Contra
la imposición de la lengua única en la Universidad
-una contribución institucional-
Diego Tatián
La actual cultura
académica ha convertido a la universidad en la vanguardia de la “sociedad del
control”, proceso que algunos han descripto como una
“norteamericanización” de la universidad argentina y
que, más allá de las designaciones, lo cierto es que ha sumido a los seres
humanos que trabajan en ella en un paroxismo de la evaluación que incentiva
sólo la rutina, la apatía, la mentira y la pérdida del entusiasmo por el
conocimiento y su transmisión -además de un desplazamiento explícito de sus
propósitos mayores, que clásicamente han sido la búsqueda común de la sabiduría,
de la justicia y de la felicidad. Palabras hoy casi vergonzantes y aniquiladas
por la invasión de una jerga eficientista, banal,
mediocre y kitsch, que se busca hacer pasar como
neutra pero que de neutra no tiene nada y establece la manera en la que hoy se
habla en nuestras casas de estudio. También aquí las privatizadas establecen el
paradigma y el léxico. Un estropicio del lenguaje, de las ideas y de las
pasiones avanza constante, y presumiblemente sin retorno, en favor de
formularios en los que de manera ininterrumpida es necesario declarar
propósitos y rendir cuentas, grillas de información cuantificada cuyo destino
último es el Banco Mundial y otros organismos de crédito cuya herramienta de
control principal es la estadística. No se trata ya de hombres y mujeres que
trabajan produciendo conocimiento y transmitiéndolo, sino de “poblaciones”
constituidas por docentes e investigadores, en las cuales es necesario imponer
indicadores uniformes que permitan su regulación a gran escala: comparar
índices de productividad, establecer el impacto de incentivos e inversiones,
maximizar la rentabilidad de los “recursos humanos” y su administración. Como
si todo esto no bastara, el último programa de mejora de dedicación con el que
fuera “beneficiada” la UNC, exige a cambio el constante “monitoreo” de los
docentes por parte del Ministerio, que de ahora en más ¾además de
establecer las cláusulas que establecen quiénes están en condiciones de acceder
al programa y quiénes no¾ tiene el poder de veto sobre los agraciados por él, en caso de considerar que
no “rinden” en consonancia con la inversión producida.
Detrás
de todo, la amenaza y la humillación no alcanzan a ocultarse por completo. Pero
lo más importante no es esto, sino el brutal sometimiento de la formación y el
saber a una relación costo/beneficio que es la propia de cualquier mercancía.
La evaluación compulsiva se presenta como el insumo principal ¾a la vez que ya su
realización en acto¾ de
un formato de universidad cuya dimensión última es, claramente, política. Y su
condición, la absoluta heteronomía.
Hay
un malestar en la universidad pública argentina. La inmensa mayoría de los
profesores murmuramos por lo bajo, y de manera más o menos pasiva, el fastidio
y la resignación cada vez que es necesario completar un formulario o realizar
un informe (es decir casi todo el tiempo). Ese
malestar no sólo no ha logrado hasta ahora adquirir una expresión política,
sino que es vivido como el precio a pagar por ocupar posiciones cada vez más
favorecidas en programas y sistemas que exigen siempre más obediencia y
cumplimiento de lo que ha sido previsto y decidido en otra parte. Hasta que, de
a poco, ya no es necesario que sea así, gracias a un proceso de internalización que naturaliza y reproduce lo que alguna
vez le fuera impuesto.
Además
de los informes para CONEAU, de los informes para estar incluido en el programa
de incentivos (solicitud y rendición de cuentas), para la Secretaría de Ciencia
y Tecnología ¾en
caso de percibir un subsidio paupérrimo para un proyecto de investigación¾ (asimismo
solicitud y rendición de cuentas); además del informe docente a fin de año y
del proyecto de trabajo a comienzo del mismo (a ser remitido a la facultad);
además del informe necesario para los institutos de investigación, que se exige
sea consignado en forma de grupo, de miembro, de director, etc.; además de
todos estos informes (y hay otros más), cuyos formularios muchas veces lindan
en lo ridículo, en los ratos libres, los profesores dan clase y los
investigadores hacen su trabajo. Y lo hacen pensando en el informe que deberán
rendir en brevísimo tiempo, en vistas de los rubros que deberán llenar, y así
sucesivamente.
El canon de tasación de las
ideas y las biografías ha encontrado su total victoria en un terrorismo
burocrático de baja intensidad, que concibe las existencias como insumos para
bases de datos y condena las lenguas que resulten inapropiables por una
evaluación paroxística cuyo único criterio son programas informáticos sólo
capaces de categorizar y de cuantificar. La imposición de una lengua única ¾y pobre, casi
binaria¾ se
consolida en la Universidad como programa de todos los programas, y junto con
ella una subjetividad y un sentido común incapaces de registrar lo que no se
diga de ese modo.
Todo
lleva a pensar que las alternativas son la servidumbre voluntaria, la obediencia
cínica, la isla, la catacumba o el éxodo. Tal vez ¾y contribuir a
ello es la sola intención de este escrito, seguramente exagerado¾ también sea
posible librar una discusión política acerca de la universidad, una discusión que sea, en sentido fuerte, un
ejercicio de autonomía.
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