Ensayo sobre derechas (nuevas y viejas)
Nicolás
Casullo
1. Los conceptos
deambulan en el magma del propio mercado nacional y global de capitales, de
medios técnicos y de representantes virtuales ante públicos entre
post, trans, antipolíticos o melancolizados. Hay una condición
todavía inabordable en el acontecer del presente histórico. Decir derecha, reacción, dominio cínico, hegemonismo
ideológico, capacidad bestial de actuación económica
del sistema planetarizado, significa en cada cuerpo social una herida sin fondo
enmudecida en realidad por la propia postración hiperinformativa y la
inescrupulosidad política.
Pero aquellos mismos
términos, en el campo de las explicaciones de ideas, cada vez retienen
menos significado si lo pensamos en tanto programa, doctrina, partido o
proyecto a la vieja usanza. No remiten a las referencias específicas que
se suponen discutir. Decir derecha es un estado del mundo hoy. Es una
dimensión de exceso inmedible (en relación al viejo sueño
moderno de contrarrestar tal estado cambiando la historia) de injusticia,
irracionalidad, violencia, belicismo, exterminio y abismo entre ricos y
desheredado, ya sin gran necesidad de ningún Pinochet que rememore a
Hitler. La derecha, como inmensa campana cultural de un tiempo, desde sus
neo-mitologías ciudadanas es hoy dueña
pletórica del sentido común de una época para decirle,
a los restos de las pequeñas, medianas o azoradas izquierdas,
cuáles son sus lugares permitidos, sus programáticas
máximas aceptadas, sus dosis de sensibilidad humana oportuna de aportar
frente a ciertos problemas.
La derecha resulta
propietaria ideológica para activar o invitar a sus propios gabinetes
parisinos, también a aquél intelecto de sinistra domesticado en el reino de la libre individualidad, de la
seguridad, de la clasificatoria cultural de habitantes, de “la calidad
institucional”, de la “moral fiscalizadora”. Mundo de
ex-izquierda convertido en “centro” de las mismas derechas,
recuperado para las adecuaciones republicanas al mercado y contra la
corporaciones sindicales, el “clientelismo”, contra los reclamos
callejeros, las protestas “caotizadoras” que no respetan “el
derecho del otro”, el Estado “gastador” y el pendenciero
populismo latinoamericano en sus diversos matices.
La época
intelectual pareciera, en su rumor diario mediático, haber renunciado a
lo medular de una conciencia modernizadora de la historia que había
planteado la emancipación de todos los hombres: ahora trabaja en cambio
de insecticida con respecto a esa historia de ideas y valores. La
crónica actual ha dejado de ser, provisionalmente o no, el lugar de la
liberación social de lo humano que desde el XVIII la significó a
la manera de su columna vertebral. El hoy es pura sobrevivencia como
escándalo que no avergüenza.
Desde distintas
posiciones políticas se acuerda, en el mundo, por un orden más o
menos duro, por la seguridad extrema de los poseedores de capital, por las
murallas nacionales que defienden del otro social y cultural, por lo carcelario
salvador contra las inmensas huestes delictivas urbanas, por las invasiones
armadas territoriales democratizadoras, por las programáticas racistas
de expatriaciones, por los mundos concentracionarios al borde las ciudades, por
las recetas de “aguantar” las penurias en las edad de las
“obligaciones” por sobre los derechos, por las Plataformas
Políticas de Policías (PPP) como el único meollo estatal a
discutir, según las derechas, para una represión preventiva
permanente, o para la neo-utopía de un guardia armado en cada puerta de
casa.
2. Las nuevas ideo-lógicas del liberalismo del
consenso “entre todos”, de las “alegre alternancia cada
cuatro años entre derechas e izquierdas” para Latinoamérica,
de las recetas de una nueva clase gerencial con capacidad tecnocrática
de gestión, la de ver todo desde los diagramas de míticas
“instituciones” sustituyendo biografías e identidades
sociales, políticas y culturales, este repertorio oferta la posibilidad
de comprar un “todo” político ya sin adversarios sociales
ciertos. Permite teorizar periodística o académicamente un
conjunto ya negociado en otra parte: el mercado celestial.
Queda entonces un
paquete de supuestos ciudadanos “iguales” ante la ley y el orden.
Un diseño de república donde lo que obstruye despertenece, es
des-calificado: aparece como “el mal” de una fragua o historia
política saturniana que no debe formar parte de las modalidades de
pensar y hacer. El excluido necesita convertirse también en in-pensable,
en desaparecido políticamente de la puesta en escena.
Sobrevive entonces,
a la vista, sólo un artefacto “institucional” donde todo es
equivalente a todo, fetichistamente tranquilizado, aunque siempre amenazado de
alteración o provocaciones indeseables,
“clientelísticas”: esa gente poco decorosa que vende en
cuota voto su ciudadanía. En ese paisaje las distintas derechas
diseminadas llaman “al diálogo” para sustituir a las
políticas del conflicto ríspido. Todo es dialogable en la
presente historia, desde el momento que se especifica en el sumario lo que ya
no será parte de ningún diálogo o querella desde los
absolutos de época instituidos: poner en tela de juicio el statu quo, el sistema productivo, el
modelo democrático. En cambio la idea de otra democracia social, de un
Estado de masas, pasó a ser museo amedrentador, pasado tormentoso,
historia equívoca: imaginarios que rompen cualquier lógica de
“diálogo”.
Todo pasó a
ser dialogable para la derecha, cuando las cosas trascendentes a discutir
quedaron fuera de discusión. Ese es el diálogo
democrático: el mundo como derecha. El filósofo Jacques
Rancière analiza el estado actual de la política en
relación a democracias paralizadas frente al mercado: “cuando el
partido de los ricos y el de los pobres dicen aparentemente lo mismo –
modernización – cuando se dice que no queda más que escoger
la imagen publicitaria mejor diseñada en relación a una empresa
que es casi la misma, lo que se manifiesta patentemente no es el consenso, sino
la exclusión. El reunir para
excluir (…) lo que aparece dominando la escena no es lo que se
esperaba – el triunfo de la modernidad sin prejuicio – sino el
retorno de lo más arcaico, lo que precede a todo juicio, el odio desnudo
hacia al otro”.
Odio social
disfrazado de nueva moral cívica. Odio maquillado, que desde el lenguaje
del orden inquisidor, la privatización de la política, el
individualismo, la modernización ciudadana naïf, la represión preventiva y un cualunquismo
periodístico parapolicíaco en sus recetarios - el modelo de la
república liberal tardomoderna - permite entonces excluir, ilegitimar,
destituir (odiar sin culpa, odiar con o sin conciencia, odiar desde una
“neoinocencia” política, odiar racistamente) lo que
debería ser admitido en cambio como un enfrentamiento democrático
real de intereses nacionales y de clases decididamente contrapuestos en un
escenario histórico de permanentes litigios sociales.
3. Las derechas
vuelven a posicionarse sin una decisiva identidad organizativa: se instauran por debajo de los mundos
simbólicos, administrados ahora por un gran partido mediático que
le sigue sustrayendo diariamente a la política lo medular de su
autonomía y de sus identidades cuasi canceladas.
Desde la
lógica mediática la política devino un género en
sí mismo, instituyente de equivalencias noticiosas administradas. Todo
nace, se encuentra, llega a público y concluye en el factor set,
repetición, acumulado, lenguaje de cámaras rectoras, primeros
planos. Construcción cotidiana de “un dato” - obligado a
espectáculo - que admite escasas deriva, cualquier exabrupto, referencia
impactante, lágrima, rosario, también alguna cita de Marx, armado
y edición.
El set hermana a la
prole política, la indiferencia, la serializa, crea un simulacro de
actores “reunidos en pantalla”, un todo somos lo mismo con Mirtha
Legrand. Un clan, un club, un elenco que actúa ya bajo logos televisivo
a la manera de un gran hermano segmentado donde en la marquesina se anuncia a
Cecilia Pando y a un trotzkista obedientes a los bloques de 15 minutos. La
política mediática cordializa, obliga al ritual de
“pares”, crea sus prototipos, tiene siempre su casting ya producido
En el aire, a la política no se la interpela políticamente, es
apenas una configuración virtual del “referente”, la operatoria
de un género donde las teorías que hablan de la
despolitización final se confirman de manera casi obscena en su nitidez,
en la pérdida consumada de una racionalidad hilvanante de los problemas.
Nunca se habla ni se pregunta - sin estridencias ni denuncia ni fondo de nota
roja - sobre lo que sucede realmente con la escena histórica, ni se
aporta a la imprescindible sabiduría sobre un tiempo nacional complejo.
La televisión pensada para la gente, celebra y ratifica que el
espectador es “lo que quedó” dentro mismo del
espectáculo: el resto flotante de una historia otrora social, de
intereses en lucha que apellidó al siglo XX: hoy es una audiencia que cierra un círculo
sin fondo.
4. De practicar un
breve ensayo genealógico argentino puede afirmarse que la derecha, la
explícita, la esperpéntica nacionalista con “z”,
siempre apareció en la escena nacional como una derecha cuya
misión mayor fue hacer de derecha para camuflar y absolver a la derecha
histórica verdadera que tuvo y tiene las riendas de un país republicano
y dictatorial gerenciado durante lo más sustancial del siglo XX: el
poder liberal-conservador-patrimonialista de la “salud” de la
nación.
Aquella otra derecha
troglodita en cambio, cenáculo de un reaccionarismo declarativo extremo
que se planteó en términos antimarxistas, antipopulistas y
antiliberales, recién encontró sembradíos propicios para
su voz ciento veinte años mas tarde de la gesta patria de 1810, con la
posibilidad de citar, publicar y reclamar lo que consideraba la aberrante
revolución francesa como dato negativo a criticar por sus secuelas
también en las visiones redentoras del país del Plata. Su
crítica en realidad era al racionalismo ilustrado ateo y secularizador
del XVIII que implantó una nueva axiológica de la historia,
negatividad coincidente aquí con el fin del virreynato: el fin de lo
hispánico lo apreciarían como una crónica
ideológicamente liberal de desorden y pérdida de
jerarquías ancestrales por culpa de doctos afrancesados o imitadores de
lo anglosajón.
El patriotismo chauvinista
y xenófobo argentino en la publicación que más
éxito tuvo, La Nueva
República fundada en 1928, reunió una pléyade de
articulistas, periodistas, lectores fanáticos y traductores de la
reaccionaria publicación Action
Francaise parisina y de su pluma más destacada, el francés
Charles Maurras, furioso enemigo de aquel magno evento de la política de
masas modernas que guillotinó al rey Luis XVI. De esa fuente de prensa
gráfica, el nacionalismo de un sector intelectual de la
oligarquía diletante vernácula aprendió a recelar de ese
proceso histórico parisino que iniciaron burgueses materialistas
reformistas y concluyó en el extremismo de clubes jacobinos. Para grupos
como la Liga Patriótica Argentina, la Liga Republicana, La Legión
de Mayo, el Partido Nacional uriburista, La legión Cívica
Argentina, la década del 30’ fue el enmarañado enlace de
intersección entre esa derecha europea crítica del progreso y los
protagonistas lugareños criollos: anti inmigrantes, antirradicales y
antianarquistas.
El general Uriburu
había dicho mientras preparaba el fragote que derribaría a
Irigoyen, “es menester que no siga gobernando la masa irresponsable, que
corre a ciegas detrás de los políticos de comités”.
Ese primer golpe victorioso contra la política democrática en
sí, fue apoyado por todo el liberalismo conservador, la izquierda
socialista y hasta el comunismo que vio en Yrigoyen el principio del fascismo
en el país. Pero la que más expectativa y activismo inmediato
tuvo ante tal derrocamiento fue esa derecha corporativista que
interpretó que el voto secreto de la plebe en 1916 había pasado a
ser una suerte de “revolución francesa” nativa a la que
había que aplicarle un remedio contrarrevolucionario que impidiese
sufragar a lo social subalterno (como efectivamente sucedió en los
años 30 contra el radicalismo, y en los 50 y 60 contra el peronismo,
pero política de exclusión del “otro político”
que en realidad encararon a pleno no los patéticos y frugales
equívocos nacionalistas del
30’
y el
55’
, sino el
liberalismo político militar también en 1962 y 1966).
La desconfianza que
tuvo este credo nacionalista oligárquico sobre el encuadre liberal
– radicalidad de la derecha muy contaminada con el catolicismo de
raigambre ibérica en algunos, o ateo en otros casos como el de Lugones
– fue lo que tal derecha pretendió comprender del país,
pero sobre todo lo que no comprendió de esa dura zona de inteligibilidad
de lo nacional que resultaron los tumultuosos y agrestes movimientos populares.
El yrigoyenismo había sido el primer teorema que a la vez
enriqueció la historia política y desarticuló la
“monografía ideológica” pensada
la Argentina
agropastoril.
La derecha liberal supo siempre, en cambio, de qué se trataban las
cosas.
5. Podría
decirse que así como la izquierda nunca descifró adecuadamente la
índole de los movimientos nacionales y populares en el país, y
superpuso su teorética social en términos abstractos y
dogmáticos frente a la concreta, contradictoria y caudillista condición
del pueblo yrigoyenista y luego peronista, la derecha extrema, desde su
biografía de posiciones e ideas tampoco entendió en este caso la
índole de la dominación del país moderno que postulaba
conducir. No comprendió que cabal y acabadamente esa dominación
histórica estaba reasegurada por el liberalismo conservador en lo
ideológico, político y – salvo excepciones –
también en lo cultural. El liberalismo contuvo, como derecha desde 1916
en adelante, esa capacidad autoritaria, militarista, racista, represora y
propietaria del país: una república de democracia sin pueblo,
hijo de demagogias.
Frente a ese modelo
real y concreto de poderes, los idearios de derecha católicos,
corporativos (excitados durante el tiempo de la entreguerra europea por la
densa condensación de ideologías totalitarias que ponían
fin a clásicas utopías de la modernidad del XIX) entraron en
fuerte ebullición. Difícil es catalogarlas de victoriosas - en
los anales de la patria - a estas derechas intelectuales, activistas,
periodísticas y aristocráticas argentinas.
Paradójicamente, si algo unía a este delta reaccionario de
grupos, fue sus diversas tonalidades de antiliberalismo, que se agudizó
ya para los años 20’ cuando el modelo de Mussolini en Italia
apareció como foco de enorme atracción militante totalitaria.
Pero jamás pudo esta derecha ultra-ideológica, embebida en
autores, ceremonias secretas, uniformes paramilitares y bastante menesterosa en
adeptos, instaurarse partidariamente como instancia políticamente
autónoma en el poder en la nación. No logró sobrevivir en
la Casa Rosada nunca más que algunos meses.
Esta derecha rancia,
luego fascista desde sus heroísmos modernistas y hostias en la lengua,
no terminó de entender que ese espacio de clase que disputaba desde sus
banderas “extremistas”, purificadoras y antisemitas, ya estaba plenamente
ocupado en términos culturales de dominio desde otra propuesta de una
derecha reaccionaria a la presencia social y política subalterna a
partir de la fundación conservadora de
la Argentina.Ya
desde
1902 el liberalismo a través de sus órganos predilectos
denunciaba en una editorial de
La Prensa
que
“En la ciudad reina el pánico” en relación a una
huelga de anarquistas que se decía “invadiría el centro y
la Casa
de gobierno”, y
por lo tanto “la urgente necesidad de una ley del congreso que faculte a expulsar
del país a todos los extranjeros indeseables” que desorganizan la
vida pública cotidiana. O el diario
La Nación
en esa misma época informando que “aquí residen los
anarquistas más temibles refugiados en Buenos Aires” haciendo
referencia a determinadas e incipientes luchas gremiales de los trabajadores
que necesitaban “ser excluidas como referentes de cualquier escena
política de la república”.
Es decir, el
profundo corte exclusor, racista y represor que tuvo la constitución de
la Argentina
moderna en su
diagrama político, naturalizó y extendió desde un
principio las características de un republicanismo sui generis que atravesó el siglo como una derecha
claramente antidemocrática en su pensar institucional. Frente a esta
evidencia en acto, las otras derechas dogmáticas con sus núcleos
militantes y luego sus camisas casi pardas no pudieron ni tuvieron necesidad de
reinar en lo fundamental de sus ambiciones de sectas por instituir un orden de
dominio desde una tríade de gobierno, iglesia y ejército.
6. La
constitución política de la Argentina moderna inhabilitó
entonces el curso de las derechas recalcitrantes en cuanto al arribo y
permanencia concreta en el Estado, aunque no fue lo mismo con respecto a su
incidencia en los mundos culturales, en los climas ciudadanos, en la
propagación de sentidos comunes societales, en la divulgación de
ideas entre la gente, donde los frutos de un pensar fascistoide
antidemocrático fueron menos tangibles pero fecundos
ideológicamente en un período que podría calcularse entre
1925-1955. Esa derecha diseminada vivió el proyecto corporativo del
general Uriburu como la efímera ilusión de una revolución
de acuerdo a la Carta del Lavoro de
Benito Mussolini, efervescencia que en poco tiempo fue desbaratada en
términos de conspiración, pero que sobrevivió como
ideologías en un país con estrechas relaciones culturales con la
Europa siglo XX.
Algo parecido al
30’ sucedió con las esperanzas de estas derechas
programáticas acumuladas detrás del golpe militar de 1943, en una
época de pleno avance victorioso de las fuerzas alemanas y los distintos
y numerosos grupos que aquí buscaron posicionarse en términos de
nacionalismo germanista, antiliberal, hispano católico y
antijudío, que pusiese fin al fraude y la corrupción.
Rápidamente aconteció la frustración de ese ideario, a
partir de ese “raro” octubre de 1945 donde la quimera de un
programa de derecha de voto calificado, de fin de lo democrático, de
gobierno de selectos, concluyó con las elecciones nacionales y el
triunfo de un movimiento básicamente de bases trabajadoras
democráticas, reclamantes de una profunda justicia social postergada y
de espacios concretos para una política estatal fuerte con la voz
sindical ahora audible en el concierto de la república.
Ciertos importantes
sectores de estas derechas doctrinarias siguieron sin embargo acompañado
otros tramos del peronismo y formaron parte de las cúpulas del
movimiento a lo largo de los años. Lo hicieron desde lugares secundarios
en relación al laborismo, sindicalismo, desarrollismo y militarismo de
sus dirigentes, nunca fueron protagónicos en esa alianza de
burguesía nacional-gremios de la producción detrás de un
líder popular “de los descamisados”, aunque tiñeron
parte de una programática silvestre de dirigentes con una ideología
de “tercera posición” pensada en los años 30’
en Europa y cuyas últimas actuaciones las puso en escena el
lopezrreguismo en el gobierno entre 1973 y 1975. Indudablemente el populismo
peronista “plebeyisó”, “descamisó” a
varios núcleos nacionalistas de derecha tanto en el plano de lo
político (la Alianza Libertadora Nacionalista), en las fuerzas armadas
como en lo sindical más retrógrado del movimiento justicialista.
La
incorporación de un corporativismo de corte fascista, imperante en parte
del mundo en la época 1940-45, lidió dentro del mismo peronismo
desde aspectos de la propia conformación del pensamiento de su
líder, Juan Perón, y desde grupos de posturas afines que se
sumaron al principio al proyecto triunfante en las urnas del
46’
. No obstante,
la propia experiencia de un movimiento popular -en lo sustancial nuevos obreros
industriales– el nacionalismo democrático forjista, la nueva
escena internacional de corte anticolonial y el aggiornamiento y
radicalización de Perón en el exilio reformuló el carácter
nacionalista del Justicialismo para transformarlo hegemónicamente en
popular antiimperialista ya para la segunda mitad de los años
50’
.
Pero lo cierto es
que bajo el pretexto de combatir a un régimen “nazi”,
representado en este caso por el movimiento peronista, el liberalismo fungiendo
como derecha político cultural desplazada, leyó con claridad
desde 1950 en adelante no una cuestión fascista que remitía a una
guerra ya absolutamente terminada en el mundo y que era pasado, sino la real,
tumultuosa e imprevisible idiosincrasia de la “revolución
justicialista”: su desordenado carácter obrero populista,
amenazante dentro de las coordenadas de un país latinoamericano en
trance de modernización. La escasa incidencia en este fenómeno
popular de masas de los grupúsculos de la derecha católica y
dogmática que portaba en su seno, quedó reflejado ya para 1955
cuando esos sectores civiles, religiosos y militares estuvieron, en su amplia
mayoría, apoyando el golpe contra “la barbarie”, “la
demagogia”, “el clientelismo” y “la
corrupción” de un proyecto de descamisados.
Efectivamente, la
tercera campanada fallida, luego del 30’ y el 45’, la
protagonizó esta derecha nacionalista antipopular precisamente en 1955,
cuando hasta llegó a inscribir en algunos de sus pasquines celebratorios
de la caída del peronismo la necesidad de derogar finalmente la Ley
Sáenz Peña del voto secreto y obligatorio. La llegada al poder
del país de la corriente golpista católica encabezada por el
general Eduardo Lonardi en septiembre de aquel año, fue
rápidamente desplazada a los dos meses cuando se negó a depurar
de manera extrema las filas militares infeccionadas por peronista, intervenir
la CGT, y a abdicar del lema de “sin vencedores ni vencidos” (esto
es, el primer gran proyecto de un peronismo adocenado, sin mitos y sin
Perón). El desplazamiento interno dentro de la propia dictadura contra
estos sectores de un nacionalismo de elite, impuso en su lugar el gobierno del
general Pedro Aramburu con un gabinete de rozagante liberalismo, con sus
cuadros, actores, mentores y gestionadores que habían protagonizado
meses antes el bombardeo a Plaza de Mayo que mató a 350 personas. Este
será el elenco desde el Estado-dictadura, que reprimirá,
encarcelará a miles, prohibirá, proscribirá y
fusilará, sin duda con una violencia inédita en la
cronología del país moderno, como derecha histórica y
republicana nacional.
7. En la primera
oración del libro de Nicholas Fraser, periodista inglés que
estudia las nuevas derechas en Europa en Las
nuevas voces del odio como lo llamó, se lee: “conocí el
verdadero rostro del fascismo por primera vez en la Argentina, a mediados de
los 70’, cuando pasé un tiempo en Buenos Aires”. El cronista
narra las calles desiertas de la metrópolis en 1977 que parecía
“un fragmento de la Europa decadente”, parte de la saga literaria
de las ciudades muertas. Cuenta el temor en todos los rostros por “la
dictadura militar fascista”, la memoria sobre los asesinatos de la
guerrilla, relatos históricos escuchados “donde los gauchos en
armas exterminaron a los indios”, memorias sobre el viejo
“fascismo” de Perón inspirado en Mussolini, y “ahora
desde 1976 un fascismo dictatorial que parecía haber impregnado a toda
la sociedad”.
El autor se pregunta
entonces “si Argentina alguna vez podría volver a algo parecido a
la normalidad”, mientras una mujer llorando le habla de su hijo
desparecido. Nicholas Fraser cuenta su propio secuestro en Buenos Aires:
cómo un grupo operativo de tres hombres lo levantaron en un auto negro:
“vestían trajes viejos y brillantes, olían a cigarrillos
americanos, se escuchaba una onda corta, hasta que me dejaron abandonado en un
descampado”. Confiesa, “mis amigos me dijeron que estaba loco de
seguir ahí, en esa ciudad”.
Luego y desde esta
experiencia porteña, Fraser comenzó a pensar y proyectar lo que
sería su libro de 350 páginas sobre el neofascismo.
“Deseé averiguar en qué momento una sociedad como
la Argentina
alcanzaba la
cerrazón de destruirse a sí misma”, y qué
“mecanismos ponía en marcha” para eso, a partir de preguntas
tales como “por qué la gente se sentía atraída por
el odio”, si “se podía hablar de una sociedad
fascista”, si “el fascismo podía regresar bajo disfraces
diferentes”.
El término
fascista fue muy discutido en el exilio allá a finales de los
70’
en cuanto a si
era correcto aplicarlo a las dictaduras del cono sur. El debate teórico
político trataba de diferenciar formas del “denuncialismo”
eficaces en el exterior que amasaban -en un incorrecto denominador
común-
la Italia
y Alemania de fines de los
30’
con los gobiernos militares exterminadores en nuestro continente. No obstante
este debate sucedía sólo en el mundo político reflexivo
exiliar. Sin duda el periodista inglés tenía muy cerca, en su
Europa natal, historias fascistas nunca superadas sobre derechas totalitarias
de masas como procesos asesinos de millones de vidas, sin necesidad de
atravesar septentrionalmente el Atlántico para descubrir aquí, al
sur, la punta del ovillo de lo estatal homicida.
Pero no es ese
“fascismo” precisamente lo que evoca la lectura sobre Argentina en
boca de Fraser. El periodista apunta tres planos interrogativos interesantes de
advertir sobre la crepuscular ciudad del Plata. Se pregunta por el cómo
de un regreso futuro a la normalidad, para una sociedad que, en cambio, normalizaba
sin gran esfuerzo la excepcionalidad dictatorial en su peor baño de
sangre de la historia. A su vez el autor intuyó neblinosamente un mecanismo de fascistización en
realidad puesto en marcha por el propio grueso del cuerpo social con su
conformismo. Una sociedad que parecía contaminar, “pregnar”
desde ella misma un tiempo aciago. Finalmente señala los
“disfraces” discursivos sociales (no solo de la Junta) que
encubrían esa atroz política de exclusión social en su
ejercicio máximo: la desaparición y muerte serial (que casi
alcanza al mismo narrador).
Fraser detecta una
sociedad que legaliza mundos simbólicos en su mayor destemplanza, en su
lógica de rechazo extremo del victimado, en su indiferencia a la
política, en su democracia cadavérica, sustituida sin grandes
melancolías. Una ciudad “decadente” dice el periodista.
Desrratizada de valores, entrada en su propia luz mortecina. Fraser no sabe a
cuáles de los antecedentes argentinos atribuirlo. Decía Walter
Benjamín que el forastero que viene de lejos suele traer los relatos
verdaderos. En este caso el clima espectral de los días de la dictadura
exponen un tiempo siniestro no sólo en las miles de muertes, sino en esa
población que no interfiere con ninguna otra política la
secuencia criminal. Puede decirse que había sido bien
“educada” en la antipolítica, en el descompromiso con el
régimen de partidos, en el rechazo blanco y racista a lo popular, en los
beneficios espirituales de un país sin políticos (“corruptos”),
sin “peligro de caos social” y con una democracia necesitada de
“juzgamiento moral” a cargo de los poderes reales (ejército,
empresariado, iglesia). Lemas enarbolados reiteradamente en cada uno de los
golpes militares desde 1930 donde siempre “se iban todos”. Salmos
que alcanzan su apoteosis en l976 con la llegada de Videla y Martínez de
Hoz.
8. En la larga
secuencia de los golpes militares, ambas derechas se fueron fusionando. No sin
tensiones en el 55, y en el golpe de Onganía de 1966. Aunque diez
años después, con la caída del peronismo de Isabel, esas
dos biografías políticas antipopulares actúan militar y
cívicamente acopladas y casi sin fisuras. Estado militar operativo,
programa político económico en manos del liberalismo, un establishment empresarial que otorga
pleno acuerdo, el organigrama de poder de
la Iglesia Católica
que apoya y avala lo actuado en términos de guerra sucia en nombre de
Cristo, e impiadosas ideologías antisocialistas y también
antisemitas. Las dos derechas “cierran el siglo”, puede decirse en
matrimonio, y con un proyecto represivo devastador de toda voz disidente para
salvar la republica.
La reacción
política, social y culturalmente exclusora que produjo la historia de
dominación de la derecha liberal contra la política de masas
populares (expresamente durante dos décadas - 1955/1973 - y como
irredenta ideología antiperonista durante medio siglo) da cuenta de una
importante zona social del país que se sintió socioculturalmente
invadida por formas políticas improcedentes, el populacho, para una república
democrática con un imaginario “poder de admisión”
desde su Estado interventor. Experiencia reactiva que campeó en un
inmenso mundo clasemediero ilustrado, blanco y racista. Un mundo medio llevado,
desde diversas docencias ideológicas, a naturalizar una suerte de
utopía de regreso al pre 45’, que transformó en sentido
común las proscripciones, prohibiciones y descalificaciones sobre lo
sindical y político subalterno (hasta el punto fabricar el mito de la
“democrática presidencia de Illia”), y que de una y otra
forma ve en las intromisiones populares, aún hoy, aquella historia
populista originaria como algo que “nunca debe ocurrir”.
Habría que
buscar en los meandros más profundos del Inicio moderno del país, para encontrar el corazón de
una argentina inmigrante traumáticamente nacionalizada por el
país liberal sin mayores quimeras integradoras como anuncian las
historias oficiales. Un país con el síndrome del
i-rreconocimiento “de todos”. Con lo subalterno intruso desde el
vamos. Culturalmente endeble entre un pomposo discurso político y la
realidad social activa. Con escenas aluvionales de “turbas” (tanto
en el 900 como en los
40’
).
Una historia sin nada atrás venerable o eterno que serene el alma
nacional en ciernes. País manejado, para el residente mayoritario,
siempre “por otros” (por poderes ajenos de la
“política criolla” o por los “cogotudos”, o por
agropropietarios “invisibles” o por obispados
pro-oligárquicos), lo que da un tipo de sujeto social silvestre que no
logra dar cuenta nunca, acabadamente, en cuanto a qué suelo de sentidos
está pisando, y generalmente alarmado por algo donde está pero
del que no termina de formar parte ni ser invitado. El síndrome del
estafado incrédulo.
En ese viaje hacia
una historia nacional - historia a la que el dominio y también lo
popular le agregaron la visión de destino -la derecha acumuló dones simbólicos encofrados en palabras, para
una burguesidad entendida en su mayor amplitud social. Libertad, progreso,
fundación, república, instituciones, democracia, ética
ciudadana, educación, pluralidad, cultura, raciocinio, fuerzas armadas
como reaseguro, reserva moral, patriotismo. Por debajo de esas
mitológicas columnas del templo de una gramática política
cohesionante, reptaron los sucesivos tiempos de un siglo XX en las costas del
Plata. Representaciones cumbres, podría decirse, escritura de un autor
omnisciente de la novela patria. Autor que todo lo cuenta y a quien nadie ve ni
lo piensa en su potencialidad de gestar figuras verbales denotadoras y
connotadotas de un “nosotros” claramente incompleto y violento en
su defensa propietaria. La derecha fue siempre la dueña intelectual del
país, desde dos variables antipopulares, la liberal conservadora y la
liberal progresista. Dueña de sus geografías productoras, fue
también siempre dueña de la definición en cuanto a en qué consiste
la Argentina
como
versión aceitadamente aggiornada siempre.
9. En la modernidad
histórica occidental el liberalismo prohijó una concepción
de poderes burgueses democráticos dominantes, que pronto demostró
que estaba mucho más destinada a conservar, a confrontar contra fuerzas
e ismos subalternos que vomitaba el
capitalismo, que a reinar en términos abiertos desde la inmensidad
ideológica de su totémica persona libre y garante de un credo
anti-despótico.
La noción de
pueblo siempre perturbó a la ecuación liberal desde principios
del XIX europeo: esa inmensidad política de lo simbólico plebeyo,
el romanticismo nacional, las mitologías populares como repositoras de
sentidos, la política como una dimensión excepcional a vivir
contra esa partícula rutinizada del “individuo”, las
relaciones entre masas y caudillos, el papel de un Estado redentor, la
democracia como una sustancia que jamás cierra desde el fragor de lo que
se vive irrepresentado, el pueblo inorgánico, y finalmente la clase
obrera contestataria al sistema, configuraron un cuadro donde lo liberal
descubrió que efectivamente se extraviaba su fetichista armonía
conceptual de ciudadano y mercado, en medio de la refriega entre universos
sociales amenazantes por un lado, y un reglismo institucional idealizado por el
otro.
Esa sería por
lo tanto la obsesiva faena de esta derecha: pontificar qué Estado,
prescribir qué era legitimo y qué no le era, dónde la ley
y donde el fuera de la ley, establecer lo racional propio y lo irracional
ajeno, plantear quien es democrático y quien no es democrático,
qué es ciudadanía y qué no lo es, donde comienza y
dónde termina lo político. Finalmente aportar desde su
teología económica en plena sociedad de masas a una
irracionalización con epílogo bélico generalizado, que dio
pie desde 1918 a pesadillas totalitarias a cargo de quienes se plantearon,
inhumanamente, el fin de aquella inhumanidad del mercado rector.
Pero ese defasaje
entre credo democrático y credo liberal capitalista fue la fortaleza de
este último. También en el caso argentino. Adueñarse de la
aurífera herencia cultural moderna de “la república”,
la “democracia” y “la libertad”, obligó a dicho
mundo doctrinario a pensar permanentemente sus estatutos descompaginados, y
hacerlo finalmente como dilema democratizante. Como un juego de formas
imprescindibles que se deslizan y contraponen y no logran controlar la
historia, las razones liberales lograron construir el espejismo de una
democracia republicana como estación terminal de la democracia en
sí, en tanto el mejor orden posible de una economía. Esto es, el
liberalismo fijó lo
democrático como problema, pero lo quiso hacer sinónimo de su
ismo, sintiéndose el “Ismo Elegido por Dios” en lo moderno
secular. De ahí su reinado como derecha liberal por encima de las
derechas fascistas, nazis, franquistas y de izquierdas tiránicas, que no
supieron sobrevivir a sus propios tiempos excepcionales donde plantearon
proyectos de vida o muerte de la democracia.
10. Se decía
con cierto sentido metafórico que la derecha es hoy el estado del mundo.
No por ausencias de miradas críticas actuantes ni de proyectos de
intenciones contrarrestantes al orden dado. América Latina es hoy un
campo de complejas y contradictorias rebeldías a las directrices
despóticas de los organismos financieros mundiales: sojuzgamientos
(desde un tipo de globalización) avalados en cambio por la mayor parte
del pensamiento socialdemócrata.
Precisamente, tal
vez en la dimensión ideológica y política donde se
evidencia de manera más palpable esta derechización de las
circunstancias, sea en los nuevos rostros del progresismo adocenado. Del falso
progresismo. De un liberalismo “progresista” que legitima
intelectualmente como nadie - en nombre de una abstracta institucionalidad por
encima de los contenidos concretos y horizontes de las políticas –
la permanente despolitización de
lo social abierto. Esa misma despolitización, como viga
maestra, que pretende en términos epocales en las últimas
décadas un neo- liberalismo de mercado a rajatablas, triunfante en
muchas de sus batallas culturales.
Frente a espacios de
la nueva derecha, que se reabren como por ejemplo con el triunfo electoral de
Sarkozy en Francia, anota el pensador Alain Badiou, que tales hechos “simbolizan
la posibilidad que se presenta a intelectuales y filósofos de ser ahora
reaccionarios clásicos ‘sin vacilaciones ni murmullos’ como
dice el reglamento militar. Están incluidos en esa adhesión el trato
corrupto con ricos y poderosos y la xenofobia antipopular”, a diferencia
de “antes, cuando un intelectual era de derecha pero tenía sus
complejos”.
Es interesante esta
opinión del filósofo, ligando el mundo de pensamiento y de
compromiso con las ideologías de poder, a un tema tan vigente en los universos
del establishment como el de la
“corrupción” política en democracia. Habría
una corrupción política intelectual - omitida de las agendas de
temas según Badiou - que sería la de una producción
cultural que pasó a alinearse con “los ricos y poderosos”
bajo la lógica de un mercado directriz con alta capacidad disolvente,
recicladora y convocante “de todos”.
Sin duda “la
corrupción” como clave dominante que un neoprogresismo
denuncialista (desde una opaca e indicernible moral de negocio) propone para alimentar
un sentido común antipolítico generalizado, en realidad es tema
sobre todo de un andamiaje cultural de época que activó el
neoliberalismo y los grandes y pequeños voceros del mercado y las
finanzas, más allá de la corrupción sin duda cierta que
aflige a muchos elencos políticos en el capitalismo globalizado en
cuanto a compra-venta de gobiernos. Resultan dispositivos ideológicos
que buscan hacer retroceder al máximo el valor de la política en
sí - en tanto mundo de contenidos e intereses expresos - frente a las
pulcras apetencias “a-políticas” y “a-corruptas”
de un mercado “sin banderías” al que solo basta con
gerenciar institucionalmente.
La derecha construye
permanentemente en la actualidad progresismos camuflados de neto corte
cualunquistas-antipolíticos, o eticistas post-sociales. Lo hace a partir
de una moral mediática, reactiva, profundamente desprogramática,
que edifica sus discursos sobre una confusa grieta del “fin de las ideologías”, del “fin de las derechas
e izquierdas”, de un mundo dividido entre supuestos negocios capitalistas
“honestos” y “corruptos”, y sobre un fondo
historiográfico de escarmiento donde se asimila en una sola bolsa de
gatos “nazismo y stalinismo” para saldar publicitariamente una
compleja y dramática crónica del siglo XX y una discusión
siempre pendiente sobre lo democrático. Grieta que instauró como
avanzada cultural pletórica la llamada revolución neoliberal
conservadora desde 1980 hasta el presente, a partir de sus interpretaciones
sobre los declives del Estado social, la puesta en cuestión de la
prioridad del interés general como constitutivo de la política, y
el fin de la voluntad colectiva esclarecida como sentido de la historia. A este
proceso de aguda derechización de paradigmas en constante crecimiento
apunta Badiou, al referirse a la corrupción de un nuevo campo
intelectual, vocero de los ricos y poderosos.
En este sentido el
avance manifiesto de un mundo que parece haber quedado inerme y a la derecha de
si mismo, no se da únicamente por los nuevos universos carnívoros
de un entramado dominante que siempre expuso duras exigencias como amo de la
sociedad, sino por la capacidad de esa derecha ahora para desintegrar,
trasvestir y rearmar posiciones opositoras. Para alentar pseudos progresismos
de corte antipopular, un universo intelectual-docto-especialista posicionado
como generador decisivo de autoridad en la opinión pública sobre
sociedades cada vez más culturalizadas. Es también en este
territorio de cooptaciones en el plano de las ideas desde donde la derecha hoy
en Occidente aporta a una eficaz administración de lo social sobre un
terreno yermo producto de la profunda y drástica crisis histórica
en la que penetró desde hace décadas la experiencia
política y teórica de las izquierdas que alentaban una sociedad
postcapitalista, y no pudieron todavía dar cuenta de los esperpentos
totalitarios generados.
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