Electores de una pospolítica
Nicolás
Casullo
Sobre una ciudadanía compleja y en frenéticos tránsitos de
imaginarios como la porteña, no cabe otro tipo de campaña electoral que la que
retuerce y retuerce de manera obsesiva los hilos por detrás de las imágenes en
los afiches, persiguiendo tal vez un inexistente secreto de alquimia política.
¿Repetir un rostro hasta el hartazgo en las empalizadas? ¿Creer en el milagro
de una frase? ¿Reírse del enemigo en una cultura sobremanoseada donde abunda la risa irónica, o cínica, o paródica, o nihilista?
Pero base
social y superestructura en general siempre se corresponden. Así decía Marx. Aún en ciudades como la de Buenos Aires donde la
mayoría de los electores piensan que no se merecen los candidatos que “desgraciadamente”
les tocó en suerte: también los que van a votar. Aunque ese sentimiento de extrañeza
es aparente y proporcional a la cercanía que en realidad existe siempre entre
el votante y el votado, en cuanto a ser hijo ambos de un territorio de valores,
conductas e inconductas que ha perdido sus santos y
señas políticos tradicionales en plena democracia.
Sin duda, puede
decirse que desde hace tiempo la ciudad expone muchas variantes de lo que hoy
se denomina una pospolítica. Una experiencia en la cual se conjugan viejas identidades
políticas que terminan por despolitizar todo lo que tocan. Y procesos al
costado de esta política clásica - contingentes sin representación política -
que pasaron a ser para bien o para mal la única repolitización del sujeto social en estado de desengaño, resistencia, crítica, desprotección o
histeria freudiano-femenina.
Cuatro
propuestas tratan ahora de dar cuenta electoralmente de un paisaje porteño
donde nunca dejaron de resonar los ecos soliviantados de aquel 2001/02 asambleístico de corte antiestatista-estatista. A la vez que -como huída inconsciente de aquel
tembladeral inédito que yace en la memoria- Buenos Aires también aparece hoy
abanderada de las reacciones contrarias a aquella breve fraternidad. Es decir,
una urbe también con sus marcas
clasistas, de constante reclamo agresivo por una ciudad del orden, la
seguridad, y la elegancia barrial que le impone el “eterno buen gusto” y las
estéticas de su raza blanca cuando la dejan retozar tranquila.
El macrismo se asentó como la opción concreta con mayor
respaldo, y a su manera expresa una de las variantes de esta combinación de
avanzadas y retaguardias ideológicas que esconde la urbe en sus enjambres,
parroquias y consorcios. El Pro hace eje en la política devenida gerenciamiento de expertos, un mensaje para el sufragista
donde se habrían extinguido izquierdas y derechas a pesar de que
la Argentina
nunca estuvo
tan tensada por derecha e izquierdas como hoy. Pero la comunicación, armada con
inteligencia y capacidad de persuasión, apunta al horizonte de una sociedad posible
de ser gobernada sin conflictos, cada uno con su banda ancha, cada uno con su
celular. Sin confrontaciones. Sin “anacrónicas” batallas de intereses sociales
enfrentados. Donde -excluidos del ruedo lo que es política y socialmente
indeseable para las normas de una república- puede reinar un consenso permanente entre los muchos
votantes que quedaron adentro de la caja, conducidos por una gestión política liberal
que hace recordar lo mejor del populismo empresarial menemista.
La opción de
Jorge Telerman resulta la que más mutaciones ha
expuesto en el tiempo de campaña, a la vez que retiene una alta cuota de
presencia como progresismo, conocido por vecinos y gente de las orillas, como apuntaría
décadas atrás el historiador Pepe Rosa. A las vicisitudes de desprenderse como
alternativa del traumático ibarrismo, para el grueso
del electorado, Telerman era un peronista kirchnerista (sin Kirchner), más
natural en todo caso como voto plausible de una concordancia con el gobierno
desde el punto de vista de la gente, que otros candidatos que
la Casa Rosada
coloca o
respalda en diversas latitudes nacionales. Pero a la imposibilidad de tal
ensamble por decisión del oficialismo, Telerman arregla con la opción más antikirchnerista y antiperonista que se forjó en el país en estos cuatro años,
aunque también es posible de ser leída por los potenciales votantes de la urbe
como secuela del 2001. El nuevo trato con Lilita Carrió es tan electoralmente eficaz como políticamente confuso en cuanto a qué plantea
hoy esta opción. Eficaz en tanto Carrió es el
exponente preciso de una posición de corte cualunquista antipolítica que en la ciudad recoge importantes
contingentes moralizadores por derecha contra “el político” como sinónimo de
corrupto, venal, ladrón: mensaje, finalmente, donde en realidad así serían
todos, incluido el telermanismo. Esta opción, también
de signo pospolítico, recoge un primer éxito como
apuesta electoral en tanto coincide con un sentido común muy extendido en la
metrópolis del “que se vayan todos”, de fuerte retroalimentación diaria
mediática que exacerba la desconfianza de muchos votantes que crucifican la
política como máxima dimensión delictiva en el país.
Si se toma por
el lado de la opción que representa Daniel Filmus-Carlos Heller, se encuentra una traducción distinta de la
citada pospolítica a la que habilita esta Buenos Aires de identidades
partidarias en desintegración. Un distrito donde el oficialismo en manos del
Alberto Fernández (ahora compartiendo el timón estratégico con Aníbal Ibarra)
ha dado otrora pasos políticos tan poco
envidiables como recordables, transformando a la capital en una ecuación
políticamente esquiva a las necesidades comiciales del proyecto de Kirchner en su conjunto. En este caso el binomio de
candidatos aparece como la mitad de un progresismo partido, de ascendencia posperonista en ambas figuras mediáticamente austeras, donde el oficialismo apuesta a una fórmula que de una u otra manera
rompa definitivamente con “la vieja política justicialista”. Pero esta opción
que nuevamente pretende llevar impresa la huella pospolítica del 2001, se
expone adherida a un proyecto de Estado en funcionamiento que obligaría a una
lectura electoral a la altura de un optante complicado. Esto es, se le solicita
un segundo movimiento al alma atribulada del votante porteño: un volver “a
la Ley
”, a un padre. Un decidirse,
también ahora en sentido afirmativo, por una política después de tanto tiempo
de impugnación masificada: adherir a un
Estado concreto y controvertido que manda.
Ambas opciones
progresistas disputan hoy entre sí centimetrajes de
espacio electoral, muy por encima de su debate con la derecha macrista contra la cual, en los papeles, prometieron
realmente enfrentarse. Esto es más bien producto, para el votante atento, de la
arbitrariedad con que concluyó trabajado electoralmente tal campo de centro
izquierda. Tanto de parte de un kirchnerismo que no
ha sabido en estos cuatro años hacerse presente en la capital con un planteo o
alianzas cultural-ideológicas adecuadas, al punto que corre peligro de ser uno
de los pocos territorios donde le retacean su voto sectores materialmente
beneficiados por su política económica en pleno escenario central del país. Y
de parte del telermanismo que decide sumar votos a como
dé lugar, movido por el engranaje de las encuestas y quebrando los propios
signos “programáticos” que sustentaba. Lo cierto es que para los ojos del
elector interesado e informado, las sucesivas movidas e indiscriminaciones de
ambas estrategias ponen en crisis el campo de ideas democrático avanzado, por
más que se lo quiera disimular con diversas retóricas. Esto hace crecer las
expectativas electorales del macrismo y su promesa de
una apoliticidad social feliz y vigilada.
Tales
entretelones de discurso y realidad indican un “estado electoral porteño” donde
la pospolítica se hace presente todavía en términos más bien de desmembración de lo mismo, sin lograr
aún otra convocatoria política de nueva época. Lo que compone una dimensión
dirigente proclive a actuar bastante colgada del aire y operar con cualquier
combinatoria de impacto sobre la masa votadora, que a veces vive un todo equivalente.
En este panorama y en cuarto lugar, está la izquierda de un color un poco más
acentuado, que se instituye esta vez con
la dupla Claudio Lozano y América González y apunta a heredar al menos algo del
12% que había obtenido en su oportunidad el zamorismo,
sumatoria que no logró construir una alternativa con presencia percibible y estable para aquellos electores que en el 2003
buscaron recuperar -desde una propuesta más independiente- la crisis de la
política en sentido progresista y no reactiva liberal “moralista”.
No obstante, en
la mayor parte de la ciudadanía capitalina existe conciencia de la importancia de la actual encrucijada político-electoral
que desembocará para junio con las urnas abiertas en un atardecer de la ciudad.
Y así también lo sintió siempre -como un fondo de responsabilidad democrático- el
porteño y la porteña tipo cuando se aproximan las fechas del sufragio. Esto, a
pesar de las críticas o ajenidades que un votante
pueda esgrimir hoy sobre los candidatos, o sobre ese mítico e ilusorio reproche
de “que nunca discuten los temas cruciales”. Las figuras y listas a elegir por
encima de las arbitrariedades, aciertos y fallas que manifiesten, contienen una
cuota decisiva de verdad, lo que de una u otra forma las hacen representaciones
genuinas de un nosotros algo deshilachado.
Uno podría
recordar relampagueos de imágenes: Telerman rodeado
por un escenario artístico como asiduamente alza en la ciudad, Macri con su mejor imagen muda en un palco de la bombonera
viendo a Boca, Filmus explicando docentemente las
cosas, Lozano aportando incansables porcentajes “objetivos” a esa literatura en
que consiste toda política. Son siluetas fantasmáticas que Buenos Aires construye día tras día por sus calles y adyacencias. Son el
elenco en juego de espejos. Por detrás de esas caras que el votante siente como
impuestas de manera contradictoria y a la vez lógica, que tienen que estar ahí
y al unísono ser otras, subyace el conflicto inescapable de un país y de una polis con fuertes diferencias de concepciones, de intereses
sociales, de estrategias de poder, de posibilidades e imposibilidades de
hacerse escuchar. Ciudad de izquierdas, centros y derechas que democráticamente
aspiran a vencer al adversario. En definitiva, de confrontación entre proyectos
contrapuestos que buscan el poder de gobernar para ser aplicados. Y donde no es
lo mismo que ganen unos o que ganen otros.
|