Dilemas de la imagen: modos de ver y de ser.
Leonor Arfuch
La cuestión de la imagen –su dilema- es insistente en el horizonte contemporáneo. Desde la publicidad a la información, desde el espacio urbano al monitor doméstico, desde las cámaras que registran cada uno de nuestros pasos al registro de nuestras propias cámaras estamos inmersos en tramas infinitas donde lo rutinario, lo banal, lo obsceno y lo trágico se alternan en un flujo continuo y donde lo cercano y lo lejano se confunden, se podría decir, en la misma lejanía.
La saturación mediática es quizá la que lleva la mayor parte en el asunto, ese tableteo insomne que nos persigue no sólo desde la visualidad sino también, y de modo indisociable, desde la sonoridad, cuya intensidad domina tanto la tanda publicitaria como el crescendo dramático del noticiero y sus anuncios de pretendidas “últimas” noticias, los anticipos del cine de ficción catastrófica –en la cual supuestamente encontraríamos entretenimiento- y los aires ensordecidos de bares, restaurantes, ciber- cafés y otros espacios que ya es dudoso llamar “de sociabilidad”.
Esta situación, que remite a la normalidad de nuestra vida cotidiana, sobre todo en las grandes ciudades, no es sino la intensificación paroxística –el colmo, podríamos decir con Roland Barthes- de las tendencias que ya en la segunda posguerra se insinuaran como irreversibles: la aceleración tecnológica, la supremacía del instante, la igualación de los públicos, la ampliación sin límites del horizonte de la comunicación. Desde ese entonces –y también antes, en la reflexión sociológica y filosófica, en el arte, la literatura, las vanguardias- el movimiento de la crítica, que no ha cesado, tiene que vérselas con el doble estatuto de la imagen, su ambigüedad constitutiva, cualquiera sea su naturaleza: a la vez presencia y ausencia, mostración y ocultamiento, veracidad y engaño, violencia y pacificación. Todo ello, al margen de su “tema”, como movimiento interno de su forma y también de su fondo intangible, esa profundidad de lo que escapa indefectiblemente a la percepción, por más que agucemos la mirada.
Transcurrido el tiempo, los términos del debate contemporáneo –para ceñirnos sólo al presente- son teóricos pero también jurídicos, estéticos, éticos y políticos. Tienden tanto a redefinir el estatuto de la imagen y la mirada en la llamada “cultura de la imagen” –desde la filosofía, las artes, la comunicación, la educación-, como a intentar poner recaudos a su uso indiscriminado, a ese desborde de visualidad que no solamente ha disuelto las fronteras materiales en una virtualidad avasallante sino también los umbrales hipotéticos de lo público y lo privado, haciendo de las pantallas –de todas ellas- verdaderos reductos de la intimidad –y también de la procacidad. Recaudos que convocan tanto a los “expertos” como a instituciones del Estado y de la sociedad, amén de los registros erráticos de la llamada “opinión pública”. Así, significantes tales como escándalo, censura o prohibición -asociados desde tiempos remotos a la idolatría y la fascinación y entonces, al poder fatídico de la imagen- retornan una y otra vez investidos de contenidos particulares –pornografía, incitación a la violencia, umbrales del horror- mientras el horizonte de lo decible y lo mostrable parece extenderse cada vez más. Vale aquí recordar el escándalo de las fotos del penal de Abu Ghraib, con las torturas infligidas por los norteamericanos a los prisioneros iraquíes o la prohibición absoluta de mostrar fotografías de las víctimas de las Torres Gemelas –que sin embargo circularon luego, en recopilaciones especiales, como compendios de las peores pesadillas.
Es que si las tecnologías han ampliado el espacio de lo visible hasta contener, idealmente, el mundo entero –uno de los imaginarios más acendrados de la globalización-, este “mundo” parece a su vez empeñado en aparecer, más allá de la ciencia-ficción, como escenario de violencia y de catástrofes, tanto naturales como producto de las también avanzadas tecnologías de la destrucción. Así, la dimensión inconmensurable del sufrimiento se traduce día a día en las módicas imágenes del flash del noticiero, en la tensión entre acostumbramiento y conmoción, quizá como recordatorio fugaz de la fragilidad de la vida contemporánea, quizá como compensación de su monotonía.
Esa conjunción de infortunios, unida a la violencia de lo cotidiano, más allá de los “estados de excepción” –una violencia muchas veces difusa, de gesto, imagen o palabra bajo el rostro de la normalidad- plantea también interrogantes sobre el “ver o no ver”, es decir, sobre la real eficacia de esa visibilidad ilimitada –que a menudo deviene obscenidad- en términos de cognición y comprensión.
Porque si bien es cierto que estas cosas suceden y que las cámaras que están alertas día y noche en todo el planeta, las registran, también es cierto que no asistimos en directo a la realidad del mundo y que la imagen, ésa que leemos en su inmediatez y hasta su espanto, ha sido intervenida, editada, diseñada, puesta en sintaxis, controlada. Y que es justamente esa espacio/temporización, esos procedimientos de puesta en forma, cada vez más sofisticados –en las pantallas, en la gráfica- los que producen finalmente el impacto en la recepción, sus diversos efectos de sentido.
Esa distancia insalvable entre la imagen y lo que “muestra”, que el género de la información intenta reducir a cero según su viejo adagio –la “realidad tal cual es”- es lo que señala, en nuestra condición de avezados perceptores del siglo XXI, la perseverancia del dilema que inquietara a los antiguos griegos: la imagen como mimesis de lo real –y entonces copia, realidad de segundo grado- y al mismo tiempo como un hacer ver aquello que escaparía tal vez a la posibilidad de la mirada. Dilema de la representación, que parecería saldado a partir del reconocimiento contemporáneo del carácter performativo, constructivo, de la imagen -su ontología en tanto sujeto, su cualidad-otra que no “copia” nada sino que da lugar a una nueva existencia- y sin embargo retorna como interrogante y como conflicto, sobre todo cuando se trata de lo traumático, de lo que suele aludirse como “irrepresentable”, aquello que roza los límites de lo real, en el sentido psicoanalítico del término, como la figura paradigmática del holocausto, la Shoah.
Sin embargo esa distancia –esa paradoja- de la representación está presente en toda imagen. Como diferencia irreductible con el objeto pero al mismo tiempo como atestación de su existencia –“la imagen da cuenta de lo que la cosa es, dirá el filósofo, mientras que ella, la cosa, se contenta de ser”- , de ese más allá que la imagen trae consigo aunque no guarde en verdad una relación mimética –la pintura abstracta, por ejemplo, que remite a sí misma pero al mismo tiempo a lo que la sustenta: la obra de arte, la tradición y la infracción, la trayectoria del artista, su temporalidad, el fuera de cuadro, su lugar en el museo, en fin, esa deriva significante que Charles S. Peirce llamó “semiosis ilimitada”. Podríamos decir entonces que toda imagen es su propia representación, al tiempo que postula, en las modalidades más diversas, una referencia al mundo.
Pero además de lo que la imagen trae, en su materialidad, en el modo de su referencia, hay algo que sólo se dirime en la mirada, en el diálogo, contingente y azaroso, con su eventual perceptor. Porque la imagen se da a ver siempre en un contexto, en un ritmo, en un espacio/tiempo, y pide, simultáneamente, un reconocimiento acorde con su ontología. En esa interacción, en esa apropiación –y en esa respuesta a lo que nos pide- se juega verdaderamente su sentido. Por eso quizá más que hablar de imágenes obscenas o violentas habría que pensar en la obscenidad o la violencia que pueden generar las imágenes según los modos de su mostración –o de su monstruación, como llama Jean-Luc Nancy a su devenir fuera de cauce, en la inercia de la comunicación. Y aquí la aceleración, el énfasis, la repetición –todos, procedimientos habituales de los medios- tienen un papel decisivo: las cadenas de noticias, por ejemplo, han transformado la temporalidad esporádica del noticiero en una continuidad donde lo “nuevo”, que nos amenaza a cada instante, no es sino la reiteración exacerbada de “lo mismo” –y cada vez otro, podríamos decir. Modalidad de acumulación caprichosa que se transforma a menudo en unilateralidad –como ha pasado en nuestro reciente acontecer-, en fijeza de cámara en un solo espacio o en un solo registro -de la contienda, en este caso, ya que no pudo hablarse de argumentación. Pero estas afinadas tecnologías –o su abuso- no nos dispensan de esa respuesta a que aludimos, que más allá del encantamiento o la fascinación tiene que ver con la responsabilidad y la reflexión. Porque hay, evidentemente, una responsabilidad de la mirada, también “de este lado” de las pantallas.
Sin duda el registro mediático es el más revelador en cuanto a esa fijación sobre el presente que es un rasgo reconocible en la larga duración de la modernidad, en la medida en que los destinos se fueron tornando cada vez más impredecibles. Una fijación ya exasperante, se podría decir, sobre lo cotidiano y lo fragmentario, inequívocamente individualista pese a su constante alusión a lo “social”-el noticiero, como la publicidad, figuran una audiencia colectiva pero nos interpelan de a “uno/una”.
Este anclaje en el presente, este “presentismo” –como lo llaman los franceses, seguramente lejos de nuestra doble acepción sarmientina - se impone así tanto en relación con la imagen, desalojada en el momento mismo de su aparición, como en los relatos, grandes o pequeños, donde el futuro –tiempo de la política - se desdibuja apenas en el umbral de mañana. No es casual, me parece, que la propia idea de “planificación” suene inconsecuente, que corramos siempre detrás de los hechos y sus efectos, que seamos incapaces de vernos en una proyección anticipatoria de la vida –salvo quizá, negativamente, como temor difuso de los posibles infortunios que proliferan a nuestro alrededor. (El miedo, como se sabe, es uno de los mecanismos de control social).
Quizá por esa fijación en el presente –y por una correlativa evanescencia del pasado- se hable tanto de la memoria y se multipliquen los lugares canónicos de su instauración: colecciones, archivos, monumentos, memoriales. Memoria e imagen, por otra parte, están unidas de modo indisociable, ya sea porque toda memoria es una imagen –con su propia espacio/temporalidad- ya sea porque toda imagen trae al presente una memoria: del objeto, del acontecimiento, del ser, de la vivencia, de otras imágenes. Memoria, imagen e imaginación –en su común raíz que no desdice la potencialidad veridictiva-, se articulan así de los modos más diversos tanto en la visualidad como en el lenguaje, cuya cualidad icónica es capaz de evocar enteros universos.
Memoria e imagen se entrelazan muy particularmente en las narrativas del pasado reciente en la Argentina, junto con un profundo involucramiento biográfico, autobiográfico y testimonial. Es que, por la índole de la experiencia de los años ’70, tanto en el imaginario de la revolución como en la terrible represión de la dictadura militar, el protagonismo de los actores estuvo –y sigue estando- en el centro del relato, desde la experiencia guerrillera en sus diversas modulaciones hasta el padecimiento de las víctimas de la prisión y la tortura. El testimonio liso y llano, la literatura de ficción y autoficción, la experimentación en el cine y en el audiovisual y aún los debates dan cuenta de ello. Pero es quizá esa figura elíptica de la “desaparición” que no nombra la muerte pero señala la ausencia irreparable de los cuerpos, la que ha impulsado, de mil maneras, la “aparición” de las imágenes: desde las fotografías que presidieron por años las rondas de la Plaza de Mayo y se expandieron luego incansablemente en marchas y muros hasta formar parte de nuestra identidad, a las más variadas intervenciones artísticas, tanto en el espacio urbano como en galerías u otros sitios de exhibición.
Imágenes que desdicen el imperativo del presente como desligado de la carga del pasado pero que tampoco apelan a su restauración: el arte sobre todo, en sus diversas manifestaciones, tiene la posibilidad de desplegar una temporalidad diferente, de oponer a la aceleración la lentitud, a la acumulación caprichosa del flujo mediático la distancia crítica de la reflexión. La imagen, en este caso, se torna sobre la referencia –sobre la ausencia- no como repetición sintomática sino como trabajo de duelo, relato, elaboración, puesta en sentido. Y aquí, si bien los largos años transcurridos nos han poblado de imágenes, en distintos registros que de un modo muy general podríamos denominar “artísticos”, desafiando también la cuestión de lo “irrepresentable”, sigo pensando –junto con otros colegas y artistas- que la mejor obra de este arte son las fotografías, en sus pancartas móviles o en su alineación simétrica sobre un fondo de tela azul, en los largos murales que las Madres despliegan en distintos lugares –uno de ellos, quizá el más recurrente, el Parque de la Memoria en la Costanera Norte, junto al Río.
Esas fotografías, instantáneas de la vida corriente, de un tiempo anterior, donde no se veía relumbrar el “instante de peligro”, para tomar libremente la expresión de Benjamin, que podrían integrarse mansamente en cualquier álbum familiar, parecen condensar de un modo emblemático los poderes y paradojas de la imagen a los que aludimos: la tensión –lacerante- entre presencia y ausencia, la representación de sí, el rostro como ser del Otro, la mirada que nos mira y que espera algo de nosotros, no solamente un simple pasar, una temporalidad expandida, que es a la vez presente absoluto, rememoración y proyección, y también un fondo inquietante, cuya perturbación nos alcanza aunque estemos a plena luz del día.
La imagen es allí elocuente y quizá suficiente. Sin embargo, y aunque se diga, con mayor o menor razón, que una imagen vale más que mil palabras, la imagen siempre convoca la palabra y esto es esencial en la elaboración de memorias traumáticas pero también en todo proceso de educación y formación. Articular imagen y palabra, darle sustento a la visualidad -en el relato, la poesía, el análisis, la interpretación- no supone atenuar la potencia del ver, como sentido privilegiado en la cultura contemporánea, sino revalorizar también la importancia de escuchar. La escucha como un don, como posición tendiente al otro, como apertura –desde adentro- hacia el otro, capaz de percibir tanto la modulación de la voz como sus silencios, capaz de desafiar también ese otro límite de la representación, el de lo “indecible”. Pero sin olvidar que tanto palabra como imagen aparecerán siempre en desajuste, como exceso o como falta, incapaces de alcanzar la dimensión “exacta” del acontecimiento.
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