Aprender
de Katrina
Ricardo
Forster
Las imágenes de la devastación
recorren las pantallas del mundo; el ímpetu bíblico de las aguas
arrasó New Orleans y dejó a su paso muerte y destrucción. Tal
vez se cuenten por miles los muertos y por centenares de miles
los desplazados, los que lo han perdido todo, casas, recuerdos
de toda una vida, y hasta se les hizo añicos el sueño americano.
Mirar la CNN en español es encontrarse, cada tanto, con los rostros
ensombrecidos de esos inmigrantes centroamericanos que no pueden
creer que lo que les está sucediendo pueda ocurrir en la nación
más poderosa del mundo, aquella a la que emigraron, muchos de
manera ilegal y atravesando distintas zozobras, imaginando que
dejarían atrás, para siempre, la pobreza y la desesperación de
sus países de origen. Y sin embargo, un día terrible se encontraron
con que la desidia y la improvisación, que el olvido de los indigentes
y la brutalidad estaban instalados en la Meca norteamericana.
El
huracán Katrina se desplomó sobre una zona del mundo poco acostumbrada
a padecer aquello que suele ser un dato casi estadístico en otras
regiones del planeta. Pocas son las horas de televisión o los
centímetros de los periódicos que se le dedican a los tifones
del sudeste asiático o a los terremotos andinos o a las inundaciones
que arrasan con las vidas y los escasos bienes de pobladores de
zonas marginales. Katrina, en cambio, está allí con toda su tremenda
presencia devastadora y durante días y días sus imágenes alimentarán
todas las pantallas y rotativas de un mundo que no puede creer
que eso le esté sucediendo al país más rico y más poderoso. Algo
no ha funcionado bien cuando confundimos esas imágenes pos huracán,
con refugiados en condiciones paupérrimas, con grupos armados
que dominan la ciudad dedicándose al pillaje, mientras miles de
soldados tienen que garantizar la supervivencia de un mínimo de
sociabilidad cuando todo parece hundirse a su alrededor, como
si provinieran de Colombia o de Irak o de algún país africano
teniendo en cuenta el alto porcentaje de población negra que se
aglutina en el sur de Estados Unidos.
Como si Katrina
hubiera desnudado el fondo olvidado de una sociedad opulenta mostrándonos
los otros rostros: los de una pobreza en crecimiento que se multiplica
gracias al abandono de cualquier protección por parte del Estado;
lo débiles que son las fronteras que separan a los humanos que
viven en sociedad, con sus leyes y sus aparatos de coerción y
contención, de la violencia anómica, de la guerra de todos contra
todos que estaba en la base de aquel “estado de naturaleza” teorizado
por Thomas Hobbes en el siglo XVII inglés. Rotos los diques, lo
más brutal se vuelve posible, desparramando por las calles de
la ciudad las formas más primitivas de la violencia, aquella que
nos recuerda lo cerca que estamos de la barbarie y lo artificial
de toda organización social y política. Katrina nos recordó, en
todo caso, que la sociedad es siempre frágil y lo es mucho más
cuando lo que se desnuda, a través de una catástrofe en este caso
natural, son las profundas desigualdades que atraviesan de lado
a lado incluso al país supuestamente más opulento del planeta.
Katrina
vuelve a abrir la caja de Pandora de la civilización contemporánea:
nos muestra los enormes peligros que nos amenazan a partir del
calentamiento planetario producto de la ingente producción de
riqueza y de políticas suicidas de parte de los Estados Unidos
(simplemente el capitalismo con su desenfreno productivo y consumista
está agotando no sólo las riquezas de la tierra sino creando las
condiciones para una arrasadora venganza de esa misma naturaleza
tan mancillada); nos ofrece también el espectáculo de aquellos
que reclaman sin pudor mayor seguridad, mejor intervención estatal
mientras fueron los cultores, en los últimos veinte años, del
desmantelamiento tanto del estado de bienestar como de las estructuras
encargadas de actuar adecuadamente ante experiencias catastróficas.
Pero también resulta entre ingenuo y absurdo proclamar que se
ha producido una escisión entre nuestras capacidades científico-tecnológicas
para prever este tipo de situaciones naturales y la recurrente
insistencia de los humanos en multiplicar los factores de riesgo,
cuando la propia lógica del sistema expande, como si fuera un
tumor enloquecido, los factores de riesgo en los que se desenvuelve
nuestra existencia de todos los días. La confianza mítica en la
ciencia se enfrentó ante la elocuencia de una naturaleza salida
de cauce, aquella que nos recuerda, cada tanto, que seguimos siendo
aprendices de brujo y que, como faustos del siglo veintiuno, amplificamos
las potencialidades de nuestra propia destrucción enceguecidos,
al mismo tiempo, por los prodigiosos avances de los dispositivos
científico técnicos.
Vuelvo,
entonces, a esas imágenes de la devastación y me pregunto si sirven
para algo, si lo tremendo de la catástrofe y del sufrimiento dejarán
entre nosotros alguna enseñanza, la chance de abrir un debate
que interpele la lógica de un sistema planetario que nos está
amenazando al mismo tiempo que multiplica su fervor consumista
y su pretoriana resolución de todos los conflictos. Así como el
11/9/01 marcó una inflexión en el orden político internacional,
inflexión que, de todos modos, no parece haber servido para replantear
las estrategias expansionistas del Imperio americano, quizás el
desencadenamiento de las fuerzas de la naturaleza a través del
ímpetu de Katrina nos ofrezca la oportunidad de revisar las políticas
ambientales, de poner en cuestión un modelo económico que sólo
garantiza un bienestar cortoplacista a una minoría de la humanidad
mientras, en términos de un futuro que está ya entre nosotros,
amenaza con multiplicar las catástrofes que ya no son tan naturales,
porque mucha de la responsabilidad de la civilización actual está
en la base de los daños sufridos.
Inquietante
pregunta: ¿Estaremos a tiempo o el cine catástrofe será la realidad
de los próximos años? ¿Podremos desacelerar la metástasis productivo-consumista
o seguiremos confiando en el poder prometeico de la ciencia para
sacarnos del atolladero en el que nos encontramos? Katrina trajo
algo más que desolación y destrucción, su devastadora presencia
constituye una alerta de la propia naturaleza, el recordatorio
de que nada es impune: ni la brutal desigualdad social que dejó
absolutamente desprotegidos a los pobres, ni la soberbia con la
que los seres humanos nos creemos dueños de hacer lo que nos plazca
con un mundo que, aunque lo olvidemos, simplemente nos ha ofrecido
su hospitalidad.
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