ˇEs la comida, estúpido!
Alejandro Kaufman
Desde hace bastante tiempo padecemos como sociedad una dificultad recurrente para elaborar descripciones que puedan ser compartidas por los protagonistas de los conflictos colectivos. Discutir si aplicar las retenciones móviles o suspenderlas tiene una virtud: ambos términos del conflicto hablan de lo mismo, o al menos parecen hacerlo. Es todo un avance en el país en el que aún se proyecta la sombra de los desaparecidos, aquellos que no eran ni dejaban de ser, no estaban ni dejaban de estar. La estructura denegatoria mantuvo su presencia durante muchos años. “Ramal que para, ramal que cierra”, una expresión que no decía lo que decía ni hacía lo que describía: podría sintetizar una época que produjo también su magna contribución a la destitución del sentido.
La denostada era de Néstor Kirchner y Cristina Fernández trajo consigo una novedad: se produjo un emprendimiento sociopolítico para restituir el sentido a las palabras públicas. Esto ocurrió desde el discurso de asunción de Néstor Kirchner y aún no ha dejado de ocurrir. Ahora la destitución del sentido de las palabras es un atributo de una parte de la oposición política y mediática, dedicada en forma sistemática a formular representaciones inarticuladas de los acontecimientos.
El último de los episodios que debería llamar la atención por su anormalidad fue el de los discursos de los pequeños y medianos productores en el acto del campo del 2 de abril, en el que constituían como adversario al gobierno nacional con frases cuyos verdaderos destinatarios eran los aliados presentes en el acto. Mientras señalaban el triunfo que habían logrado para unirse las entidades representativas del agro, planteaban problemas y reivindicaciones cuyos principales responsables los acompañaban allí mismo.
Hay dos palabras que resumen las dificultades lingüísticas que nos aquejaron durante los 21 días del paro terrateniente: “golpe” y “comida”, entre muchas otras de una larga lista, como “campo”, “abastecimiento”, “oligarquía”, “negros”, esa “mujer”.
Un golpe era algo que se ocultaba hasta que llegaba el momento de llevarse a cabo. Si le preguntaban a un golpista acerca de sus planes antes de la oportunidad planeada, negaría sus intenciones. En ese caso estaría mintiendo, dado que no podría revelar su operación hasta la ocasión establecida. No habría desacuerdo sobre la descripción del acontecimiento como tal, sino solamente oportunidad. Una vez desencadenado el golpe su presencia era evidente e incontrastable.
No es eso lo que sucede con el actual “golpe” del “campo”. Los actores involucrados niegan masivamente que hayan planeado tal cosa, o que hayan albergado semejante intención. Podríamos preguntarnos si mienten o dicen la verdad. Aceptemos que dicen la verdad. No creen estar dando un golpe, tanto como muchos otros estamos convencidos de que un golpe estaba (está) de algún modo en marcha.
En esta discusión se reproduce la devastación lingüística que el acontecimiento de la desaparición nos dejó como legado. Las cosas no ocurren por la intención deliberada de los actores, sino como si fuera un accidente. “Que parezca un accidente”. La forma más consecuente de proceder de esta manera es creérselo. Disponer las condiciones de un daño, pero negar(lo) y negar(se) que se pretende ocasionarlo. Hay en ello una nueva astucia de las culturas postpolíticas (dado que no ha retornado la “política”, sino que estamos asistiendo a formas nuevas de aquello en lo que la “política” ha devenido). El conjunto de los acontecimientos desabastecedores, caceroleros y mediáticos de los últimos días del corte de rutas agrario llevaban a un riesgo inminente de caída, crisis o debilitamiento extremo de la conducción institucional de los poderes del Estado. Se produjo una amplificación e intensificación de un fenómeno que viene siendo repetido hasta el cansancio en distintos ámbitos mediáticos y públicos desde hace dos o tres años. Es un rumor constante: “que se vayan, que se vayan”. No hay reemplazo ni alternativa. Es sólo “que caiga”.
No es un golpe porque no hay operación concreta de ocupación del lugar del poder. Es otra cosa, algo nuevo: es un proceso destituyente que no conduce a ninguna meta que pueda impedir consecuencias gravosas y catastróficas para una inmensa parte de la población, como ya ha ocurrido. En tanto que el acontecimiento del 2001 dejó atrás una verdadera tragedia de hambre y empobrecimiento masivos (hoy olvidados de modo vergonzante), aquella misma ocasión comenzó a producir señales de un comportamiento postpolítico. Primero destituir, después constituir. Hay una fantasía de destituir mediante un mecanismo implosivo, y después configurar una asamblea constituyente. (Es como una parodia de las viejas revoluciones modernas; las izquierdas ortodoxas acompañan estupefactas a las derechas destituyentes.) No estamos ante las viejas revocaciones revolucionarias de mandatos, sino ante actos suicidas multitudinarios.
La implosión se produce mediante la diseminación de un estado de ánimo social, en cuya construcción desempeñan un papel excluyente los medios de comunicación hegemónicos, cuya ganancia económica ha quedado muy ligada a la inducción del pánico colectivo. Si los terratenientes sojeros destruyen la capa fértil y socavan las condiciones ambientales del agro en función de la mayor ganancia en el menor plazo posible, los medios concentrados actúan de un modo homólogo con las audiencias (que para ellos es un recurso, como la tierra para los agricultores). Someten al público a un estado de estrés permanente que en el corto plazo sirve para la competencia intermediática por el rating, pero que está destinado a incrementar procesos traumáticos e irracionales en el colectivo social, con un horizonte final de erosión de la sensibilidad común.
Es en ese marco en que la comida como problema sigue estando ausente del horizonte de sentido del colectivo social argentino. Con la crisis del 2001 se había conseguido de un modo “accidental” expulsar a un tercio de la población argentina de su dieta histórica. Circularon fantasías de alimentar a esa parte cancelada de la población con los métodos de los criaderos de animales, con soja. El gobierno de Néstor Kirchner frustró ese designio porque devolvió a la población argentina el derecho y las condiciones que le permiten conservar su identidad cultural alimentaria, conflictiva con las determinaciones del “mercado” y los “precios”.
Si viviéramos en una sociedad más civilizada, con el respeto por los derechos humanos asumido por el sentido común y no sólo por la parte de la población que los defiende sinceramente, entidades como las agropecuarias intentarían llevar a cabo acciones culturales de largo plazo para introducir modificaciones en la dieta de los argentinos, de manera funcional con sus intereses. ¿Por qué no? Lo podrían hacer con muchos argumentos, y contribuir así a enriquecer el tejido socioeconómico argentino. La dieta es un importante rasgo de la identidad cultural, susceptible de defenderse a muerte frente a la violencia, pero no está esculpida en una piedra sagrada. En cambio, prefieren emplear métodos criminales, coacciones brutales, discursos falaces. Al menos no nos engañemos. Se trata de la comida. Cuando faltó en la mesa de millones de argentinos, ellos no hicieron absolutamente nada, y ahora que volvió la comida a la boca de los habitantes de nuestro territorio se afanaron en demostrar que de ellos dependemos y que tienen la capacidad de privarnos de los alimentos. El triunfo que celebran por su corte de rutas radica en esa demostración, y en la facilidad con que consiguieron poner en vilo a los poderes públicos mediante la acción destituyente de los medios de comunicación hegemónicos (a propósito: la caricatura de Sábat fue sobreinterpretada, no forma parte necesaria de la malevolencia mediática). Ojalá pudiéramos discutir al respecto, más allá de las palabras familiares del pasado que se asoman por todas partes pero no dejan de ser impotentes para enfrentar la actualidad.
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