Ultimos
años de la revolución (1)
Nicolás
Casullo
¿Cuándo
se desplomó el mundo de las ideas y las fuerzas dinamizadoras
de un cambio radical, sus innumerables y clásicos libros y autores,
aquella revolución obrera y popular con que el socialismo insurreccional,
o el programa comunista, o la liberación antimperialista planteó
el inexorable desemboque de la historia?
En el campo
político, ideológico y teórico de las izquierdas argentinas (peronistas,
progresistas y marxistas tradicionales) muy pocas veces hasta
el día de hoy se incorporó y analizó con justeza los datos y secuencias
que actuaron ese precipitado final: la crisis profunda – terminal
en sus aspectos decisivos - de la revolución en Occidente. La
indisimulable conclusión de un tiempo histórico que había portado
el emblema de las masas industriales, las vanguardias, sus políticas,
sus textos canónicos, sus modelos de transición al socialismo
y una cuantiosa experiencia de luchas de distinto tipo y metodologías.
Se trató de un
período preciso donde se corporiza culturalmente el epílogo de
este legendario relato revolucionario con sus libretos. Lapso
que puede ser concentrado entre los años 1976 y 1982/83. Por distintas
circunstancias relevantes sobre estos años confluyen errores,
derrotas y desencantos históricos, una crítica inédita a la revolución
y al marxismo, a sus enunciados y mitos, también cambios programáticos
heréticos, el fin de militancias masivas y el abrupto declinar
de las literaturas fundamentadoras.
Una
crónica que nos pasó de largo
Sin duda la casi disolución de una cultura de izquierda revolucionaria
con sus tradicionales atributos no es producto sólo de un quinquenio
y pico de años. No puede desvincularse de las propias huellas
de una crónica accidentada desde mediados del XIX. Los debates
entre Marx y Bakunin sobre partido y autoritarismo en el 48’.
El discutido marxismo leninismo de 1905 no previsto por las socialdemocracias
europeas. Los revisionismos reformistas
cuestionados enérgicamente por los bolcheviques. Los fracasos
de la revolución alemana en 1919 o española en 1936. La critica
del 68’ a las burocracias y dirigencias obreras conciliadoras.
Y básicamente las denuncias al bárbaro proceso modernizador soviético
con su rostro totalitario, policial, concentracionario, extensible
a toda la Europa del Este desde la segunda post-guerra: socialismos
como regímenes represivos, silenciados durante décadas, salvo
contadas excepciones, por el propio universo del comunismo internacional.
Pero visto ahora
en perspectiva histórica, fueron aquellos años, entre la mitad
de los 70’ y principios de los 80’, los del desarme final de un
imaginario social de creencias revolucionarias. Un proceso crítico
de múltiples entradas: desgarrador, fecundo, lucido, traumático.
De suma importancia para una conciencia intelectual y política
latinoamericana y occidental de izquierda que (optimista o pesimistamente)
palpó en ese entonces las evidencias acumuladas en los estertores
de una larga historia de proyectos socialistas anticapitalistas,
y el comienzo de otras subjetividades de la protesta y la crítica
en la pura intemperie reflexiva.
Esos años claves
para descifrar un fin de época en Occidente coincidieron con el
reinado de la dictadura en la Argentina, y por lo tanto “no existieron”
ni se palparon como secuencia concreta en nuestro mundo nacional
de ideas, por cuanto aquellas crisis y caídas de paradigmas revolucionarios
precisó - para florecer, expandirse, polemizarse - de situaciones
democráticas que permitieron a las izquierdas la libertad de publicar,
criticar, defender y poner todo en cuestión lo almacenado patológicamente
en su seno. Lo opuesto a lo que se vivió en esos años fronteras
para adentro en nuestro país. En ese entonces tal experiencia
no pudo darse ni bajo dictaduras de derecha ni de izquierdas:
ni con un Videla ni con un Breznev. Italia, Francia, Inglaterra
y Alemania fueron centros de irradiación privilegiados de estas
crisis, pero también los exilios latinoamericanos conformados
por chilenos, argentinos, uruguayos, bolivianos y brasileños situados
en México donde la propia izquierda azteca reformulaba sus visiones,
o en España donde el destape post-Franco produjo un vasto tiempo
de pensar qué socialismo.
Paradójicamente
la situación de este proceso “ausente” en la Argentina mientras
estuvo encerrada literalmente en su propia muerte, promovió entre
nosotros más tarde equívocos interpretativos, ignorancias supinas,
diálogos de sordos, orfandad y desiertos de análisis, desencuentros
ideológicos notables entre historia, conciencia y prácticas políticas.
Como si una historia no vivida no pudiese ser satisfecha luego
por conversaciones o textos tardíos. Lo que se experimentó muchas
veces en las izquierdas nativas fue que esa napa fallida, ese
agujero de un tiempo político intelectual, produjo un revolucionarismo
marxista reactivo y en formol que rechazó volver a pensar los
secretos del mundo contestatario, y un progresismo regresivo intoxicado
de ideología liberal culturalmente conservadora.
Ya para fines
de 1983, con el regreso del país a la democracia, el universo
de la revolución hacía tiempo que agonizaba afuera de nuestros
límites geográficos en centenares de escritos críticos que reconocían
numerosas extinciones temáticas. Por cierto el desenlace simbólico
supremo tuvo lugar recién en 1989 con “las caídas de los muros”
y de los regímenes en el oriente europeo y la U.R.S.S. Pero ese
derrumbe ya no contuvo en Occidente, como testigo, ningún debate
apasionado ni intenso sobre “la revolución equivocada o a rectificar”.
Ni siquiera había sobrevivido para entonces la idea de un “socialismo
con rostro humano” como durante años había conjeturado la izquierda
europea imaginando el objetivo de aquellas sociedades cuando se
librasen del molde stalinista. Las ruinas fueron casi totales.
Lo esencial, el
corazón de esta encrucijada que va del 76 al 83 remite a las
crisis teórica, política, cultural, ideológica, de concepción
de la historia, de imaginarios de credibilidad, con que en
estos apretados y aluvionales años se discutieron los restos del
marxismo político y de otros ismos de esa gran constelación que
fue La Revolución como práctica, voluntad, proyecto colectivo
y de avanzada, de la clase o del pueblo.
Frente a las tiranías
de los análisis economicistas “objetivos” que explican todas las
cosas, es decisivo en cambio abordar este acontecimiento de decrepitud
asumida, desde la constelación de las ideas, concepciones, lógicas
y metafísicas de la izquierda para entender su efectivo crepúsculo.
Porque fue en esas dimensiones discursivas, escriturales, de léxicos
y gramáticas donde la revolución había fondeado en la historia,
donde había fecundado, alcanzado su apogeo ideológico, su eterno
heredarse a ella misma, también su meseta de estancamiento y finalmente
su disolvencia epocal hasta convertirse en pasado.
¿Cuáles fueron
las principales cuestiones que quebraron un mundo y un horizonte
de ideas políticas en el cuerpo de las sociedades?
La
herejía eurocomunista
La destitución y muerte en 1973 de Salvador Allende en Chile
golpeó de lleno a los comunismos europeos, para quienes la experiencia
en democracia del socialismo de la Unidad Popular fue de lejos
lo más importante de América Latina, encuadrable en sus propias
perspectivas. En Italia gestó el “Compromiso Histórico” del PCI
bajo dirección de Enrico Berlinguer y el apoyo teórico de una
batería de intelectuales. El PCI había tenido desde 1945 una historia
dirigida entonces por Palmiro Togliatti, defensor de una vía nacional
desmarcada de la URSS. Pero fue el ahora llamado eurocomunismo
itálico (en 1975 el PCI obtenía el 37% de los votos, con 1.740.000
activistas en todo el país) el que planteó luego que Chile no
se podría gobernar revolucionariamente aún logrando el 50% de
los votos. Tampoco se podían rechazar alianzas con la otra mitad
del país, despreciar en Italia los aportes de la cultura católica,
reivindicar el partido único y la dictadura del proletariado.
Debía concluir la “vía comunista hacia el poder”, también los
proyectos de “alternativa de izquierda”, para reivindicar en cambio,
para el votante, un amplio “programa democrático”. Esa fue la
problemática central que descuartizó el tapiz de la revolución:
la democracia (libertad, pluralidad, disenso, critica). Y el reconocimiento
de los escuálidos vínculos entre proyecto socialista radicalizado
y democracia.
El comunismo español
de Santiago Carrillo y el francés de George Marchais (5,5 millones
de votos y 600.000 activistas) acompañaron esta “herejía”. El
quiebre de “verdades instituidas” fue tan violento, que se tardó
36 meses en compaginar la Reunión Internacional Cumbre de los
PC en junio de 1976, mientras desde Moscú Leonidas Breznev pontificaba
que “estamos contra los partidos oportunistas que se desvían de
las enseñanzas del marxismo y la revolución” (L’Humanité).
Crujió y se desfondó el histórico esqueleto que había coronado
a la U.R.S.S. como centro de la revolución mundial, y fueron las
principales organizaciones comunistas las que desmembraron ese
tinglado de autoridad. Marchais consideraba que “ningún obrero
francés quiere vivir en las condiciones del obrero de la URSS
luego de 60 años de revolución” (Le Monde), mientras Carrillo
reconocía, ese mismo año, que “se terminó la revolución comunista
en Europa, su iglesia, sus monjes, su santo oficio, sus anatemas,
sus cárceles” (Cambio 16).
La
ruptura de los PC de masas con los credos sagrados (más allá de
los reformismos, burocracias y abdicaciones que portaban en sus
alforjas) representó el colapso de una edad política que iniciara
la revolución en Rusia con la III Internacional para aglutinar
y ordenar a las clases obreras, a las políticas de peso de las
izquierdas, a los modelos de jaqueos anticapitalistas. El trotzkista
Ernest Mandel diría en esos días: “el eurocomunismo es el más
claro salvador del sistema de explotación”, en tanto el teórico
francés comunista Louis Althusser se preguntó ácidamente “¿Con
el eurocomunismo el partido es una organización proletaria o burguesa
de la política?”. El pensador comunista español Fernando Claudin
admitía la vigencia del eurocomunismo, pero con ironía consideraba
que “hasta Gramsci ha sido transformado en un gradualista sin
ruptura” (Dialéctica).
Las
otras guerras de Vietnam
El proceso de post-guerra en Indochina, luego de la resonante
derrota militar de Estados Unidos en 1975, trae aparejado un año
más tarde una serie de tétricas guerras entre el mítico Vietnam
victorioso (apoyado por la U.R.S.S.) contra la Kampuchea roja
en manos de los Khemers. Luego se asistió en 1976 a la invasión
armada, como represalia de China sobre Vietnam, también a las
brutales purgas vietnamitas contra sectores de clase media opositora
en el sur del territorio, a los boat people huyendo
del país, y al genocidio de dos millones de personas a cargo de
las fuerzas revolucionarias del PC kampucheano de Pol Pot en su
propia tierra. Simultáneamente se produjo la llegada al poder
en China de Hua Kuo Feng en octubre del 76, quien destituyó y
encarceló a “la banda de los cuatro” y denunció sus desviaciones,
dogmatismos y violencias represivas “maoístas”. En menos de dos
años el vietnamita “pueblo del siglo” que había conmocionado durante
una década a las juventudes del planeta, aquella zona asiática
que concitara el mayor ejemplo tercermundista de lucha y convicciones,
expuso salvajes enfrentamientos comunistas intestinos, xenofobias,
nacionalismo, racismos, barbaries fraticidas, matanzas masivas
y renegociación económico comercial con USA. Los 60’ y 70’ habían
portado como clave de bóveda simbólica de la época el modelo antiimperialista
de la periferia: pueblos anticoloniales gestores del nuevo hombre
revolucionario. Ahora se asistía al desplome de ese horizonte
mayor de valores y éticas.
Fracasos
latinoamericanos
En 1976 Régis Debray, quien había sido durante los sesentas
uno de los teóricos de la lucha armada (bajo modelo cubano) para
América Latina, reconocía que los procesos de liberación de las
vanguardias guerrilleras en el continente habían sido derrotados
terminantemente, lo que marcaba para el francés (para ese entonces
asesor del socialdemócrata François Mitterrand) “el fin de esa
revolución en Occidente
pensada desde el siglo XIX, y que había tenido como telón de fondo
la Comuna parisina en 1871, como estación utópica la revolución
en San Petersburgo en 1917,
y por último la descolonización en armas con Cuba como abanderada.
La muerte del Che en Bolivia y la desaparición de las organizaciones
guerrilleras en Perú, Brasil, Guatemala, Venezuela, Uruguay, más
el triunfo pinochetista en Chile y el fracaso del peronismo y
las izquierdas en la Argentina, señalaban, según Debray, “la muerte
de una revolución anticapitalista que América Latina había encarnado
de una manera contradictoria pero esperanzadora para todas las
izquierdas del mundo”.
“A diferencia
de África y Asia” decía Debray, “en Latinoamérica la revolución
encontró un tercermundismo combatiente que respondió claramente
a las teorías, argumentos y lecturas del viejo sueño marxista
radical, recreado con nuevas teorías y prácticas propias. Se trataba
de sistemas capitalistas instituidos (de manera dependiente),
de clases obreras organizadas como Argentina, Brasil y Chile,
de sindicalismos con historia, campesinado concientizado como Bolivia
y Perú, resistencias populistas de masas urbanas, miles de cuadros
políticos de vanguardia, victorias ideológicas sobre los reformismos,
campo cultural e intelectual desarrollado, multitud de universitarios
militantes, de artistas y artes comprometidos, de luchas sociales
explosivas. Un conjunto de requisitos subjetivos que ya no se
daban en la vieja Europa que abandonó la revolución obrera y popular
en 1945. América Latina fue la última posibilidad de una revolución
anticapitalista pensada y luchada durante 150 años. Su fracaso
es una de las formas del adiós definitivo que, por izquierda,
va teniendo la historia moderna”.
Así argumentaba
Debray en octubre de 1976 luego de escribir tres incisivos y críticos
tomos sobre las derrotas de las izquierdas revolucionarias en
cada país de Sudamérica: en ellos refería la despedida de una
escena americana que llegó a proyectar, como nunca antes, radiaciones
sobre ideologías, voluntades y creencias en el campo cultural
de las neoizquierdas del primer mundo. Años después solo se pudo
contabilizar el proceso nicaragüense triunfante sobre Somoza y
las luchas en El Salvador, que si bien importantes, no reconstituyeron
de ninguna forma el tiempo de la revolución socialista.
Los restos del mítico 68
Los sueños que inauguraron el 68’ francés, el 69’ caliente italiano,
las universidades críticas alemanas, el pensamiento de nueva izquierda
inglesa, concluían una década más tarde con un rostro mortecino
en lo político vanguardista, donde la renovada edad revolucionaria
no había sido tal. En ese lapso renovador Europa había vuelto
a ser madre teórica, libresca, sofisticada, analítica, para un
tiempo de neoizquierdas guiadas por héroes lejanos al centro:
Mao, Guevara, Fanon, Ho Chi Minh. Sin embargo, según pensaba en
1978 la ensayista marxista Christine Buci Gluksmann “el 68 expuso
duramente la crisis del marxismo en Europa y América Latina para
cambiar realmente la vida. Con su leninismo como gran respuesta
no pudo ocultar su inanidad frente a lo nuevo. Frente a lo personal
como política que gestó y despertó el 68’, frente a la lucha de
masas, las vanguardias propusieron tercamente el aparato clandestino”.
Con una mirada divergente según escribía en 1978 el legendario
Herbert Marcuse, uno de los mentores de las revueltas sesenteras,
“la nueva izquierda se destruyó a sí misma por su retirada hacia
la liberación privada y la fetichización del marxismo. Abandonó
lo colectivo, las calles y la lucha de todos”.
La ruptura que
procuró la nueva izquierda contra el reformismo comunista, socialismos
cooptados, stalinismos del Este, burocracias obreras y legalidad
cultural e institucional burguesa, eligió como salida la tradición
dura bolchevique y la religiosidad laica maoísta. En 1979 el propio
líder de las barricadas parisinas, Dany Cohn Bendit, reconoció
que “pasadas las jornadas del 68 quedaron sólo los dogmáticos,
esos que en 1969 recrearon el viejo esquema vanguardista leninista,
tal como en 1914 hizo Lenin contra las socialdemocracias timoratas
de la belle époque. Una salida vetusta y sin imaginación”
(Unomásuno, 1979).
Para el sociólogo
francés Alain Touraine, “el 68 fue incapaz de ampliar la democracia,
retomó el positivismo y el darwinismo más pedestre, la idea de
una historia lineal metafísica. Produjo la ruptura con el obrerismo,
el fin del movimiento obrero. La revolución pasó a manos de una
intelectualidad crítica providencialista como nuevo gran sujeto.
Teóricamente el 68’ fue la última gran jornada del siglo XIX”
(L’Nouvelle Observateur, 1980). Para Rossana Rossanda,
marxista y cuadro político italiano de primer nivel, “el 68 fue
un retorno al ‘verdadero Marx’ cuando la historia tomaba un camino
inesperado de revolución pasiva desde el mercado y de un capitalismo
culturalmente integrador de lo popular, mientras el marxismo se
volvía vanguardia esclerotizada y terrorismo urbano en Occidente,
y barbarie criminal en el Este comunista.”(Il Manifesto,1979)
De acuerdo al
entonces marxista Massimo Cacciari, “la oleada de lucha antiimperialista
concluyó en el 75’. Hoy se vive la ausencia de una teoría y de
una nueva clase para la revolución, y por lo tanto somos testigos
de la desintegración de una historia de la izquierda que puede
ser muy grave en el futuro” (Mondo Operario, 1979). Otra
gran figura del movimiento Il Manifesto, el militante y
teórico Lucio Magri, contabilizó la atmósfera de ese tiempo: “el
punto de referencia creíamos verlo en la revolución cultural china,
las luchas de liberación de América Latina, Vietnam, el mayo francés,
la contestación americana, la autonomía obrera inglesa, la primavera
de Praga. En estas hipótesis ya no cree nadie, y el que siga creyendo
está perdiendo el tiempo”. (El Viejo Topo, 1980)
Como expresiones
de un extremo ideologismo hijo de ciertas secuelas del 68’, las
Brigadas Rojas italianas, convencidas de que no era posible crear
un movimiento de masas a la izquierda del PCI, y la Rote Arme
Fraction (RAF), el grupo Baader-Meinhof en Alemania, desarrollaron
un autista terrorismo urbano “desde la retaguardia del imperialismo”
y “contra un capitalismo devenido puro Estado policíaco”. Ambas
experiencias concluyen en total esterilidad: en 1976 con el dudoso
suicidio de las dos principales dirigentes germanas encarceladas,
y más tarde con la desarticulación de las Brigadas luego de la
ejecución de Aldo Moro. Por ese entonces declaraba Tony Negri
en la cárcel, acusado de ideólogo instigador: “Si el Estado italiano no se considera en guerra con las Brigadas,
estas sí están en guerra contra el Estado. Como comunista no puedo
aceptar el chantaje de Berlinguer por lo que ocurrió en Chile
en 1973” (Materiales, 1980)
Desenmascaramiento
de los socialismos del Este
Por encima de los muchos años de denuncias referidas al comunismo
del Este europeo, sobre fines de los 70’ la acusación sin concesiones
contra la U.R.S.S. y sus países satelizados alcanzó una visibilidad
diaria, máxima y dramática. El “campo de la revolución mundial”
con centro en el Kremlin pasó, en la Europa de todas las izquierdas
post 68, a ser considerado decididamente una lacra histórico social.
Se agolparon los artículos, actos, libros, cartas públicas, proclamas,
solicitadas, congresos y manifiestos de intelectuales y políticos
de una y otra orilla para señalar las aberraciones de aquellos
regímenes. En diciembre de 1977 tuvo lugar en Venecia un gran
“Encuentro sobre las Sociedades Post-revolucionarias” organizado
por un grupo de revistas marxistas, que reunió como nunca antes
disidentes, sindicalistas, exiliados, políticos, teóricos, intelectuales
y militantes del Oeste y el Este.
Se trató la situación
de los socialismos reales para puntualizar que las formas de explotación
en dichas naciones eran mayores, en todos los planos, que en el
capitalismo avanzado. Se habló de la trágica condición civil y
humana de esas sociedades antidemocráticas, de la necesidad de
que las izquierdas de uno y otro lado pensasen juntas una nueva
revolución socialista “con rostro humano” y libertades, del reconocimiento
de la realidad del obrero en el stalinismo como la peor de todas,
en tanto en nombre del “socialismo y la revolución” no se le reconocía
que tuviese en una mala situación sino todo lo contrario, lo que
lo privaba de toda solidaridad.
El soviético K.
S. Karol argumentó que “con estas experiencias históricas se quebró
más que una esperanza, se extravió la propia idea de socialismo”.
El italiano Franco Fortín admitió que “los compañeros que vienen
del Este hablan de una derrota histórica colosal que de aquí en
más la izquierda vivirá sobre todo culturalmente, frente a las
ideologías de derecha del capitalismo”. Juri Pelikan puntualizó:
“como comunista checoeslovaco hablo de que en mi sociedad no hay
para la gente una ideología más impopular que la marxista. Los
miles de disidentes en prisión sólo pueden leer en la celda las
obras de Marx, todo otro libro lo tienen prohibido.”
Crisis
del marxismo: tocando fondo
El debate sustancial de esos años, al calor de esos hechos, tuvo
que ver con aquella teoría que se supuso reveladora de dispositivos
capitalistas, luego científica, más tarde ley de lo real, también
filosofía de los transcursos históricos, conocimiento infalible,
finalmente dogma a obedecer por encima de las realidades complejas
o adversas a sus principios: el marxismo.
Por debajo de
la concurrencia de datos y evidencias, lo que se hundía sin sosiego
en los 70’ era ese saber “objetivo” que había devenido, en la
crónica moderna, proyecto político revolucionario. Ese estado
de cosas comenzó a denominarse con la incierta enunciación de
“crisis del marxismo”. Muchas veces en 150 años los escenarios,
referencias y datos habían mutado en el sistema capitalista, pero
la teoría marxista para sus convencidos supo permanecer incólume
con su capacidad de descifrar y anticipar el futuro social y la
suerte de sus actores, para entender superlativamente las cosas
y desde ahí hacer política más allá de cualquier adversidad. A
finales de los 70’ no sucedía lo mismo.
Socialdemocracias
desarrolladas, nacionalismos de izquierdas, populismos obreros,
liberaciones anticoloniales, cristianismos radicalizados, socialismos
disconformes, comunismos anquilosados, izquierdas independientes,
vanguardias leninistas, maoísmos campesinos, universitarios contestatarios,
todos habían recalado en el siglo XX, de manera confesa o no,
en ese mundo teórico explicativo y redentor del marxismo que enunciaba
causas, etapas y futuros a defender sea como sea en cada presente.
Esa realidad se astillaba.
Una polémica sostenida
en 1979 entre dos pensadores participantes de dos revistas, la
española El viejo Topo, y la editada por argentinos en
el exilio, Controversia, reflejó el tenor del debate sobre
el estado crítico del pensamiento de izquierda. Para el español
Ludolfo Paramio la crisis del marxismo formaba parte de la crisis
general de nuestra cultura moderna capitalista, pero afectaba
básicamente a la izquierda revolucionaria en todas sus latitudes.
No al marxismo reformista, que por el contrario recuperaba una
vieja y discutible lozanía en nombre de la democracia, la libertad
y el pluralismo predicados por el liberalismo burgués. La sobrevivencia
del capitalismo (sin crisis final rápida como había vaticinado
la III Internacional) dio por tierra con aspectos teóricos fundamentales
de la política marxista de los últimos 30 años, lo que develaba
una crisis teórica profunda, indisimulable ya, del proyecto socialista.
Para Paramio, sin nuevo modelo teórico marxista no había modelo
político de cambio, ni imágenes movilizadoras en lo social, ni
voluntades convocantes, ni visiones deseables, verosímiles y persuasivas
en las masas.
Para el filósofo
cordobés Oscar del Barco, el planteo que había que realizar era
inverso al de Paramio. La crisis del marxismo era fundamentalmente
política, a riesgo de caer en un teoricismo de corte mítico cientificista.
De transformar la teoría en un sujeto fantasmal y borrar todo
determinante no teórico del propio teorizar, llevando la abstracción
teórica a un orden intelectual salvacionista. Decir sólo crisis
teórica del marxismo, era darle las herramientas como siempre
a intelectuales predestinados, iluministas, para que regresen
otra vez a la manera leninista con soluciones para las nuevas
y pasivas subjetividades de masas. Para del Barco se vivía “la
toma de conciencia social del fracaso de una práctica política”,
la marxista. Los socialismos reales, la socialdemocracia y el
bolcheviquismo de vanguardia fueron incapaces de concretar una revolución
social. Este “callejón sin salida” produjo el estallido irremediable
del socialismo real, de las vanguardias, “del partido guía depositario
de la verdad teórica”, y finalmente de “la ciencia marxista”.
Para del Barco, había nuevos sujetos que ya no querían políticamente
ser dirigidos por ese determinado partido ni pensados por esas
determinadas formas teóricas. Esa era la profunda crisis histórica
de la izquierda.
Fue uno de los
muchos debates que engendró esa extraña época de ideas incandescentes
buscando respuestas para una historia que parecía ahuecarse de
sentidos, y parir otros que no tenían todavía sitios ideológicos
ni políticos establecidos. Esos años vieron nacer prometeicamente
nuevas variables organizativas de protestas y de políticas autónomas,
feminismos, asambleísmos, democracia directa, ecologismos, movimientos
carcelarios, antiautoritarios, autogestionarios, de derechos humanos,
extrapartidarios, contraculturales, indigenistas, vida cotidiana, extraparlamentarios,
consejismos alternativos, minorías étnicas, gay, reivindicaciones
de género y neoanarquismos que ya no postularon La Gran Revolución.
Años que a la vez vieron morir esquemas y verdades sacrosantas
de esa revolución histórica unificante, totalizante –de asalto
obrero al Estado– en clara despedida de la historia.
(1)
Editado en revista Lezama, Buenos Aires, 2005
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