Entre la ficción y la realidad o la condición espectral del Kirchnerismo
Ricardo
Forster
¿Cuánta
ficción resiste un país? O, para preguntarlo de otro modo, ¿cuánta capacidad de
negación y olvido puede habitar la trama profunda de una sociedad hasta fundirse
con su representación “legítima” de la realidad? Pregunto, me pregunto en este
día eleccionario sabiendo que estas páginas terminarán de escribirse cuando
caiga el telón de una jornada en la que seguramente será proclamada la
continuidad del gobierno kirchnerista aunque bajo otro mandato y, tal vez, en
el interior de una inflexión de políticas que todavía no alcanzamos a prever.
Digo, e insisto con la pregunta, porque no deja de ser inquietante la manera
como gran parte de la sociedad argentina, en especial ciertos sectores de las
clases medias progresistas, leyeron el acontecer político absolutamente
atrapadas por la lógica del discurso desplegado por los medios de comunicación.
Una lógica que ha logrado naturalizar su ideología, que ha podido capturar el
alma profunda y oscura de muchos bienpensantes que, después de un inicial
deslumbramiento con la extraña aparición de la desgarbada figura de Kirchner,
se volcaron sin medias tintas hacia un repudio generalizado contra esa misma
persona a la que, en el comienzo azaroso del 2003, descubrieron sorprendidas
(1).
Todo se volvió desmesurado y nada de lo
logrado en estos años arduos, difíciles que, entre otras cosas, vinieron en
parte a curar un cuerpo casi moribundo, fue reivindicado por la nueva mirada
juzgadora de unas clases medias capaces de recuperar, sin escalas intermedias y
con una velocidad sorprendente, antiguos reflejos provenientes de otros tiempos
argentinos. Kirchner pasó a ser un autoritario, su forma de reintroducir la
política en un país desahuciado institucionalmente, quebradas todas sus
legitimidades, fue calificada como prepotente y confrontativa (convirtiendo a
esa palabra en un gesto de tachadura que termina por alcanzar, estoy convencido
de eso, toda genuina práctica anclada en la idea de la política como
conflictividad). La política de derechos humanos, quizás la base más sólida y
entrañable de este gobierno, la que más dejó perplejos a tirios y troyanos, fue
calificada de oportunista, de egocéntrica, de mero gesto teatral para seguir
inclinando la balanza hacia el gatopardismo; incluso una connotada intelectual
vernácula juzgó de mediocre dramatización la aparición pública de Kirchner en
el predio siniestro de
la ESMA
,
acusándolo de querer aprovechar su investidura presidencial para dar rienda
suelta a sus deseos personales, aquellos que sólo tenían que ver con su
biografía y que debían ser prolijamente separados de su condición de presidente
de los argentinos. Extraña parábola discursiva en la que se vio de qué modo
iría despuntando uno de los ejes principales de la recusación contra el
gobierno, recusación nacida en las usinas de las derechas mediáticas (en
especial la que representa el diario
La Nación
pero que muchas veces ha sido secundado
por El Clarín) pero también sostenida a rajatablas por la intelectualidad
progresista: se trataba de denunciar la pobreza “republicana” y el ideal
hegemonista de un gobierno que parecía, de acuerdo a esta visión compartida por
derechas e izquierdas, dirigirse raudamente hacia un poder construido
discrecional y autoritariamente quebrándole el espinazo a la institucionalidad
democrática.
La incompatibilidad estaba trazada y la
ficción desplegó alas aprovechando los vientos que soplaban desde esos mismos
medios de comunicación que se arrogaban la condición de garantes últimos de la
libertad y, fundamentalmente, se erguían en representantes de la verdadera
“opinión pública”. ¿Qué decía, que nos decía esa ficción? Que la política de
derechos humanos era apenas una pantalla (crítica por izquierda) o que venía a
reabrir heridas que había que cerrar definitivamente para lograr la
reconciliación nacional (críticas de la derecha que encontró en el cardenal
Bergoglio su principal exponente o en Lilita Carrió cuando llamó a dejar de
“humillar a las Fuerzas armadas”); o ninguneaba la transformación histórica de
la Corte
Suprema
con la
incorporación de figuras inimaginables en anteriores contextos políticos
argentinos (no deja de ser llamativo el silencio de esos mismos que reclaman
“calidad institucional”, que se han vuelto republicanos de última hora, que
entran en orgasmo cuando describen sociedades en las que impera la ley y las
formas se cumplen maravillosamente mientras que entre nosotros, y
principalmente desde el gobierno, lo único que se perpetúa, de acuerdo a su
mirada virginal, es el desorden, la corrupción y la sed de hegemonía).
¿Quién reconoce la significación de que
Zaffaroni o Argibay, por nombrar a los dos más connotados de esos juristas
promovidos por el “hegemónico” Kirchner, sean miembros de una corte que está
limpiándose de su pasado vergonzoso y vergonzante? Esos mismos que se llenan la
boca reclamando calidad institucional, que reivindican autistamente una nueva
república (cuando en su nombre a lo largo de la historia nacional se cometieron
las peores injusticias y se construyeron los peores dispositivos represivos)
suelen borrar todo recuerdo del país efectivamente heredado por este gobierno,
un país brutalizado, enfermo hasta la médula que, sin todavía haber salido de
su convalecencia, muestra otras señales. El olvido es una de las principales
herramientas de la ficción argentina, un olvido que ocupa un lugar estratégico
y absolutamente político allí donde permite disimular las responsabilidades de
esos mismos que reclaman una salida a lo Mandela en aquel pasado al que ya no
se quiere remitir. Al gobierno de Kirchner no se le perdona su insistencia
rememorativa que no se ha quedado en un mero gesto estetizante y vacuo sino que
ha tenido y seguirá teniendo consecuencias decisivas en los juicios por la
memoria y la justicia (tal vez necesitemos algo más de perspectiva temporal
para valorar la extraordinaria significación del juicio y de la condena al
sacerdote católico, ¡sí, sacerdote católico!, Cristian Von Wernich).
No deja de ser llamativo que cuando
analizamos el caudal electoral al que aspira el gobierno, su masa crítica de
votantes (provenientes en general de los estratos populares y de las clases
medias bajas) tenga muy poco que ver con la política de derechos humanos o que,
para decirlo con mayor elocuencia, que ese tema está muy lejos de sus
preocupaciones y de sus intereses, lo que le da mayor relevancia y le otorga un
rasgo más genuino a esa política que, en
la Argentina
de hoy, suelo
aportar muy poco rédito electoral (no deja de ser significativo que en los
ambientes progresistas donde supuestamente más debería impactar la línea
seguida sea donde más se perfila un voto opositor que, entre otras cosas, suele
descalificar o, ya lo decía antes, ningunear lo que se viene haciendo material
y simbólicamente en esa zona siempre espectral de la historia argentina). Quisiera
insistir en la función de lo espectral como aquello que reinstala lo olvidado,
como aquello otro que sigue murmurando entre sombras para impedir que se cierre
definitivamente el velo de ciertos acontecimientos o de ciertas acciones del
pasado. La condición espectral no es algo buscado, no surge de una decisión
predeterminada, es algo que acontece y que suele alterar el transcurrir
supuestamente armónico del presente. El espectro aparece allí donde algo
permanece inconcluso. Quizás lo extraño, lo anómalo, de Kirchner haya sido esa
dimensión de espectralidad en algunas de sus acciones, en especial aquellas que
han resultado intolerables de acuerdo a la lógica del expediente cerrado y del
espíritu de reconciliación siempre perseguido por los mismos que son nombrados
en su responsabilidad cuando se abren las grietas del olvido en el recordar
espectral. Como el espectro del padre asesinado de Hamlet, en nuestra sociedad
más dispuesta para el olvido que para la actualización de la memoria, siempre
aparece algo o alguien que, a medianoche, nos recuerda lo encriptado, esos
restos que marcan el camino retrospectivo en el que se funda la justicia que le
debemos a los insepultos. Kirchner, sabiéndolo o no, hizo pasar a través de él
la voz del fantasma, una voz que parecía definitivamente desvanecida de la
escena nacional.
Es probable que estemos asistiendo al
crepúsculo de una larga e inesperada “primavera camporista”, una situación de
extremada irrealidad que poco tenía y tiene que ver con los deseos y las
obsesiones de la mayoría de nuestros compatriotas. Kirchner fue una extraña
excepcionalidad, desplegó en la geografía del país una acción a contramano de
los aires de época; su anacronismo fue, al menos para mí, su rasgo más
interesante, el núcleo de aquello que resulta indigerible e indigesto para
muchos. Un anacronismo que, entre otras cosas, reabrió no sólo los expedientes
semicerrados del pasado dictatorial si no que también colocó al país en una más
estrecha interlocución con América Latina en el marco, obviamente, de un giro
más que impensado del continente hacia perspectivas de refundación de lo
político después de décadas de oscuridad neoliberal. No se trató, como muchos
lo sostuvieron con tono entre irónico y crítico, de un retorno imposible y tal vez
indeseable a los setenta, y esta suerte de anómala “primavera camporista” ha
tenido muy poco que ver con aquella cuyo final inauguró la tragedia posterior;
se trató y se trata de otra cosa, de lo que nos sorprendió, de la posibilidad
de ver ciertas cosas que ya no imaginábamos que íbamos a ver, de un clima que
se desplegó cuando nada lo presagiaba, de una acción en gran medida innecesaria
de acuerdo a las narraciones de
la Realpolitik
que exigían otras alternativas para la hora actual. Simplemente Kirchner apeló
a un discurso inusual y no lo hizo como expresión volátil de quien en el inicio
dice precisamente aquello que luego no hará, si no que hizo girar a su gobierno
alrededor de esas premisas del comienzo (no fue menor, entre otras decisiones,
la de impedir que la policía federal concurriese armada al control de las
manifestaciones de protesta social, dato, éste, que no suele ser recordado por
aquellos progresistas que se desgarran las vestiduras ante tanta “fragilidad
institucional”, ante tanta carencia de República). Probablemente aquello que
reivindico de estos cuatro años sea precisamente lo que no le hubiera permitido
a Kirchner refrendar su mandato en las urnas de octubre, allí donde el grueso
de la población se siente atraída por otros problemas que son aquellos que
provienen de la economía, del consumo y de la seguridad. Kirchner no gana ni
recauda votos por aquello que lo ha convertido en la “bestia negra” de la
derecha, en el ejemplo de la perfidia populista, sino por eso otro que seguirá
siendo espectral en la realidad argentina. Extraña parábola de una sociedad que
no se caracteriza por su virtuosismo rememorativo y que, por lo general,
privilegia la cruda materialidad del vivir cotidiano. Y allí Kirchner es
prácticamente inatacable porque expresa, en cifras demasiado elocuentes, la
reversión de la catástrofe económico-social que tuvo su pico en los primeros
años del siglo. Su costado débil, su condición “monstruosa” es aquella que,
como decía antes, lo vuelve una figura a destiempo, anacrónica, insistente en
recobrar lo que todo el mundo preferiría olvidar.
Tal vez por eso, por ese salirse de
quicio, por ese girar hacia lo siniestro de un país que prefiere desprenderse
de sus oscuridades, el período que se cierra haya resultado tan disruptivo para
algunos sectores. Pero también porque hizo regresar a una escena política
profundamente devaluada no sólo la realidad del conflicto en el sentido de su
exposición pública, sino porque lo hizo doblando la apuesta al defender lo
imprescindible de esa trama matricial de la política que es el conflicto a la
hora de asumir ciertos gestos de confrontación en una época dominada por la consensualidad
artificial. Fijar ciertas posiciones ante las corporaciones, asumir la
discrepancia política como regla elemental, sostener las diferencias en
términos de proyectos, retacearle a la prensa su lugar intocable y sacramental,
utilizar un lenguaje confrontativo, ha sido un estilo insoportable para el
discurso dominante del consenso y la confraternización que atraviesa casi todas
las esferas de nuestra sociedad. Ese punto se vio muy bien durante la campaña
por Buenos Aires, en la que Macri logró imponer, con la complicidad evidente de
los grandes medios de comunicación, la homologación entre debate político y
agresión, entre confrontación de proyectos y “campaña sucia”, destituyendo, de
esa manera, cualquier atisbo de política que todavía pudiera quedar en el
cuerpo social.
Uno de los puntos más interesantes, aunque
no siempre presentes, del modo kirchnerista de gobernar fue, precisamente, su
insistencia en devolverle a la gestión su dimensión política. Uno de sus puntos
débiles fue su incapacidad para construir espacios genuinos de representación
que pudieran traducirse en el sentido de una nueva política de raíz
emancipatoria. El fracaso, en ese campo, ha sido muy gravoso y seguirá siendo
una debilidad estructural de cualquier proyecto mínimamente alternativo al de
los lenguajes de la gobernabilidad, la gestión y la eficiencia que son los
caballitos de batalla de la derecha contemporánea. En algunos momentos se logró
salir del empantanamiento neutralizador de las prácticas políticas
contemporáneas, sin alcanzar, eso sí, una reformulación profunda de esa misma
lógica de época (2). Por eso, insisto con esta apreciación, Kirchner, la
continuidad a través de Cristina Fernández de su proyecto, no gana por aquello
que destaco como significativo en su gobierno, sino por lo que en verdad
influye en el cuerpo social, en la masa electoral y que no necesariamente se
vincula con aquello que reivindico, por esa dimensión anómala de un gobierno a
deshora de las construcciones actuales de subjetividad. La paradoja, por
llamarla de algún modo, es el entrelazamiento empático de las críticas de la
derecha con el discurso de cierto progresismo que acabó por confluir con viejos
resentimientos de clase que en otras épocas llevaban el nombre de gorilismo.
La espectralidad kirchnerista estuvo definida
por aquello que recordaba lo que se quería olvidar, es decir, por la puesta en
evidencia de lo irresuelto en el interior de una sociedad maltrecha y viciada
que, sin embargo, tuvo la oportunidad de darse otra oportunidad al encontrase,
inesperadamente, con ese espectro que le susurraba sus omisiones pero que
también le ofrecía otra imagen de lo que había sido o de aquello que hubiera
podido ser. Un tiempo en el que giró el tiempo; una época en la que el presente
se dejó hablar extrañamente por el pasado como un medio para intentar salir del
empantanamiento en el que se encontraba por la seguidilla de sus propias
miserias. Kirchner, lo espectral que dejó emerger, abrió, más allá de sus
propias decisiones, los pasadizos que conducían fuera de las discursividades
hegemónicas, aquellas naturalizadas por los medios de comunicación y que fueron
modelando el imaginario de gran parte de la sociedad de acuerdo a los valores
internalizados de un liberalismo convertido en supuesto irreductible e
inmodificable de la vida contemporánea. Simplemente en estos cuatro años se
abrieron ventanas cerradas que permitieron vislumbrar otros paisajes que antes
habían permanecido sellados a cal y canto por ese mismo discurso hegemónico que
salió disparado a desarmar el frágil dispositivo construido desde mayo de 2003.
Kirchner no es mucho más pero tampoco es poca cosa que haya sido eso: una
apertura, la posibilidad de fisurar el muro de lo inevitable signado por el
reinado del mercado. Una pura anomalía de un país que iba por otros rumbos.
Seguramente lo extrañaremos o extrañaremos esos gestos que tanto malhumor
producían en los bienpensantes, en los pulcros habitantes de la ciudad de los
pudientes o en aquellos otros que en nombre de ahuecamientos republicanos, de
formalidades agusanadas y de olvidos varios (casi siempre relacionados con las
injusticias efectivas, reales, del sistema) se ofendían por los exabruptos del
santacruceño o proyectaban un odio incomprensible hacia quien hoy ha sido
elegida presidente de los argentinos.
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