Tajos, la guerra como atajo
Gregorio Kaminsky
Leyó el panfleto con calma. Eso no
era más que un panfleto. A menudo, como en estos casos, es preferible la
concisión a la divagación. Ser conciso cabe en una proclama, es falso que la
divagación sea una proclama por medios políticos.
El verdadero panfleto es el que transporta una
proclama, directo y preciso. No da lugar a dudas, es un tono de voz. La
proclama es enfática, se la enuncia carraspeada. Declamatoria o marcial las
teorías políticas; incluso las militares escupen palabras.
La proclama no atiende rostros, mira hacia lo alto,
tiene un norte, se fija en él, es invocatoria, rogatoria. La divagación usa la
vista, busca rastros en la mirada, en la superficie del rostro. Es todo lo
contrario a poner una u otra mejilla.
La calma no le quita inquietud a la lectura del
mensaje panfletario que habla de países, soberanías y pueblos, pero no de
enfrentamientos invisibles y terminales.
En el territorio del rostro, la escena se traba
entre la vista y la mirada. La proclama detesta la exquisitez, no hay vista ni
mirada sino ojo por ojo. El panfleto vocifera en el grito la mirada
aterrorizada, boquiabierta, diente por diente. Rostridad Rembrandt.
Ojo de niño muerto por ojo de niño muerto, diente de
soldado muerto por diente de ‘terrorista’ muerto. Reojo mordiente. Es posible
que entre ojos y dientes de soldados ejército ciudadanos milicias patriotas el
panfleto no sea necesario pero en esta guerra es indispensable. Desterritorialidad des-terrorista.
Admite que la()mentada ley
de talion no remite al rostro de quienes se
enfrentan, ni aritmética de ojos ni dientes ni mejillas, ni frentes. Rostridades.
En la proclama existen puras visiones y mordeduras,
no de las alturas del rostro sino de las protuberancias y hendiduras del pubis.
La proclama no puede divagar, que sea niño o niña no es una divagación, es
preciso que la proclama precise precisarla. El horror se agazapa en el bajovientre de la proclama.
El panfleto, o es tajante o no es. Lo dice con un
repetido grito desesperado que chorrea inhumanidad: “toda guerra tiene dos
enemigos, tajantes”. Y luego, como por debajo, prosigue la palabra “a tajo”.
Así: la a separada de la te, y la te de la te y la jota de jota dibujadas con
la forma de un serrucho.
Está claro, las proclamas ordenan ser tajantes con
el cuerpo de los enemigos, o sea destrozarlos, incinerarlos pero no
desarroparlos, no desvestirlos. Las ropas recubren los destrozos preexistentes,
recubiertos, encubiertos.
Los enemigos relamen babeantes la eternidad de sus
respectivos dioses, los tajos incisivos, decisivos, marcan para el recuerdo los
ritos promiscuos. Pero lo que proclaman con sus cálices son tajos.
La cosa libanesa y la israelí es asunto de ojos y
dientes. Rostros ajados que gozan por lo alto, cuerpos tajeados que supuran por lo bajo. Atacados. Atajados.
Castraciones, circuncisiones, emasculaciones de
niños y niñas.
Esa es su guerra. Puro tajo.
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