticulan la inoperancia de un tiempo político anterior y
democratizan categóricamente las fronteras históricamente establecidas de
participación ciudadana en lo político. Recuperación de formas de la cultura
popular, de mitos patrióticos vencidos, de tradiciones colectivas, de formas
arraigadas de identidad nacional. Remoción de mundos simbólicos culturalmente
instituidos y promoción de nuevos relatos críticos explicativos de la biografía
del país. Política que se va construyendo con respaldo popular recién a partir
de una previa ocupación del poder gestionante, y en una compleja y arbitraria
dialéctica de arriba hacia abajo y de abajo hacia arriba. Carencia de programas
específicos, suplantados por condena de sectores hegemónicos enemigos
(ideología del “anti-pueblo”) de viejo y nuevo cúneo, internos y externos a la
nación. Ocupación casi plena de un Estado fuerte, ultradecisionista, que pasa a
estar en “manos impropias” según los sectores dominantes tradicionales de corte
liberal, conservador o socialdemócrata. Privilegio de interpretaciones de sesgo
socioeconómico, conjuntamente con una precarización de la construcción de lo político
institucional.
Estos componentes del populismo forman parte de la
historia campesina, obrera y de capas medias más conflictiva, participativa y
rica de América Latina, a la vez que más inacabadas en cuanto a sus muchas
promesas incumplidas. El sectarismo de las izquierdas clasistas, la religión
del marxismo con sus abstractos textos canónicos, apuntó generalmente al mundo
de expectativas que el populismo despertaba al principio, para polarizarse
luego en reyertas intestinas donde finalmente el pueblo no tiene voz ni voto y
todo concluye en una disolución de las esperanzas y una más adecuada y
demagógica “gobernabilidad burguesa” del capitalismo.
No obstante
ciertas cuotas de verdad de tales críticas de las izquierdas marxistas, y aquí
una de las claves de los fenómenos populistas y su arraigo en las masas, lo
cierto es que esos movimientos o partidos nacionales fueron y son experiencias
políticas que hicieron y hacen la
historia de una conciencia popular latinoamericana ya innegociable. Esto
es, el populismo como un sello del continente, como un piso propio de memoria
de los avasallados, donde una humanidad castigada y mayoritaria encontró en
muchas ocasiones la forma de su contradictoria rebeldía, movilización y
participación, más allá de las limitaciones, instrumentaciones y pujas internas
de intereses que compusieron ese armado. Y este es el punto decisivo a destacar
de la operatoria populista: la capacidad de desarrollar en los hechos la escena
concreta del conflicto, y de accionar ahí tumultuosamente proyectos sociales
enfrentados en lo político, en lo cultural y en lo intelectual.
En un
continente de históricos poderes tanto hegemónicos como puntuales implacables
en tanto dominios liberales, conservadores, militares, racistas, del gran
empresariado ―elencos que
compusieron “las modernizaciones capitalistas”― el populismo siempre supo, y pudo, recrear formas
democratizantes de presencia de bases sociales a contrapelo de esa realidad
abusiva. Siempre logró hacer política de masas intervinientes. Alcanzó a
perforar la crónica política establecida, repensando formas emancipatorias y
creando otras mitologías nacionales a las provenientes. Posibilitó inscribir de
manera bastante indeleble y desde un Estado imperativo, las hasta entonces
silenciosas interpelaciones populares contra fuerzas adversarias.
El
populismo consiguió politizar a aquellos inmensos contingentes sociales
despolitizados por la política: por el selecto artefacto institucional de las
repúblicas liberales latinoamericanas. Es decir, reunir míticamente en la
atribulada marcha de la historia “un todo” contra una Historia Mala. Desde las
dicotómicas banderas populistas perdieron su naturalidad aquellas supremacías
de leyes y reglas constitucionales, y las “calidades” democráticas socialmente
marginadoras. Esa “naturaleza originaria” de una política de clase dominante,
pasó a ser conflicto explícito a ojos vista, también poder opresor. Conciencia
de que en América Latina dolorosamente la política por lo general libera o
sojuzga sin términos medios. No solo económica sino sobre todo ideológica y
culturalmente.
El nuevo libreto “post 90”
Todo indica que fenecieron estas
antiguas reyertas políticas y lecturas teóricas que por largos años tuvieron
lugar en el campo de las izquierdas reformistas, comunistas, socialistas y
radicalizadas con respecto al populismo peronista. Hoy el barómetro que lo
juzga ha pasado claramente a una sintonía de derecha. Hoy no se lo acusa como
“ismo” burgués escasamente perturbador a un orden dominante dado. Sino por populismo
“izquierdista de los 70”, estatista, buscador de enemigos, desprolijo y
pendenciero frente al mercado mundial, desconciliador social, que incomoda a
las fuerzas armadas, a la iglesia y a los grandes ganaderos. Lo que obliga a
repensar qué se dice, quién dice qué cosa, qué se ataca en apariencias y qué se
ataca en realidad, desde dónde se critica y que visión ideológica y política
sobre las cosas comanda esta disputa a la orden del día a día en el presente.
En principio la embestida constante viene de las
políticas liberales más reaccionarias que gobiernan económicamente Occidente,
que han detectado una interferencia importante en los cursos de la
globalización bajo plena dirección del mercado mundial y sus asimetrías: una
suerte de actualidad imprevista y contraproducente, que no son por ahora las
multitudes antiestatales y neotecnologizadas de Tony Negri, sino los viejos
Estados de base popular que redemocratizan intereses desde otros códigos.
Tal vez el calificador más claro y conciso fue el
español José María Aznar al reclamar “que se debe detener el peligro de la
marea populista y volver a las ideas de centro derecha”. O el presidente del
ejecutivo de la Unión Europea, el portugués Durão Barroso decididamente convencido frente e Evo
Morales de que “el populismo es una amenaza a nuestros valores”. Parecido a
Bush dos meses atrás: “el populismo es el peor adversario del libre mercado y
nuestras democracias”. También fue preciso el intelectual mexicano Enrique
Krause frente al candidato López Obrador, en cuanto a que resulta evidente “que
muy pocos abogan hoy por un régimen comunista, pero el populismo es el nuevo
objetivo, desgraciadamente algo mucho más difícil de combatir”.
Se trata entonces de situar la matriz de este embate
contra formas populistas, que cotidianamente supura el liberalismo argentino
con sus matices para radiografiar lo interno y externo que afecta el presente
del país.
Auroleada nuevamente por un poderoso discurso
extranjero a estas latitudes, la crítica o nueva caracterización del populismo
perdió las connotaciones latinoamericanas y de las neoizquierdas que signaron
su comprensión en décadas anteriores. Vuelve a ser, como en los años ‘40, un
peligro potencial de intenciones “comunista” o “fascista” (da lo mismo) mirado
desde un autista primer mundo y desde las sempiternas traducciones locales de
tal mirada distante, para la cual muchas mayorías políticas latinoamericanas
pasaron a ser poco menos que un cualunquismo sin alma.
Este deslizamiento de óptica lo acusa ahora de
autoritarismo de Estado fuerte. De aprovechamiento indebido y hegemonista del
Estado democrático. De asistencialismo vertical clientelista madre de todas las
corrupciones y lealtades espurias. De cultivar relaciones paternalistas
concesivas ante cualquier protesta. De búsqueda demagógica de enemigos
sociales, de alimentador de discordias entre intereses diferentes necesarios de
conciliar.
Sin duda el punto nodal de esta crítica alarmista,
vuelve a una antigua narrativa enunciada por una democracia patrimonialista a
cargo de pensadores liberales selectos que perciben la polis amenazada,
en tanto el populismo lesiona la calidad política de la República, genera
rencores sociales que se pensaban hoy superados con el fin de las ideologías, y
remite a una innata o psicológica vocación o eros de permanencia en el
poder que borra las explicaciones sociopolíticas de los litigios.
Efectivamente el populismo es una experiencia
política democratizadora, pero además y a la vez deficitaria en lo democrático
institucional. Que muy difícilmente encontró una armonía positiva entre el
contenido de sus políticas y la construcción de lo político democrático; entre
su irrupción concreta en una época y el despliegue de un pensamiento político e
intelectual abierto, plural, acorde a la magnitud de lo que se propone, como de
manera tan eficaz lo logró siempre el liberalismo en el marco de las batallas
culturales de largo aliento.
Pero hoy, además, se acusa al populismo de pasar por
encima de una imprescindible intervención equilibrada de todas las fuerzas
políticas opinantes, de izquierda a derecha. También de no plantear su
actuación desde un consenso democrático que represente a todos los intereses
del país. De instituir el negativo criterio de fuerzas adversarias a los
objetivos calculados como populares y nacionales. O de manejarse en términos
partidarios de manera monolítica donde diputados, senadores, ministros y
secretarios deben responder a una política, y no operar de manera individual,
autónoma y hasta opositora. Esto es: desde la crítica impera más bien la idea
de una política como juego formal de equivalencias. O la permanente estancia en
un grado cero inmodificador. O una administración decorativa a los intereses
económicos, a los lobys enquistados en el mercado y en el Estado y al statu
quo cultural. Una suerte de ideológico simulacro de autonomía de la
política y de noción de cambios.
Desde esta nueva perspectiva crítica sobre el
populismo ¾producto
de un particular presente ideológico mundial en muchos sentidos regresivo para
las aspiraciones populares¾
el debate abierto es sobre qué democracia institucional se está actuando, se
quiere actuar y se pretende discutir, en relación a imprescindibles y
auténticos cambios de situaciones sociales, y frente a actualizadas formas
salvajes de poderes económicos y políticos que hoy dominan la lógica de la
historia planteándola como única. En el debate sobre populismo que se da en
esta difusa edad post-peronista, lo que se va poniendo en evidencia con dicho
concepto, es que ―democráticamente― hay
proyectos sociales y políticos muy distintos y claramente encontrados.
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